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Pedro de Vega MUSSOLINI: UNA BIOGRAFÍA DEL FASCISMO |
LA GUERRA: UN BALANCE DESASTROSO
En 1914, el pacto de alianza firmado en 1882 entre Italia y los imperios centrales (Alemania y Austria-Hungría) seguía en vigor. Por otro lado, según el Libro Amarillo, publicado al final de la Primera Guerra Mundial por el gobierno francés, Italia se había comprometido, desde comienzos de siglo, a raíz de las conversaciones Barrerè y Delcassè, por una parte, y Visconti Venosta y Prinetti, por otra, a permanecer neutral en caso de agresión a Francia. Así las cosas, la neutralidad era la única postura moralmente honesta del gobierno italiano, si es que no deseaba violar sus propios compromisos. ¿A qué se debe entonces el vehemente deseo por algunos sectores de la opinión de participar en la contienda? Dos son, básicamente, las razones que los historiadores dan a este respecto.
Por una parte, los sentimientos nacionalistas de un país joven, truncados en absurdas y costosas campañas imperialistas —Abisinia y Libia—, que pretendía, de alguna manera, pasar a ser protagonista de la historia universal. Desde comienzos de siglo no faltan los literatos y aventureros que aspiran a crear un misticismo patriótico que compense el lamentable espectáculo de una Italia que se desangra en la emigración y que vegeta en la miseria. Surgen así los dramas de Corradini: Giulio Cesare, que exalta la leyenda de la Roma imperial, La patria lontana y La guerra lontana, que demuestran la necesidad vital de la colonización. Aparecen los Poemi italici (1903) y los Poemi del risorgimento, de Pascoli; los Laudi de D’Annunzio y los Manifiestos Futuristas de Marinetti, Papini, Palazzeschi, Govoni, Folgore. Ellos serían los creadores de la Asociación Nacionalista Italiana y del Movimiento Futurista para el que, según el título de un libro de Marinetti, la guerra es la única y posible higiene de saneamiento del mundo.
Por otra parte, la guerra representaba un exutorio a las dificultades políticas interiores. Desde los grandes movimientos populares de Sicilia en 1892, con la creación de los Fascios de trabajadores, la paz social había estado continuamente amenazada. Crispi, Di Rudini, el mismo Giolitti (sin duda el más liberal de todos), Salandra, tuvieron que emplearse duramente, como jefes del gobierno, para mantener el orden contra la subversión callejera. Los últimos acontecimientos notables se habían producido en Ancona. Fue la «Semana roja» de junio de 1914 que dio paso al gobierno Salandra. El Partido Socialista Italiano, creado en 1892, y el anarquismo tenían indudablemente audiencia y poder en las masas. Parece lógico que la guerra representara, efectivamente en los medios conservadores —Salandra, Albertini, el propio rey, «Debo hacer la guerra para evitar la revolución», había declarado Víctor Manuel III—una escapatoria.
El problema estaba en determinar de qué parte debería Italia participar en la contienda. Mientras que el estado mayor y los nacionalistas de la ANI (Asociación Nacionalista Italiana), militaban a favor de los imperios centrales, el resto de los intervencionistas, con Mussolini a la cabeza, se inclinaban a favor de la Entente. Al final sería la tesis que había de prevalecer.
En efecto, en la primavera de 1915 se entablan conversaciones con Francia, Gran Bretaña y Rusia, que concluyeron el 26 de abril con la firma del Pacto de Londres, por el cual Italia se comprometía, mediante justas compensaciones (concesión de la frontera de Brennero, Trieste, Istra, parte de la Dalmacia y de las islas, además de una “legítima compensación colonial”), a declarar la guerra a Austria en el plazo de un mes. El 2 de junio, las tropas italianas pasan el río Isonzo y penetran en el Trentino; la guerra ha comenzado.
En el entreacto, Mussolini, desde las columnas de El Pueblo de Italia, no cesa de proclamar su espíritu belicista, con estilo solemne y argumentos inconsistentes. «Los neutrales —escribe— jamás dominaron los acontecimientos, se tuvieron que limitar a sufrirlos. Es la sangre quien pone en movimiento la rueda sonora de la Historia». Declarada la contienda, parte para el frente, donde se muestra como soldado audaz y temerario. Sin embargo, ni su audacia ni su temeridad son compartidas por los demás combatientes. A la euforia de los primeros días suceden los primeros desastres. Con lo que se comprueba algo ya sabido de antemano: que la nación no estaba preparada para la guerra, y que la guerra ha sido el resultado de una propaganda de audaces, pero que en el fondo no era deseada. Mussolini se levanta ya todas las máscaras y lanza los más duros ataques contra todos los pacifistas, comenzando por los socialistas: «Deben desaparecer los saboteadores —escribe— de la guerra y de nuestra energía, y si permanecen, habrá que asesinarlos». Y en otro lugar: «No hay que dar un instante de tregua a las hienas que se preparan para el macabro festín de los cadáveres».
