Una cuestión de alianzas

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Alianzas 1914.

EL EQUILIBRIO DE PODER ENTRE 1815 y 1914.

Álvaro Silva


Los sistemas bismarckianos

Conseguida una Alemania unida bajo la égida prusiana, el principal desafío de Bismarck pasó a ser protegerla de las reacciones hostiles que a buen seguro se producirían. La amenaza más temida por Bismarck era la formación de una alianza de las demás potencias europeas contra el nuevo Reich y, para evitarlo, la mejor solución no era otra que atraerse primero a las que más motivos podían tener para hacerlo.

En 1873 Bismarck creó la Liga de los Tres Emperadores, que comprendía un tratado defensivo germano-ruso firmado el 6 de mayo y un convenio austro-ruso firmado el 6 de junio, acuerdo éste al que el emperador alemán se unió el 22 de octubre. La liga era muy inestable y duró poco tiempo. Nada más nacer quedó debilitada al distanciarse Rusia de la política de presión adoptada por Bismarck ante la aprobación por Francia, en 1875, de una ley que, a su juicio, revelaba la intención de hacer la guerra a Alemania.

Unos años más tarde, en la Conferencia de Berlín, Rusia se vería obligada a renunciar a buena parte de las ganancias obtenidas en la guerra ruso-turca de 1877-1878 y el Zar, para quien su aliado alemán no le había apoyado como cabía esperar, dio por terminada la alianza. Viendo desmoronado su primer sistema de alianzas, Bismarck comenzó de inmediato a reconstruirlo firmando un tratado defensivo con Austria-Hungría el 7 de octubre de 1879, que preveía que ambas potencias se ayudarían con todas sus fuerzas en caso de un ataque ruso y permanecerían neutrales si la otra era atacada por una potencia distinta de Rusia.

El tratado se concluyó con una duración de cinco años pero se fue renovando continuamente hasta la Primera Guerra Mundial. Para reintegrar a Rusia en el sistema, Bismarck consiguió firmar un tratado en 1881 que preveía que, en caso de que alguna de las potencias firmantes fuera atacada por una cuarta potencia, las otras dos mantendrían una neutralidad benevolente. Este tratado, en cambio, debía renovarse cada tres años. Finalmente, en 1882, Bismarck aprovechó los temores italianos ante la expansión francesa en África para atraerla mediante un tratado que habría de renovarse cada cinco años, lo que dio lugar a la Triple Alianza.

Rumanía se unió en 1883. Este segundo sistema tenía la virtud de permitir un cierto control de Austria por Alemania, alejar a Rusia de Francia y lanzar a Gran Bretaña contra Rusia, puesto que si Austria no podía entrar en coaliciones anti-rusas, sería el gobierno británico el que tendría que frenar al Zar. Además y para evitar problemas, Bismarck trató de complacer a Francia en todo lo posible y de animarla en su expansión colonial, lo que calculaba que la llevaría a chocar con Gran Bretaña.

En 1884 se renovaron, como estaba previsto, los acuerdos con Austria y Rusia, y en 1887 la Triple Alianza. Sin embargo, este último año tocaba renovar otra vez el acuerdo con Rusia, algo que no fue posible por una serie de acontecimientos en Bulgaria que desencadenaron una ola germanófoba en Rusia.
Bismarck consiguió entonces sustituir el tratado de 1881 por el Tratado de Reaseguro, mediante el que Rusia y Alemania se prometían mutuamente permanecer neutrales en caso de que alguna de ellas entrara en conflicto con una tercera potencia, salvo que Rusia atacara Austria o Alemania atacase Francia. Además, Alemania prometía no estorbar los esfuerzos rusos por abrir el Bósforo y los Dardanelos. Este último sistema incluía además los Acuerdos Mediterráneos, firmados también en 1887.

