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José Hernández Rubio Pobreza, paro en aumento, conflictividad social… |
De sobra conocido es que la década de los treinta en Estados Unidos iba a conformar una situación socioeconómica radicalmente distinta a la de los «felices veinte». No afectó a las clases pudientes, el cinco por ciento de la población, que seguía manteniendo el mismo modus vivendi de la década anterior: la evasión fiscal sistemática pero legal, las vacaciones a los lugares de moda como Miami, la adquisición de coches de lujo (Cadillacs y Chevrolets), el glamuroso tren de vida para algunos….incluso hubo importantes banqueros y empresarios que no se vieron afectados por la caída de valores y duplicaron su patrimonio y sus fortunas. También practicaban la filantropía, la creación de fundaciones y la concesión de grandes sumas de dinero para fines sociales y centros de arte. Los Rockefeller, los Mellon, o los Kellog eran familias muy adineradas que contribuyeron a forjar un claro espíritu de beneficencia y cultura.
En cambio, si bien los parámetros manejados habían dado muestras de lúgubres presagios en el periodo anterior a 1929, nadie esperaba que la hecatombe que duró casi una década fuese tan radical para el bienestar de la sociedad norteamericana. Llegará de improviso con el crack o fuera vaticinada por algunos entendidos, el caso fue que el país sufrió la peor crisis conocida de su historia, con trágicas y depresivas consecuencias traducidas en el aumento alarmante de la pobreza y el desempleo.
La pérdida de poder adquisitivo implicaba ya no poder comprar artículos medianamente de lujo, automóviles u otros, sino tener dificultades para los de primera necesidad, sobre todo si se había caído en el paro. Para las clases medias perder el trabajo y la sensación de seguridad que su país le había brindado suponía una gran pérdida de autoestima. Médicos, abogados, profesionales independientes, o profesores, sanitarios y personal del sector público en general, se encontraron ociosos la mayor parte del tiempo. Miles de estudiantes tuvieron que abandonar sus estudios. Los recortes presupuestarios afectaron a educación con el consiguiente cierre de más de cuatro mil escuelas elementales.
El desempleo alcanzó los quince millones en julio de 1932, aproximadamente un cuarto de la población laboral. Pero lo más dramático fue que tampoco existía el subsidio por desempleo entendido como en la mayoría de los países europeos. El gobierno de Estados Unidos no concebía esa protección social. Hoover insistía en que de concebir un subsidio de desempleo tenía que venir de los gobiernos municipales y estatales y de las ayudas privadas. Las magras ayudas que se estipularon en el invierno de 1931 quedaron reducidas a la mitad, o directamente eliminadas, abocando a millones de personas a la miseria y a la indigencia. Por consiguiente, según se afianzaba la depresión aumentaban las largas colas de desocupados antes instituciones de beneficencia o ante las pocas industrias que subsistían. La tónica diaria de muchas familias era la búsqueda de comida en cubos de basura. Durante cuatro años, con la gente hambrienta pululando por todas las ciudades, la situación era de amargura extrema generalizada.
En el campo el panorama era igualmente desolador. Los hombres sin trabajo deambulaban por las grandes extensiones en busca de alguna ocupación, siquiera temporal. Los pagos de la beneficencia en las ciudades eran muy reducidos, pero es que incluso en algunas zonas rurales del sur ni existían. Así:
«En otras zonas la situación de la agricultura llegó a ser completamente desesperanzada entre 1933 y 1935, cuando la sequía y los fuertes vientos agravaron los efectos de décadas de erosión del suelo, hasta convertir las grandes llanuras meridionales en una cuenca de polvo. Las tormentas de polvo hicieron la vida insoportable en el territorio que se extiende desde Texas hasta las Dakotas, y prácticamente destruyeron las economías rurales de estados enteros. Miles de agricultores arruinados de Oklahoma y Arkansas viajaron al Oeste, hacia California, buscando simplemente sobrevivir»1.
La desesperación de la población llevó al asalto de tiendas de alimentos en algunos lugares, cuando no en protestas colectivas contundentes de masas de desempleados y huelguistas. Fueron importantes los enfrentamientos violentos en Chicago por similares circunstancias, donde además, se pretendía evitar algunos desahucios de algunos inquilinos que no podían pagar el alquiler. O en Washington, donde en junio de 1932 unos 20.000 veteranos exigían sus pagas atrasadas y tuvieron que ser dispersados por tropas federales con gases lacrimógenos.