Su lenguaje es nítidamente claro. De sus odios tampoco se libran los católicos: «Desde hace algún tiempo —dice—, en las praderas floridas de la Arcadia pontificia pacen juntas las mansas ovejas del redil católico y los cabrones de la congregación social oficial. Benedicto XV nos propina sus encíclicas, sus discursos, sus lamentos». Sin embargo, a pesar de su estilo de aventurero soez, se da cuenta de que sus circunstancias personales están cambiando y de que va llegando la hora de sistematizar su vida conforme a los cánones burgueses. Aprovechando un permiso del frente, a consecuencia de una fiebre tifoidea, contrae matrimonio civil con Raquel. Por entonces le nace el primer hijo varón, a quien llama Victorio, «como nombre de buen augurio para la fortuna de nuestras armas».
La guerra termina con la firma del armisticio austro-italiano el 4 de noviembre de 1918. La victoria italiana ha resultado desastrosa: 600,000 muertos y 950,000 heridos es el trágico balance de pérdidas humanas. Por otro lado, el país ha caído en la ruina económica más absoluta. Valga por todas las estadísticas el hecho de que de 1914 a 1920 la lira perdió el 80% de su valor. El paro obrero y el desconcierto social campean por todo el país. En estas circunstancias sería difícil hacer la apología de una victoria que representa tan lamentables resultados. No obstante, Mussolini la saluda con ditirámbicos aplausos. «Es con esta victoria —escribe—, que supera todas las de los demás ejércitos, con la que Italia acaba de dar el golpe supremo a los enemigos del género humano». La fraseología fascista comienza a aparecer.
Ahora bien, en la inmediata posguerra su posición personal es incluso difícil. Las fuerzas políticas del país se van a concentrar en dos grandes agrupaciones de masas: de un lado, en el Partido Popular Italiano (que reúne al elemento católico y que tiene una base eminentemente rural), constituido formalmente el 18 de enero de 1919 bajo los auspicios del sacerdote siciliano don Luigi Sturzo, y de otro, en el ya clásico Partido Socialista. En ninguno de los dos, como es obvio, su persona es grata. Mussolini toma conciencia de que está convirtiéndose, políticamente, en un desocupado.
EL NACIMIENTO DEL FASCISMO
Temeroso de su soledad, Mussolini no pierde tiempo. El 21 de marzo de 1919 congrega en Milán alrededor de sesenta personas que durante la guerra han defendido la política intervencionista. En la reunión se crea el Fascio de combate milanés bajo la dirección de Mussolini, Ferruccio Vecchi y Michele Bianchi. Dos días más tarde se celebra una nueva asamblea, a la que concurren ciento diecinueve personas, y entre las que cabe destacar, además de los fundadores del Fascio milanés, al poeta futurista Marinetti y al joven Roberto Farinacci, llegado expresamente de Cremona. En el orden del día está inserta la creación de los Fascios de combate para toda Italia. Mussolini toma la palabra para presentar el programa político, que comienza del siguiente modo:
¡Italianos! He aquí el programa nacional de un movimiento sanamente italiano. Revolucionario, puesto que es antidogmático y antidemagógico. Poderosamente innovador, puesto que está desprovisto de apriorismos. Nosotros colocamos por encima de todos y de todo la revalorización de la guerra revolucionaria. Los demás problemas: burocracia, administración, derecho, escuelas, colonias, etcétera, los abordaremos cuando hayamos creado la clase dirigente.
Al término de la asamblea, el programa es aprobado y suscrito por cincuenta y cuatro personas. El fascismo ha dado su primer paso. El problema ahora estribaba en encontrar los medios para convertir esta pequeña organización en un fuerte movimiento de masas que pudiera competir y hacer frente a los clásicos partidos políticos, entre los que ya cabía contar al Partido Popular, que en pocos meses había alcanzado la cifra de cincuenta y seis mil inscritos y quiientas ocho secciones, aparte de la tupida red de diarios y publicaciones católicas con que contaba. Mussolini no se arredra y se lanza a una frenética campaña publicitaria, desde las columnas de El Pueblo de Italia, realizando las más asombrosas piruetas doctrinales y la más burda demagogia. Por un lado, ataca al partido socialista y a don Sturzo. Por otro, se da cuenta —a pesar de sus ditirámbicos cantos a la victoria— de las calamitosas consecuencias de la guerra, que ha hecho que el hambre y la desesperación recorran la geografía italiana. En estas circunstancias, su experiencia de agitador y propagandista le dice que no puede en modo alguno renunciar a la palabra revolución si quiere atraer a las masas, presentándose así, falsamente, como el gran paladín de las reivindicaciones de la clase obrera. «Es preciso comprender claramente —escribe—, creer y hacer creer que el único partido que hoy es reaccionario en Italia es el partido socialista oficial. Hostilidad, pues, al partido socialista. Por el contrario… ninguna hostilidad contra las masas trabajadoras, a las que reconocemos sus postulados y por las que estamos dispuestos a luchar».
