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Alberto Valverde 1929. El «jueves negro negro» |
Era la época del vuelo en solitario de Lindbergh, de las ejecuciones de Sacco y Vanzetti, de los dirigibles, de la estabilidad y prosperidad de los republicanos norteamericanos. Eran también, en Europa, los tiempos de Mussolini, del nacimiento creciente de los nazis y Adolfo Hitler, o del colapso de la dictablanda de Primo de Rivera. Era, quizá, el período intermedio entre dos grandes guerras, cuando el mundo, recuperado de la primera, caminaba inevitablemente hacia la segunda con un exceso de producción industrial y agrícola, un notable aumento del comercio mundial y una lucha larvada por abrir no sólo mercados, sino fuentes de aprovisionamiento de materias primas.
Pero si hay algo que recordar en estas fechas de pesimismo sobre el estado de la economía mundial ese algo es el crash o crac, del año 1929 en la bolsa de Wall Street y de la economía norteamericana, que, quizá demasiado bruscamente, acabó con el mito de la prosperidad perpetua, con la confianza en el crecimiento sin límites ni barreras y con la firme creencia de que la ciencia era capaz de solventar por sí sola cualquier obstáculo que surgiera en las metas y fines humanos.
Por eso, muchos recuerdan aquellos años con temor; otros, con terror, y los restantes, si es que queda alguno, con nostalgia. Porque no hay que olvidar que si bien algunos, los menos, se suicidaron aquel jueves negro, o el martes siguiente, otros consiguieron acumular en sus manos, gracias a la bancarrota de los menos decididos o menos avispados, las enormes sumas y reservas que dieron pie a los imperios posteriores. Fue la época, en este sentido, de los Rockefeller, los Kennedy, los Morgan. Ellos, gracias a lo que quizá a otros faltó, supieron evitar la imagen y triste experiencia de aquellos, los más, que no tuvieron más remedio que entonar, por las calles de Chicago, de New York o de Pretoria, el Brother, could you spare a dime? (Hermano, ¿puedes darme una perra gorda?) o bailar el Danzad, danzad, malditos.
Hoy, incluso cincuenta años después, y con la perspectiva de la historia, es difícil situar donde comenzó el principio del fin. Pero hubo algunos que, sin esa perspectiva, decían ya el 5 de septiembre de 1929, dos días después de que el índice del Dow Jones alcanzara su cota máxima, que un crac terrible era inminente. Pero nadie hizo caso a Roger W. Babson, el asesor financiero de una de las firmas inversoras en el mercado, que alertó entonces del futuro inmediato.
Prácticamente, el inicio del gran crac había comenzado meses antes. Alentados por la fácil obtención de crédito a precios ridículos, el mecanismo de las compras a plazo y una legislación poco clara y coherente, prácticamente todo ahorrador que se consideraba inteligente invirtió su dinero, y el que no tenía, en la Bolsa. «Todo el mundo tenía a él mismo y a su hermano metido en el mercado», recuerda hoy, con una temerosa nostalgia, Edson Gould, que a sus 79 años dirige hoy todavía una empresa norteamericana. Así se explica que, entre 1926 y finales de 1928, el industrial del Dow Jones se doblara y en sólo tres meses, los del verano de 1929, este índice subiera otro 25%. Para el 3 de septiembre, cuando alcanzó su cota máxima, estaba ya en 381 puntos.
Curiosamente, la fiebre por el mercado llegó a tal extremo (bastaba desembolsar tan sólo un 10% del precio de la acción con un dinero que costaba únicamente un 10% al inversor y un 5% al banco que acudía al Federal Reserve Board) que muy pocos prestaron atención a las noticias sobre los indicadores económicos. Así, John Galbraight recuerda cómo, en medio del verano de 1929, los síntomas de la crisis eran alarmantes. La construcción había descendido notablemente; la inversión en nuevas viviendas se había dirigido hacía otros objetivos; los inventarios industriales continuaban creciendo, hasta llegar a triplicarse de 1928 a 1929; el consumo, consecuentemente, se reducía y pasaba de un 7,4% de incremento, entre el 27 y el 28, a un modesto 1,5%, entre el 28 y 29.
A mediados de 1929, los índices públicos sobre precios y producción mostraban datos más que evidentes. La producción industrial alcanzó un récord histórico en el mes de junio y comenzó a bajar, disparada, durante julio. El empleo se incrementó en julio, pero comenzó a descender estrepitosamente semana tras semanas. Los precios al consumidor también bajaban y ya metidos en agosto, el Fed no tuvo más remedio que reforzar la tendencia deflacionista con un incremento en el tipo de interés básico (discount rate) del 5% al 6%.
Pero Wall Street hizo caso omiso de las señales de alerta. El 3 de septiembre, el índice del DJ tocaba techo ignorando las medidas del Banco Central. General Electric, ATT, US Steel, etcétera, continuaban aumentando el valor de sus acciones, en un ascenso ininterrumpido de doce años seguidos, y las declaraciones de banqueros y agentes alentaban aún más a seguir esta tendencia, muchas veces creyéndose su propia jerga de que la vuelta atrás era imposible.
Y llegó el día del pánico.
