A vista de pájaro

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LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL. UN CONFLICTO QUE LLEGA DESDE EL ESTE

Carmen Scocozza



La importancia de las implicaciones producidas por el Primera Guerra Mundial es universalmente reconocida. Definida como “la catástrofe inicial del siglo XX”, el “primer acto de la destrucción de Europa” o “el error más grande de la historia moderna”1, de manera más general solo se puede reconocer el carácter verdaderamente mundial de un conflicto que, a pesar de los orígenes europeos, tuvo efectos globales, cambiando las relaciones de fuerza e incluso la posición de Europa en el mundo. Un acontecimiento que, como sabemos, no solucionó los problemas con el Tratado de Versalles, sino que, por el contrario, dejó cuestiones irresueltas que desembocaron trágicamente en la Segundo Guerra Mundial y produjo dramáticas consecuencias, que siguen afectando el continente europeo.

Inmediatamente después del finalizar la contienda, se advirtió la necesidad de analizar las causas y las características de un evento que resultó ser novedoso y excepcional con respeto a las guerras anteriores. Los primeros estudios de la Gran Guerra se enfocaron en las operaciones militares y navales, los testimonios de los jefes y los recuerdos de los combatientes, para comprender el impacto, tanto militar como emocional, de un hecho sin precedentes. Algunos años más tarde, la historia diplomática empezó a reflexionar en torno a la intervención de nuevos Estados, la cohesión de las alianzas y los fracasos de las tentativas de paz, así como en los cambios y los nuevos equilibrios europeos y mundiales2. […]

De hecho, solo examinando las causas profundas de la guerra se puede entender cómo una crisis diplomática se convirtió en una lucha total que cambió de manera definitiva el mapa europeo. En todo el siglo XIX diferentes conflictos cruzaron el continente, siempre caracterizados por su brevedad. Desde la guerra franco-austriaca del 1859, la guerra austro-prusiana de 1866, hasta la guerra franco-prusiana de 1870, todas se resolvieron en pocas semanas, confirmando la idea de que la guerra podía representar —para utilizar las palabras de Von Clausewitz— la continuación de la política por otros medios, otra opción para solucionar las divergencias en las relaciones internacionales. Por lo tanto, al iniciar el primer conflicto mundial, las tropas partieron para el frente, entre la multitud festiva, convencidas de «regresar a casa para Navidad»3, demostrando, una vez más, que «nunca una guerra había empezado con un malentendido tan fundamental acerca de su naturaleza»4.

En el curso de los años, la mayor parte de la literatura producida sobre la Primera Guerra Mundial ha centrado su atención en el frente Occidental y en las relaciones entre Francia, Gran Bretaña y Alemania. Hablando de la larga víspera de la guerra, los historiadores han destacado las diferentes razones del conflicto entre los actores europeos. Solo para hacer una rápida referencia a los principales teatros donde se ponía en peligro el mantenimiento de la paz, es posible mencionar la política imperialista de los Estados europeos que buscaban nuevas oportunidades de conquista para los comercios y los tráficos internacionales. Si, por una parte, Francia e Inglaterra habían regulado sus propias esferas de influencias con la Entente Cordiale de 1904, por otro lado, los cambios ocurridos al final del siglo XIX, con el significativo crecimiento industrial, económico y demográfico de los países europeos, habían impuesto un replanteamiento de las relaciones de fuerza, tanto en el ámbito europeo como en el extraeuropeo. En particular, Alemania se presentaba en la escena internacional como elemento perturbador de los equilibrios en Europa, donde la competencia con Francia, con respecto a los territorios de Alsacia y Lorena, representaba uno de los puntos de fricción más fuerte en el corazón del continente; además, el antagonismo marítimo con Inglaterra, la política imperialista de Berlín y la voluntad de ver reconocidos sus intereses en África determinaban tensiones también extraeuropeas y llevaron a las dos crisis marroquíes en 1905 y 19115.

