Andre Breton: Manifiesto

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André Breton

PRIMER MANIFIESTO SURREALISTA (fragmento)

Tanto va la fe a la vida, a lo que en la vida hay de más precario me refiero a la vida real¬, que finalmente esa fe se pierde. El hombre, soñador impenitente, cada día más descontento de su suerte, da vueltas fatigosamente alrededor de los objetos que se ha visto obligado a usar, y que le han proporcionado su indolencia o su esfuerzo; casi siempre su esfuerzo, ya que se ha resignado a trabajar, o, por lo menos, no se ha negado a tentar su suerte (¡lo que él llama su suerte!). Una gran modestia constituye actualmente su patrimonio: sabe cuáles son las mujeres que ha poseído y en qué ridículas aventuras se ha enredado; tanto su fortuna como su pobreza le son indiferentes pareciéndose en esto a un niño recién nacido , y en cuanto a la aprobación de su conciencia moral, admito que prescinde de ella sin gran esfuerzo. Si conserva cierta lucidez no le queda sino volverse para mirar atrás, hacia su propia infancia que, por mutilada que haya sido gracias a los cuidados de sus domadores, no por eso deja de parecerle llena de encantos. En ella, la carencia de cualquier rigor conocido le otorga la perspectiva de vivir varias vidas simultáneas; se arraiga en esta ilusión y sólo quiere saber de la facilidad instantánea y extrema de todas las cosas. Cada mañana los niños parten sin preocupación. Todo está cerca, las peores condiciones materiales resultan maravillosas. Los bosques son blancos o negros, no se dormirá jamás.

Aunque es cierto que no se puede llegar tan lejos, no depende esto sólo de la distancia. Las amenazas se acumulan y uno cede, uno abandona parte del terreno a conquistar. Aquella imaginación, que no reconocía límites, ahora sólo se la dejan utilizar subordinada a las leyes de una utilidad arbitraria; incapaz ella de asumir por mucho tiempo empleo tan inferior, generalmente prefiere, cuando el hombre cumple veinte años, abandonarlo a su destino sin luz. Cuando, con el andar del tiempo, el hombre que nota la pérdida progresiva de todas las razones de vivir y la incapacidad en que se encuentra ya de colocarse a la altura de cualquier situación excepcional, el amor por ejemplo-, quiera intentar una reacción, ya no podrá tener éxito. Pertenecerá en adelante, en cuerpo y alma, a una imperiosa necesidad práctica que no admite postergaciones. Faltará a sus gestos amplitud, y a sus ideas, envergadura. De todo lo que le ocurra o pueda ocurrirle, sólo tomará en cuenta lo que relacione este acontecimiento con una multitud de acontecimientos análogos en los que no ha tomado parte: acontecimientos fallidos. Yo diría que juzgará ese acontecimiento relacionándolo con uno de aquellos que, por sus consecuencias, resulte más tranquilizador que los otros. Bajo ningún pretexto verá en él su salvación.

Querida imaginación, lo que más quiero en ti es que no perdonas. Lo único que todavía me exalta es la palabra libertad. La creo capaz de mantener indefinidamente el viejo fanatismo humano. Responde, sin lugar a dudas, a mi única aspiración legítima, Entre tantos infortunios que heredamos hay que reconocer que también nos han dejado la máxima libertad espiritual. Depende de nosotros no hacer de ella un uso equivocado. Reducir la imaginación a la esclavitud, aun cuando sea en provecho de lo que se llama groseramente felicidad, significa alejarse de todo lo que, en lo más hondo de uno mismo, existe de justicia suprema. La imaginación sola me informa sobre lo que puede ser, y esto ya es suficiente para atenuar algo la terrible prohibición, y quizá también para que yo me abandone a ella sin temor de engañarme (como si hubiera posibilidad de engañarse más aún). ¿Dónde la imaginación comienza a hacerse peligrosa y dónde cesa la seguridad del espíritu? Para el espíritu, la posibilidad de errar ¿no constituirá quizás la contingencia del bien?

Queda la locura, «la locura que se encierra», como se dice con acierto. Ésa o la otra… Todos saben, en efecto, que los locos sólo deben su internación a una pequeña cantidad de actos reprimidos por las leyes y que, a no mediar tales actos, su libertad (por lo menos lo visible de su libertad) no estaría en juego. Me inclino a creer que tales seres son víctimas en alguna forma de su imaginación que los impulsa a la inobservancia de ciertas reglas, al rebasar las cuales el género humano se siente amenazado, hecho que todos hemos pagado con nuestra experiencia. Pero la profunda despreocupación que demuestran hacia las críticas que se les dirigen, y aun hacia los diversos correctivos que se les infligen, permite suponer que ellos obtienen tan elevado confortamiento de su imaginación y gozan tanto con su delirio que no pueden admitir que sólo sea válido para ellos. Por esta razón, las alucinaciones, las ilusiones, etc., no constituyen fuentes de goce despreciables. La sensualidad mejor dispuesta saca de allí su provecho; yo sé que muchas noches retendría esa linda mano que en las últimas páginas de La Inteligencia de Taine se dedica a curiosos estragos. Me pasaría la vida provocando las confidencias de los locos. Son sujetos de escrupulosa honradez, y su inocencia sólo es igualada por la mía. Fue necesario que Colón zarpara en compañía de locos para que se descubriese a América. Y ved cómo esa locura ha ido tomando cuerpo y ha perdurado.