Hasta el 24 de octubre, el llamado jueves negro. Ese día, tras un mes casi entero de pequeños reajustes, el Dow Jones perdió en una sola jornada un 12% de su valor. El día anterior, el mercado había conocido momentos de ansiedad y temor, pero el hecho de que fuera una jornada en medio de tantas buenas, apenas tuvo impacto ese mismo día. A la jornada siguiente, sin embargo, todo cambió. Las órdenes de ventas inundaron las oficinas de los brokers, el pánico invadió el edificio y sus autoridades incluso llegaron a cerrar la galería de visitantes, la misma que horas antes había sido visitada por Winston Churchill, el secretario del Exchequer británico, que añes más tarde llegaría a ser primer ministro de su majestad. Durante el mediodía, una reunión de urgencia fue convocada en la oficina de Thomas W. Lamont, de Morgan & Co. Cinco banqueros asistieron, entre ellos Charles Mitchell, del National City Bank; Albert H. Wiggin, del Chase National Bank, y Seward Prosser, del Bankkers. Entre ellos totalizaban unos recursos de 6.000 millones de dólares.
Horas más tarde, hacía las 4.30 de la tarde, y cuando la fiebre del mercado parecía ya incontenible, los reunidos se trasladaron a la sede central del Federal Reserve Board, de Nueva York, una de las siete filiales del banco central norteamericano. Cada uno de los asistentes, en representación de su institución, acordó inyectar cuarenta millones de dólares en el mercado para rescatar las cotizaciones e impedir la repetición del colapso que parecía amenazar a todos ellos y a la propia estabilidad del mercado. El anuncio fue hecho por Richard Whitney, uno de los vicepresidentes del Morgan, que llegó hasta la misma sala de la Bolsa y pujó por la compra de 25.000 acciones de US Steel. El mercado pegó un estirón hacia arriba, pero insuficiente para compensar unas cifras como estas: un récord histórico de 12.894.650 acciones intercambiadas, pérdidas por valor de hasta un 12%, en términos globales, Y varias oficinas de agentes arruinados, lo mismo que sus clientes.
El New York Times, en un esfuerzo de imaginación o presión, recortaba la noticia a cuatro de las ocho columnas de su primera página, pero aún todavía podría informar:
«El descenso más desastroso en la historia del mayor y amplio mercado de valores azotó ayer el distrito financiero (de Wall Street). En la mitad del colapso, cinco de los banqueros más influyentes se precipitaron a las oficinas del J. P. Morgan & Co. y después de una breve conferencia entre ellos filtraron que, en su opinión, la base del mercado es sólida, que el fallo del mismo se debe más a consideraciones técnicas que fundamentales y que muchas acciones se están vendiendo a precios demasiado bajos.
( … ) La caída fue una de las más amplias de la historia del mercado ( … ) y fue llevada a cabo por especuladores alrededor de todos los lugares del país. ( … ) Las pérdidas totales son imposibles de calcular adecuadamente. No obstante, se estima que han podido totalizar miles de millones de dólares. El temor se apoderó de todos, grandes y pequeños inversores. Muchos de ellos tiraban el papel en la mitad del mercado para recoger el poco dinero que se les ofrecía…»
Al día siguiente, sin embargo, aquello parecía una conspiración. El Sistema Federal de la Reserva, los cinco bancos más importantes, las firmas de agentes y pequeños inversores, funcionarios del Departamento del Tesoro, todos insistían en que la salud del mercado era buena, que nada había pasado. Hasta el propio presidente Hoover se comprometió: «La base fundamental del país, es decir, la producción y la distribución de mercancías, se encuentra en un estado sólido y próspero.»
Las fuerzas se apaciguaron, la tranquilidad volvió al mercado y los precios incluso se recuperaron. Pero sólo durante el fin de semana.
Después del jueves, el martes.
El lunes, la situación volvió a las mismas que el jueves. Los bancos, temerosos de una nueva repetición, comenzaron a protegerse de los agentes. Estos, de sus clientes, y éstos, de sí mismos.
Ese día, la General Motors perdió casi 2.000 millones de dólares en el valor de su capital efectivo. A la jornada siguiente, el famoso martes negro, día 29 de octubre, festividad de los santos Narciso y Feliciano, el mercado estaba ya sin ningún tipo de control. A las tres horas, ocho millones de acciones habían cambiado de manos. Al cierre, el número se elevó a 16,4 millones. Esta cifra llegó a ser tan significativa que tendría que llegar la guerra de Vietnam y la inflación subsiguiente para que, cuarenta años más tarde, se sobrepasara la cantidad.
Alguien quiso cerrar la Bolsa, pero los directores decidieron, de mutuo acuerdo, mantenerla abierta al costo de unas pérdidas, en sólo dos días, de 69 puntos en un Dow Jones que quedó a 230. En sólo cinco días, los pequeños inversores, los bancos y los agentes perdieron la ganancia de más de año y medio de paciente acumulación.
De las consecuencias, discusiones y causas técnicas aparte, Estados Unidos y el mundo tardarían casi cinco años en recuperarse. La gran depresión había comenzado, y a qué costo. En 1933, el producto nacional neto norteamericano era, a precios constantes, un 50% inferior al de 1929, el desempleo afectaba a un 25% de la población activa y la renta per cápita era, ese mismo año, la misma que en 1908.
En resumen: un salto atrás de un cuarto de siglo y un golpe psicológico cuyo recuerdo hoy todavía levanta heridas en el mundo occidental.
Alberto Valverde «Jueves negro; el día en que sucumbió Wall Street», Diario El País, 24 de octubre de 1979
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