La caída del liberalismo

41656989865_2774eb1535_z.jpg
MONOGRAFÍAS RELACIONADAS CON ESTE BLOQUE:
Ingeniería propagandística nazi
MATERIAL COMPLEMENTARIO DISPONIBLE
Secuencias cinematográficas:

Audios:

Lecturas complementarias:

Imágenes/Infografías:

Eric Hobsbawm

LA CAÍDA DEL LIBERALISMO

Hay que referirse ahora a los movimientos a los que puede darse con propiedad el nombre de fascistas. El primero de ellos es el italiano, que dio nombre al fenómeno, y que fue la creación de un periodista socialista renegado, Benito Mussolini, cuyo nombre de pila, homenaje al presidente mexicano anticlerical Benito Juárez, simbolizaba el apasionado antipapismo de su Romana nativa. El propio Adolf Hitler reconoció su deuda para con Mussolini y le manifestó su respeto, incluso cuando tanto él como la Italia fascista demostraron su debilidad e incompetencia en la segunda guerra mundial. A cambio, Mussolini tomó de Hitler, aunque en fecha tardía, el antisemitismo que había estado ausente de su movimiento hasta 1938, y de la historia de Italia desde su unificación1 . Sin embargo, el fascismo italiano no tuvo un gran éxito internacional, a pesar de que intentó inspirar y financiar movimientos similares en otras partes y de que ejerció una cierta influencia en lugares inesperados, por ejemplo en Vladimir Jabotinsky, fundador del «revisionismo» sionista, que en los años setenta ejerció el poder en Israel con Menahem Begin.

De no haber mediado el triunfo de Hitler en Alemania en los primeros meses de 1933, el fascismo no se habría convertido en un movimiento general. De hecho, salvo el italiano, todos los movimientos fascistas de cierta importancia se establecieron después de la subida de Hitler al poder. Destacan entre ellos el de los Flecha Cruz de Hungría, que consiguió el 25 por 100 de los sufragios en la primera votación secreta celebrada en este país (1939), y el de la Guardia de Hierro rumana, que gozaba de un apoyo aún mayor. Tampoco los movimientos financiados por Mussolini, como los terroristas croatas ustachá de Ante Pavelic, consiguieron mucho ni se fascistizaron ideológicamente hasta los años treinta, en que algunos de ellos buscaron inspiración y apoyo financiero en Alemania. Además, sin el triunfo de Hitler en Alemania no se habría desarrollado la idea del fascismo como movimiento universal, como una suerte de equivalente en la derecha del comunismo internacional, con Berlín como su Moscú. Pero de todo ello no surgió un movimiento sólido, sino tan sólo algunos colaboracionistas ideológicamente motivados en la Europa ocupada por los alemanes. Sin embargo, muchos ultraderechistas tradicionales, sobre todo en Francia, se negaron a cooperar con los alemanes, pese a que eran furibundos reaccionarios, porque ante todo eran nacionalistas. Algunos incluso participaron en la Resistencia. Si Alemania no hubiera alcanzado una posición de potencia mundial de primer orden, en franco ascenso, el fascismo no habría ejercido una influencia importante fuera de Europa y los gobernantes reaccionarios no se habrían preocupado de declarar su simpatía por el fascismo, como cuando, en 1940, el portugués Salazar afirmó que él y Hitler estaban «unidos por la misma ideología»2.

No es fácil decir qué era lo que desde 1933 tenían en común las diferentes corrientes del fascismo, aparte de la aceptación de la hegemonía alemana. La teoría no era el punto fuerte de unos movimientos que predicaban la insuficiencia de la razón y del racionalismo y la superioridad del instinto y de la voluntad. Atrajeron a todo tipo de teóricos reaccionarios en países con una activa vida intelectual conservadora —Alemania es un ejemplo destacado de ello—, pero éstos eran más bien elementos decorativos que estructurales del fascismo. Mussolini podía haber prescindido perfectamente de su filósofo Giovanni Gentile y Hitler probablemente ignoraba —y no le habría importado saberlo— que contaba con el apoyo del filósofo Heidegger. No es posible tampoco identificar al fascismo con una forma concreta de organización del estado, el estado corporativo: la Alemania nazi perdió rápidamente interés por esas ideas, tanto más en cuanto entraban en conflicto con el principio de una única e indivisible Volksgemeinschaft o comunidad del pueblo. Incluso un elemento aparentemente tan crucial como el racismo estaba ausente, al principio, del fascismo italiano. Por otra parte, como hemos visto, el fascismo compartía el nacionalismo, el anticomunismo, el antiliberalismo, etc., con otros elementos no fascistas de la derecha. Algunos de ellos, en especial los grupos reaccionarios franceses no fascistas, compartían también con él la concepción de la política como violencia callejera.

La principal diferencia entre la derecha fascista y la no fascista era que la primera movilizaba a las masas desde abajo. Pertenecía a la era de la política democrática y popular que los reaccionarios tradicionales rechazaban y que los paladines del «estado orgánico» intentaban sobrepasar. El fascismo se complacía en las movilizaciones de masas, y las conservó simbólicamente, como una forma de escenografía política —las concentraciones nazis de Nuremberg, las masas de la Piazza Venezia contemplando las gesticulaciones de Mussolini desde su balcón—, incluso cuando subió al poder; lo mismo cabe decir de los movimientos comunistas. Los fascistas eran los revolucionarios de la contrarrevolución: en su retórica, en su atractivo para cuantos se consideraban víctimas de la sociedad, en su llamamiento a transformarla de forma radical, e incluso en su deliberada adaptación de los símbolos y nombres de los revolucionarios sociales, tan evidente en el caso del «Partido Obrero Nacionalsocialista» de Hitler, con su bandera roja (modificada) y la inmediata adopción del 1° de mayo de los rojos como fiesta oficial, en 1933.

Análogamente, aunque el fascismo también se especializó en la retórica del retorno del pasado tradicional y obtuvo un gran apoyo entre aquellos que habrían preferido borrar el siglo anterior, si hubiera sido posible, no era realmente un movimiento tradicionalista del estilo de los carlistas de Navarra que apoyaron a Franco en la guerra civil, o de las campañas de Gandhi en pro del retorno a los telares manuales y a los ideales rurales. Propugnaba muchos valores tradicionales, lo cual es otra cuestión. Denunciaba la emancipación liberal —la mujer debía permanecer en el hogar y dar a luz muchos hijos— y desconfiaba de la insidiosa influencia de la cultura moderna y, especialmente, del arte de vanguardia, al que los nacionalsocialistas alemanes tildaban de «bolchevismo cultural» y de degenerado. Sin embargo, los principales movimientos fascistas —el italiano y el alemán— no recurrieron a los guardianes históricos del orden conservador, la Iglesia y la monarquía. Antes al contrario, intentaron suplantarlos por un principio de liderazgo totalmente nuevo encarnado en el hombre hecho a sí mismo y legitimado por el apoyo de las masas, y por unas ideologías —y en ocasiones cultos— de carácter laico.

El pasado al que apelaban era un artificio. Sus tradiciones eran inventadas. El propio racismo de Hitler no era ese sentimiento de orgullo por una ascendencia común, pura y no interrumpida que provee a los genealogistas de encargos de norteamericanos que aspiran a demostrar que descienden de un yeoman de Suffolk del siglo XVI. Era, más bien, una elucubración posdarwiniana formulada a finales del siglo XIX, que reclamaba el apoyo (y, por desgracia, lo obtuvo frecuentemente en Alemania) de la nueva ciencia de la genética o, más exactamente, de la rama de la genética aplicada («eugenesia») que soñaba con crear una super raza humana mediante la reproducción selectiva y la eliminación de los menos aptos. La raza destinada a dominar el mundo con Hitler ni siquiera tuvo un nombre hasta 1898, cuando un antropólogo acuñó el término «nórdico». Hostil como era, por principio, a la Ilustración y a la revolución francesa, el fascismo no podía creer formalmente en la modernidad y en el progreso, pero no tenía dificultad en combinar un conjunto absurdo de creencias con la modernización tecnológica en la práctica, excepto en algunos casos en que paralizó la investigación científica básica por motivos ideológicos. El fascismo triunfó sobre el liberalismo al proporcionar la prueba de que los hombres pueden, sin dificultad, conjugar unas creencias absurdas sobre el mundo con un dominio eficaz de la alta tecnología contemporánea. Los años finales del siglo xx, con las sectas fundamentalistas que manejan las armas de la televisión y de la colecta de fondos programada por ordenador, nos han familiarizado más con este fenómeno.