Sin embargo, su táctica no tiene el éxito esperado en un principio. «En dos meses —había augurado al día siguiente de su creación— serán más de mil los Fascios que aparezcan en toda Italia». Por el contrario, los trabajadores famélicos de la industria, obedeciendo las consignas del Partido Socialista, y ante una situación irresistible después de la ruptura de las negociaciones con la federación metalúrgica, para lograr un aumento de los salarios que les es negado por los industriales, llegan a ocupar las fábricas. La ola revolucionaria invade toda Italia. El movimiento, particularmente vigoroso en las grandes factorías de Turín y Milán, en los astilleros de Génova y de Livorno, afecta también a las industrias más pequeñas. Por otra parte, en el campo se producen ocupaciones de tierras por los campesinos, a veces, y sobre todo en el Mezzogiorno, propugnadas por el propio Partido Popular. De abril de 1919 a abril de 1920 se registran cuarenta y cinco muertos y cuatrocientos cuarenta y cuatro heridos a consecuencia de las huelgas y las manifestaciones callejeras. Mussolini levanta su voz acusatoria: «De dos Vaticanos nos vienen hoy las encíclicas: del de Roma y del de Moscú. Nosotros somos los herejes de estas dos religiones. Nosotros, solamente nosotros, estamos inmunes al contagio». Pero de momento, a pesar de su confesada inmunidad, su revolucionarismo no es, a niveles populares, atractivo. Donde, sin embargo, es acogido con benevolencia es en los sectores nacionalistas, que normalmente tenían su clientela en una parte de la clase media y que, desde comienzos de siglo, venían propugnando una Italia grande y poderosa desde un misticismo tan grandilocuente heroico como irreal.
La Idea Nacional —órgano de la ANI— comenta, a los pocos días de la asamblea de Milán creadora de los Fascios, «que se podía ser aliados de los fascistas en las batallas contra la destrucción nacional y sus artífices», porque, añade, «Mussolini ha pasado del campo negativo al campo positivo». Los nacionalistas tampoco se dejan engañar y saben que su revolucionarismo es ahora mera palabrería. Por otro lado, los grandes magnates de la industria, que crean en Milán la Confederación General de la Industria el 7 de marzo de 1920, y los terratenientes ven en el fascismo su aliado natural frente a la avalancha socialista. Mussolini, para evitar toda sospecha que pudiera provenir de su pasado aventurero y confuso, no tiene temor en proclamar que «el capitalismo —escribe— es una jerarquía, una elaboración de valores creada a través de los siglos y que hoy por hoy son insustituibles».
A todo ello habría que añadir en su favor la brecha abierta en el sentimiento nacional a consecuencia del Tratado de Versalles. Como es sabido, las grandes promesas realizadas por los aliados al entrar en la guerra no fueron cumplidas. Orlando y Díaz, representantes italianos, se vieron obligados a abandonar la conferencia. El tema de la «victoria mutilada» fue amplia y audazmente explotado por Mussolini y los nacionalistas. La situación adquirió su máximo dramatismo con la cuestión de Fiume.
Por un acuerdo de 16 de mayo de 1919 entre Italia y Yugoslavia, se colocó a Fiume bajo la protección de la SDN. Todo el nacionalismo italiano protestó violentamente contra él. Se trataba de «Fiume o la muerte». Y surgió la aventura. El 12 de septiembre, el poeta D’Annunzio, que entró en la ciudad con el consentimiento y el apoyo de los militares, se dirigía a la muchedumbre congregada en la plaza, en estos términos: «Yo, voluntario y combatiente de todas las armas, infante, marinero, aviador; yo, herido y mutilado de guerra, creo que interpreto el ansia profunda de toda mi nación declarando hoy, restituida para siempre, la ciudad de Fiume a la madre Italia».
