La simiente

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David Irving

LA SEMILLA

¿Cómo llegaremos a saber lo que Hitler ambicionaba de verdad?

Uno de sus colaboradores más próximos, a su servicio como ayudante del Ejército del Aire desde 1937 hasta el mismísimo final, ha advertido que incluso cuando leemos sobre alguna reacción inesperada de Hitler realizada en presencia de sus fieles, y tenemos la impresión de que nos estamos acercando a la verdad, siempre debemos preguntarnos si ése era el verdadero Hitler, o si era sólo una imagen que él queda imponer en ese momento y ante esa audiencia en particular.

¿Trataba quizá de despertar así de su peligroso letargo a su plantilla de satisfechos sátrapas? Tendremos que escarbar hasta el fondo mismo de la historia para dar con la negra simiente de ambición de la que los últimos seis años de su vida fueron sólo una violenta expresión.

Disponemos de excelentes fuentes, algunas son incluso anteriores al Mein Kampf. Los informes confidenciales realizados por la policía sobre veinte discursos del Hitler de la primera época pronunciados en unos salones abarrotados de gente y cargados de humo en el revolucionario Soviet de Múnich de 1919 y 1920, nos proporcionan una perspectiva reveladora de sus creencias más fuertes. Este Adolf Hitler, con los treinta años recién cumplidos, no expresaba ninguna gran idea geopolítica. Su campaña giraba en torno a las condiciones impuestas a los «cobardes y corrompidos» representantes de Berlín en Versalles; trataba de convencer a su audiencia de que los culpables de la derrota de la guerra mundial no habían sido los enemigos extranjeros, sino los grupos revolucionarios del país, los políticos de Berlín al servicio de los judíos.

Demagogias aparte, la trascendencia de los discursos radica únicamente en la insistencia por parte de Hitler de que una Alemania desarmada era la presa de la voracidad de sus rapaces vecinos. Exigía que Alemania se convirtiera en una nación sin diferencias de clases en la que el obrero y el intelectual respetaran la contribución del otro. En una ocasión, en abril de 1920, llegó incluso a proclamar: «Necesitamos un dictador que sea un genio si queremos resurgir.»

Ya entonces, sus objetivos no eran nada molestos: iba a restaurar el Reich de Alemania, desde el Niemen en el este hasta Estrasburgo en el oeste, y desde Königsberg hasta Bratislava. En otro discurso secreto pronunciado en Salzburgo – con toda seguridad el 7 u 8 de agosto de 1920– Hitler animo a sus compatriotas austríacos con los dos mismos ideales: «Primero, Deutschland über alles in der Welt (Alemania por encima de todo el mundo); y segundo, los dominios de Alemania llegan allí donde se hable la lengua alemana.»

Este discurso de Salzburgo, del cual sólo nos ha llegado una transcripción taquigrafiada, en un papel descolorido y quebradizo y hasta ahora inédito, es muy revelador en lo que a sus primeros pensamientos y actitudes se refiere:

«Esto es lo primero que debemos exigir y que exigimos: que se dé libertad a nuestro pueblo, que se rompan estas cadenas en mil pedazos, y que
Alemania sea otra vez dueña de su alma y señora de sus destinos junto a todo aquel que quiera unirse a Alemania. [Aplausos.] El cumplimiento de esta primera exigencia dejará el camino abierto para las demás reformas. Y aquí hay algo que tal vez nos distingue de vosotros en lo que a nuestro programa se refiere a pesar de que se palpa en el ambiente: nuestra actitud hacia el problema judío. Para nosotros, no se trata de un problema ante el que debamos hacer la vista gorda, ni creemos que deba solucionarse haciendo pequeñas concesiones. Para nosotros, se trata de saber si nuestra nación podrá recuperar su salud, si se puede erradicar el espíritu judío de una vez por todas. No os engañéis pensando que se puede combatir una enfermedad sin acabar con el portador de ese mal, sin destruir el bacilo. No creáis que se puede luchar contra la tuberculosis racial sin que la nación se deshaga del portador de esa tuberculosis racial. Esta contaminación judía no remitirá, ni terminará este envenenamiento de la nación, hasta que el portador del mal, el judío, sea desterrado. [Aplausos.]»


Esta clase de oratoria era bastante eficaz; pero Hitler se dio cuenta en seguida de que éste no era el tipo de lenguaje que las masas querían oír, y exigió que se colgara a los usureros beneficiados por la guerra, y que identificó con los judíos. El 13 de agosto de 1920, según los informes de la policía, dedicó por primera vez un discurso completo al tema de los judíos. Los acusó de ser los responsables de la guerra y de haber hecho ganancias excesivas con ella. El partido nazi, afirmaba, debía iniciar una cruzada contra los judíos.