Sin embargo, es necesario explicar esa combinación de valores conservadores, de técnicas de la democracia de masas y de una ideología innovadora de violencia irracional, centrada fundamentalmente en el nacionalismo. Ese tipo de movimientos no tradicionales de la derecha radical habían surgido en varios países europeos a finales del siglo XIX como reacción contra el liberalismo (esto es, contra la transformación acelerada de las sociedades por el capitalismo) y contra los movimientos socialistas obreros en ascenso y, más en general, contra la corriente de extranjeros que se desplazaban de uno a otro lado del planeta en el mayor movimiento migratorio que la historia había registrado hasta ese momento.

Los hombres y las mujeres emigraban no sólo a través de los océanos y de las fronteras internacionales, sino desde el campo a la ciudad, de una región a otra dentro del mismo país, en suma, desde la «patria» hasta la tierra de los extranjeros y, en otro sentido, como extranjeros hacia la patria de otros. Casi quince de cada cien polacos abandonaron su país para siempre, además del medio millón anual de emigrantes estacionales, para integrarse en la clase obrera de los países receptores. Los años finales del siglo XIX anticiparon lo que ocurriría en las postrimerías del siglo xx e iniciaron la xenofobia masiva, de la que el racismo —la protección de la raza pura nativa frente a la contaminación, o incluso el predominio, de las hordas subhumanas invasoras— pasó a ser la expresión habitual. Su fuerza puede calibrarse no sólo por el temor hacia los inmigrantes polacos que indujo al gran sociólogo alemán Max Weber a apoyar temporalmente la Liga Pangermana, sino por la campaña cada vez más febril contra la inmigración de masas en los Estados Unidos, que, durante y después de la segunda guerra mundial, llevó al país de la estatua de la Libertad a cerrar sus fronteras a aquellos a quienes dicha estatua debía dar la bienvenida.

El sustrato común de esos movimientos era el resentimiento de los humildes en una sociedad que los aplastaba entre el gran capital, por un lado, y los movimientos obreros en ascenso, por el otro. O que, al menos, les privaba de la posición respetable que habían ocupado en el orden social y que creían merecer, o de la situación a que creían tener derecho en el seno de una sociedad dinámica. Esos sentimientos encontraron su expresión más característica en el antisemitismo, que en el último cuarto del siglo XIX comenzó a animar, en diversos países, movimientos políticos específicos basados en la hostilidad hacia los judíos. Los judíos estaban prácticamente en todas partes y podían simbolizar fácilmente lo más odioso de un mundo injusto, en buena medida por su aceptación de las ideas de la Ilustración y de la revolución francesa que los había emancipado y, con ello, los había hecho más visibles. Podían servir como símbolos del odiado capitalista/financiero; del agitador revolucionario; de la influencia destructiva de los «intelectuales desarraigados» y de los nuevos medios de comunicación de masas; de la competencia —que no podía ser sino «injusta»— que les otorgaba un número desproporcionado de puestos en determinadas profesiones que exigían un nivel de instrucción; y del extranjero y del intruso como tal. Eso sin mencionar la convicción generalizada de los cristianos más tradicionales de que habían matado a Jesucristo.

El rechazo de los judíos era general en el mundo occidental y su posición en la sociedad decimonónica era verdaderamente ambigua. Sin embargo, el hecho de que los trabajadores en huelga, aunque estuvieran integrados en movimientos obreros no racistas, atacaran a los tenderos judíos y consideraran a sus patronos como judíos (muchas veces con razón, en amplias zonas de Europa central y oriental) no debe inducir a considerarlos como protonazis, de igual forma que el antisemitismo de los intelectuales liberales británicos del reinado de Eduardo VII, como el del grupo de Bloomsbury, tampoco les convertía en simpatizantes de los antisemitas políticos de la derecha radical. El antisemitismo agrario de Europa central y oriental, donde en la práctica el judío era el punto de contacto entre el campesino y la economía exterior de la que dependía su sustento, era más permanente y explosivo, y lo fue cada vez más a medida que las sociedades rurales eslava, magiar o rumana se conmovieron como consecuencia de las incomprensibles sacudidas del mundo moderno. Esos grupos incultos podían creer las historias que circulaban acerca de que los judíos sacrificaban a los niños cristianos, y los momentos de explosión social desembocaban en pogroms, alentados por los elementos reaccionarios del imperio del zar. especialmente a partir de 1881, año en que se produjo el asesinato del zar Alejandro II por los revolucionarios sociales. Existe por ello una continuidad directa entre el antisemitismo popular original y el exterminio de los judíos durante la segunda guerra mundial.

El antisemitismo popular dio un fundamento a los movimientos fascistas de la Europa oriental a medida que adquirían una base de masas, particularmente al de la Guardia de Hierro rumana y al de los Flecha Cruz de Hungría. En todo caso, en los antiguos territorios de los Habsburgo y de los Romanov, esta conexión era mucho más clara que en el Reich alemán, donde el antisemitismo popular rural y provinciano, aunque fuerte y profundamente enraizado, era menos violento, o incluso más tolerante. Los judíos que en 1938 escaparon de la Viena ocupada hacia Berlín se asombraron ante la ausencia de antisemitismo en las calles. En Berlín (por ejemplo, en noviembre de 1938), la violencia fue decretada desde arriba3. A pesar de ello, no existe comparación posible entre la violencia ocasional e intermitente de los pogroms y lo que ocurriría una generación más tarde. El puñado de muertos de 1881, los cuarenta o cincuenta del pogrom de Kishinev de 1903, ofendieron al mundo —justamente— porque antes de que se iniciara la barbarie ese número de víctimas era considerado intolerable por un mundo que confiaba en el progreso de la civilización. En cuanto a los pogroms mucho más importantes que acompañaron a los levantamientos de las masas de campesinos durante la revolución rusa de 1905, sólo provocaron, en comparación con los episodios posteriores, un número de bajas modesto, tal vez ochocientos muertos en total. Puede compararse esta cifra con los 3.800 judíos que, en 1941 murieron en tres días en Vilnius (Vilna) a manos de los lituanos, cuando los alemanes invadieron la URSS y antes de que comenzara su exterminio sistemático.

Los nuevos movimientos de la derecha radical que respondían a estas tradiciones antiguas de intolerancia, pero que las transformaron fundamentalmente, calaban especialmente en las capas medias y bajas de ¡a sociedad europea, y su retórica y su teoría fueron formuladas por intelectuales nacionalistas que comenzaron a aparecer en la década de 1890. El propio término «nacionalismo» se acuñó durante esos años para describir a esos nuevos portavoces de la reacción. Los militantes de las clases medias y bajas se integraron en la derecha radical, sobre todo en los países en los que no prevalecían las ideologías de la democracia y el liberalismo, o entre las clases que no se identificaban con ellas, esto es, sobre todo allí donde no se había registrado un acontecimiento equivalente a la revolución francesa. En efecto, en los países centrales del liberalismo occidental —Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos— la hegemonía de la tradición revolucionaria impidió la aparición de movimientos fascistas importantes. Es un error confundir el racismo de los populistas norteamericanos o el chauvinismo de los republicanos franceses con el protofascismo, pues estos eran movimientos de izquierda.

Ello no impidió que, una vez arrinconada la hegemonía de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, los viejos instintos se vincularan a nuevos lemas políticos. No hay duda de que un gran porcentaje de los activistas de la esvástica en los Alpes austríacos procedían de las filas de los profesionales provinciales —veterinarios, topógrafos, etc.—, que antes habían sido liberales y habían formado una minoría educada y emancipada en un entorno dominado por el clericalismo rural. De igual manera, la desintegración de los movimientos proletarios socialistas y obreros clásicos de finales del siglo xx han dejado el terreno libre al chauvinismo y al racismo instintivos de muchos trabajadores manuales. Hasta ahora, aunque lejos de ser inmunes a ese tipo de sentimientos, habían dudado de expresarlos en público por su lealtad a unos partidos que los rechazaban enérgicamente. Desde los años sesenta, la xenofobia y el racismo político de la Europa occidental es un fenómeno que se da principalmente entre los trabajadores manuales. Sin embargo, en los decenios de incubación del fascismo se manifestaba en los grupos que no se manchaban las manos en el trabajo.