Durante todo ese año las regiones agrícolas de Nebraska e Iowa se produjeron violentas manifestaciones por la protesta de asociaciones de campesinos que pedían al gobierno que se mantuvieran los precios, retirando los productos del mercado. Y en el verano de 1933 un buen número de granjeros armados de escopetas y horcas impidieron que las autoridades ejecutaran las hipotecas de varias ciudades.
Por otro lado, el comportamiento demográfico sufrió alteraciones muy significativas. La carestía que envolvía a la totalidad de las regiones detuvo de manera alarmante el crecimiento vegetativo y aumentó los índices de mortalidad, y los movimientos migratorios en masa de estado a estado (con California como tierra de un futuro prometedor pero engañoso) o de la profunda Norteamérica a las grandes ciudades, fueron la pauta social dominante, simplemente en búsqueda de subsistencia.
Somos conscientes de aquel éxodo en coches destartalados de decenas de familias granjeras que abandonaban sus tierras, debido al uso cada vez más extendido del tractor agrícola y a la reducción de hectáreas explotables prescritas en la Ley de Ajuste Agrícola debido al sobrecultivo en las Grandes Praderas. El nomadismo masivo fue el nuevo fenómeno social de los treinta, con más de cinco millones de vagabundos buscando trabajo, huyendo de la desesperación, malviviendo en campamentos temporales y colándose en trenes de mercancías.
En cuanto a las minorías étnicas, la depresión tuvo efectos muy negativos entre los negros. El desempleo entre ellos duplicaba al de los blancos en las ciudades del norte, ya que eran los últimos en ser contratados y los primeros en ser despedidos. El Sur rural, en cambio, necesitaba abundante mano de obra negra para las faenas del algodón. Las nuevas políticas agrícolas del gobierno entrante no favorecieron las expectativas de amplios colectivos de negros. El valle del Tennessee seguía siendo un hervidero de prácticas racistas por parte de los últimos simpatizantes del Ku Klux Klan, a las que tuvo que enfrentarse duramente la administración entrante en favor de los derechos civiles.
Por su parte, el último escalafón de la sociedad estadounidense, los indios, que no se habían adaptado a las nuevas leyes de integración agrícola, que no veían con buenos ojos su conversión en granjeros de las hostiles y áridas reservas aisladas, llevaban una existencia de lo más miserable, plagada de enfermedades como la tuberculosis o el alcohol. A pesar del nuevo trato hacia los indios, de la puesta en explotación de más de cuatro millones de hectáreas, y de la reducción de la mortalidad en muchas regiones, el éxito fue parcial y el mantenimiento de antiguas costumbres era un hecho evidente.
En cambio, los duros tiempos no hicieron que los estadounidenses volvieran su mirada a la religión tanto en zonas urbanas como rurales. Sí prosperaron algunas iglesias luteranas, con la premisa del rezo colectivo para la regeneración espiritual; o algunas protestantes muy fundamentalistas, como las sectas del Pentecostés y Santidad que observaban en la crisis un castigo divino; por su parte, las sectas milenaristas entre los negros de los barrios pobres cosecharon muchos seguidores, proclamando igualdad y fomentando las comunas.
La delincuencia, como era de esperar en tiempos difíciles, se erigía como salida para números grupos de ciudadanos. Así, Jones resume:
«Durante los años treinta la población de las cárceles del país ascendió un 40 por ciento. Los robos con allanamiento de morada, los hurtos y otros delitos contra la propiedad aumentaron de forma pronunciada, al igual que las detenciones por vagancia y ebriedad. Capturó la atención pública un torrente de crímenes violentos, secuestros y asaltos a bancos. El gobierno federal intervino cuando las autoridades locales no lograron detener a las bandas armadas que se dedicaban a robar bancos, cuyas hazañas aterrorizaban a regiones enteras. Entre 1934 y 1935, los agentes gubernamentales (hombres G) bajo el mando de J. Edgar Hoover, director del FBI, emboscaron y mataron a los más tristemente famosos de estos enemigos públicos, John Dillinger, Pretty Boy Floyd y Baby Face Nelson, que llegaron a convertirse, por ello, en héroes populares2»
José Hernández Rubio
La crisis de la Gran Depresión en Estados Unidos. Su reflejo en la industria del cine y en películas representativas.. Tesis Doctoral. Departamento de Humanidades, Historia, Geografía y Arte. Universidad Carlos III. Madrid. 2014. Pags. 69-74.
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