No ha de ser el miedo a la locura el que nos obligue a poner a media asta la bandera de la imaginación. Es indispensable instruir el proceso contra la actitud realista, que debe seguir al proceso contra la actitud materialista; esta última, más poética que la anterior, implica indudablemente la existencia de un orgullo monstruoso en el hombre, pero de ningún modo una nueva y más completa decadencia. Conviene ver en ella, ante todo, una feliz reacción contra algunas tendencias irrisorias del espiritualismo. Después de todo, dicha posición no es incompatible con cierta elevación de pensamiento. La actitud realista, por el contrario, inspirada en el positivismo desde Santo Tomás a Anatole France, se me revela con un aspecto hostil hacia todo vuelo intelectual y ético. Me causa repulsión porque está constituida por una mezcla de mediocridad, odio y chata suficiencia. En la actualidad es ella la que inspira esa multitud de libros ridículos, de obras insultantes. Gracias al periodismo, su poder se acrecienta de modo incesante, y así mantiene en jaque a la ciencia y al arte, preocupándose por halagar a la opinión pública en sus más bajos apetitos: una claridad que linda con la estulticia, una vida de perros. De este modo se reciente la actividad de los mejores espíritus, y sobre ellos, igual que sobre los otros, triunfa la ley del menor esfuerzo.

Una graciosa consecuencia de esta situación es, en literatura por ejemplo, la abundancia de novelas. Todos concurren con su minúscula «observación». Ante la urgencia de depurar, Valéry proponía recientemente reunir en una antología la mayor cantidad posible de comienzos de novela, de cuya insensatez esperaba excelentes resultados. Se hubiera hecho contribuir a los más famosos autores. Semejante proyecto honra a Paul Valéry, quien, tiempo antes, refiriéndose a la novela, me aseguraba que él se negaría siempre a escribir «La marquesa salió a las cinco». Pero, ¿ha cumplido su palabra?

Si el estilo pura y simplemente informativo, del que la frase mencionada es un ejemplo, domina exclusivamente a las novelas, débese, hay que reconocerlo, a que la ambición de los autores no va muy lejos. El carácter circunstancial, inútilmente minucioso, de todas sus anotaciones, me induce a pensar si no se estarán divirtiendo a costa mía. No me perdonan ninguno de los titubeos del personaje: «¿será rubio?, ¿cómo se llamará?, ¿lo buscaremos en verano?» Problemas todos que finalmente se resuelven a la buena de Dios. No me dejan más alternativa que cerrar el libro, lo que me apresuro a hacer casi desde la primera página. ¡Y en cuanto a las descripciones! Nada puede comparárseles en vacuidad; son meras ilustraciones de catálogo yuxtapuestas, que el autor utiliza cada vez con mayor desenfado, aprovechando cualquier oportunidad para deslizarme sus tarjetas postales y obligarme a concordar con él sobre lugares comunes, tales como:

«La piecita en la que fue introducido el joven estaba tapizada con papel amarillo; había geranios y cortinas de muselina en las ventanas; el sol poniente derramaba sobre estas cosas una luz cruda. La habitación no contenía nada de particular. Los muebles, de madera amarilla, eran muy viejos. Un diván con un gran respaldo vuelto del revés, una mesa oval frente al diván, una cómoda y un espejo adosado al entrepaño, sillas a lo largo de las paredes, dos o tres grabados sin valor que representan damiselas alemanas con pájaros en las manos; a esto se reducía el moblaje1».

No tengo humor para admitir que tales asuntos puedan plantearse al espíritu, ni siquiera de modo pasajero. Habrá quien sostenga que esta composición escolar está en el sitio que le corresponde, y que justamente en ese sitio del libro el autor tuvo sus motivos para abrumarme con ella. Con todo, ha perdido el tiempo, porque no pienso poner los pies en su habitación. La pereza, la fatiga de los otros no me entretienen. Tengo una idea demasiado inestable de la continuidad de la vida para dar a los momentos de debilidad y depresión el valor de mis mejores minutos. Pretendo que se callen cuando han dejado de experimentar sentimientos. Y entiéndase claramente que yo no recrimino la falta de originalidad en sí. Afirmo solamente que no convierto en situaciones los momentos nulos de mi vida, y que puede resultar indigno de todo hombre el cristalizar tales momentos. Permitidme, pues, que pase por alto la citada descripción de un aposento, junto con tantas otras.

¡Atención! Estoy en plena psicología, asunto que no conviene tratar en broma. Nuestro autor se entusiasma con un carácter dado, y entonces lo hace peregrinar, convertido en héroe, por el mundo. Pase lo que pase, este héroe, cuyas acciones y reacciones están admirablemente calculadas, debe preocuparse por no defraudar aunque aparente a cada rato estar a punto de hacerlo las previsiones de las que es objeto. Aun cuando pareciera que la corriente de la vida lo arrastra, lo hace rodar, lo hace caer, sólo dependerá en última instancia de ese tipo humano con puesto. Simple partida de ajedrez que no me interesa en absoluto, siendo el hombre para mí, quienquiera que sea, un mediocre adversario. Me resultan intolerables las mezquinas discusiones relativas a tal o cual jugada, ya que no se trata ni de ganar ni de perder. Si el juego no vale la candela y si la razón objetiva perjudica espantosamente, como es el caso, a quien recurre a ella, ¿No valdría más prescindir de esas categorías de pensamiento? «La diversidad es tan amplia como el conjunto de tonos de voz, de modos de andar, toser, sonarse, estornudar…2». Si un racimo no tiene dos granos de uva iguales, ¿Por qué queréis que os describa este grano en vez de este otro, en vez de todos los otros, que haga de él un grano de uva comestible? La irritante manía que consiste en reducir lo desconocido a conocido y clasificado adormece los cerebros. El afán de analizar triunfa sobre los sentimientos3.