Hasta el 28 de diciembre de 1920, D’Annunzio, que se había proclamado «Regente del Quarnero», fue dueño y señor de la ciudad. Durante ese tiempo, Mussolini tiene una ocasión inmejorable para realizar un cotejo de opinión. Se da cuenta de que las fuerzas armadas miran con complacencia el gesto de D’Annunzio, y que son muchos, empezando por el duque de Aosta, cuñado del rey, los que expresan o tácitamente aplauden su conducta. Solamente el gobierno, con Nitti a la cabeza, se encuentra en una posición comprometida. Se habla de una posible marcha sobre Roma con partida en Fiume, y no se atreve a intervenir decididamente. Nitti se dirige a la nación en estos términos: «En estos momentos, Italia tiene necesidad de paz y de unión. Me dirijo, pues, a las masas anónimas, a los obreros y a los campesinos para que la gran voz del pueblo condene a todos y a todos obligue a marchar por la vía de la renuncia y del deber». Mussolini, que desde Milán realiza frecuentes visitas a Fiume, le contesta con su clásica insolencia: «Nosotros pedimos a Saverio Nitti que se marche. Su discurso es aterradoramente vil. La cólera acre y bestial de Nitti está provocada por el loco temor a los aliados».
Se viven momentos caóticos hasta que, disuelta la asamblea, se convocan elecciones generales para el 16 de noviembre de 1919. Es la primera ocasión en la que el pueblo va a pronunciar su juicio sobre la guerra y sobre sus resultados. De un total de seis millones y medio de votantes, los socialistas obtienen 1.814,593 sufragios, y el partido de don Sturzo cerca de 1.200,000. Mussolini, que se ha presentado al frente de la única lista fascista de Italia, es el gran derrotado. Teatralmente se consuela con Margherita Sarfatti, al parecer su amante en turno entonces: «Vendo el periódico —dice—, lo vendo, lo vendo. Además, no es necesario hacer siempre lo mismo. Soy periodista desde hace demasiado tiempo». Sin embargo, ahora sabe que puede contar con el apoyo de una parte numerosa del ejército y las fuerzas de policía. Por otro lado, no ignora que, aunque el Avanti ha puesto como título a su éxito electoral: «Ha nacido la Italia de la revolución», el Partido Socialista sufre grandes disensiones internas. Y, como es lógico, no va a cambiar de oficio.
El otoño de 1920 marca una crisis notable en el socialismo italiano. En buena medida es cierto que son las fuerzas socialistas las que frenan el avance de la revolución. El propio director del Corriere dela Sera reconoce el 29 de septiembre: «Italia está amenazada de muerte. Si la revolución no se ha producido, no ha sido porque haya encontrado obstáculos, sino porque la Confederación del Trabajo no la ha querido». De aquí deriva la escisión del partido socialista ocurrida en el congreso de Liorna. El grupo de «Ordine Nuovo» (Gramsci, Togliatti), funda el Partido Comunista. Por otro lado, las masas comienzan a mostrar síntomas de cansancio ante las huelgas continuas, cuyos limitados resultados no compensan sus enormes sacrificios. Es el momento que Mussolini aprovecha para pasar al ataque. «Los he conocido a todos —dice refiriéndose a los jefes socialistas— y sé muy bien que cuando se presentan como leones no son más que simples corderillos». Y señalando sin tapujos cuál va a ser desde ahora su línea de acción, advierte: «El Fascio se llama de combate, y la palabra combate no deja dudas de ningún género». El escuadrismo, las milicias fascistas, saltan a la palestra.
El escuadrismo nace en el Valle del Po, en Emilia, en Toscana. Pequeños grupos de gente armada que reciben de 35 a 48 liras al día (el doble de lo que gana un obrero), se reúnen en Ferrara, en Bolonia, en Florencia, etcétera, en torno a hombres como Italo Balbo, Leandro Arpinati, Tullio Tamburii, para imponer la ley del terror y de la fuerza. Se incendian periódicos —las iras fundamentalmente van dirigidas contra el Avanti—, se asaltan ayuntamientos, se cometen crímenes. Una ola de subversión agita toda la península. Nitti, conservador sin ningún género de dudas, se ve obligado a proclamar ante la cámara: «Yo temo las violencias que proceden de los revolucionarios, pero existen otras violencias, de signo contrario, a las que temo más aún».