Habiéndose comprometido a ayudar a Italia contra Francia en cuestiones coloniales y no interponerse entre Rusia y los Estrechos, Bismarck trató de aligerar sus compromisos promoviendo el entendimiento con Gran Bretaña de sus compañeros de alianza, asociando así indirectamente a los británicos a su sistema.
El primer acuerdo, firmado entre Italia y Gran Bretaña, reafirmaba la voluntad de ambas potencias de mantener el status quo en el Mediterráneo y el Mar Negro, así como de prestarse ayuda recíproca frente a Francia en las cuestiones de Egipto y Tripolitania. Austria-Hungría se unió al acuerdo en marzo y España en mayo, prometiendo no ayudar a Francia de forma que pudiera molestar a Italia, Austria-Hungría o Alemania. De esta manera Francia no podría entrar en guerra con Italia, que ahora contaba con apoyo británico, y Alemania no tendría que aportar la ayuda prometida. Además, la promesa hecha a Rusia de no oponerse a la apertura de los Estrechos se vería rebajada porque cualquier tentativa rusa sería frenada por Gran Bretaña, Austria-Hungría e Italia.
A la luz de lo que acabamos de exponer, podemos concluir que la época de paz bismarckiana no fue tampoco un triunfo del equilibrio. De hecho, antes que un ejemplo de equilibrio la época bismarckiana es un ejemplo de cómo impedir que funcione uno. Bismarck, cuyos primeros años en el poder fueron de una violencia inusitada, dio un giro de 180 grados a su política una vez conseguidos sus objetivos, evitando acciones agresivas que pudieran dar lugar a la formación de coaliciones contra Alemania y favoreciendo, en cambio, un movimiento de bandwagoning por parte de aquellas potencias que más tenían que temer del nuevo poder germánico.

El aislamiento de Francia y Gran Bretaña –impuesto el primero y voluntario el segundo–, unido a la habilidad de Bismarck para mantener a Austria-Hungría y Rusia gravitando alrededor de Alemania, fue lo que mantuvo la paz en Europa.

El equilibrio y la guerra

La alianza Franco-Rusa

La caída de Otto von Bismarck a mediados de marzo de 1890 trajo consigo un cambio completo del orden europeo. Nada más tomar posesión de su cargo, Leo von Caprivi, sucesor de Bismarck, decidió no renovar el Tratado de Reaseguro. En el Ministerio de Asuntos Exteriores temían que su filtración pusiera en peligro la alianza austríaca y pensaban que por muy aislada que quedara, Rusia no encontraría aliados que pudiesen suponer un peligro para Alemania. Por un lado, las diferencias en Asia Central eran demasiado importantes como para que llegara a un acuerdo con Gran Bretaña y, por otro, ni Rusia tenía interés en luchar por Alsacia y Lorena ni Francia en hacerlo por problemas balcánicos o el acceso ruso al Mediterráneo. Sin embargo, lo cierto es que las consecuencias de esta decisión fueron muy graves: Rusia, a pesar de todo, comenzó a buscar aliados alternativos y, además, Alemania perdió la capacidad de mediar en los conflictos austro-rusos.

Desde mediados de la década anterior las relaciones franco-rusas habían mejorado progresivamente. La colaboración, de carácter financiera en un primer momento, se fue extendiendo poco a poco a otros campos, llegándose incluso a fabricar en Francia los primeros fusiles modernos del ejército zarista. En agosto de 1891, la revelación en el Parlamento italiano de la existencia de los Acuerdos Mediterráneos y, por tanto, de alguna forma de colaboración entre Gran Bretaña y la Triple Alianza, convenció al Zar de la necesidad de acercarse más a Francia y los dos países acordaron concertarse en las cuestiones que pudieran poner en peligro la paz general y ponerse de acuerdo sobre las medidas a adoptar en caso de agresión.