De este modo se logran exposiciones interminables, cuya fuerza persuasiva reside en su misma singularidad, y que sólo se imponen al lector merced a un vocabulario abstracto, bastante confuso, por otra parte. Si las ideas generales que la filosofía se ha propuesto debatir hasta ahora señalaran una incursión definitiva a más dilatados dominios, sería yo el primero en alegrarme. Pero se trata, por el momento, tan sólo de escarceos retóricos; hasta ahora los rasgos de ingenio y otras buenas costumbres nos ocultan, a cual más y mejor, el auténtico pensamiento que se busca a sí mismo en lugar de dedicarse a jugar un solitario. Creo que cada acto lleva su justificación en sí mismo, al menos para quien ha sido capaz de cometerlo, y posee, además, un poder de irradiación que el menor comentario puede llegar a debilitar o hasta a anular completamente. Nada gana, pues, con ser destacado de ese modo.

Así, los héroes de Stendhal se desploman por efecto de las apreciaciones de ese autor, apreciaciones más o menos felices, pero que no agregan nada a la gloria de los mismos. Donde volvemos a encontrarlos es donde Stendhal los pierde. Todavía vivimos bajo el reinado de la lógica: justamente a esto quería llegar. Pero los procedimientos lógicos actuales se aplican únicamente a la solución de problemas de interés secundario. El racionalismo absoluto, que todavía está de moda, sólo permite tomar en cuenta los hechos que dependen directamente de nuestra experiencia. Los objetivos lógicos, por el contrario, se nos escapan, y es inútil insistir en que se le han establecido límites a la experiencia misma. Ella da vueltas en una jaula de la cual es cada vez más difícil hacerla salir. Ella se apoya también en la utilidad inmediata y está resguardada por el sentido común. Con el pretexto de civilización, con el pretexto de progreso, se ha logrado eliminar del espíritu todo lo que podría ser tildado, con razón o sin ella, de supersticioso, de quimérico, y se ha proscrito todo método de investigación de la verdad que no estuviera de acuerdo con el uso corriente. En apariencia débese a un verdadero azar que se haya sacado a la luz, recientemente, una parte del mundo mental en mi opinión la más importante a la que todos aparentaban quitar importancia. Hay que estar agradecido por esto a los descubrimientos de Freud, Confiada en dichos descubrimientos, se va formando una corriente de opinión, con cuya ayuda cualquier explorador de lo humano podrá hacer avanzar sus investigaciones, facilitado el camino por el hecho de no tener que depender ya exclusivamente de las realidades escuetas.

Es posible que la imaginación esté a punto de reconquistar sus derechos. Si las profundidades de nuestro espíritu cobijan fuerzas sorprendentes, capaces de acrecentar las que existen en la superficie, o de luchar victoriosamente contra ellas, hay un justificado interés en captarlas; en captarlas primero para someterlas después, si conviene, al control de la razón. Los mismos analistas sólo obtendrán beneficios de esto. Pero es preciso destacar que no existe ningún procedimiento que aparezca a priori como el más adecuado para la prosecución de tal empresa, que debe considerarse, hasta nueva orden, tanto del resorte de los poetas como de los sabios, no dependiendo sus posibilidades de éxito de los caminos más o menos caprichosos que se utilicen. Con toda justicia, Freud ha centrado su crítica sobre el sueño. Es inadmisible, en efecto, que una parte tan considerable de la actividad psíquica haya retenido tan poco la atención de las gentes hasta ahora, ya que, desde el nacimiento hasta la muerte, no presentando el pensamiento ninguna solución de continuidad, la suma de los momentos de sueño, medidos como tiempo, y no tomando en cuenta sino el sueño puro, en el dormir, no es inferior a la suma de los momentos de realidad, digamos mejor de los momentos de vigilia. La extrema diferencia de importancia, de seriedad, que existe para el observador común entre los acontecimientos de la vigilia y los del sueño, me ha sorprendido siempre. Se debe a que el hombre, cuando cesa de dormir, se convierte ante todo en juguete de su memoria. En estado normal, ésta se complace en exponerle muy vagamente las circunstancias del sueño, en privar a este último de toda consecuencia actual, haciendo partir la causa determinante del punto en que se cree haberla dejado algunas horas antes: esta esperanza sólida, aquella preocupación. El hombre se forja así la ilusión de continuar con algo que tiene valor. Queda el sueño limitado a un paréntesis, como la noche. Y no es mejor consejero que ésta. Tan singular estado de cosas merece algunas reflexiones.

1 Dentro de los límites en que se desarrolla (o parece desarrollarse), el sueño se nos presenta como continuo y poseyendo trazas de organización. Sólo la memoria se arroga el derecho de efectuar cortes, de prescindir de las transiciones, ofreciéndonos más bien una serie de sueños que el sueño. De igual modo tenemos a cada instante, de lo real, apariencias distintas, cuya coordinación es privativa de la voluntad4. Interesa destacar, pues, que nada hay que nos autorice a admitir en el sueño una mayor disipación de sus elementos constitutivos. Lamento tener que expresarme según una fórmula que, en principio, excluye el sueño. ¿Cuándo habrá lógicos y filósofos durmientes? Quisiera dormir, para poder entregarme a los que duermen, del mismo modo que me entrego a los que me leen, con los ojos bien abiertos; para acabar con el predominio del ritmo consciente de mi pensamiento en este asunto. Tal vez mi sueño de la última noche sea continuación del de la noche anterior, y a su vez sea seguido por el de la próxima noche, con un rigor digno de encomio. Todo es posible, como suele decirse. Y como no está de ningún modo probado que al suceder tal cosa, la «realidad» que me ocupa subsista durante el sueño y no se hunda en lo inmemorial, ¿por qué no otorgaré al sueño lo que rehúso a veces a la realidad, es decir, ese valor de certidumbre en sí misma, que, en su oportunidad, no esté expuesto a mi repudio? ¿Por qué no he de esperar del indicio del sueño más de lo que espero de un grado de conciencia cada día más elevado? ¿No podría aplicarse también el sueño a la solución de los problemas fundamentales de la vida? ¿Se trataría de idénticos problemas en uno y otro caso? ¿Ya estarían planteados esos problemas en el sueño? ¿Está el sueño menos abrumado de sanciones que todo lo restante? Yo voy envejeciendo y, más que esta realidad a la que me creo constreñido, quizás sea el sueño, la indiferencia en que lo tengo, lo que me hace envejecer.