Mientras tanto se producen las elecciones municipales de 31 de octubre y 7 de noviembre. El número de Fascios, que en julio era de 108, sobrepasa ahora los 500. Tres grandes corrientes electorales se contraponen: la socialista, la popular y los «bloques nacionales», a los que se suman los fascistas. Nuevamente los socialistas, que conservan 2,022 municipios —entre ellos Milán y Bolonia—, y los populares, que logran 1,613, son los triunfadores. La violencia se recrudece. En dos meses, cuatrocientas cooperativas, múltiples cámaras de trabajo y círculos socialistas son destruidos, veintinueve ayuntamientos invadidos, sesenta y ocho consejos municipales disueltos, aparte de doscientos cincuenta muertos y numerosos heridos. Las expediciones de castigo fascistas chocan a veces con las fuerzas socialistas. La lucha se plantea en términos de guerra civil. Para evitar la catástrofe se disuelve el parlamento. Se convocan elecciones para el 15 de mayo de 1921, y Mussolini, por vez primera, es elegido diputado. Le acompañan treinta y cinco fascistas más, entre los que cabe destacar a Grandi y Farinacci.
Al día siguiente de la creación de los Fascios italianos de combate, Mussolini había escrito en El Pueblo de Italia: «Nosotros nos permitimos el lujo de ser aristocráticos y democráticos, conservadores y progresistas, reaccionarios y revolucionarios, legalistas e ilegalistas, según las circunstancias de tiempo, de lugar, de ambiente en las que nos vemos obligados a vivir y a obrar». Era como decir que su programa político no era nada más que oportunismo. Y oportunista va a ser su primer discurso ante el parlamento como diputado. Las circunstancias, evidentemente, han cambiado. Ha sido elegido legalmente representante de la nación, y sus intenciones ahora son hacer olvidar los medios que le han llevado a la Cámara. Sus palabras son conciliatorias hacia todos: hacia los viejos políticos liberales, hacia los católicos e incluso hacia los socialistas. Dirigiéndose a los liberales, exclama: «Es preciso reducir el Estado a su expresión puramente jurídica y política». A los católicos les dice: «El fascismo no predica y no practica el anticlericalismo». Sólo con relación a los socialistas su reserva es mayor: «La violencia no es para nosotros un sistema —dice—. Estamos dispuestos a desarmarnos si vosotros lo hacéis también, sobre todo los espíritus».
Como consecuencia de esta política conciliatoria se firma el 3 de agosto, bajo la mediación y la autoridad del presidente de la Cámara, De Incola, un pacto de pacificación entre socialistas y fascistas. Por todos los medios se intentan, de ahora en adelante, las buenas maneras. Pero el fascismo, que en el fondo sabe que su camino es la violencia callejera y no la discusión parlamentaria, critica esta nueva orientación de Mussolini. El 16 de agosto, fascios de la Emilia Romaña se reúnen en Bolonia y denuncian el pacto de pacificación. Los ataques a Mussolini son directos: «Quien ha traicionado, traicionará», se llega a decir. Mussolini se ve obligado a dimitir del ejecutivo del movimiento, y, aunque su dimisión no es aceptada por el Comité Central de los fascios, ha sentido soplar cerca de sí el viento de la soledad.
Su táctica será, a partir de ahora, un doble juego continuo hasta llegar a apoderarse de todo el mecanismo del Estado. Por un lado, instigará y aplaudirá la acción subversiva de sus milicias. Las escuadras fascistas son por doquier pródigas en tropelías. Los Grandi, Balbo, Arpinati, Bianchi, saben emplearse a fondo. Por otro lado, se presentará a la Cámara como hombre amante de la legalidad y del orden. «Si el siglo XIX —dice— ha sido el siglo de las revoluciones, el siglo XX aparece como el siglo de las restauraciones». Sus intenciones, como se comprende fácilmente, son de una lógica aplastante. Conoce perfectamente la debilidad de sus fuerzas, a las que sabe actuando libremente, con el consentimiento tácito de la burocracia policial, y no quiere que el gobierno, temeroso de su extremismo, dé la orden fatal que pudiera aniquilarlo. De ahí sus apelaciones continúas a la legalidad. Pero al mismo tiempo aspira al poder, a todo el poder —«nuestro único programa, escribe, es éste: queremos gobernar Italia»—, y no ignora que su posibilidad de lograrlo sólo puede proceder de la violencia. Espera que llegue el momento en que la subversión tome proporciones gigantescas, y entonces, cuando el gobierno pretenda reaccionar, sea ya demasiado tarde. Por ahora se trata de un juego recíproco en el que el fascismo se aprovecha de la pasividad de las fuerzas del orden para aumentar su potencial violento, y el gobierno se aprovecha del fascismo, que le despeja y libera de la oposición socialista, en la confianza de poder reaccionar en la ocasión oportuna.