Un año más tarde se firmaría, por fin, una alianza militar que contemplaba que en caso de movilización de Alemania o Austria-Hungría ambas naciones movilizarían automáticamente la totalidad de sus fuerzas y las llevarían a la frontera. En caso de que Francia fuese atacada por Alemania o por Italia apoyada por Alemania, Rusia emplearía todas sus fuerzas contra Alemania y, en caso de que Rusia fuese atacada por Alemania o por Austria-Hungría apoyada por Alemania, Francia emplearía todas sus fuerzas contra Alemania. Francia se comprometía a movilizar contra Alemania 1.300.000 hombres y Rusia entre 700.000 y 800.000, dedicando el resto de sus fuerzas a luchar contra Austria-Hungría.

La convención, firmada por los generales Obruchev y Boisdeoffre, necesitaba la firma del Zar y del gobierno francés para ser efectiva, por lo que no entró en vigor hasta el 4 de enero de 1894. Una de las dos cosas impensables para los líderes alemanes era ya una realidad. Kissinger afirma1 que la alianza franco-rusa fue el principio del fin del equilibrio de poder, algo que no puede sorprendernos si tenemos en cuenta que, para él, el equilibrio ideal es el complejo, la coexistencia de cierto número de potencias capaces de formar diferentes alianzas para oponerse a los diferentes intentos de alcanzar la hegemonía. Nosotros creemos que no es honrado definir el equilibrio de poder en términos que lo asocien únicamente con situaciones históricas en las que se considera que el modelo fue exitoso. Por Eso en el Mar del Norte y mejorar las relaciones con los demás países para poder concentrarse en Alemania. Esto suponía el abandono de la tradicional política de splendid isolation.

La primera alianza británica se firmó el 30 de enero de 1902 con el Japón, país que podía ayudar a moderar a Rusia y evitar la partición de China, pero mucha más relevancia tendría el acuerdo que empezaría a negociarse el año siguiente. La entente franco-británica, que en realidad eran tres convenciones separadas, se firmó el 7 de abril de 1904 y ponía fin a los roces coloniales que hasta entonces habían tensado las relaciones entre París y Londres. Francia renunciaba a sus pretensiones en Egipto a cambio de ver reconocida su supremacía en Marruecos; los británicos modificaron las fronteras de Nigeria a cambio de que los franceses renunciaran a sus derechos pesqueros en Terranova y se solucionaron algunos problemas en Siam, Madagascar y las Nuevas Hébridas.
El acuerdo no era en modo alguno una alianza anglo-francesa, de ahí que fuera aceptable para el Parlamento británico y que inicialmente no despertara recelos en Alemania. Pero, poco a poco, en Berlín fue calando la sensación de que estaban siendo rodeados por potencias hostiles, lo que provocó que la política exterior germana adoptara formas más agresivas para intentar romper la entente y la alianza franco-rusa.

La primera crisis se desató en 1905, cuando el canciller alemán, Bernhard von Bülow resolvió oponerse a la toma de control francesa en Marruecos. La idea de Bülow no era tanto defender los intereses económicos alemanes en África como humillar a Francia para demostrar que, a pesar de sus acuerdos con Rusia y Gran Bretaña, seguía estando aislada y hacer ver a los rusos lo poco que valía el apoyo francés. Bülow convenció al Sultán para que no pusiera a su policía y a su ejército en manos francesas y persuadió al Káiser de que hiciera una visita a Tánger. La tensión subió rápidamente y los Estados Mayores comenzaron a hacer recuentos de fuerzas.

El Sultán de Marruecos invitó entonces a las potencias a una conferencia internacional, pero Delcassé, ministro de asuntos exteriores francés y artífice de la Entente, comprendiendo que los alemanes jugaban de farol, rechazó la idea. No obstante, el resto del gabinete francés no quiso arriesgar una guerra en un momento en el que su aliado ruso se encontraba fuera de juego tras su derrota en la guerra ruso-japonesa, obligó a Delcassé a dimitir y aceptó participar en la conferencia propuesta. La conferencia se celebró en Algeciras a partir de enero de 1906 y, en conjunto, se considera una gran victoria de la Entente. Aunque los franceses no ganaron en Marruecos la preponderancia completa a la que aspiraban, el cerrado apoyo británico a los franceses fortaleció el bloque creado por Delcassé, hasta el punto de que, por primera vez, se autorizaron conversaciones militares secretas para preparar la eventualidad de una colaboración entre los ejércitos de Francia y Gran Bretaña.