2 Retomo una vez más el estado de vigilia. Me veo obligado a considerarlo un fenómeno de interferencia. En tal condición el espíritu muestra no solamente una extraña tendencia a la desorientación (es la historia de los lapsus y equivocaciones de toda especie, cuyo secreto comienza a sernos revelado), sino que hasta en su funcionamiento normal parece sólo obedecer a sugestiones procedentes de esa noche profunda con la que lo vinculo. Por firme que parezca, el equilibrio del espíritu es relativo. Apenas se atreve a opinar, y si lo hace, es para limitarse a comprobar que determinada idea o determinada mujer lo impresiona. Especificar qué clase de impresión sea, no puede hacerlo, dando con ello tan sólo la medida de su subjetivismo. Esa idea, esa mujer lo perturban, inclinándolo a una menor severidad; el resultado es que lo aíslan por un segundo de su disolvente y lo depositan en el cielo, tal vez como un hermoso precipitado, que sin duda es. No sabiendo qué hacer, invoca entonces el azar, divinidad más oscura que las otras, a la que endosa todos sus extravíos. ¿Quién me asegura que el ángulo bajo el cual se presenta esa idea que lo conmueve, o lo que lo entusiasma en los ojos de esa mujer, no sea precisamente lo que lo une a su sueño, lo que lo encadena a datos perdidos por su culpa? Y si no fuera así, ¿de qué cosas sería capaz? Quisiera entregarle la llave de ese corredor.

3 El espíritu del que sueña se satisface ampliamente con cuanto le ocurre. El angustioso dilema de la posibilidad ya no se plantea. Mata, vuela más velozmente, ama todo lo que quieras, y si mueres; ¿no estás seguro de que despertarás de entre los muertos? Déjate llevar; los acontecimientos no admiten que los postergues. ¿Qué razón, pregunto, qué razón de mayor magnitud que otra confiere al sueño esa actitud natural y me hace acoger sin reservas una multitud de episodios cuya singularidad me fulminaría en el momento en que escribo? Y sin embargo tengo que creer a mis ojos, a mis oídos: ha llegado el hermoso día, la bestia ha hablado. Si el despertar del hombre es más duro, si se rompe demasiado bien el encanto, se debe a que lo han impulsado a forjarse una pobre idea de la expiación.

4 Desde el momento en que se lo someta a un examen metódico y en que por medios que habrán de determinarse se logre tener idea del sueño en su totalidad (lo que presupone una disciplina de la memoria que exigirá muchas generaciones; comencemos, con todo, por registrar ahora los hechos salientes), en que su curva se desarrolle con regularidad y amplitud sin precedentes, se puede esperar que desaparezcan los misterios que no existen para dar lugar al Gran Misterio. Yo creo firmemente en la fusión futura de esos dos estados, aparentemente tan contradictorios: el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, de súper realidad. A su conquista me encamino, seguro de no lograrla, pero con la suficiente indiferencia hacia mi muerte como para calcular un poco el placer de tal posesión.
Se cuenta de Saint-Pol-Roux que todos los días, en el momento de irse a dormir, hacía colocar en la puerta de su residencia de Camaret un letrero en el que se leía: «EL POETA TRABAJA»

Habría aún mucho que decir, pero he querido sólo rozar de paso un tema que requeriría por sí solo una exposición demasiado extensa y un rigor más estricto: ya volveré sobre él. Aquí fue mi intención tan sólo poner en claro el odio hacia lo maravilloso y el deseo de ridiculizarlo que corroe a ciertos hombres. Terminemos de una vez: lo maravilloso es siempre bello, cualquier especie de maravilloso es bello, y no hay nada fuera de lo maravilloso que sea bello.

En el dominio literario, sólo lo maravilloso puede fecundar obras tributarias de un género tan inferior como la novela, o todo lo que participe, en líneas generales, de la anécdota. El Monje de Lewis constituye una prueba admirable. El soplo de lo maravilloso lo anima por entero. Mucho antes de que el autor haya liberado a sus personajes principales de toda coacción temporal, se los siente dispuestos a actuar con una altivez sin precedentes. Esa pasión por lo eterno que los mueve presta continuamente acentos inolvidables a sus tormentos. y al mío. Lo considero un libro que exalta, del principio al fin, y con pureza inigualable, aquella parte del espíritu que aspira a abandonar la tierra; considero también que, despojado de una parte insignificante de su intriga novelesca, al gusto de la época, constituye un modelo de precisión y de inocente grandeza5. No creo que haya nada mejor, y el personaje de Matilde, en especial, representa la creación más emocionante que pueda ponerse en el activo de ese modo figurado de literatura. Más que un personaje es una tentación permanente. ¿Y qué puede ser un personaje si deja de ser una tentación? Tentación extrema. El «nada es imposible para el que se atreve» logra en El Monje toda su convincente medida. Las apariciones tienen un papel lógico, puesto que el espíritu crítico no se apodera de ellas para refutarlas. De modo igualmente legítimo está tratado el castigo de Ambrosio, ya que finalmente el espíritu crítico lo acepta como desenlace natural.