Según este tradicional análisis de los problemas que determinaron la Primera Guerra Mundial, la repartición cronológica clásica reconoce en la invasión alemana de Bélgica, del 4 de agosto de 1914 y en el armisticio del 11 de noviembre de 1918, las fechas que marcan el comienzo y el final de la conflagración.
Sin duda, esta periodización tiene sentido, si miramos los acontecimientos desde la perspectiva de la victoria de las potencias occidentales, pero ofrece un análisis parcial de las causas profundas y de las consecuencias que pueden ser comprendidas, en su totalidad, ampliando el lapso temporal y espacial de la Gran Guerra6.

Élie Halévy, en su destacada obra, L’ ère des tyrannies, ofreció una interesante contribución al conocimiento del origen de la Primera Guerra Mundial que, en su opinión, llegó desde el Este, algunos años antes de 19147. Según la interpretación del historiador francés, su verdadero comienzo podía identificarse con la guerra ruso-japonesa. De hecho, la victoria de Tokio, al demonstrar que una «raza supuestamente inferior» fue capaz de derrotar a un «pueblo blanco», exaltó el nacionalismo en diferentes regiones de Asia, asestando un duro golpe a equilibrios ya precarios, en particular, galvanizando el ala nacionalista de los jóvenes turcos que llegaron al poder en 1908. De tal manera, la Primera Guerra Mundial se conecta estrechamente con el destino del hombre enfermo de Europa. En el intento de impulsar el camino hacia la modernización, promoviendo un proceso de reformas para transformar el autócrata y retrasado Imperio otomano en una moderna monarquía constitucional, los jóvenes turcos terminaron haciendo colapsar definitivamente el imperio, en la medida en que produjeron el efecto, no deseado, de animar los nacionalismos de otras minorías presentes en el territorio8.

Además, esta situación de incertidumbre general causó una aceleración en la política exterior de aquellos países preocupados por el hecho de que los cambios en el Imperio otomano podían afectar sus propios intereses nacionales. Una de las primeras consecuencias fue la decisión del Reino de Bulgaria, el 6 de octubre de 1908, de declarar su independencia formal, y la del imperio austro-húngaro, al día siguiente, de proceder a la anexión de Bosnia y Herzegovina. A pesar del hecho de que se estaba, sencillamente, normalizando una situación de facto, ya establecida después del Congreso de Berlín, de 1878, un cambio en los Balcanes, decidido sin un acuerdo entre las grandes potencias, amenazaba con desencadenar un proceso peligroso para el mantenimiento de los equilibrios europeos.

En ese contexto, lo que parecía un acontecimiento marginal —la decisión italiana de pedir una compensación territorial a la ampliación austriaca en los Balcanes9 y dar parcial satisfacción a sus ambiciones coloniales— se convirtió en la chispa que encendió el polvorín balcánico, causando indirectamente el primer conflicto mundial10.

De hecho, la guerra de Italia contra el Imperio otomano, iniciada en septiembre de 1911, para conquistar los territorios de Tripolitania y Cirenaica, representó una ulterior demostración de la posibilidad de expulsar a los turcos de Asia, contribuyendo a inflamar los movimientos irredentistas en los Balcanes que pedían una modificación del statu quo11.

Como es notorio, entre octubre y diciembre de 1912 y entre julio y agosto de 1913, los actores regionales, montenegrinos serbios, búlgaros y griegos trataron de ampliar sus territorios quedando, al final, básicamente insatisfechos. Las guerras balcánicas produjeron solo el efecto de agitar y mezclar los nacionalismos, obligando a la monarquía de los Habsburgo a reconsiderar su política hacia el área. Sobre todo, la afirmación de una Serbia victoriosa —pero sin haber sido capaz de lograr muchas de sus expectativas, como la salida al mar Adriático— y la significativa presencia eslava en el imperio austro-húngaro, convencieron a los Habsburgo de la necesidad de actuar antes de que Serbia representara una fuerza de atracción para los pueblos aún sometidos al Imperio. Consciente de este peligro, Viena esperaba la primera ocasión para dar una lección a Serbia, que le fue ofrecida por el asesinato del archiduque Francisco Fernando, el 28 de junio de 1914.