Las capas medias y medias bajas fueron la espina dorsal de esos movimientos durante todo el período de vigencia del fascismo. Esto no lo niegan ni siquiera los historiadores que se proponen revisar el consenso de «virtualmente» cualquier análisis del apoyo a los nazis realizado entre 1930 y 1980. Consideremos tan sólo uno de los numerosos casos en que se ha estudiado la afiliación y el apoyo de dichos movimientos: el de Austria en el período de entreguerras. De los nacionalsocialistas elegidos como concejales en Viena en 1932, el 18 por 100 eran trabajadores por cuenta propia, el 56 por 100 eran trabajadores administrativos, oficinistas y funcionarios, y el 14 por 100 obreros. De los nazis elegidos en cinco asambleas austríacas de fuera de Viena en ese mismo año, el 16 por 100 eran trabajadores por cuenta propia y campesinos, el 51 por 100 oficinistas, etc., y el 10 por 100 obreros no especializados4.

No quiere ello decir que los movimientos fascistas no gozaran de apoyo entre las clases obreras menos favorecidas. Fuera cual fuere la composición de sus cuadros, el apoyo a los Guardias de Hierro rumanos procedía de los campesinos pobres. Una gran parte del electorado del movimiento de los Flecha Cruz húngaros pertenecía a la clase obrera (el Partido Comunista estaba prohibido y el Partido Socialdemócrata, siempre reducido, pagaba el precio de ser tolerado por el régimen de Horthy) y, tras la derrota de la socialdemocracia austríaca en 1934, se produjo un importante trasvase de trabajadores hacia el Partido Nazi, especialmente en las provincias. Además, una vez que los gobiernos fascistas habían adquirido legitimidad pública, como en Italia y Alemania, muchos más trabajadores comunistas y socialistas de los que la tradición izquierdista está dispuesta a admitir entraron en sintonía con los nuevos regímenes. No obstante, dado que el fascismo tenía dificultades para atraer a los elementos tradicionales de la sociedad rural (salvo donde, como en Croacia, contaban con el refuerzo de organizaciones como la Iglesia católica) y que era el enemigo jurado de las ideologías y partidos identificados con la clase obrera organizada, su principal apoyo natural residía en las capas medias de la sociedad.

Hasta qué punto caló el fascismo en la clase media es una cuestión sujeta a discusión. Ejerció, sin duda, un fuerte atractivo entre los jóvenes de clase media, especialmente entre los estudiantes universitarios de la Europa continental que, durante el período de entreguerras, daban apoyo a la ultraderecha. En 1921 (es decir, antes de la «marcha sobre Roma») el 13 por 100 de los miembros del movimiento fascista italiano eran estudiantes. En Alemania, ya en 1930, cuando la mayoría de los futuros nazis no se interesaban todavía por la figura de Hitler, eran entre el 5 y el 10 por 100 de los miembros del Partido Nazi5. Como veremos, muchos fascistas eran ex oficiales de clase media, para los cuales la gran guerra, con todos sus horrores, había sido la cima de su realización personal, desde la cual sólo contemplaban el triste futuro de una vida civil decepcionante. Estos eran segmentos de la clase media que se sentían particularmente atraídos por el activismo.

En general, la atracción de la derecha radical era mayor cuanto más fuerte era la amenaza, real o temida, que se cernía sobre la posición de un grupo de la clase media, a medida que se desbarataba el marco que se suponía que tenía que mantener en su lugar el orden social. En Alemania, la gran inflación, que redujo a cero el valor de la moneda, y la Gran Depresión que la siguió radicalizaron incluso a algunos estratos de la clase media, como los funcionarios de los niveles medios y superiores, cuya posición parecía segura y que, en circunstancias menos traumáticas, se habrían sentido satisfechos en su papel de patriotas conservadores tradicionales, nostálgicos del emperador Guillermo pero dispuestos a servir a una república presidida por el mariscal Hindenburg, si no hubiera sido evidente que ésta se estaba derrumbando. En el período de entreguerras, la gran mayoría de la población alemana que no tenía intereses políticos recordaba con nostalgia el imperio de Guillermo II. En los años sesenta, cuando la gran mayoría de los alemanes occidentales consideraba, con razón, que entonces estaba viviendo el mejor momento de la historia del país, el 42 por 100 de la población de más de sesenta años pensaba todavía que el período anterior a 1914 había sido mejor, frente al 32 por 100 que había sido convertido por el «milagro económico»6. Entre 1930 y 1932, los votantes de los partidos burgueses del centro y de la derecha se inclinaron en masa por el partido nazi. Sin embargo, no fueron ellos los constructores del fascismo. Por la forma en que se dibujaron las líneas de la lucha política en el período de entreguerras, esas capas medias conservadoras eran susceptibles de apoyar, e incluso de abrazar, el fascismo. La amenaza para la sociedad liberal y para sus valores parecía encarnada en la derecha, y la amenaza para el orden social, en la izquierda. Fueron sus temores los que determinaron la inclinación política de la clase media. Los conservadores tradicionales se sentían atraídos por los demagogos del fascismo y se mostraron dispuestos a aliarse con ellos contra el gran enemigo. El fascismo italiano tenía buena prensa en los años veinte e incluso en los años treinta, excepto en la izquierda del liberalismo.

«La década no ha sido fructífera por lo que respecta al arte del buen gobierno, si se exceptúa el experimento dorado del fascismo», escribió John Buchan, eminente conservador británico y autor de novelas policiacas. (Lamentablemente, la inclinación a escribir novelas policiacas raramente coincide con convicciones izquierdistas)7. Hitler fue llevado al poder por una coalición de la derecha tradicional, a la que muy pronto devoró, y el general Franco incluyó en su frente nacionalista a la Falange española, movimiento poco importante a la sazón, porque lo que él representaba era la unión de toda la derecha contra los fantasmas de 1789 y de 1917, entre los cuales no establecía una clara distinción. Franco tuvo la fortuna de no intervenir en la segunda guerra mundial al lado de Hitler, pero envió una fuerza de voluntarios, la División Azul, a luchar en Rusia al lado de los alemanes, contra los comunistas ateos. El mariscal Pétain no era, sin duda, ni un fascista ni un simpatizante nazi. Una de las razones por las que después de la guerra era tan difícil distinguir en Francia a los fascistas sinceros y a los colaboracionistas de los seguidores del régimen petainista de Vichy era la falta de una línea clara de demarcación entre ambos grupos. Aquellos cuyos padres habían odiado a Dreyfus, a los judíos y a la república bastarda —algunos de los personajes de Vichy tenían edad suficiente para haber experimentado ellos mismos ese sentimiento— engrosaron naturalmente las filas de los entusiastas fanáticos de una Europa hitleriana.
En resumen, durante el período de entreguerras, la alianza «natural» de la derecha abarcaba desde los conservadores tradicionales hasta el sector más extremo de la patología fascista, pasando por los reaccionarios de viejo cuño. Las fuerzas tradicionales del conservadurismo y la contrarrevolución eran fuertes, pero poco activas. El fascismo les dio una dinámica y, lo que tal vez es más importante, el ejemplo de su triunfo sobre las fuerzas del desorden. (El argumento habitual en favor de la Italia fascista era que «Mussolini había conseguido que los trenes circularan con puntualidad».) De la misma forma que desde 1933 el dinamismo de los comunistas ejerció un atractivo sobre la izquierda desorientada y sin rumbo, los éxitos del fascismo, sobre todo desde la subida al poder de los nacionalsocialistas en Alemania, lo hicieron aparecer como el movimiento del futuro. Que el fascismo llegara incluso a adquirir importancia, aunque por poco tiempo, en la Gran Bretaña conservadora demuestra la fuerza de ese «efecto de demostración». Dado que todo el mundo consideraba que Gran Bretaña era un modelo de estabilidad social y política, el hecho de que el fascismo consiguiera ganarse a uno de sus más destacados políticos y de que obtuviera el apoyo de uno de sus principales magnates de la prensa resulta significativo, aunque el movimiento de sir Oswald Mosley perdiera rápidamente el favor de los políticos respetables y el Daily Mail de lord Rothermere abandonara muy pronto su apoyo a la Unión Británica de Fascistas.