Puede parecer arbitrario que yo proponga este modelo, cuando lo maravilloso ha sido el alimento constante de las literaturas nórdicas y orientales, sin hacer mención de las literaturas religiosas de todos los países. Esto se debe a que la mayor parte de los ejemplos que hubiese podido presentar de tales literaturas están infestados de puerilidad, por la sencilla razón de que se destinan a los niños. A éstos se les priva demasiado pronto de lo maravilloso, y más adelante ya no conservan la indispensable virginidad de espíritu para sentir un placer intenso con Piel de Asno. Por encantadores que sean los cuentos de hadas, el hombre creería sentirse disminuido si se nutriera de ellos, y convengo que no todos son adecuados a su edad. El tejido de adorables inverosimilitudes ha de ser cada vez más sutil a medida que se avanza, y todavía estamos a la espera de esa clase de arañas… Pero las facultades no cambian radicalmente: el miedo, la atracción por lo insólito, las oportunidades, el gusto por el lujo son resortes a los que nunca se recurrirá en vano. Quedan por escribir cuentos para adultos, cuentos que han de ser casi fábulas también.

Lo maravilloso no es igual en todas las épocas; participa oscuramente de una especie de revelación general de la que sólo nos llega algún detalle: las ruinas románticas, el maniquí moderno o cualquier otro símbolo capaz de conmover la sensibilidad del hombre durante cierto tiempo. Dentro de esos marcos que provocan una sonrisa, siempre aparece, sin embargo, la irremediable inquietud humana, y por eso los tomo en cuenta, juzgándo1os íntimamente unidos a aquellas producciones geniales que están más dolorosamente afectadas por ella. Son las horcas de Villon, las griegas de Racine, los divanes de Baudelaire. Coinciden con un eclipse del gusto que estoy conformado para soportar, ya que me forjo del gusto la idea de una gran mancha. En el mal gusto de mi época me esfuerzo por superar a todos. De haber vivido en 1820, yo hubiese sido el de «la monja ensangrentada»; yo no habría escatimado el cazurro y trivial «Disimulemos» de que habla el parodista Cuisin; a mí me habría correspondido recorrer en metáforas gigantescas, como él dice, todas las fases del «Disco plateado». Pero hoy pienso en un castillo, una de cuyas mitades no ha de estar forzosamente en ruinas. Ese castillo me pertenece; lo veo en un paisaje agreste, no lejos de París. Tiene infinitas dependencias, y los interiores han sido fabulosamente restaurados, de modo que nada quedara por desear en lo que respecta al confort. Se detienen automóviles ante su puerta, oculta por la sombra de los árboles.

Algunos amigos míos se encuentran instalados allí definitivamente: ahí está Luis Aragón que sale apenas tiene tiempo para saludarnos-; Philippe Soupault se levanta con las estrellas, y Paul Eluard, nuestro gran Eluard, no ha vuelto todavía. Robert Desnos y Roger Vitrac están en el parque descifrando un antiguo edicto sobre el duelo; y Georges Auric yJean Paulhan; y Max Morise, que rema tan bien, y Benjamin Péret con sus ecuaciones de pájaros; y Joseph Delteil; y Jean Carrive; y Georges Limbour, y. Georges Limbour (hay toda una retahíla de Georges Limbour ), yMarcel Noll; aquí está también T. Fraenkel, que nos hace señas desde su globo cautivo, y Georges Malkine, Antonio Artaud, Francis Gérard, Pierre Naville, J.A. Boiffard; más allá Jacques Baron y su hermano, apuestos y cordiales, y tantos otros, y también mujeres arrebatadoras, os lo aseguro.

¿De qué podéis pretender que se abstengan todos estos jóvenes? Sus deseos son órdenes para la riqueza. Francis Picabia nos visita, y la semana pasada, en la galería de los espejos, hemos recibido a un tal Marcel Duchamp, a quien todavía no conocíamos. Picasso se dedica a cazar por los contornos. El espíritu de desmoralización ha instalado su sede en el castillo y nos las tenemos que ver con él cada vez que se trata de las relaciones con nuestros semejantes; pero las puertas están siempre abiertas, y ya se sabe que no se comienza por «dar las gracias» a las gentes. Por lo demás, la soledad es amplia; no es fácil que nos encontremos a menudo. y a la postre, ¿no es lo esencial que seamos nuestros propios amos y también los amos de las mujeres y del amor? Se me acusará de impostura poética; todos se irán murmurando que yo vivo en la calle Fontaine Y que no beberán de esa agua. ¡Caray! Pero ¿quién puede afirmar que ese castillo del que le hago los honores es mera ilusión? ¿Y si ese palacio existiera, a pesar de todo? Ahí están mis huéspedes para atestiguarlo, llegados allí por el sendero luminoso de sus caprichos. Cuando estamos allí vivimos realmente según nuestra fantasía. ¿Y cómo podrían molestarse unos a otros, allí, donde se está a cubierto de la persecución sentimental y donde las ocasiones se dan cita?

El hombre propone y dispone. Solamente de él depende llegar a pertenecerse por entero, o sea! mantener en estado anárquico las huestes cada vez más temible~ de sus deseos. Se lo enseña la poesía, que lleva en sr misma la compensación perfecta de las miserias que soportamos. Puede hasta convertirse en ordenadora, a poco que bajo los efectos de una decepción menos íntima se decida a tomarla por lo trágico. ¡Llegará el tiempo en que ella decrete el fin del dinero y parta sola el pan del cielo para la tierra! Habrá aún asambleas en las plazas públicas y movimientos en los que no teníais pensado intervenir. ¡Adiós las absurdas selecciones, los sueños de abismos, las rivalidades, las largas paciencias, la fuga de las estaciones, el orden artificial de las ideas la pendiente peligrosa, el tiempo para todo! Que se tomen simplemente el trabajo de practicar la poesía. ¿No nos corresponde a nosotros, que ya estamos en ella, intentar que prevalezca lo que consideramos nuestra más amplia fuente de conocimiento?