«No queremos estimular una atmósfera de persecución antisemita – advirtió– pero debemos dejar impulsarnos por la decisión implacable de arrancar este mal de raíz y exterminarlo completamente.» Unas semanas más tarde, afirmaba de modo explícito: «No se puede tratar el problema judío con rodeos. Tenemos que solucionarlo.»


Será bastante para nosotros explicar sólo los hechos ocurridos entre 1920 y la toma de poder de Hitler en 1933. Sin embargo, nos será de utilidad reproducir también una parte del documento hasta ahora inédito referente a un encuentro secreto entre Hitler y dos de los apoyos financieros de su Partido, el príncipe Wrede y el cónsul general Scharrer, en el lujoso hotel Regina Palace de Múnich, el 21 de diciembre de 1922. El segundo llevó consigo a una taquígrafa que tomó nota de las palabras de Hitler mientras éste ponía de manifiesto sus pretensiones y miras políticas, expresadas a menudo con una franqueza sorprendente.

«Sé muy bien que si el bolchevismo dominara en Alemania – dijo – me acabarían colgando de la farola más cercana o me encerrarían en cualquier sótano. De modo que para mí el problema no es si quiero o no emprender esto, aquello o lo de más allá; el problema es saber si podremos evitar el triunfo de los bolcheviques. Por mi parte, estoy completamente seguro de que nuestro movimiento saldrá ganando. Hace tres años y medio empezamos con sólo seis hombres – afirmó. Hoy puedo decir con seguridad que nuestra causa vencerá.»


Con las recientes prohibiciones contra el partido nazi, siguió diciendo, los diferentes gobiernos provinciales no habían hecho más que ayudar a extender el movimiento más allá de las fronteras de Baviera. Sin embargo, los comunistas se estaban atrincherando por Hamburgo, en el norte de Alemania.

«No creo – admitió – que podamos hacer algo importante a tiempo en el norte antes de que ocurra la catástrofe. Si algún incidente provocara ahora un gran conflicto, entonces perderíamos el norte y no tendría salvación. Lo máximo que podemos hacer desde aquí es organizar un contragolpe. Todo lo que se dice sobre las organizaciones nacionalistas del norte es un puro engaño… No tienen fuerza ni personalidad. Las ciudades que deberán ser los centros de organización están en manos de nuestros enemigos políticos.»


Después de examinar la debilidad de los Consejos de Soldados («estoy convencido de que el bolchevismo en Múnich es una utopía», exclamó), Hitler continuó:

«De momento no es necesario recurrir a la fuerza en Baviera, ya que, de todas formas, cada día somos más fuertes. Cada semana tenemos uno o dos Hundertschaften [tropas de asalto nazis] más, y un aumento de varios miles de nuevos miembros. En tanto que nuestra fuerza siga creciendo no será necesario optar por el recurso de la violencia.»


A ella recurriría, dijo después confidencialmente, sólo si se daba cuenta de que el Partido no podía extenderse más, y añadió: «No tendremos nada que ganar si nos detenemos.» Tenía la esperanza de que al llegar ese momento el ejército bávaro le proporcionaría las armas necesarias. «Ya tengo diecisiete Hundertschaften – dijo en tono jactancioso – con su ayuda puedo borrar de las calles cualquier cosa que no me guste.» Recordó a sus dos adinerados interlocutores cómo Mussolini había provocado una huelga general en Italia con sólo 1800 fascistas. «No hay nada que no sea capaz de suprimir si en el momento crítico lanzo a mis hombres como una fuerza unida y dinámica.»

A continuación, Hitler explicó cómo preveía el desarrollo del nuevo estado alemán:

«Primero habrá una guerra civil con una enconada lucha por el poder. Los países europeos interesados en el resurgir de Alemania nos apoyarán, sobre todo Gran Bretaña. Francia se pondrá al lado de los bolcheviques, ya que su mayor interés está en mantener la inestabilidad alemana el mayor tiempo posible con el fin de sacar provecho de la Renania y de la cuenca del Ruhr.»


Hitler esperaba que Gran Bretaña prestara su apoyo a un futuro gobierno alemán – siempre que diera una imagen adecuada de confianza – porque la destrucción de Alemania llevada a la hegemonía francesa en Europa, y Gran Bretaña se vería relegada a un puesto de «potencia mundial de tercera clase». También esperaba que Italia compartiera el interés de los ingleses – y de los norteamericanos – en detener la expansión del bolchevismo.

«Hay que mantener encendido el interés de Italia, y debemos tener cuidado en no desmotivarla con nuestra propaganda de unión con un Austria que también habla el alemán, ni con la recuperación del sur del Tirol [italiano]. No pienso perder el tiempo – subrayó Hitler desarrollando este punto – con los que quieren dar prioridad en materia de política exterior a la liberación del sur del Tirol… Eso nos pondría en una mala situación ante Italia; y no olviden que, si la lucha empezara [con Francia], la única forma de conseguir carbón y materias primas es pasando por Italia. No tengo la menor intención de derramar sangre alemana por culpa del sur del Tirol. No tendremos ningún problema en convencer a los alemanes para que luchen en el Rin, pero sí para que lo hagan en Merano o en Bolzano… De momento – subrayó – debemos evitar cualquier enfrentamiento con los pueblos latinos.»


