La revolución rusa de 1905

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EL 9 DE ENERO DE 1905

León Trotsky


I

«Soberano, nosotros, los obreros, nuestras mujeres y nuestros débiles ancianos, nuestros padres, hemos venido a ti, soberano, para pedir justicia y protección. Estamos reducidos a la miseria, somos oprimidos, abrumados con un trabajo superior a nuestras fuerzas, injuriados, no se quiere reconocer en nosotros a hombres, somos tratados como esclavos que deben sufrir su suerte y callar. Hemos esperado con paciencia, pero se nos precipita cada vez más en el abismo de la indigencia, la servidumbre y la ignorancia. El despotismo y la arbitrariedad nos aplastan, nos ahogamos. ¡Las fuerzas nos faltan, soberano! Se ha alcanzado el límite de la paciencia; para nosotros, éste es el terrible momento en que la muerte vale más que la prolongación de insoportables tormentos».


Tales son los acentos solemnes en los que resuena la amenaza de los proletarios a través de la súplica de los súbditos; tal es el comienzo de la famosa petición de los obreros de Petersburgo. Relataba todas las persecuciones y todas las injurias que el pueblo sufría. Enumeraba todo: desde las corrientes de aire que atravesaban las fábricas hasta la servidumbre política del país. Solicitaba la amnistía, las libertades públicas, la separación de la Iglesia del Estado, la jornada de ocho horas, el salario normal y la sesión progresiva de la tierra al pueblo. Pero, ante todo, exigía la convocatoria de una asamblea constituyente, elegida por sufragio universal no censitario.

«Estas son, soberano –concluía la petición– las principales necesidades que te sometemos. Ordena y jura satisfacerlas y harás a Rusia fuerte y gloriosa, grabarás tu nombre en nuestros corazones, en los corazones de nuestros hijos y nietos, para siempre. Si rehúsas escuchar nuestras súplicas, moriremos aquí, en esta plaza, delante de tu palacio. No existe otra salida para nosotros, carecemos de motivo alguno para buscarla en otro lugar. Ante nosotros sólo quedan dos caminos: o hacia la libertad y la felicidad, o hacia la tumba. Muéstranos, soberano, el que debemos elegir; lo seguiremos sin replicar, aun cuando fuera el camino de la muerte. Sacrifíquese nuestra vida por la Rusia agotada en los tormentos. No lamentaremos este sacrificio; lo ofreceremos voluntariamente».


Y efectivamente lo ofrecieron. La petición de los obreros oponía a la fraseología confusa de las resoluciones liberales los términos precisos de la democracia política; además, introducía el espíritu de clase al exigir el derecho de huelga y la jornada de ocho horas. Su significación política no reside empero en el texto, sino en el hecho. La petición servía de prólogo a una acción que había de unir a las masas obreras ante el fantasma de una monarquía idealizada, con el resultado de oponer inmediatamente al proletariado y la monarquía real como enemigos mortales.

La marcha de los acontecimientos ha quedado en todas las memorias. Los incidentes se sucedieron, durante algunos días, con una notable moderación, persiguiendo siempre el mismo objetivo. El 3 de enero, estalló la huelga en la fábrica Putilov. El 7 de enero, el número de huelguistas se elevaba a 140.000. La huelga alcanzó su apogeo el 10 de enero. El 13 se volvió al trabajo. De suerte que estamos en presencia de un movimiento antes que nada económico que tiene por causa un motivo ocasional. El movimiento se extiende, arrastra a decenas de millares de obreros y se transforma por consiguiente en un acontecimiento político. A la cabeza del movimiento se encuentra la Sociedad de Obreros de Talleres y Fábricas, organización de origen policial. Los radicales, cuya política de banquetes ha entrado en un callejón sin salida, arden de impaciencia. Se hallan descontentos por el carácter puramente económico de la huelga y empujan hacia delante al conductor del movimiento, Gapón. El cual se compromete en la vía política y encuentra, en las masas obreras, tal desbordamiento de descontento, irritación y energía revolucionaria, que los planes de sus inspiraciones se pierden y ahogan con él.