Don Sturzo es el único político de la derecha que ve con claridad el peligro y no ceja en sus denuncias antifascistas, a las que Mussolini replica con estrambóticas acusaciones: «¿No será —escribe— por casualidad don Sturzo el antipapa y un instrumento de Satanás? Existen mil síntomas que muestran con evidencia actualmente que grandes tempestades acecharán a la Iglesia si el partido popular continúa encanallado en su política materialista, tiránica y anticristiana». Es en estas tensiones recíprocas y en esta atmósfera enrarecida en la que el fascismo prepara la marcha sobre Roma.
LA MARCHA SOBRE ROMA Y LA CONQUISTA DEL ESTADO
El 7 de noviembre de 1921 se celebra en Roma el Congreso Nacional del movimiento fascista en un clima de tensiones, violencias y amenazas inesperadas. Por un lado, Grandi y Balbo preconizan, ante todo y sobre todo, la acción directa. Por otro lado, Mussolini se presenta mucho más moderado y legalista. «Prefiero —dice— que el fascismo llegue a participar en la vida del Estado a través de una saturación legal, a través de una preparación para la conquista legal». No obstante, existe acuerdo mutuo para la creación del Partido Nacional Fascista, que en ese momento cuenta ya con 320,000 inscritos, y cuya capacidad de maniobra es realmente sorprendente. Aunque es a Miguel Bianchi a quien se elige como secretario general, quedando Mussolini relegado a la simple condición de miembro de la dirección («en la nueva organización —confiesa el propio Mussolini— yo quiero desaparecer, porque os debéis curar de mi mal y caminar solos»), es lo cierto que por sus habilidades personales y sus dotes indiscutibles de organizador, no tardaría mucho tiempo en dominar los mecanismos del nuevo aparato que se acaba de montar. El único problema es, a partir de ahora, acelerar el proceso para llegar, definitivamente, a la conquista del Estado.
El año 1922 comienza con malos augurios para Italia. La quiebra de la Banca de Descuento, a la que acompaña el hundimiento de la Ansaldo y de la Ilva, acarrea la ruina de un buen número de pequeños inversionistas. La situación económica se hace inquietante y el gobierno no da muestras visibles de ser capaz de resolverla. Amplios sectores de las clases medias, y un buen número de representantes del gran capital, empiezan a pensar en una posible solución fascista. El 31 de octubre, cuando ya Mussolini está en el poder, la Cofindustria confesaría con una sinceridad abrumadora «el haber ejercido una influencia directa y presente en favor de la solución de Mussolini». Las adhesiones al recientemente fundado Partido Nacional Fascista se multiplican. Y surge un nuevo órgano: la Confederación Nacional de las Corporaciones, que en el mes de junio contaría ya con quinientos mil miembros. Mientras tanto, los actos de violencia de los escuadristas continúan. Ferrara, Cremona, Rovigo, Andria, Sesti-Ponente, Pesaro, Viterbo, Alatri, Tolentino, Ancona, Novara, Rávena, Rímini, Bologna, Milán, constituyen los principales escenarios.
Conforme Mussolini había previsto, su poder ha crecido lo suficiente como para que el gobierno ya no pueda reaccionar contra él. «Yo os confieso —dice en la Cámara— que ningún Gobierno podrá sostenerse si en su programa aparecen las ametralladoras contra los fascistas». Y tiene razón.
Ante la impotencia gubernamental, las organizaciones de izquierda preconizan una huelga general para el 18 de julio, que resulta un fracaso absoluto. El fascismo contraataca con toda impunidad y Mussolini piensa que ha llegado el momento de comenzar a preparar la marcha sobre Roma. En este sentido, pronuncia un discurso en el mes de septiembre en Cremona, en el que afirma: «Hemos comenzado una marcha que no puede detenerse hasta que haya logrado la meta suprema: Roma». A comienzos de octubre ya todo está decidido.
El 18 de octubre se reúnen en Bordighera, De Bono, De Vecchi, Balbo y Bianchi, que han sido designados para llevar el aspecto militar de las operaciones. Dividen Italia en 12 zonas, si bien establecen que la marcha propiamente dicha debe comenzar en tres localidades cercanas a Roma: Santa Marinella, Mentana y Tívoli. El mando supremo se establecerá en Peruggia. El 24 de octubre se celebra en Nápoles un Congreso Nacional fascista al que, procedentes de toda Italia, llegan cuarenta mil camisas negras. Mussolini pronuncia un discurso amenazador: «Nosotros, los fascistas, no pretendemos llegar al poder por la puerta de servicio. El problema es simplemente un problema de fuerza». Posteriormente añade: «Pero yo os digo, con toda la solemnidad que el momento impone, que, o nos dan el gobierno, o lo tomaremos cayendo sobre Roma». Y prosigue: «Actualmente se trata de días o quizá de horas. Es necesario aferrar por la garganta a la miserable clase política dominante».