La firmeza británica hizo también una gran impresión a los rusos, que les convenció de la conveniencia de llegar a un acuerdo con Gran Bretaña similar al alcanzado por Francia. La nueva entente se firmó el 31 de agosto de 1907 y, como la franco-británica, se componía de tres convenciones: una sobre Persia, otra sobre Afganistán y otra sobre el Tíbet. Quedaba así formada la Triple Entente, en realidad una alianza franco-rusa sumada a una entente franco-británica y una entente ruso-británica.

La conversión del equilibrio complejo en uno simple tuvo el efecto de acentuar la sensación de enfrentamiento y, por tanto, de generar más desconfianza. Cada alianza trataba de calibrar a la contraria y también la fiabilidad de sus miembros. Los gobiernos tenían que ser muy cuidadosos a la hora de dar pasos atrás, pues cualquier gesto de debilidad podía dar al traste con la propia alianza o animar a la otra a ir más lejos. Cada vez se hacía más evidente que el equilibrio de poder, mientras más perfecto es, menos margen de maniobra deja a los integrantes del sistema.

Bosnia-Herzegovina. 1908

La siguiente crisis se produjo en 1908, como consecuencia de la anexión por Austria-Hungría de Bosnia-Herzegovina, una provincia formalmente turca que había recibido el derecho de administrar en el Congreso de Berlín de 1878. El ministro de Asuntos Exteriores austríaco, Aehrenthal, pensaba que la anexión de Bosnia y su inclusión en los territorios dependientes de Budapest conseguiría a un tiempo asociar a los húngaros a la política austríaca en los Balcanes, desanimar a los nacionalistas de Belgrado que aspiraban a integrar la provincia en la Gran Serbia, prevenir un refuerzo de la influencia turca en la zona y devolver a Austria-Hungría la categoría de gran potencia.

A principios de octubre de 1908, casi al mismo tiempo que Bulgaria declaraba su independencia formal del Imperio Otomano, Austria-Hungría anunció la incorporación de Bosnia-Herzegovina a la Monarquía. La reacción, especialmente en Rusia y Serbia, fue de indignación y durante algunos meses la guerra pareció inminente. Finalmente, el 21 de marzo de 1909, Berlín envió a San Petersburgo lo que equivalía a un ultimátum: si Rusia no reconocía la anexión, dejaría a Austria-Hungría invadir Serbia y la apoyaría en caso de ataque ruso. El Zar, cuya situación militar y financiera seguía sin ser buena y cuyos aliados no mostraron muchas ganas de ir a la guerra por Bosnia-Herzegovina, no tuvo más remedio que claudicar y recomendar a Serbia que hiciera lo propio. La crisis representó un triunfo para las monarquías germánicas, pero también puso de manifiesto lo complicada que se iba volviendo la situación. Después del fiasco de 1905, Alemania se había mostrado dependiente de Austria-Hungría hasta estar a punto de ir a una guerra por un pedazo de tierra que no le interesaba lo más mínimo. La Entente no se deshizo porque Rusia comprendió que era el único instrumento con el que contaba para hacer frente a las Potencias Centrales, pero en San Petersburgo se oyeron quejas sobre la pasividad de Francia y Gran Bretaña y el precedente de 1908 debió de pesar en 1914 cuando estas dos potencias tuvieron que decidir, otra vez, si apoyaban a Rusia en un problema balcánico o se mantenían al margen.

Agadir. 1911.

En 1911, Marruecos volvió a sumir Europa en una crisis. El envío de algunas tropas francesas a Fez para luchar contra tribus hostiles al Sultán bastó para que Alemania protestara por la ruptura del Acta de Algeciras, enviara un barco a Agadir y exigiera compensaciones2.