La socialdemocracia pasa a primer plano. Es acogida con manifestaciones hostiles, pero pronto se adapta a su auditorio y le subyuga. Sus enseñas se convierten en las de la masa y quedan fijadas en la petición. El gobierno se oculta. ¿Por qué razón? ¿Perfidia? ¿Provocación? ¿O bien miserable confusión? Una cosa y otra. Los burócratas, en torno al príncipe Sviatopolsk, permanecen estúpidos, sin saber qué hacer. La banda de Trepov1, que se había apresurado a poner fin a la «primavera» y que, por consiguiente, había preparado conscientemente una matanza, permite a los acontecimientos desarrollarse hasta su final lógico. El telégrafo tuvo plena libertad de informar al mundo entero respecto de las etapas recorridas por la huelga de enero. El último portero de París sabía con tres días de antelación que en Petersburgo, el domingo 9 de enero, a las dos de la tarde, debía estallar la revolución. Y el gobierno ruso no hizo nada para impedir la efusión de sangre.

En las once secciones de la Sociedad obrera, las reuniones proseguían sin interrupción. Se elaboraba, se redactaba la petición y se deliberaba sobre el plan de un cortejo que avanzaría hacia el palacio. Gapón corría en coche de una sección a otra, los agitadores de la socialdemocracia habían perdido la voz a fuerza de hablar y caían extenuados. La policía no se mezclaba en nada. No existía. De acuerdo con la resolución adoptada en común, el avance hacia el palacio fue pacífico: no se cantaba, ni se llevaban banderas, ni se pronunciaban discursos. Los manifestantes iban endomingados. En algunas partes de la ciudad llevaban íconos y oriflamas. En todas partes tropezaron con las tropas. Suplicaron al ejército que concediese el paso, imploraron, intentando rodear los destacamentos o atravesarlos. Los soldados dispararon durante toda la jornada. Los muertos se contaron por cientos, los heridos por miles. No pudo establecerse su número exacto, pues la policía retiraba los cadáveres durante la noche, haciéndolos desaparecer secretamente. A medianoche, el 9 de enero, escribía Georgi Gapón:

«A los soldados y a los oficiales que asesinan a nuestros hermanos inocentes, a sus mujeres y a sus hijos, a todos los opresores del pueblo: mi maldición pastoral. A los soldados que ayuden al pueblo a obtener la libertad, mi bendición. Les eximo de su juramento de soldados hacia el zar traidor que ha ordenado verter sangre inocente…».


La historia se sirvió del plan fantástico de Gapón para llegar a sus fines y no le quedaba al clérigo sino sancionar con la autoridad sacerdotal sus conclusiones revolucionarias. El 11 de enero, en la sesión del consejo de ministros, Witte, que no disfrutaba entonces de poder real alguno, propuso una deliberación sobre los acontecimientos del 9 de enero y la adopción de medidas «para prevenir en el futuro tan deplorables incidentes».

La propuesta de Witte fue rechazada por «no entrar en la competencia del consejo y no estar inscrita en el orden del día de la sesión». El consejo de ministros pasó por encima del comienzo de la Revolución Rusa, porque esta revolución no estaba inscrita en el orden del día de su sesión.

II

La histórica manifestación del 9 de enero se presentó bajo un aspecto que nadie, lógicamente hubiera podido prever. El sacerdote a quien la historia había puesto a la cabeza de la masa obrera, durante algunos días, de manera tan inesperada, marcó los acontecimientos con el sello de su personalidad, de sus opiniones, de su dignidad eclesiástica. Y estas apariencias disimularon, ante los ojos de muchas personas, el sentido real de los acontecimientos. Pero la significación esencial del 9 de enero no reside en el cortejo simbólico que avanzó hacia el Palacio de Invierno.