Sin ningún género de dudas el ascenso de la derecha radical después de la primera guerra mundial fue una respuesta al peligro, o más bien a la realidad, de la revolución social y del fortalecimiento de la clase obrera en general, y a la revolución de octubre y al leninismo en particular. Sin ellos no habría existido el fascismo, pues, aunque había habido demagogos ultraderechistas políticamente activos y agresivos en diversos países europeos desde finales del siglo XIX, hasta 1914 habían estado siempre bajo control. Desde ese punto de vista, los apologetas del fascismo tienen razón, probablemente, cuando sostienen que Lenin engendró a Mussolini y a Hitler. Sin embargo, no tienen legitimidad alguna para disculpar la barbarie fascista, como lo hicieron algunos historiadores alemanes en los años ochenta8, afirmando que se inspiraba en las barbaridades cometidas previamente por la revolución rusa y que las imitaba.

Es necesario, además, hacer dos importantes matizaciones a la tesis de que la reacción de la derecha fue en lo esencial una respuesta a la izquierda revolucionaria. En primer lugar, subestima el impacto que la primera guerra mundial tuvo sobre un importante segmento de las capas medias y medias bajas, los soldados o los jóvenes nacionalistas que, después de noviembre de 1918, comenzaron a sentirse defraudados por haber perdido su oportunidad de acceder al heroísmo. El llamado «soldado del frente» (Frontsoldat) ocuparía un destacado lugar en la mitología de los movimientos de la derecha radical —Hitler fue uno de ellos— y sería un elemento importante en los primeros grupos armados ultranacionalistas, como los oficiales que asesinaron a los líderes comunistas alemanes Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg a principios de 1919, los squadristi italianos y el Freikorps alemán. El 57 por 100 de los fascistas italianos de primera hora eran veteranos de guerra. Como hemos visto, la primera guerra mundial fue una máquina que produjo la brutalización del mundo y esos hombres se ufanaban liberando su brutalidad latente.

El compromiso de la izquierda, incluidos los liberales, con los movimientos pacifistas y antimilitaristas, y la repulsión popular contra el exterminio en masa de la primera guerra mundial llevó a que muchos subestimaran la importancia de un grupo pequeño en términos relativos, pero numeroso en términos absolutos, una minoría para la cual la experiencia de la lucha, incluso en las condiciones de 1914-1918, era esencial e inspiradora; para quien el uniforme, la disciplina y el sacrificio —su propio sacrificio y el de los demás—, así como las armas, la sangre y el poder, eran lo que daba sentido a su vida masculina. No escribieron muchos libros sobre la guerra, aunque (especialmente en Alemania) alguno de ellos lo hizo. Esos Rambos de su tiempo eran reclutas naturales de la derecha radical.

La segunda matización es que la reacción derechista no fue una respuesta al bolchevismo como tal, sino a todos los movimientos, sobre todo los de la clase obrera organizada, que amenazaban el orden vigente de la sociedad, o a los que se podía responsabilizar de su desmoronamiento. Lenin era el símbolo de esa amenaza, más que su plasmación real. Para la mayor parte de los políticos, la verdadera amenaza no residía tanto en los partidos socialistas obreros, cuyos líderes eran moderados, sino en el fortalecimiento del poder, la confianza y el radicalismo de la clase obrera, que daba a los viejos partidos socialistas una nueva fuerza política y que, de hecho, los convirtió en el sostén indispensable de los estados liberales. No fue simple casualidad que poco después de concluida la guerra se aceptara en todos los países de Europa la exigencia fundamental de los agitadores socialistas desde 1889: la jornada laboral de ocho horas. Lo que helaba la sangre de los conservadores era la amenaza implícita en el reforzamiento del poder de la clase obrera, más que la transformación de los líderes sindicales y de los oradores de la oposición en ministros del gobierno, aunque ya esto había resultado amargo. Pertenecían por definición a «la izquierda» y en ese período de disturbios sociales no existía una frontera clara que los separara de los bolcheviques. De hecho, en los años inmediatamente posteriores al fin de la guerra muchos partidos socialistas se habrían integrado en las filas del comunismo si éste no los hubiera rechazado. No fue a un dirigente comunista, sino al socialista Matteotti a quien Mussolini hizo asesinar después de la «marcha sobre Roma». Es posible que la derecha tradicional considerara que la Rusia atea encarnaba todo cuanto de malo había en el mundo, pero el levantamiento de los generales españoles en 1936 no iba dirigido contra los comunistas, entre otras razones porque eran una pequeña minoría dentro del Frente Popular. Se dirigía contra un movimiento popular que hasta el estallido de la guerra civil daba apoyo a los socialistas y los anarquistas. Ha sido una racionalización a posteriori la que ha hecho de Lenin y Stalin la excusa del fascismo.

Con todo, lo que es necesario explicar es por qué la reacción de la derecha después de la primera guerra mundial consiguió sus triunfos cruciales revestida con el ropaje del fascismo, puesto que antes de 1914 habían existido movimientos extremistas de la ultraderecha que hacían gala de un nacionalismo y de una xenofobia histéricos, que idealizaban la guerra y la violencia, que eran intolerantes y propensos a utilizar la coerción de las armas, apasionadamente antiliberales, antidemócratas, antiproletarios, antisocialistas y antirracionalistas, y que soñaban con la sangre y la tierra y con el retorno a los valores que la modernidad estaba destruyendo. Tuvieron cierta influencia política en el seno de la derecha y en algunos círculos intelectuales, pero en ninguna parte alcanzaron una posición dominante. Lo que les dio la oportunidad de triunfar después de la primera guerra mundial fue el hundimiento de los viejos regímenes y, con ellos, de las viejas clases dirigentes y de su maquinaria de poder, influencia y hegemonía. En los países en los que esos regímenes se conservaron en buen estado no fue necesario el fascismo. No progresó en Gran Bretaña, a pesar de la breve conmoción a que se ha aludido anteriormente, porque la derecha conservadora tradicional siguió controlando la situación, y tampoco consiguió un progreso significativo en Francia hasta la derrota de 1940. Aunque la derecha radical francesa de carácter tradicional —la Action Francaise monárquica y la Croix de Feu (Cruz de Fuego) del coronel La Rocque— se enfrentaba agresivamente a los izquierdistas, no era exactamente fascista. De hecho, algunos de sus miembros se enrolaron en la Resistencia.

El fascismo tampoco fue necesario cuando una nueva clase dirigente nacionalista se hizo con el poder en los países que habían conquistado su independencia. Esos hombres podían ser reaccionarios y optar por un gobierno autoritario, por razones que se analizarán más adelante, pero en el período de entreguerras era la retórica lo que identificaba con el fascismo a la derecha antidemocrática europea. No hubo un movimiento fascista importante en la nueva Polonia, gobernada por militaristas autoritarios, ni en la parte checa de Checoslovaquia, que era democrática, y tampoco en el núcleo serbio (dominante) de la nueva Yugoslavia. En los países gobernados por derechistas o reaccionarios del viejo estilo —Hungría, Rumania, Finlandia e incluso la España de Franco, cuyo líder no era fascista— los movimientos fascistas o similares, aunque importantes, fueron controlados por esos gobernantes, salvo cuando intervinieron los alemanes, como en Hungría en 1944. Eso no equivale a decir que los movimientos nacionalistas minoritarios de los viejos o nuevos estados no encontraran atractivo el fascismo, entre otras razones por el hecho de que podían esperar apoyo económico y político de Italia y —desde 1933— de Alemania. Así ocurrió en la región belga de Flandes, en Eslovaquia y en Croacia.
Las condiciones óptimas para el triunfo de esta ultraderecha extrema eran un estado caduco cuyos mecanismos de gobierno no funcionaran correctamente; una masa de ciudadanos desencantados y descontentos que no supieran en quién confiar; unos movimientos socialistas fuertes que amenazasen —o así lo pareciera— con la revolución social, pero que no estaban en situación de realizarla; y un resentimiento nacionalista contra los tratados de paz de 1918-1920. En esas condiciones, las viejas elites dirigentes, privadas de otros recursos, se sentían tentadas a recurrir a los radicales extremistas, como lo hicieron los liberales italianos con los fascistas de Mussolini en 1920-1922 y los conservadores alemanes con los nacionalsocialistas de Hitler en 1932-1933. Por la misma razón, esas fueron también las condiciones que convirtieron los movimientos de la derecha radical en poderosas fuerzas paramilitares organizadas y, a veces, uniformadas (los squadristi; las tropas de asalto) o, como en Alemania durante la Gran Depresión, en ejércitos electorales de masas. Sin embargo, el fascismo no «conquistó el poder» en ninguno de los dos estados fascistas, aunque en ambos recurrió frecuentemente a la retórica de «ocupar la calle» y «marchar sobre Roma». En los dos países, el fascismo accedió al poder con la connivencia del viejo régimen o (como en Italia) por iniciativa del mismo, esto es, por procedimientos «constitucionales».