Retomando la interpretación de Halévy, en tiempos más recientes, también, Andrea Graziosi plantea la existencia de un bloque —revoluciones de 1905 y 1908, guerras balcánicas, Primera Guerra Mundial— y señala cómo, en esta crisis, proveniente del Este, los elementos de debilidad estaban representados por los viejos imperios: el Imperio Otomano, cuyo derrumbe habría afectado inevitablemente el destino de los Habsburgo, y el imperio ruso que, después de la guerra de Crimea y por la insatisfacción respecto a la definición territorial decidida en Berlín (1878), comenzó a dirigir su política hacia Oriente, sentando las bases para el conflicto con Japón12. De hecho, el impacto más inmediato y violento de la controversia ruso- japonesa fue la revolución de 1905, en el Imperio zarista, que asestó un duro golpe a los equilibrios ya precarios y dio nuevos impulsos, en el contexto donde la necesidad de una afirmación estatal contra la opresión imperial originó radicalizaciones de los movimientos nacionales y de las ideologías liberales occidentales.

Según este análisis, no solo la causa contingente, sino también las raíces del conflicto mundial se encuentran principalmente en Europa Oriental. Precisamente, en este territorio, las problemáticas nacionales, económicas, sociales, religiosas y políticas, presentes en imperios decadentes, se convierten en el detonante de una crisis generalizada. Aún más, la guerra tuvo en dicha región un carácter político, social y nacional, mucho más radical, convirtiéndose en una lucha por la libertad y la autodeterminación de los pueblos. Queda claro que en Occidente se encontraban los actores- protagonistas, los Estados más fuertes que representaron el multiplicador de las tensiones orientales y lucharon en las batallas más importantes y decisivas. Pero, mientras que en la parte occidental se discutía de modificaciones fronterizas, sin poner en discusión la existencia de los Estados, en el Este la supervivencia de un imperio o de las diferentes nacionalidades dependía del resultado de las hostilidades13.

Si el Este europeo aparece como el lugar en el que se amplifican las problemáticas de la guerra, también parece importante aclarar y definir el concepto al cual estamos haciendo referencia. Según el economista austriaco Ludwig Von Mises, al hablar de Europa Oriental es correcto utilizar una categoría interpretativa histórica más que geográfica. De hecho, nos referimos a estos territorios multilingües, caracterizados por la presencia de comunidades religiosas, culturales, lingüísticas superpuestas, resultados de una prolongación de invasiones que terminaron mucho antes, en la parte occidental de Europa, donde la constitución de bloques culturales, religiosos y lingüísticos había representado, en el tiempo, la base de los actuales Estados-naciones14. En cambio, el territorio oriental conocía invasiones alemanas, musulmanas, otomanas, rusas, que habían determinado una particular condición de retraso, no solo económico, sino también político; en este contexto, el intento de modernización y de creación de Estados nacionales promovió, a menudo, formaciones socioeconómicas e ideologías especialmente agresivas y nacionalistas.

Al principio de la Primera Guerra Mundial, este territorio tan complejo estaba ocupado por cuatro imperios: ruso, austro-húngaro, otomano y alemán; en el plazo de cuatro años habrían nacido alrededor de quince Estados «nacionales» con las consiguientes migraciones forzadas, deportaciones, políticas de purificaciones, nuevas ideologías, nuevos regímenes e intentos de reconstrucciones imperiales15. El colapso de los imperios multiétnicos sería la causa principal del largo periodo de desorden que caracterizará esta shatter zone, área geográfica, estructuralmente débil, donde el vacío de poder que siguió al conflicto representó un catalizador de violencia, que prolongó la fase de la guerra hasta 192316. De hecho, la firma del Tratado de Lausana, que definió las fronteras de la moderna Turquía, parece confirmar el inicio de una normalización de las relaciones internacionales, que pasa tanto por la Conferencia de Washington y la siguiente reorganización de los equilibrios en el extremo Oriente, como por la finalización de la guerra civil en Irlanda y en la Unión Soviética, hasta el restablecimiento del orden en Alemania, después de la Crisis del Ruhr. Un análisis de este tipo permite entender algunos claroscuros del conflicto que, en la interpretación clásica, se habían estudiado, principalmente desde la perspectiva occidental, enfatizando cuestiones como la competencia marítima anglo-alemana y la revancha francesa respecto a la pérdida de Alsacia y Lorena, en 1871.