El Secretario de Estado alemán, Alfred von Kiderlen, defendía que, si se quería mantener el crédito diplomático de Alemania, no se podía dejar Marruecos a Francia sin obtener nada a cambio y abogaba por tensar la situación tanto como fuera posible para obtener un resultado satisfactorio. En Gran Bretaña, la acción alemana se veía como un nuevo intento de debilitar la Entente y había acuerdo general en que, si Alemania exigía una partición de Marruecos o compensaciones desproporcionadas, habría que apoyar a Francia hasta el final. En un memorándum dirigido al Foreign Office, Eyre Crowe afirmaba que, si Francia aceptaba las condiciones alemanas, no se trataría solo de una renuncia a ciertos intereses o de una pérdida de prestigio, sino de una derrota con todas sus consecuencias. Sir Arthur Nicolson estaba de acuerdo:

«If Germany saw the slightest weakening on our part, her pressure on France would become intolerable to that country who would have to fight or surrender. In the latter case German hegemony would be solidly established, with all its consequences immediate and prospective»3.


Rusia también era consciente de esto y, aunque indicó que no deseaba verse envuelta en una guerra por Marruecos y que su ejército necesitaba al menos dos años más para recuperarse, dijo que honraría la palabra dada a Francia si fuese necesario. Las negociaciones fueron intensas y muchos veían la guerra como inminente. En Gran Bretaña se alertó a la Royal Navy ante el temor de un ataque sorpresa alemán y la bolsa de Berlín colapsó al producirse un retraso en el calendario de reuniones previsto; no se sabía que se había debido a una leve indisposición del embajador francés. Finalmente, con la presión aumentando por todas partes y ante la perspectiva de tener que ir a una guerra por Marruecos, Kiderlen aceptó conformarse con una compensación en el Congo que no llegaba ni a la mitad de lo exigido inicialmente. Francia y la Entente habían conseguido una victoria sobre Alemania.

Las guerras balcánicas

La última crisis antes de la definitiva la constituyeron las guerras balcánicas de 1912 y 1913, que tuvieron como resultado la casi total expulsión de los turcos del continente europeo a manos de los países balcánicos y la expansión territorial de éstos. Serbia fue una de las grandes beneficiadas y Austria-Hungría barajó intervenir para limitar sus ganancias, una posibilidad que inquietaba a Rusia. Una vez más, las potencias hicieron recuento de fuerzas. Alemania apoyó a su aliado austrohúngaro y prometió colaboración en caso de ataque ruso, aunque esperaba que la situación no llegara a tanto. Gran Bretaña, por su parte, advirtió al embajador alemán que, en caso de guerra general, era casi seguro que intervendría para evitar la destrucción de Francia. Las familias alemanas que vivían en el Este del imperio huyeron hacia el Oeste, la bolsa cayó y tanto Rusia como Austria-Hungría movilizaron tropas.

Fue la última vez que se evitó la guerra. La creación de Albania para impedir la salida al mar de Serbia fue un último triunfo de Austria-Hungría con el que, curiosamente, acabaría cobrándose una venganza póstuma en 2008. Pero a nadie en Viena se le ocultaba el hecho de que, en lo sucesivo, tendrían que lidiar con una Serbia mayor y más confiada por sus recientes victorias.

El estallido de la guerra

El asesinato del archiduque Francisco Fernando no tenía nada en sí mismo que hiciera inevitable una guerra europea. Lo que hizo que el magnicidio de Sarajevo desembocara en el drama de 1914 fue la decisión de Austria-Hungría de aprovecharlo para acabar de una vez por todas con el problema serbio, creando una crisis exactamente igual a las de 1908 o 1912-13, con la diferencia de que esta vez todas las potencias decidieron ir hasta el final. Pero ¿por qué antes no y en 1914 sí?