La novedad del fascismo consistió en que, una vez en el poder, se negó a respetar las viejas normas del juego político y, cuando le fue posible, impuso una autoridad absoluta. La transferencia total del poder, o la eliminación de todos los adversarios, llevó mucho más tiempo en Italia (1922-1928) que en Alemania (1933-1934), pero una vez conseguida, no hubo ya límites políticos internos para lo que pasó a ser la dictadura ilimitada de un «líder» populista supremo (duce o Führer).

Llegados a este punto, es necesario hacer una breve pausa para rechazar dos tesis igualmente incorrectas sobre el fascismo: la primera de ellas fascista, pero adoptada por muchos historiadores liberales, y la segunda sustentada por el marxismo soviético ortodoxo. No hubo una «revolución fascista», ni el fascismo fue la expresión del «capitalismo monopolista» o del gran capital. Los movimientos fascistas tenían los elementos característicos de los movimientos revolucionarios, en la medida en que algunos de sus miembros preconizaban una transformación fundamental de la sociedad, frecuentemente con una marcada tendencia anticapitalista y antioligárquica. Sin embargo, el fascismo revolucionario no tuvo ningún predicamento. Hitler se apresuró a eliminar a quienes, a diferencia de él mismo, se tomaban en serio el componente «socialista» que contenía el nombre del Partido Nacionalsocialista Alemán del Trabajo. La utopía del retorno a una especie de Edad Media poblada por propietarios campesinos hereditarios, artesanos como Hans Sachs y muchachas de rubias trenzas, no era un programa que pudiera realizarse en un gran estado del siglo xx (a no ser en las pesadillas que constituían los planes de Himmler para conseguir un pueblo racialmente purificado) y menos aún en regímenes que, como el fascismo italiano y alemán, estaban interesados en la modernización y en el progreso tecnológico.

Lo que sí consiguió el nacionalsocialismo fue depurar radicalmente las viejas elites y las estructuras institucionales imperiales. El viejo ejército aristocrático prusiano fue el único grupo que, en julio de 1944, organizó una revuelta contra Hitler (quien lo diezmó en consecuencia). La destrucción de las viejas elites y de los viejos marcos sociales, reforzada después de la guerra por la política de los ejércitos occidentales ocupantes, haría posible construir la República Federal Alemana sobre bases mucho más sólidas que las de la República de Weimar de 1918-1933, que no había sido otra cosa que el imperio derrotado sin el Kaiser. Sin duda, el nazismo tenía un programa social para las masas, que cumplió parcialmente: vacaciones, deportes, el «coche del pueblo», que el mundo conocería después de la segunda guerra mundial como el «escarabajo» Volkswagen. Sin embargo, su principal logro fue haber superado la Gran Depresión con mayor éxito que ningún otro gobierno, gracias a que el antiliberalismo de los nazis les permitía no comprometerse a aceptar a priori el libre mercado. Ahora bien, el nazismo, más que un régimen radicalmente nuevo y diferente, era el viejo régimen renovado y revitalizado.

Al igual que el Japón imperial y militarista de los años treinta (al que nadie habría tildado de sistema revolucionario), era una economía capitalista no liberal que consiguió una sorprendente dinamización del sistema industrial. Los resultados económicos y de otro tipo de la Italia fascista fueron mucho menos impresionantes, como quedó demostrado durante la segunda guerra mundial. Su economía de guerra resultó muy débil. Su referencia a la «revolución fascista» era retórica, aunque sin duda para muchos fascistas de base se trataba de una retórica sincera. Era mucho más claramente un régimen que defendía los intereses de las viejas clases dirigentes, pues había surgido como una defensa frente a la agitación revolucionaria posterior a 1918 más que, como aparecía en Alemania, como una reacción a los traumas de la Gran Depresión y a la incapacidad de los gobiernos de Weimar para afrontarlos. El fascismo italiano, que en cierto sentido continuó el proceso de unificación nacional del siglo XIX, con la creación de un gobierno más fuerte y centralizado, consiguió también logros importantes, por ejemplo, fue el único régimen italiano que combatió con éxito a la mafia siciliana y a la camorra napolitana. Con todo, su significación histórica no reside tanto en sus objetivos y sus resultados como en su función de adelantado mundial de una nueva versión de la contrarrevolución triunfante. Mussolini inspiró a Hitler y éste nunca dejó de reconocer la inspiración y la prioridad italianas. Por otra parte, el fascismo italiano fue durante mucho tiempo una anomalía entre los movimientos derechistas radicales por su tolerancia, o incluso por su aprecio, hacia la vanguardia artística «moderna», y también (hasta que Mussolini comenzó a actuar en sintonía con Alemania en 1938) por su total desinterés hacia el racismo antisemita.

En cuanto a la tesis del «capitalismo monopolista de estado», lo cierto es que el gran capital puede alcanzar un entendimiento con cualquier régimen que no pretenda expropiarlo y que cualquier régimen debe alcanzar un entendimiento con él. El fascismo no era «la expresión de los intereses del capital monopolista» en mayor medida que el gobierno norteamericano del New Deal, el gobierno laborista británico o la República de Weimar. En los comienzos de la década de 1930 el gran capital no mostraba predilección por Hitler y habría preferido un conservadurismo más ortodoxo. Apenas colaboró con él hasta la Gran Depresión e, incluso entonces, su apoyo fue tardío y parcial. Sin embargo, cuando Hitler accedió al poder, el capital cooperó decididamente con él, hasta el punto de utilizar durante la segunda guerra mundial mano de obra esclava y de los campos de exterminio. Tanto las grandes como las pequeñas empresas, por otra parte, se beneficiaron de la expropiación de los judíos.

Hay que reconocer, sin embargo, que el fascismo presentaba algunas importantes ventajas para el capital que no tenían otros regímenes. En primer lugar, eliminó o venció a la revolución social izquierdista y pareció convertirse en el principal bastión contra ella. En segundo lugar, suprimió los sindicatos obreros y otros elementos que limitaban los derechos de la patronal en su relación con la fuerza de trabajo. El «principio de liderazgo» fascista correspondía al que ya aplicaban la mayor parte de los empresarios en la relación con sus subordinados y el fascismo lo legitimó. En tercer lugar, la destrucción de los movimientos obreros contribuyó a garantizar a los capitalistas una respuesta muy favorable a la Gran Depresión. Mientras que en los Estados Unidos el 5 por 100 de la población con mayor poder de consumo vio disminuir un 20 por 100 su participación en la renta nacional (total) entre 1929 y 1941 (la tendencia fue similar, aunque más modestamente igualitaria, en Gran Bretaña y Escandinavia), en Alemania ese 5 por 100 de más altos ingresos aumentó en un 15 por 100 su parte en la renta nacional durante el mismo período (Kuznets, 1956). Finalmente, ya se ha señalado que el fascismo dinamizó y modernizó las economías industriales, aunque no obtuvo tan buenos resultados como las democracias occidentales en la planificación científico-tecnológica a largo plazo.