De manera diferente, si miramos a la Primera Guerra Mundial no solo entre los Estados- naciones, sino como la lucha de los imperios multiétnicos, nos damos cuenta de sus profundas implicaciones, de los cambios y de las consecuencias que afectarán el destino de Europa, en los siglos XX y XXI. Frente a un acontecimiento que, destacados historiadores, como Jean Baptiste Duroselle y François Furet definen como «incomprensible» y «enigmático»17, esencialmente al analizar la obstinación y la crueldad de los beligerantes, orientadas a una mutua destrucción, resulta interesante reflexionar sobre los elementos de excepcionalidad que convierten lo que podía ser una guerra, como tantas otras, en la Gran Guerra.

Entre estos aspectos, se destaca la fuerte contraposición, al principio del siglo XX, entre los Estados nacionales, ya existentes, y los sujetos multinacionales que vivían hace tiempo una situación de precariedad y que veían en los vecinos una amenaza por la capacidad de atracción de las diferentes minorías, todavía subyugadas, en los viejos imperios. En los Estados nacionales los súbditos se habían convertido en ciudadanos con derechos y deberes específicos, como el de defender su propia patria de los peligros externos. Las personas se volvieron, entonces, patriotas y nacionalistas. De manera diferente, en los imperios multinacionales, las minorías entendieron que el conflicto representaba la posibilidad de luchar por sus propios intereses y de ser los beneficiarios del nuevo orden que resultó de este.

Por tales razones, esta guerra excepcional —en cuyas dos partes había fuerzas humanas prácticamente equivalentes y disponían de un arsenal bélico sin precedentes— difiere, respecto a los conflictos pasados, por la participación activa de los pueblos. No se puede hablar, entonces, de una guerra dinástica o de gabinetes, en la medida en que se movilizaron poblaciones enteras, convencidas de que se estaba poniendo en tela de juicio la existencia de su patria, de su manera de vivir y pensar, su propia existencia nacional18. Una vez liberadas las pulsiones de las naciones, se desencadenó una ferocidad sin precedentes, y empezó el drama de Europa, que habría tenido que transitar por muchos otros horrores antes de definir un nuevo equilibrio en el continente. En particular, será en el territorio oriental que quedarán todos los problemas no resueltos de la Primera Guerra Mundial y que reaparecerán las tensiones que llevarán a los Estados a enfrentarse en el segundo conflicto mundial, marcando, además, el destino de Europa en los años siguientes.

En una región geográfica, estructuralmente débil, caracterizada por una mezcla de grupos étnicos, religiones e idiomas, y dominada por los imperios multinacionales, las tensiones y los conflictos fueron parte de un progresivo camino hacia la construcción de una identidad y de una construcción estatal, donde la sola manera para resolver el problema de la ausencia de homogeneidad nacional pareció ser la purificación del país, con todas sus inevitables y trágicas implicaciones. Así que, si al comienzo de la Primera Guerra Mundial Europa estaba dominada por imperios dinásticos, al final de esta, fueron reemplazados por Estados-naciones, considerados «la sola forma de organización política legitimada a nivel internacional»19. Esta desintegración de la monarquía de los Habsburgo, de la Rusia imperial y del Imperio otomano trajo un vacío de poder en Europa Oriental, mientras que los catorce puntos de Wilson representaban la base de legitimación para fundar los nuevos Estados supuestamente nacionales.