Entre tanto, en Roma, alarmado por la gravedad del momento, se reúne el gobierno y presenta su dimisión al presidente del Consejo, Facta, para que actúe libremente. Facta acude a ver al rey, quien, al parecer, le contestó en piamontés: «No nombro un nuevo gobierno mientras dure la violencia. Abandono todo y me marcho al campo con mi mujer y mi hijo». La situación, pues, ante la evasiva real, permanece estacionaria. No obstante, el 27 de octubre comienza la movilización general de los camisas negras. Para sufragar los gastos de la empresa, De Bono, Balbo y De Vecchi firman una letra de cambio por valor de tres millones de liras. (¿Quién presta ese dinero? La tesis más aceptable parece ser la de Berneri —en La Massonería e il fascismo—, según la cual fue el Gran Oriente quien realizó en concreto esa financiación). Por todas partes aparece la proclama de la sublevación: «¡Fascistas italianos!: Ha sonado la hora de la batalla decisiva… La ley marcial del fascismo entra en pleno vigor. El ejército, reserva y salvaguardia de la nación, no debe participar en la lucha. Tampoco contra los agentes de la fuerza pública marcha el fascismo».
Con la colaboración de las autoridades militares, y sin grandes dificultades, por lo tanto, se procede a la ocupación de muchas ciudades. Arrollado por los acontecimientos, Facta, como jefe del gobierno, proclama a primera hora de la mañana del día 28 el estado de sitio y lanza un manifiesto al país que dice, entre otras cosas:
«El gobierno, mientras fue posible, buscó todas las vías de conciliación en la esperanza de llevar la concordia a los espíritus y de asegurar la pacífica solución de la crisis. Frente a los intentos insurreccionales, y a pesar de estar dimitido, tiene el deber de mantener a toda costa el orden. Y cumplirá este deber enteramente como salvaguardia de los ciudadanos y de las libres instituciones constitucionales».
Roma es una de las ciudades que no ha sido ocupada por los fascistas. El general Pugliese, al mando de veinticinco mil soldados, se ha encargado de mantener el orden. Se piensa que la situación aún puede ser dominada. Pero cuando Facta se presenta ante el rey para que, conforme a las prescripciones legales, firme el decreto del estado de sitio, se produce la gran sorpresa. Víctor Manuel III, que no aceptó su dimisión pocos días antes, rechaza también ahora la firma del decreto y encarga a Salandra la formación de un nuevo gobierno. Salandra ofrece cuatro ministerios a los fascistas como medio de resolver la crisis, que, naturalmente, no aceptan. Sin encontrar solución alguna, y ante las presiones de los grupos económicos (Confindustria, Confagricultura, Asociación Bancaria), que le advierten que la única solución es la fascista, al día siguiente delega su encargo ante el rey. Víctor Manuel III manda entonces llamar a Mussolini, que ha permanecido en Milán a la expectativa de los acontecimientos, y le encarga formar un gobierno. El cataclismo no se ha producido. La letra de la Constitución se ha respetado. Pero el duce, antes de abandonar Milán, ha dado la orden de que al día siguiente no salgan los periódicos que pudieran atacarlo, y al mismo tiempo ha mandado a sus escuadras que ocupen Roma. Es el 30 de octubre de 1922. El socialista furibundo de Predappio ha obtenido el poder.
En contra de lo que pudiera parecer, el primer gobierno formado por Mussolini no es un gobierno homogéneo. Solamente tres fascistas y un nacionalista (Fedorzini), forman parte del mismo. La razón no es casual. Si la marcha sobre Roma se ha realizado impunemente, ello no significa que la generalidad de la opinión esté con el fascismo. Los grupos de activistas no constituyen la representación de un país, y para gobernar legalmente, sin destruir el aparato constitucional del Estado, se necesita esa representación. Esto lo sabe perfectamente Mussolini, y puesto que ha llegado al poder por la vía de la legalidad (aunque haya sido bajo la amenaza de la violencia), no quiere ahora destruirla. Su deseo es el de asegurarse la confianza del parlamento, con el apoyo del elemento conservador. Otra cosa sería suicida. El parlamento no se nutre de una mayoría fascista, y su única oportunidad de mantenerse es, por ello, la de ganárselo hábilmente. Su juego ahora también es doble: por un lado, amenaza con la violencia de los jóvenes camisas negras. Por otro, muestra la voluntad y el anhelo de respetar la legalidad. Por fin, el 17 de noviembre, el parlamento le otorga su confianza con 306 votos a favor, 116 en contra y 7 abstenciones.