Probablemente, el fascismo no habría alcanzado un puesto relevante en la historia universal de no haberse producido la Gran Depresión. Italia no era por sí sola un punto de partida lo bastante sólido como para conmocionar al mundo. En los años veinte, ningún otro movimiento europeo de contrarrevolución derechista radical parecía tener un gran futuro, por la misma razón que había hecho fracasar los intentos de revolución social comunista: la oleada revolucionaria posterior a 1917 se había agotado y la economía parecía haber iniciado una fase de recuperación. En Alemania, los pilares de la sociedad imperial, los generales, funcionarios, etc., habían apoyado a los grupos paramilitares de la derecha después de la revolución de noviembre, aunque (comprensiblemente) habían dedicado sus mayores esfuerzos a conseguir que la nueva república fuera conservadora y antirrevolucionaria y, sobre todo, un estado capaz de conservar una cierta capacidad de maniobra en el escenario internacional. Cuando se les forzó a elegir, como ocurrió con ocasión del putsch derechista de Kapp en 1920 y de la revuelta de Múnich en 1923, en la que Adolf Hitler desempeñó por primera vez un papel destacado, apoyaron sin ninguna vacilación el statu quo. Tras la recuperación económica de 1924, el Partido Nacionalsocialista quedó reducido al 2,5/3 por 100 de los votos, y en las elecciones de 1928 obtuvo poco más de la mitad de los votos que consiguió el pequeño y civilizado Partido Demócrata alemán, algo más de una quinta parte de los votos comunistas y mucho menos de una décima parte de los conseguidos por los socialdemócratas. Sin embargo, dos años más tarde consiguió el apoyo de más del 18 por 100 del electorado, convirtiéndose en el segundo partido alemán. Cuatro años después, en el verano de 1932, era con diferencia el primer partido, con más del 37 por 100 de los votos, aunque no conservó el mismo apoyo durante todo el tiempo que duraron las elecciones democráticas. Sin ningún género de dudas, fue la Gran Depresión la que transformó a Hitler de un fenómeno de la política marginal en el posible, y luego real, dominador de Alemania.
Ahora bien, ni siquiera la Gran Depresión habría dado al fascismo la fuerza y la influencia que poseyó en los años treinta si no hubiera llevado al poder un movimiento de este tipo en Alemania, un estado destinado por su tamaño, su potencial económico y militar y su posición geográfica a desempeñar un papel político de primer orden en Europa con cualquier forma de gobierno. Al fin y al cabo, la derrota total en dos guerras mundiales no ha impedido que Alemania llegue al final del siglo xx siendo el país dominante del continente.

De la misma manera que, en la izquierda, la victoria de Marx en el más extenso estado del planeta («una sexta parte de la superficie del mundo», como se jactaban los comunistas en el período de entreguerras) dio al comunismo una importante presencia internacional, incluso en un momento en que su fuerza política fuera de la URSS era insignificante, la conquista del poder en Alemania por Hitler pareció confirmar el éxito de la Italia de Mussolini e hizo del fascismo un poderoso movimiento político de alcance mundial. La política de expansión militarista agresiva que practicaron con éxito ambos estados —reforzada por la de Japón— dominó la política internacional del decenio. Era natural, por tanto, que una serie de países o de movimientos se sintieran atraídos e influidos por el fascismo, que buscaran el apoyo de Alemania y de Italia y —dado el expansionismo de esos dos países— que frecuentemente lo obtuvieran.

Por razones obvias, esos movimientos correspondían en Europa casi exclusivamente a la derecha política. Así, en el sionismo (movimiento encarnado en este período por los judíos askenazíes que vivían en Europa), el ala del movimiento que se sentía atraída por el fascismo italiano, los «revisionistas» de Vladimir Jabotinsky, se definía como de derecha, frente a los núcleos sionistas mayoritarios, que eran socialistas y liberales. Pero, aunque en los años treinta la influencia del fascismo se dejase sentir a escala mundial, entre otras cosas porque era un movimiento impulsado por dos potencias dinámicas y activas, fuera de Europa no existían condiciones favorables para la aparición de grupos fascistas. Por consiguiente, cuando surgieron movimientos fascistas, o de influencia fascista, su definición y su función políticas resultaron mucho más problemáticas.
Sin duda, algunas características del fascismo europeo encontraron eco en otras partes. Habría sido sorprendente que el muftí de Jerusalén y los grupos árabes que se oponían a la colonización judía en Palestina (y a los británicos que la protegían) no hubiesen visto con buenos ojos el antisemitismo de Hitler, aunque chocara con la tradicional coexistencia del islam con los infieles de diversos credos. Algunos hindúes de las castas superiores de la India eran conscientes, como los cingaleses extremistas modernos en Sri Lanka, de su superioridad sobre otras razas más oscuras de su propio subcontinente, en su condición de «arios» originales. También los militantes bóers, que durante la segunda guerra mundial fueron recluidos como proalemanes —algunos de ellos llegarían a ser dirigentes de su país en el período del apartheid, a partir de 1948—, tenían afinidades ideológicas con Hitler, tanto porque eran racistas convencidos como por la influencia teológica de las corrientes calvinistas de los Países Bajos, elitistas y ultraderechistas. Sin embargo, esto no altera la premisa básica de que el fascismo, a diferencia del comunismo, no arraigó en absoluto en Asia y África (excepto entre algunos grupos de europeos) porque no respondía a las situaciones políticas locales.

Esto es cierto, a grandes rasgos, incluso para Japón, aunque estuviera aliado con Alemania e Italia, luchase en el mismo bando durante la segunda guerra mundial y estuviese políticamente en manos de la derecha. Por supuesto, las afinidades entre las ideologías dominantes de los componentes oriental y occidental del Eje eran fuertes. Los japoneses sustentaban con más empeño que nadie sus convicciones de superioridad racial y de la necesidad de la pureza de la raza, así como la creencia en las virtudes militares del sacrificio personal, del cumplimiento estricto de las órdenes recibidas, de la abnegación y del estoicismo. Todos los samuráis habrían suscrito el lema de las SS hitlerianas («Meine Ehre ist Treue», que puede traducirse como «el honor implica una ciega subordinación»). Los valores predominantes en la sociedad japonesa eran la jerarquía rígida, la dedicación total del individuo (en la medida en que ese término pudiera tener un significado similar al que se le daba en Occidente) a la nación y a su divino emperador, y el rechazo total de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Los japoneses comprendían perfectamente los mitos wagnerianos sobre los dioses bárbaros, los caballeros medievales puros y heroicos, y el carácter específicamente alemán de la montaña y el bosque, llenos de sueños voelkisch germánicos. Tenían la misma capacidad para conjugar un comportamiento bárbaro con una sensibilidad estética refinada: la afición del torturador del campo de concentración a los cuartetos de Schubert. Si los japoneses hubieran podido traducir el fascismo a términos zen, lo habrían aceptado de buen grado. Y, de hecho, entre los diplomáticos acreditados ante las potencias fascistas europeas, pero sobre todo entre los grupos terroristas ultranacionalistas que asesinaban a los políticos que no les parecían suficientemente patriotas, así como en el ejército de Kwantung que estaba conquistando y esclavizando a Manchuria y China, había japoneses que reconocían esas afinidades y que propugnaban una identificación más estrecha con las potencias fascistas europeas.

Pero el fascismo europeo no podía ser reducido a un feudalismo oriental con una misión nacional imperialista. Pertenecía esencialmente a la era de la democracia y del hombre común, y el concepto mismo de «movimiento», de movilización de las masas por objetivos nuevos, tal vez revolucionarios, tras unos líderes autodesignados no tenía sentido en el Japón de Hirohito. Eran el ejército y la tradición prusianas, más que Hitler, los que encajaban en su visión del mundo. En resumen, a pesar de las similitudes con el nacionalsocialismo alemán (las afinidades con Italia eran mucho menores), Japón no era fascista.

En cuanto a los estados y movimientos que buscaron el apoyo de Alemania e Italia, en particular durante la segunda guerra mundial cuando la victoria del Eje parecía inminente, las razones ideológicas no eran el motivo fundamental de ello, aunque algunos regímenes nacionalistas europeos de segundo orden, cuya posición dependía por completo del apoyo alemán, decían ser más nazis que las SS, en especial el estado ustachá croata. Sería absurdo considerar «fascistas» al Ejército Republicano Irlandés (IRA) o a los nacionalistas indios asentados en Berlín por el hecho de que, en la segunda guerra mundial, como habían hecho en la primera, algunos de ellos negociaran el apoyo alemán, basándose en el principio de que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo». El dirigente republicano irlandés Frank Ryan, que participó en esas negociaciones, era totalmente antifascista, hasta el punto de que se enroló en las Brigadas Internacionales para luchar contra el general Franco en la guerra civil española, antes de ser capturado por las fuerzas de Franco y enviado a Alemania. No es preciso detenerse en estos casos […].