El vínculo entre la promoción de la homogeneidad nacional y la difusión de un nacionalismo agresivo parece bastante estrecho, en un contexto donde el proceso de formación estatal estuvo a menudo «basado en un concepto de nacionalidad exclusivo, étnico, que identificaba a los no miembros como enemigos potenciales o reales»20. En estos territorios, herederos de seculares políticas imperiales, multilingües, multiétnicas, sin fronteras definidas, la afirmación nacional de la mayoría se convirtió en una política de opresión para las minorías. El miedo a ser privados de derechos, recién ganados, alentó políticas violentas y radicalizaciones ideológicas que causaron movimientos migratorios de minorías, previamente amenazadas por los imperios y ahora por los Estados nacientes. De 1918 a 1923, en toda Europa Centro- Oriental se registraron millones de refugiados y 4 millones de muertos, como consecuencia de las guerras civiles y conflictos interétnicos21.

Las trasformaciones, con la ola de migración consiguiente, permiten hablar de la Primera Guerra Mundial como una guerra-revolución, es decir: la primera etapa de una revolución aún más grande, que seguirá en los años para culminar en el segundo conflicto mundial22. Obviamente, será un proceso diferente de las expectativas de los intervencionistas democráticos, pero sin duda revolucionario por el cambio de la estructura de Europa, de su posición en el mundo, la desaparición de imperios centenarios y la aparición de nuevos Estados con dramáticos momentos de purificación étnica y liquidación de los pueblos23.

La guerra cambió la carta europea de una manera radical; para dar algunos ejemplos, en 1914, en Europa Oriental la mitad de la población representaba una minoría en el interior de otros Estados, mientras que, al finalizar las hostilidades, solo una cuarta parte seguía viviendo en países dominados por otras nacionalidades24.

La Primera Guerra Mundial representó un momento decisivo en la liquidación del multilingüismo, elemento de diferencia fundamental entre Europa Oriental y Europa Occidental, con la desaparición de cuatro imperios y el nacimiento de realidades claramente plurinacionales como la Unión Soviética y Yugoslavia, y de otros Estados que se proclamaron nacionales, a pesar de la significativa presencia de minorías en su interior. En Checoslovaquia, por ejemplo, checos y eslovacos representaban solo el 64 % de la población y el 22 % estaba representado por los alemanes; en Polonia sus nacionales eran el 70 % con el 14 % de ucranianos; en Rumania, frente al 70 % de rumanos, vivía un 9 % de húngaros, un 4 % de alemanes y un 4 % de judíos25.

Sin embargo, como hemos aclarado, muchas veces la condición de estas minorías no mejoraban; de hecho, para afirmar el reconocimiento de su propia nacionalidad, la mayoría fue responsable de una política tendiente a solucionar, de manera opresiva, los problemas planteados por los grupos minoritarios.
Este contexto de violencia generalizada y limpieza étnica permite afirmar que, en muchos aspectos, la Primera Guerra Mundial representó la prueba general de la segunda; además, el vacío de poder debido a la caída de las autoridades políticas tradicionales, junto con el miedo al bolchevismo y a la amenaza de una revolución mundial, que desestabilizó una situación ya precaria, favoreció la creación de grupos especiales y de organizaciones paramilitares convencidas de que solo una violencia resolutoria habría podido regenerar y purificar la nación26.

En este sentido, el sufrimiento generado por el conflicto y las dificultades psicológicas e ideales contribuyeron a afirmar la necesidad de encontrar una guía, el hombre fuerte, el representante de esta regeneración estatal: el vožd’, fuhrer, duce, personalidades libres de cualquier consideración moral o ideal, secuelas del retraso generado por el conflicto y de la debilidad de las sociedades europeas salidas de este. La caída de antiguas tradiciones, el nacimiento de Estados claramente nacionalistas, el miedo a causa de las recientes trasformaciones en las clases dominantes a ser privadas de los viejos privilegios, son todos elementos que ayudan a entender la fuerza conservadora del fascismo y del nazismo en los años siguientes, y la afirmación, en la casi totalidad de los nuevos Estados, con la excepción de Checoslovaquia, de regímenes autoritarios altamente conflictivos27.