La sotana de Gapón era algo accesorio. El verdadero actor fue el proletariado. Comienza por una huelga, se unifica, formula exigencias políticas, baja a la calle, atrae hacia sí todas las simpatías, todo el entusiasmo de la población, choca con la fuerza armada y abre la Revolución Rusa. Gapón no creó la energía revolucionaria de los obreros petersburgueses, se limitó a descubrirla, sin haberla sospechado. Hijo de un clérigo, seminarista más tarde, estudiante de la academia eclesiástica, capellán de una prisión, agitador entre los obreros con la autorización benévola de la policía, se encontró de pronto a la cabeza de una multitud cuyos componentes eran cientos de miles. Su situación oficial, su sotana, la exaltación de las masas poco conscientes y la rapidez fabulosa de los acontecimientos habían hecho de Gapón «un líder».

Hombre de imaginación desordenada, con visos de aventurero, meridional sanguíneo con un sesgo de bribón, completamente ignorante en las cuestiones sociales, Gapón era tan poco capaz de regular los acontecimientos como de preverlos. Los acontecimientos le arrastraban.
Durante mucho tiempo la sociedad liberal creyó que, en la personalidad de Gapón, se escondía todo el misterio del 9 de enero. Se le oponía a la socialdemocracia como jefe político que poseyera el secreto de seducir a las masas, mientras que los socialdemócratas no formaban, según se decía, más que una secta de doctrinarios. Olvidábase por lo demás que el 9 de enero no hubiera llegado de no haber encontrado Gapón en su camino varios miles de obreros conscientes que pasaron antes por la escuela socialista. Los cuales le cercaron enseguida en un anillo de hierro del que no hubiera logrado escapar de haberlo pretendido. Pero ni siquiera lo intentó. Hipnotizado por su propio éxito, se dejó llevar por la marea creciente.

Sin embargo, si desde el día siguiente al Domingo sangriento comprendíamos que el papel político de Gapón se subordinaba absolutamente a los hechos, subestimábamos todavía sus cualidades personales. En la aureola de su cólera pastoral, con la maldición en los labios, se nos aparecía de lejos como una figura de estilo casi bíblico. Hubiérase dicho que las poderosas pasiones revolucionarias se habían despertado en el pecho de un joven sacerdote, capellán de la prisión central de Petersburgo. ¿Qué es lo que vimos después? Cuando la llama descendió, Gapón quedó al descubierto ante nosotros en su nulidad política y moral.

Las actitudes que afectó ante la Europa socialista, sus enclenques escritos «revolucionarios», fechados en el extranjero, simples y groseros, su llegada a Rusia, sus relaciones clandestinas con el gobierno, los denarios de Witte, sus entrevistas pretenciosas y absurdas con los representantes de los periódicos conservadores, su conducta ruidosa, sus fanfarronadas y, finalmente, la miserable traición que fue causa de su pérdida, todo destruyó definitivamente la idea que nos habíamos formado de Gapón el 9 de enero.

Involuntariamente recordamos las penetrantes palabras de Víctor Adler, jefe de la socialdemocracia austríaca, quien, al recibir el primer telegrama sobre la estancia de Gapón en el extranjero, declaró:

«Lástima… Para su fama en la historia hubiese sido mejor que desapareciera misteriosamente como había venido. Se conservaría la hermosa leyenda romántica de un sacerdote que abrió las compuertas de la revolución rusa… Hay hombres – añadía Adler, con la fina ironía que le caracteriza–, hay hombres que están mejor entre los mártires que entre los camaradas de partido…».

III

«No existe todavía un pueblo revolucionario en Rusia». Eso escribía Peter Struve, en el órgano que publicaba en el extranjero bajo el título de Emancipación, el 7 de enero de 1905, es decir, dos días antes de que los regimientos de la guardia aplastasen la manifestación de los obreros petersburgueses.