[…] Es innegable que los movimientos fascistas tendían a estimular las pasiones y prejuicios nacionalistas, aunque por su inspiración católica los estados corporativos semifascistas, como Portugal y Austria en 1934-1938, reservaban su odio mayor para los pueblos y naciones ateos o de credo diferente. Por otra parte, era difícil que los movimientos fascistas consiguieran atraer a los nacionalistas en los países conquistados y ocupados por Alemania o Italia, o cuyo destino dependiera de la victoria de estos estados sobre sus propios gobiernos nacionales. En algunos casos (Flandes, Países Bajos, Escandinavia), podían identificarse con los alemanes como parte de un grupo racial teutónico más amplio, pero un planteamiento más adecuado (fuertemente apoyado por la propaganda del doctor Goebbels durante la guerra) era, paradójicamente, de carácter internacionalista. Alemania era considerada como el corazón y la única garantía de un futuro orden europeo, con el manido recurso a Carlomagno y al anticomunismo. Se trata de una fase del desarrollo de la idea de Europa en la que no les gusta detenerse a los historiadores de la Comunidad Europea de la posguerra. Las unidades militares no alemanas que lucharon bajo la bandera germana en la segunda guerra mundial, encuadradas sobre todo en las SS, resaltaban generalmente ese elemento transnacional.

Por otra parte, es evidente también que no todos los nacionalismos simpatizaban con el fascismo, y no sólo porque las ambiciones de Hitler, y en menor medida las de Mussolini, suponían una amenaza para algunos de ellos, como los polacos o los checos. La movilización contra el fascismo impulsó en algunos países un patriotismo de izquierda, sobre todo durante la guerra, en la que la resistencia al Eje se encarnó en «frentes nacionales», en gobiernos que abarcaban a todo el espectro político, con la única exclusión de los fascistas y de quienes colaboraban con los ocupantes. En términos generales, el alineamiento de un nacionalismo local junto al fascismo dependía de si el avance de las potencias del Eje podía reportarle más beneficios que inconvenientes y de si su odio hacia el comunismo o hacia algún otro estado, nacionalidad o grupo étnico (los judíos, los serbios) era más fuerte que el rechazo que les inspiraban los alemanes o los italianos. Por ejemplo, los polacos, aunque albergaban intensos sentimientos antirrusos y antijudíos, apenas colaboraron con la Alemania nazi, mientras que sí lo hicieron los lituanos y una parte de la población de Ucrania (ocupados por la URSS desde 1939-1941).

¿Cuál es la causa de que el liberalismo retrocediera en el período de entreguerras, incluso en aquellos países que rechazaron el fascismo? Los radicales, socialistas y comunistas occidentales de ese período se sentían inclinados a considerar la era de la crisis mundial como la agonía final del sistema capitalista. El capitalismo, afirmaban, no podía permitirse seguir gobernando mediante la democracia parlamentaria y con una serie de libertades que, por otra parte, habían constituido la base de los movimientos obreros reformistas y moderados. La burguesía, enfrentada a unos problemas económicos insolubles y/o a una clase obrera cada vez más revolucionaria, se veía ahora obligada a recurrir a la fuerza y a la coerción, esto es, a algo similar al fascismo.

Como quiera que el capitalismo y la democracia liberal protagonizarían un regreso triunfante en 1945, tendemos a olvidar que en esa interpretación había una parte de verdad y mucha retórica agitatoria. Los sistemas democráticos no pueden funcionar si no existe un consenso básico entre la gran mayoría de los ciudadanos acerca de la aceptación de su estado y de su sistema social o, cuando menos, una disposición a negociar para llegar a soluciones de compromiso. A su vez, esto último resulta mucho más fácil en los momentos de prosperidad. Entre 1918 y el estallido de la segunda guerra mundial esas condiciones no se dieron en la mayor parte de Europa. El cataclismo social parecía inminente o ya se había producido. El miedo a la revolución era tan intenso que, en la mayor parte de la Europa oriental y suroriental, así como en una parte del Mediterráneo, no se permitió prácticamente en ningún momento que los partidos comunistas emergieran de la ilegalidad. El abismo insuperable que existía entre la derecha ideológica y la izquierda moderada dio al traste con la democracia austríaca en el período 1930-1934, aunque ésta ha florecido en ese país desde 1945 con el mismo sistema bipartidista constituido por los católicos y los socialistas. En el decenio de 1930 la democracia española fue aniquilada por efecto de las mismas tensiones. El contraste con la transición negociada que permitió el paso de la dictadura de Franco a una democracia pluralista en los años setenta es verdaderamente espectacular.

La principal razón de la caída de la República de Weimar fue que la Gran Depresión hizo imposible mantener el pacto tácito entre el estado, los patronos y los trabajadores organizados, que la había mantenido a flote. La industria y el gobierno consideraron que no tenían otra opción que la de imponer recortes económicos y sociales, y el desempleo generalizado hizo el resto. A mediados de 1932 los nacionalsocialistas y los comunistas obtuvieron la mayoría absoluta de los votos alemanes y los partidos comprometidos con la República quedaron reducidos a poco más de un tercio. A la inversa, es innegable que la estabilidad de los regímenes democráticos tras la segunda guerra mundial, empezando por el de la nueva República Federal de Alemania, se cimentó en el milagro económico de estos años. Allí donde los gobiernos pueden redistribuir lo suficiente y donde la mayor parte de los ciudadanos disfrutan de un nivel de vida en ascenso, la temperatura de la política democrática no suele subir demasiado. El compromiso y el consenso tienden a prevalecer, pues incluso los más apasionados partidarios del derrocamiento del capitalismo encuentran la situación más tolerable en la práctica que en la teoría, e incluso los defensores a ultranza del capitalismo aceptan la existencia de sistemas de seguridad social y de negociaciones con los sindicatos para fijar las subidas salariales y otros beneficios. Pero, como demostró la Gran Depresión, esto es sólo una parte de la respuesta. Una situación muy similar —la negativa de los trabajadores organizados a aceptar los recortes impuestos por la Depresión— llevó al hundimiento del sistema parlamentario y, finalmente, a la candidatura de Hitler para la jefatura del gobierno en Alemania, mientras que en Gran Bretaña sólo entrañó el cambio de un gobierno laborista a un «gobierno nacional» (conservador), pero siempre dentro de un sistema parlamentario estable y sólido9.
La Depresión no supuso la suspensión automática o la abolición de la democracia representativa, como es patente por las consecuencias políticas que conllevó en los Estados Unidos (el New Deal de Roosevelt) y en Escandinavia (el triunfo de la socialdemocracia) […] La vulnerabilidad de la política liberal estribaba en que su forma característica de gobierno, la democracia representativa, demostró pocas veces ser una forma convincente de dirigir los estados, y las condiciones de la era de las catástrofes no le ofrecieron las condiciones que podían hacerla viable y eficaz.

La primera de esas condiciones era que gozara del consenso y la aceptación generales. La democracia se sustenta en ese consenso, pero no lo produce, aunque en las democracias sólidas y estables el mismo proceso de votación periódica tiende a hacer pensar a los ciudadanos —incluso a los que forman parte de la minoría— que el proceso electoral legitima a los gobiernos surgidos de él. Pero en el período de entreguerras muy pocas democracias eran sólidas. Lo cierto es que hasta comienzos del siglo xx la democracia existía en pocos sitios aparte de Estados Unidos y Francia. De hecho, al menos diez de los estados que existían en Europa después de la primera guerra mundial eran completamente nuevos o tan distintos de sus antecesores que no tenían una legitimidad especial para sus habitantes. Menos eran aún las democracias estables. La crisis es el rasgo característico de la situación política de los estados en la era de las catástrofes.