El periodo posbélico se caracterizó, en Europa Oriental, por una continuación de la guerra en otras formas, como en el intento de definir las nuevas fronteras; los nuevos gobiernos no reconocieron a las minorías el mismo derecho a la autodeterminación, promoviendo un nacionalismo extremo y agresivo y reivindicando intereses económicos y estratégicos para ampliar sus territorios. Así es que, por ejemplo, la competencia de Polonia y Checoslovaquia por el territorio de Teschen, de Polonia y Lituania por la región de Vilna, de Rumania y Yugoslavia por el distrito de Timisoara, demostraba la dificultad de aplicar verdaderamente los principios wilsonianos. Mientras se consagraba el triunfo de los Estados democráticos y de las ideas nacionales, en realidad una profunda crisis estaba debilitando a Europa y cambiando la idea de su lugar en el mundo. En un sentido más general, el gran problema de los tratados de paz fue la vía por la que se pro- cedió a definir el nuevo mapa, después de la desintegración de los grandes imperios multiétnicos.

Los principales protagonistas de la historia europea del siglo XIX perdieron gran parte de sus territorios, dejando en su lugar nuevos pequeños Estados, marcadamente nacionalistas y potencialmente conflictivos dada su composición étnica: eran igualmente multinacionales, pero aspiraban a la homogeneidad. La promesa de Wilson de rediseñar el continente europeo, según los principios de autodeterminación de los pueblos, era imposible de realizar, concretamente en el área oriental, donde el objetivo de crear naciones étnicamente homogéneas estaba sentando las bases para futuras tragedias.

El equilibrio garantizado en el Congreso de Viena y fundado en la legitimidad de los Estados dinásticos dio paso al nacionalismo, a las reivindicaciones étnico-lingüísticas, a los radicalismos democráticos y a nuevas ideologías, con todas las inevitables implicaciones que ello generaba. La trasformación de la guerra entre Estados en guerra civil fue un aspecto decisivo, posterior a 1918, un legado de la Primera Guerra Mundial que contribuyó al convencimiento de que para construir una sociedad nueva era necesario eliminar todos los sujetos extranjeros, perjudiciales para el equilibrio interno. Una situación de tensiones no resueltas que nos permite hablar de la actualidad de la Gran Guerra, en la medida en que estos mismos territorios orientales, después de una pacificación forzada impuesta por la Guerra Fría, han conocido otros horrores y discriminaciones en tiempos más recientes: en la antigua Yugoslavia, en Kosovo y ahora en Ucrania.

Esta inestabilidad nos recuerda que lo que pasa en esta región de frontera, punto de encuentro de las herencias rusa, turca y de los Habsburgo, sigue teniendo consecuencias globales. Un choque de civilizaciones destinado a tener efectos devastadores en realidades territoriales, históricamente caracterizadas por la presencia de etnias, culturas y religiones superpuestas. Al distinguir en la misma nación entre ciudadanos de primera y segunda clase, se corre el riesgo de legitimar los abusos de la mayoría y, al mismo tiempo, las aspiraciones de emancipación de la minoría. Solo el oportuno desarrollo de un concepto de ciudadanía inclusiva, que evita el particularismo nacional y promueve el sentido de pertenencia de las diferentes identidades a las mismas instituciones, puede garantizar una pacífica convivencia en aquellos territorios orientales que siguen contradiciendo la imagen de una Europa integrada y reconciliada.

Carmen Scocozza, «La primera guerra mundial. Un conflicto que llega desde el Este», Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, 42.2 (2015), pp. 161-176.


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