No obstante, el triunfo no le hace olvidar que no se trata de una Cámara perfectamente domesticada y servil. En ella continúan los representantes de los clásicos partidos, de los que, si bien ha obtenido una mayoría actualmente, no por ello ha conseguido ninguna garantía de futuro. De este modo, resulta consecuente que sus primeras intenciones vayan encaminadas a lograr una ley electoral nueva que le permita adueñarse del parlamento como antes se adueñó del gobierno. La nueva ley electoral, preparada hábilmente por su amigo Acerbo, se aprueba el 15 de julio de 1923. El 25 de enero de 1924 disuelve el parlamento y el 6 de abril se celebran elecciones. Los viejos partidos políticos vuelven a estar representados, pero ya en minoría. Mussolini, dueño y señor del gobierno, pasa a ser dueño y señor del parlamento.
Sin embargo, en su carrera hacia el poder total habrá de topar aún con un obstáculo grave. El 30 de mayo, la atmósfera en Montecitorio (sede de la Cámara) es evidentemente borrascosa. Se habla de una moción presentada por Matteoti, Labriola y otros, en la que se pide, nada más y nada menos, que la anulación de las elecciones. Matteoti no es un hombre que se deje amedrentar fácilmente. Acaba de publicar un libro que se titula Un año de dominación fascista, donde se recogen los crímenes cometidos y donde se citan los escritos radicales y revolucionarios del joven Mussolini, que ahora se pretenden olvidar. La sesión comienza con un discurso de Matteoti enérgico y decidido, que es interrumpido varias veces. El 1 de junio, El Pueblo de Italia, que ahora dirige el hermano del duce, Arnaldo, coloca en grandes titulares la siguiente frase: «La mayoría ha dado prueba de una tolerancia excesiva, en relación con el discurso de Matteoti». En la sesión del 4 de junio, Matete vuelve a insistir en sus argumentos. Al terminar de hablar, se dirige a sus compañeros y les dice: «Y ahora podéis preparar mi funeral». En efecto, a la sesión del 10 de junio ya no asiste. El 11 de junio es encontrado asesinado a 23 kilómetros de Roma.
La conmoción que produce el asesinato es evidentemente profunda. Muchos fascistas rompen su carnet del partido. Los periódicos de todas las tendencias denuncian con dureza el hecho. Las acusaciones recaen sobre Mussolini de una forma unánime e implacable. Su autodefensa no convence a nadie. «Sólo un gr5an enemigo mío —dice— que durante largas noches se hubiese dedicado a pensar algo diabólico contra mí, podía efectuar este delito que hoy nos llena de horror y nos arranca gritos de indignación». Durante varios meses, su situación es delicada. Pero el paso del tiempo va haciendo olvidar el caso Matteoti. El 13 de enero de 1925, Mussolini pronuncia un discurso ante la Cámara, pleno ya de confianza en sí mismo:
«Señores —dice—, el discurso que voy a pronunciar ante ustedes no podrá ser llamado, en el rigor de los términos, un discurso parlamentario. Declaro aquí, en presencia de esta Asamblea y en presencia de todo el pueblo italiano, que yo solo asumo la responsabilidad política, moral, histórica de todo cuanto ha sucedido. Si el fascismo no ha sido más que el aceite de ricino, y no, en cambio, una soberbia pasión de la mejor juventud italiana, mía es la culpa. Si el fascismo ha sido una asociación de delincuentes, yo soy su jefe…»
Al mismo tiempo, las milicias fascistas —creadas el 15 de diciembre de 1922, y que constituyen una especie de guardia pretoriana— son pródigas en atentados a los enemigos del régimen. Alfredo Rocco, el gran jurista del fascismo, prepara por su parte las leyes de «defensa del Estado». En 1926, su obra estará consumada: se suprimen los partidos políticos, se crea un servicio especial de investigación política: la OVRA (Organización Voluntaria para la Represión del Antifascismo), se establece el Tribunal Especial para la Defensa del Estado, cuyos miembros son elegidos directamente por Mussolini; se autoriza el confinamiento por simples decisiones administrativas y sólo por la sospecha de la intención de delinquir, etcétera. En una palabra: se suprime todo el sistema de libertades y garantías constitucionales. Los antifascistas que no han podido abandonar Italia comienzan a conocer los rigores de la prisión o el confinamiento. Lípari, Ponza, Ventotene, suelen ser sus lugares de destino. La dictadura que Mussolini había anunciado en más de una ocasión ha pasado a ser una triste y desoladora realidad.
Pedro de Vega, «Mussolini: una biografía del fascismo», en Estudios político-constitucionales,
Universidad Autónoma de México y Universidad Complutense de Madrid, México, 2004, pp 249-263.
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