La segunda condición era un cierto grado de compatibilidad entre los diferentes componentes del «pueblo», cuyo voto soberano había de determinar el gobierno común. La teoría oficial de la sociedad burguesa liberal no reconocía al «pueblo» como un conjunto de grupos, comunidades u otras colectividades con intereses propios, aunque lo hicieran los antropólogos, los sociólogos y los políticos. Oficialmente, el pueblo, concepto teórico más que un conjunto real de seres humanos, consistía en un conjunto de individuos independientes cuyos votos se sumaban para constituir mayorías y minorías aritméticas, que se traducían en asambleas dirigidas como gobiernos mayoritarios y con oposiciones minoritarias.
La democracia era viable allí donde el voto democrático iba más allá de las divisiones de la población nacional o donde era posible conciliar o desactivar los conflictos internos. Sin embargo, en una era de revoluciones y de tensiones sociales, la norma era la lucha de clases trasladada a la política y no la paz entre las diversas clases. La intransigencia ideológica y de clase podía hacer naufragar al gobierno democrático. Además, el torpe acuerdo de paz de 1918 multiplicó lo que ahora, cuando el siglo xx llega a su final, sabemos que es un virus fatal para la democracia: la división del cuerpo de ciudadanos en función de criterios étnico-nacionales o religiosos10, como en la ex Yugoslavia y en Irlanda del Norte. Como es sabido, tres comunidades étnico-religiosas que votan en bloque, como en Bosnia; dos comunidades irreconciliables, como en el Ulster; sesenta y dos partidos políticos, cada uno de los cuales representa a una tribu o a un clan, como en Somalia, no pueden constituir los cimientos de un sistema político democrático, sino —a menos que uno de los grupos enfrentados o alguna autoridad externa sea lo bastante fuerte como para establecer un dominio no democrático— tan sólo de la inestabilidad y de la guerra civil. La caída de los tres imperios multinacionales de Austria-Hungría, Rusia y Turquía significó la sustitución de tres estados supranacionales, cuyos gobiernos eran neutrales con respecto a las numerosas nacionalidades sobre las que gobernaban, por un número mucho mayor de estados multinacionales, cada uno de ellos identificado con una, o a lo sumo con dos o tres, de las comunidades étnicas existentes en el interior de sus fronteras.

La tercera condición que hacía posible la democracia era que los gobiernos democráticos no tuvieran que desempeñar una labor intensa de gobierno. Los parlamentos se habían constituido no tanto para gobernar como para controlar el poder de los que lo hacían, función que todavía es evidente en las relaciones entre el Congreso y la presidencia de los Estados Unidos. Eran mecanismos concebidos como frenos y que, sin embargo, tuvieron que actuar como motores. Las asambleas soberanas elegidas por sufragio restringido —aunque de extensión creciente— eran cada vez más frecuentes desde la era de las revoluciones, pero la sociedad burguesa decimonónica asumía que la mayor parte de la vida de sus ciudadanos se desarrollaría no en la esfera del gobierno sino en la de la economía autorregulada y en el mundo de las asociaciones privadas e informales («la sociedad civil»)11. La sociedad burguesa esquivó las dificultades de gobernar por medio de asambleas elegidas en dos formas: no esperando de los parlamentos una acción de gobierno o incluso legislativa muy intensa, y velando por que la labor de gobierno —o, mejor, de administración— pudiera desarrollarse a pesar de las extravagancias de los parlamentos. La existencia de un cuerpo de funcionarios públicos independientes y permanentes se había convertido en una característica esencial de los estados modernos. Que hubiese una mayoría parlamentaria sólo era fundamental donde había que adoptar o aprobar decisiones ejecutivas trascendentes y controvertidas, y donde la tarea de organizar o mantener un núcleo suficiente de seguidores era la labor principal de los dirigentes de los gobiernos, pues (excepto en Norteamérica) en los regímenes parlamentarios el ejecutivo no era, por regla general, elegido directamente. En aquellos estados donde el derecho de sufragio era limitado (el electorado estaba formado principalmente por los ricos, los poderosos o una minoría influyente) ese objetivo se veía facilitado por el consenso acerca de su interés colectivo (el «interés nacional»), así como por el recurso del patronazgo. Pero en el siglo xx se multiplicaron las ocasiones en las que era de importancia crucial que los gobiernos gobernaran. El estado que se limitaba a proporcionar las normas básicas para el funcionamiento de la economía y de la sociedad, así como la policía, las cárceles y las fuerzas armadas para afrontar todo tipo de peligros, internos y externos, había quedado obsoleto.

La cuarta condición era la riqueza y la prosperidad. Las democracias de los años veinte se quebraron bajo la tensión de la revolución y la contrarrevolución (Hungría, Italia y Portugal) o de los conflictos nacionales (Polonia y Yugoslavia), y en los años treinta sufrieron los efectos de las tensiones de la crisis mundial. No hace falta sino comparar la atmósfera política de la Alemania de Weimar y la de Austria en los años veinte con la de la Alemania Federal y la de Austria en el período posterior a 1945 para comprobarlo. Incluso los conflictos nacionales eran menos difíciles de solventar cuando los políticos de cada una de las minorías estaban en condiciones de proveer alimentos suficientes para toda la población del estado. En ello residía la fortaleza del Partido Agrario en la única democracia auténtica de la Europa centrooriental, Checoslovaquia: en que ofrecía beneficios a todos los grupos nacionales. Pero en los años treinta, ni siquiera Checoslovaquia podía mantener juntos a los checos, eslovacos, alemanes, húngaros y ucranianos.

En estas circunstancias, la democracia era más bien un mecanismo para formalizar las divisiones entre grupos irreconciliables. Muchas veces, no constituía una base estable para un gobierno democrático, ni siquiera en las mejores circunstancias, especialmente cuando la teoría de la representación democrática se aplicaba en las versiones más rigurosas de la representación proporcional12 Donde en las épocas de crisis no existía una mayoría parlamentaria, como ocurrió en Alemania (en contraste con Gran Bretaña)13 , la tentación de pensar en otras formas de gobierno era muy fuerte. Incluso en las democracias estables, muchos ciudadanos consideran que las divisiones políticas que implica el sistema son más un inconveniente que una ventaja. La propia retórica de la política presenta a los candidatos y a los partidos como representantes, no de unos intereses limitados de partido, sino de los intereses nacionales. En los períodos de crisis, los costos del sistema parecían insostenibles y sus beneficios, inciertos.
En esas circunstancias, la democracia parlamentaria era una débil planta que crecía en un suelo pedregoso, tanto en los estados que sucedieron a los viejos imperios como en la mayor parte del Mediterráneo y de América Latina. El más firme argumento en su favor —que, pese a ser malo, es un sistema mejor que cualquier otro— no tiene mucha fuerza y en el período de entreguerras pocas veces resultaba realista y convincente. Incluso sus defensores se expresaban con poca confianza. Su retroceso parecía inevitable, pues hasta en los Estados Unidos había observadores serios, pero innecesariamente pesimistas, que señalaban que también «puede ocurrir aquí» (Sinclair Lewis, 1935) […].

Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Crítica (Grijalbo Mondadori, S.A.), Buenos Aires, 1998, páginas 122-147

Bibliography
1. DELZELL, Charles F., ed., Mediterranean Fascism, 1919-1945, Nueva York, 1970. Deng Xiaoping, Selected Works of Deng Xiaoping (1975-1984), Pekín, 1984.
2. GLENNY, Misha, The Fall of Yugoslavia: The Third Balkan War. Londres, 1992.
3. GRAVES, Robert, y Alan Hodge, The Long Week-End: A Social History of Great Britain 1918-1939, Londres, 1941.
4. KATER, Michael, «Professoren und Studenten im dritten Reich», Archiv f. Kulturgeschichte, 67/1985, n° 2
5. KERSHAW, Ian, Popular Opinion and Political Dissent in the Third Reich-Bavaria 1933-1945, Oxford, 1983.
6. KUZNETS, Simon, «Quantitative Aspects of the Economic Growth of Nations», Economic Development and Culture Change, vol. 5, n.° 1 (1956), pp. 5-94.
7. LARSEN, Egon, A Flame in Barbed Wire: The Story of Amnesty International, Londres, 1978.
8. LEWIS, Sinclair, It Can't Happen Here, Nueva York, 1935.
9. NOELLE, Elisabeth, y Erich Peter Neumann, eds., The German - Public Opinion Polls 1947-1966, Allensbach y Bonn, 1967.
10. NOLTE, Ernst, Der eurobaische Biirgerkrieg, 1917-1945: L´ationalsoiialismus und Bolschewismus, Stuttgart, 1987.
11. STEINBERG, Jonathan, All or Nothing: The Axis and the Holocaust 1941-43, Londres, 1990.

IMPORTANTE: Acerca de la bibliografía.
Toda referencia no detallada en texto o en nota a pie, se encuentra desarrollada en su integridad en la Bibliografía General.

Navegar_centuria_2.gif


Envía un comentario



Si no se indica lo contrario, el contenido de esta página se ofrece bajo Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 License