No importa que haya cierta desproporción entre esta defensa y los ejemplos que seguirán. Se trataba de remontarse hasta las fuentes de la imaginación poética, y lo que es más importante, mantenerse ahí. No pretendo haberlo logrado. Tiene que afrontar una gran responsabilidad quien quiera establecerse en esas regiones apartadas donde todo parece, en un comienzo, andar tan mal, especialmente si se quiere conducir allí a algún otro. Por otra parte, nunca se puede estar seguro de encontrarse efectivamente allí. Para estar igualmente mal, muchos hay que están dispuestos a detenerse en cualquier otra parte. De todos modos ya existe una flecha que señala la dirección de ese país; el arribo a la verdadera meta depende ahora solamente de la fortaleza del viajero.

Se conoce, con bastante aproximación, el camino seguido. Tuve ocasión de contar, en el desarrollo de un estudio sobre el caso de Robert Desnos, intitulado «La entrada de los médiums6», de qué modo me sentí impulsado a «fijar la atención en algunas frases más o menos truncas que, en estado de completa soledad y a punto de caer vencido por el sueño, se hacen perceptibles al espíritu, sin que sea posible descubrir en ellas ninguna determinación preliminar». Por entonces abordaba yo la aventura poética con las mínimas perspectivas, lo que significa que, con las mismas aspiraciones que hoy, confiaba empero entonces en la lentitud de la elaboración para ponerme a cubierto de contactos superfluos; contactos que yo desaprobaba enérgicamente. Había en esto un pudor del pensamiento del que todavía conservo rastros. Al final de mis días llegaré, sin duda con dificultad, a hablar como hay que hablar, disculpando mi voz y mi limitado número de gestos. La virtud de la palabra, y más aún la de la escritura, me parecía residir en la facultad de abreviar de modo sorprendente la exposición (ya que había una exposición) de un pequeño número de hechos, poéticos o de otra índole, de los que yo constituía la substancia. Me imaginaba que no de otro modo había procedido Rimbaud. Con un prurito de variedad, digno de mejor suerte, compuse los últimos poemas de Monte de Piedad, es decir que llegué a obtener de las líneas blancas de ese libro un partido increíble. Esas líneas significaban cerrar los ojos ante operaciones de la mente que yo creía imprescindible escamotear al lector. No había trampa de mi parte, sino afán de violentar. Lograba la ilusión de una complicidad posible, de la cual podía prescindir cada vez menos. Me había puesto a pulir exageradamente las palabras, teniendo en cuenta el espacio que toleran a su alrededor o los contactos con un sinnúmero de palabras que yo no pronunciaba. El poema Selva Negra procede íntegramente de este estado de ánimo. Tardé seis meses en escribirlo y puede creérseme que no descansé un solo día. Pero entonces estaba en juego la estima que sentía por mí mismo; no es una razón, ustedes sabrán comprender. Me complacen estas confesiones idiotas. Por aquel tiempo intentaban implantar la seudopoesía cubista; pero había nacido inerme del cerebro de Picasso; y en lo que a mí respecta, pasaba por ser más aburrido que una ostra (y aún paso por serlo). Por otra parte, yo sospechaba haber errado el camino desde el punto de vista poético; pero salvaba lo que podía, desafiando al lirismo a fuerza de definiciones y recetas (no debía tardar en producirse el fenómeno Dada) y haciendo como que buscaba una aplicación de la poesía en la publicidad (yo afirmaba que el mundo no acabaría con un buen libro, sino con un hermoso anuncio para el cielo o el infierno).

Hacia la misma época, un hombre, Pierre Reverdy, por lo menos tan aburrido como yo escribía:

«La imagen es una creación pura del espíritu. No puede nacer de una comparación sino del acercamiento de dos realidades más o menos alejadas. Cuanto más distantes y precisas sean las relaciones entre las dos realidades que se ponen en contacto, más intensa será la imagen, y tendrá más fuerza emotiva y realidad poética…7».


Estas palabras, aunque sibilinas para los profanos, eran profundamente reveladoras, y medité sobre ellas mucho tiempo. Pero la imagen se me escapaba. La estética de Reverdy, de índole absolutamente a posteriori, me hacía tomar los efectos por causas. Por esa época sucedió que me vi impelido a renunciar definitivamente a mi punto de vista. Ocurrió una noche que, al empezar a dormirme, percibí claramente articulada, de modo tal que resultaba imposible cambiar una palabra, pero carente del sonido peculiar a cualquier voz, una frase asaz singular, que me llegaba sin tener relación con los acontecimientos que, por confesión de mi conciencia, me ocupaban en ese momento. Era una frase insistente, una frase que me atrevería a decir: llamaba a la ventana. Yo la capté inmediatamente, y me disponía a pasar a otra cosa, cuando su carácter orgánico me retuvo. Realmente esa frase me desconcertaba; desgraciadamente no la he conservado con precisión hasta hoy; era algo así como: «Hay un hombre cortado en dos por la ventana». Y no podía haber confusión, ya que iba acompañada de la débil representación visual8 de un hombre que caminaba, cortado en la mitad de su altura por una ventana perpendicular al eje de su cuerpo. Se trataba sin duda del simple efecto de enderezamiento en el espacio de la figura de un hombre asomado a una ventana. Pero habiendo la ventana acompañado al hombre en su desplazamiento, me di cuenta de que me encontraba frente a una imagen bastante extraña, y repentinamente me dominó la idea de incorporarla a mi material de construcción poética. No bien habíale acordado este merecimiento cuando se presentó una retalu1a de frases que me pasmaron en igual medida, dejándome una impresión tal de gratuidad que se me apareció como ilusorio el dominio que hasta entonces había tenido sobre mí mismo, y no pensé más que en poner término a la interminable querella desarrollada en mi interior9.