«No existe un pueblo revolucionario en Rusia», declaraba por la boca de un renegado socialista el liberalismo ruso que, durante un periodo de tres meses, en sus banquetes, había adquirido la convicción de ser el principal personaje en el escenario político. Y esta declaración no había tenido tiempo de llegar hasta Rusia cuando ya el telégrafo transmitía a todos los puntos del mundo la gran noticia del comienzo de la Revolución Rusa…
La esperábamos, no dudábamos de ella. Había sido para nosotros, durante largos años, una simple deducción de nuestra «doctrina» que excitaba las burlas de todos los cretinos de todos los matices políticos. No creían en la eficacia de las peticiones de los zemstvos, en Witte, en Sviatopolsk-Mirski, en cajas de dinamita… No había prejuicio político que no aceptasen a ojos cerrados. Sólo la fe en el proletariado les parecía un prejuicio.

No solamente Struve, sino toda «la sociedad cultivada» al servicio de la cual había pasado, se encontraron sorprendidos de improvisto. Fue con miradas de espanto y de impotencia como observaron, desde sus ventanas, el drama histórico que se desarrollaba. La intervención de los intelectuales en los acontecimientos tuvo un carácter verdaderamente lastimoso y nulo. Una diputación compuesta de unos cuantos literatos y profesores, visitó al príncipe Sviatopolsk-Mirski y al conde Witte, «con la esperanza –explicaba la prensa liberal– de esclarecer la cuestión de tal manera que no fuese preciso el empleo de la fuerza armada».

Una montaña marchaba contra otra montaña, y un puñado de demócratas creía que sería suficiente con pudrirse en las antecámaras de dos ministerios para eludir lo inevitable. Sviatopolsk se negó a recibir la diputación; Witte abrió los brazos en señal de angustia. A continuación, como si se hubiese querido, con una frescura digna de Shakespeare, introducir los elementos de la farsa en la mayor de las tragedias, la policía declaró que la desgraciada diputación era «un gobierno provisional» y la envió a la fortaleza de Pedro y Pablo. Pero, en la consciencia de los intelectuales, en esta informe mancha de niebla, las jornadas de enero dejaron un surco bien marcado.

Para un tiempo indeterminado, archivaron nuestro liberalismo tradicional con su única ventaja: la fe en un feliz cambio de las figuras gubernamentales. El estúpido reinado de Sviatopolsk-Mirski fue, para tal liberalismo, la época de apogeo. El ukase de reforma del 12 de diciembre fue su fruto más maduro. Pero el 9 de enero barrió «la primavera», a la que sustituyó por la dictadura militar y la omnipotencia del inolvidable general Trepov, a quien la oposición liberal acababa justamente de descolgar del puesto de jefe de policía en Moscú.

Al mismo tiempo se dibujaba nítidamente, en la sociedad liberal, la escisión entre la democracia y la oposición censitaria. La manifestación de los obreros dio más peso a los elementos radicales de la intelligentzia, así como, anteriormente, la manifestación de los zemstvos había sido una baza en manos de los elementos oportunistas. Para el ala izquierda de la oposición, la cuestión de la libertad política se presentó finalmente bajo su aspecto real, como una cuestión de lucha, de preponderancia de fuerzas, de ímpetu por parte de las robustas masas populares. Y, al mismo tiempo, el proletariado revolucionario, todavía ayer «ficción política» de los marxistas, se convertía hoy en una poderosa realidad.

«¿Es ahora –escribía el influyente semanario liberal Prago (El derecho) –, después de las sangrientas jornadas de enero, cuando puede ponerse en duda la idea de la misión histórica del proletariado urbano de Rusia? Evidentemente, esta cuestión, al menos para el momento histórico actual, está resuelta, y no para nosotros, sino para los obreros, que en estas memorables jornadas de honor sangriento han inscrito sus nombres en el libro de oro del movimiento social ruso».


Entre el artículo de Struve y las líneas que acabamos de citar había un intervalo de una semana, y sin embargo, es toda una época histórica la que los separa.
[…]

León Trotsky, 1905, Editorial Planeta, Barcelona, 1975.


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