Una primera razón es que la recurrencia de crisis que sistemáticamente llevaban a Europa al límite había acabado por convencer a todo el mundo de que la guerra era inevitable. Tras más de una década de tensión entre bloques y de creciente hostilidad, los europeos se habían resignado a tener que luchar algún día y, como el estudiante que anhela la llegada del examen, muchos preferían acabar cuanto antes. Partiendo de esa base, para los líderes europeos no se trataba de evitar una guerra que se daba por segura, sino de elegir el mejor momento para librarla, y 1914 era un buen momento para muchos. Lo era para Austria-Hungría, que no podía dejar más tiempo a Serbia para fortalecerse y que esperaba que el asesinato del archiduque le permitiera beneficiarse de una ola de comprensión internacional. Lo era también para Alemania, que pensaba que en 1914 todavía estaba en condiciones de ganar una guerra en dos frentes, algo que no podría garantizarse durante mucho más tiempo. Con un poco de suerte y apostando fuerte era incluso posible que la Entente se volviese a negar a ir a la guerra por Serbia, lo que reforzaría a su aliado austríaco y debilitaría a sus enemigos. Y lo era para Rusia, cuyo ejército se había modernizado y por fin podía plantearse dar un golpe en la mesa que le devolviera el estatus de gran potencia e hiciera desaparecer las disensiones internas.

Si Alemania fue culpable de no frenar a su aliado, Francia fue también culpable de no frenar al suyo. Probablemente, lo templado del apoyo que se habían prestado mutuamente en las últimas crisis y la necesidad de no poner más a prueba la fortaleza de la alianza, influyó para que esta vez diera mayor libertad de acción a Rusia. El Káiser acarició por un momento la posibilidad de marchar contra Rusia y no atacar Francia, pero, aparte de que Moltke le explicara que eso era imposible, pues suponía alterar todo el plan logístico preparado, Francia se encargó de devolverle a la realidad al dar a entender que apoyaría a Rusia. No había intereses franceses en juego, pero el miedo que Francia tenía a Alemania le impedía imaginar un futuro sin un aliado que le ayudara a contrapesarla.
En cuanto a Gran Bretaña, su entrada en la guerra fue probablemente la más fría y la que se basaba en cálculos de más largo plazo. De la misma manera que los militares alemanes pensaban que iban a librar una guerra preventiva que les evitaría verse luchando unos años más tarde contra un ejército ruso modernizado, los británicos fueron a una guerra preventiva para impedir que Alemania consiguiera la hegemonía en el continente; tal y como habían advertido en crisis anteriores, no permitirían la destrucción de Francia.

Se ha dicho a menudo que Gran Bretaña fue a la guerra para defender la independencia de Bélgica, vilmente atacada por Alemania, pero esto no fue así. Ya el 29 de julio de 1914, en una reunión del gabinete, se acordó que la reacción a una posible violación alemana de la neutralidad belga sería «one of policy rather than of legal obligation»4, lo que deja claro que nunca se consideró que el Tratado de Londres de 1839 impusiera una obligación de intervenir.

Recientemente, el Daily Telegraph ha publicado un documento que detalla la conversación que Sir Edward Grey mantuvo con Jorge V el día 2 de julio y que viene a confirmar esta tesis. De acuerdo con este documento, Grey comentó al monarca que todavía no habían conseguido encontrar una razón que justificara la entrada británica en la guerra, a lo que Jorge V, alegando que Alemania obtendría la completa dominación de Gran Bretaña si Francia era barrida, replicó: you have got to find a reason, Grey»5. Y eso mismo fue lo que dijo Grey en su discurso del día siguiente a los Comunes:

«I do not believe for a moment that at the end of this war, even if we stood aside and remained aside, we should be in a position, a material position, to use our force decisively to undo what had happened in the course of the war, to prevent the whole of the west of Europe opposite to us — if that had been the result of the war — falling under the domination of a single power»6.

Álvaro Silva, «El equilibrio de poder entre 1815 y 1914», Aòrtes, Revista de historia contemporánea, número 84, año XXIX. 2014, pp. 135-160.


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