Estando, por entonces, totalmente absorbido por Freud, con cuyos métodos de examen -que tuve ocasión de practicar sobre algunos enfermos durante la guerra me había familiarizado, decidí obtener de mí mismo lo que se busca obtener de ellos, es decir, un monólogo de elocución lo más rápido posible, sobre el cual el espíritu crítico del sujeto no pudiera dirigir ningún juicio; que no estuviera trabado por ninguna reticencia ulterior; que constituyera, en posible, un pensamiento parlante. Me había parecido siempre y también fin, lo más exactamente ahora me parece (la forma como había entrado en contacto con la frase del hombre cortado lo atestiguaba) que la velocidad del pensamiento no es superior a la de la palabra, de modo que no supera fatalmente ni a la lengua, ni siquiera a la pluma que escribe. Fue con esta disposición de espíritu que Philippe Soupault, a quien había hecho partícipe de mis primeras conclusiones, y yo, nos pusimos a borronear cuartillas, con loable menosprecio por las consecuencias literarias de esta empresa. La facilidad de realización hizo el resto. Al cabo del primero día nos leímos unas cincuenta páginas obtenidas con dicho procedimiento, y nos pusimos a comparar los resultados. En general, había una notable analogía entre los textos de Soupault y los míos: se notaban los mismos vicios de construcción, los mismos decaimientos, pero también en todos la ilusión de una facundia extraordinaria, una emoción desbordante, una considerable selección de imágenes de tal calidad como no hubiésemos sido capaces de preparar igual ni una sola en mucho tiempo, un acento pintoresco muy peculiar y, aquí y allá, algunas frases agudamente burlescas. La única diferencia entre los textos de ambos me pareció que estribaba en lo distinto de nuestros temperamentos (menos estático el de Soupault) y -si me permite una ligera crítica en que cometió el error de colocar en la cabecera de algunas páginas- sin duda por espíritu de mistificación ciertas palabras a guisa de títulos.

Tengo que hacerle justicia, en cambio, por haberse opuesto tenazmente al menor retoque, a la más mínima corrección, en oportunidades, a ejercicios de esa índole, sin sacrificar empero totalmente los recursos literarios triviales, Soupault y yo designamos con el nombre de surrealismo la nueva forma de expresión pura de que disponíamos, y de la cual nos urgía hacer partícipes a nuestros amigos. ¡Creo que hoy ya no es necesario insistir sobre esta palabra, puesto que la acepción que nosotros le hemos dado ha prevalecido sobre la acepción apollineriana. Con más razón todavía, hubiéramos podido adoptar el cuándo algún pasaje me parecía poco logrado. En esto tuvo la más completa razón10, ya que resulta, en verdad, muy difícil estimar en su justo valor los diversos elementos presentes, y puede asegurarse que es imposible hacerlo en una primera lectura. Para quien escriba, al principio esos elementos le resultarán tan extraños como a cualquier otro, y naturalmente sentirá desconfianza. Desde un punto de vista poético se recomiendan sobre todo por un grado muy alto de inmediata absurdidad, que cede lugar, después de un examen más profundo, a cuánto hay de más legítimo y admisible en el mundo, o sea la divulgación de cierto número de propiedades y hechos no menos objetivos, en suma, que cualesquiera otros.

Como homenaje a Guillaume Apollinaire, que acababa de fallecer, y que nos pareció haberse entregado, en oportunidades, a ejercicios de esa índole, sin sacrificar empero totalmente los recursos literarios triviales, Soupault y yo designamos con el nombre de surrealismo la nueva forma de expresión pura de que disponíamos, y de la cual nos urgía hacer partícipes a nuestros amigos. Creo que hoy ya no es necesario insistir sobre esta palabra, puesto que la acepción que nosotros le hemos dado ha prevalecido sobre la acepción apollineriana. Con más razón, hubiéramos podido adoptar el vocablo supenaturalismo, empleado por Gérard de Nerval en la dedicatoria de las Hijas del Fuego++ [++Y también por Thomas Carlyle en Sartor Resartus (capítulo VIII: Supematuralismo natural) 1833/34]. Nerval poseía, a lo que parece, en el más alto grado ese espíritu que nosotros reinvindicamos, en tanto que Apollinaire sólo alcanzó a poseer la letra, todavía imperfecta, del surrealismo, y se mostró impotente para forjar una concepción teórica que nos conquistara He aquí dos frases de Nerval que me parecen a este respecto muy significativas:

«Quiero explicarle, querido Dumas, el fenómeno que usted mencionó más arriba. Ya sabe que existen ciertos narradores que no pueden inventar fábulas sin identificarse con los personajes de su imaginación. Recuerde con cuánta convicción nuestro viejo amigo Nodier contaba cómo le había ocurrido la desgracia de ser guillotinado durante la Revolución, llegando a tal grado de persuasión que uno se preguntaba cómo logro que le pegaran otra vez la cabeza. […] Y ya que usted cometió la imprudencia de citar uno de los sonetos compuestos en ese estado de ensueño supernaturalista, como dirían los alemanes, es necesario que los conozca todos. Los encontrará al final del volumen. No son más oscuros que la metafísica de Hegel o los Memorables de Swedenborg; y perderían su encanto al explicarlos, aún en el caso de que fuera posible hacerlo. Concédame, al menos, él mérito de la expresión…11».


***


Sólo por mala fe se nos podría discutir el derecho de emplear la palabra surrealismo en el peculiar sentido que nosotros le damos, puesto que resulta evidente que esta palabra antes de nosotros no había conocido fortuna. La defino, pues, de una vez por todas:

SURREALISMO: s.m. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar tanto verbalmente como por escrito o de cualquier otro modo el funcionamiento; real del pensamiento. Dictado del pensamiento, con exclusión de todo control ejercido por la razón y al margen de cualquier preocupación estética o moral.
ENCICLOPEDIA: Filos. El surrealismo se basa en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación que habían sido desestimadas, en la omnipotencia del sueño, en la actividad desinteresada del pensamiento. Tiende a provocar la ruina definitiva de todos los otros mecanismos psíquicos, y a suplantarlos en la solución de los principales problemas de la vida. Han hecho profesión de fe de SURREALISMO ABSOLUTO: Aragón, Barón, Boiffard, Breton, Carrive, Crevel, Delteil, Desnos, Eluard, Gérard, Limbour, Malkine, Morise, Naville, Noll, Péret, Picon, Soupault, Vitrac.

Parecen ser éstos los únicos hasta el presente, y no habría posibilidad de error a no ser por el caso apasionante de Isidore Ducasse, sobre el que carezco de datos suficientes. Cierto que, teniendo en cuenta de un modo superficial los resultados, buen número de poetas podrían pasar por surrealistas, comenzando por Dante y, en sus buenos momentos, Shakespeare. En el curso de diversas tentativas de reducción, a las que me he librado de lo que, por abuso de confianza, se denomina genio, no he encontrado nada que pudiera atribuirse concluyente­ mente a un proceso distinto del que estamos tratando.

Las Noches de Young son surrealistas de un extremo al otro; desgraciadamente es un sacerdote el que habla, un mal sacerdote sin duda, pero sacerdote al fin. Swift es surrealista en la malignidad. Sade es surrealista en el sadismo. Chateaubriand es surrealista en el exotismo. Constant es surrealista en política. Hugo es surrealista cuando no es estúpido. Desbordes Valmore es surrealista en el amor. Bertrand es surrealista en el pasado. Rabbe es surrealista en la muerte. Poe es surrealista en la aventura. Baudelaire es surrealista en la moral. Rimbaud es surrealista en la práctica de la vida y en cualquier parte. Mallarmé es surrealista en la confidencia. Jarry es surrealista en el ajenjo. Nouveau es surrealista en el beso. Saint-Pol-Roux es surrealista en el símbolo. Fargue es surrealista en la atmósfera. Vaché es surrealista en mí. Reverdy es surrealista en su casa. Saint-John Perse es surrealista a la distancia. Roussel es surrealista en la anécdota. Etcétera.

Insisto en que no siempre son surrealistas, puesto que puedo descubrir en ellos cierto número de ideas preconcebidas a las cuales ingenuamente se aferran; y lo hacen porque no llegaron a percibir la voz surrealista, la que continúa predicando aún la víspera de la muerte y por sobre las tempestades; o porque no se resignaron a hacer de meros orquestadores de una maravillosa partitura. Al hecho de constituir instrumentos demasiado arrogantes se debe que no hayan dado siempre sonidos armoniosos12.

Pero nosotros, que no hemos efectuado el menor trabajo de filtración, que nos hemos convertido en nuestras obras en receptores pasivos de múltiples ecos, en modestos aparatos registradores que no se hipnotizan ante el trazado que registran, creemos servir una causa más noble; devolvemos con probidad el «talento» que nos prestan. Podéis hablarme, si queréis, del talento de ese metro de platino, de aquel espejo, de esta puerta, del cielo. No, no tenemos talento; preguntad a Philippe Soupault: «Las manufacturas anatómicas y las habitaciones baratas destruirán las más elevadas ciudades». A Roger Vitrac: «Apenas había invocado al mármol­almirante, cuando éste giro sobre sus talones como un caballo que se encabrita ante la estrella polar, designándome en el plano de su bicornio una región en la que yo debíapasar el resto de mis días». A Paul Éluard: «Relato una historia muy conocida; releo un poema célebre; estoy apoyado contra un muro, con orejas que reverdecen y labios calcinados». A Max Morise: «El oso de las cavernas con su compañera la avutarda, el 'mil hojas' con su mucama la hoja, el gran canciller con su señora la cancela, el espantapájaros con su compadre el pájaro, la probeta con su hija la aguja, el carnívoro y su hermano el carnaval, el barrendero y su monóculo, el Mississippi y su faldero, el coral y su jarra lechera, el Milagro con su Buen Dios, no tienen más que desaparecer de la superficie del mar». A Joseph Delteil: «¡Ay! Yo creo en la virtud de los pájaros; basta sólo una pluma para hacerme morir de risa». A Louis Aragon: «Durante una interrupción del partido, mientras los jugadores se reunían alrededor de una llameante taza de punch, repregunté al árbol si conservaba todavía su cinta roja». Y a mí mismo, que no he podido evitar el ·escribir las líneas serpenteantes, enloquecedoras, de este prefacio.

Preguntadle también a Robert Desnos, que de todos nosotros es el que está, quizá, más próximo a la verdad surrealista, y quien en obras aún inéditas13 y a lo largo de múltiples experiencias a las que se ha prestado, justifica plenamente la esperanza que yo cifraba en el surrealismo y me obliga a esperar todavía mucho más. Hoy en día, Desnos habla el idioma surrealista a voluntad. La prodigiosa agilidad con que sigue oralmente su pensamiento nos da, cuantas veces queramos, espléndidos discursos que se pierden, pues a Desnos le ocupan cosas más importantes que el retenerlos. Lee en sí mismo como en un libro abierto y no hace ningún esfuerzo por conservar las cuartillas que se desparraman con el viento de su vida. […]

André Breton, Manifiestos del surrealismo, Editorial Argonauta, Buenos Aires, 2001, pp. 18 - 48.


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Toda referencia no detallada en texto o en nota a pie, se encuentra desarrollada en su integridad en la Bibliografía General.

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