Y más tarde añadió: «Creo que antes de dos o tres décadas empezaremos nuestra lucha contra Francia.»

Sus observaciones sobre Gran Bretaña se caracterizaban por la benevolencia, pero sabía que los ingleses no iban a permitir que Alemania se pusiera en primera posición.

«Por mucho que contemos con el favor de Gran Bretaña, nunca dejará que nos convirtamos en una gran potencia, y menos ahora que ya conocen de sobra nuestra capacidad, con nuestras posibilidades científicas antes de la guerra mundial [1914–1918] y la pericia militar que demostramos en el transcurso de la misma. […]Tan pronto como Alemania recupere la estabilidad, en mayor o menor medida, tendremos que reparar todo el daño que se le ha hecho. Podemos seguir una estrategia mundial, Weltpolitik, o bien una estrategia continental. Para la primera, es necesario que contemos con una gran base aquí en el continente. Sí vamos a por una estrategia mundial siempre chocaremos con Gran Bretaña; podríamos haberlo hecho antes de la guerra mundial, pero entonces habríamos roto la alianza con Rusia. Alemania nunca se habría aprovechado de Gran Bretaña de haber acabado ésta en la ruina porque Rusia se habría quedado con la India[…]. Por eso-concluía Hitler-, tal vez sea mejor adoptar una estrategia continental. Debimos habernos aliado con Gran Bretaña en el 99, porque entonces podríamos haber derrotado a Rusia quedando con las manos libres para luchar contra Francia. Con una Alemania dueña y señora de su territorio en el continente, la guerra con Gran Bretaña nunca habría existido».


Refiriéndose a la Unión Soviética, Hitler dirigió estas clarividentes palabras a su reducida y privilegiada audiencia:

«El actual gobierno nacional [bolchevique] de Rusia constituye un peligro para nosotros. En cuanto puedan, los rusos cortarán el cuello de los que les hayan ayudado a conseguir el poder. Por eso, será necesario romper el imperio ruso y dividir sus territorios y zonas de cultivo, en donde se harán asentamientos alemanes que trabajarán la tierra con arados alemanes. Después…, si tuviéramos buenas relaciones con Gran Bretaña podríamos solucionar el problema con Francia sin la intervención de los ingleses.»


A continuación, y sin mencionar la palabra sin embargo, trató la cuestión del Lebensraum (espacio vital) de Alemania:

«En primer lugar –dijo–, debemos procurar conseguir el espacio suficiente; ésa es nuestra prioridad más alta… Sólo entonces nuestro gobierno podrá empezar a trabajar de nuevo en interés de la nación hacia una guerra nacionalista. Estoy seguro de que todo esto se llevarla a cabo con éxito. Podemos tornar medidas para cuidar que los secretos necesarios no se conozcan. Antes de la guerra mundial, algunos secretos como el mortero de 42 centímetros y el lanzallamas se mantuvieron rigurosamente en secreto».


Si por un lado creía que los ingleses eran demasiado astutos para respetar a Alemania de forma incondicional, por otro lado, esperaba su apoyo para la gran batalla contra Francia siempre que cada país definiera sus intereses mutuos. En cuanto a la creciente crisis económica de Alemania, Hitler explicó al príncipe y al cónsul general:

«Estoy seguro de que la devaluación del marco se frenará el día en que se dejen de imprimir billetes. Pero el gobierno sigue imprimiendo cantidades ingentes de papel moneda para disimular su propia ruina… En todas las oficinas del gobierno donde antes había sólo una persona hay ahora tres o cuatro. Esto no puede seguir así. Sólo un gobierno fuerte puede avanzar contra este paraíso de parásitos e inútiles. Se necesita un dictador cuya popularidad personal no signifique nada.»


Alemania necesita un nuevo Bismarck, dijo Hitler. Él mismo se mostraría poco compasivo con sus enemigos sí conseguía el poder:

«El dictador puede contar con una huelga general en el momento de su aparición – explicó–. Esta huelga general le brindará la mejor oportunidad para purgar los despachos del gobierno. Todo aquel que se niegue a trabajar en las condiciones impuestas por el dictador será despedido inmediatamente. Sólo se empleará a los mejores. Sacaremos por las orejas a todas las personas que hayan entrado en los organismos oficiales sólo por ser miembros de algún partido.»


Hitler insistió en su convicción de que el pueblo alemán necesitaba «un ídolo en forma de monarca», pero no un rey blando y escrupuloso, sino un «gobernante enérgico e implacable», un dictador capaz de gobernar con mano de hierro, lo mismo que Oliver Cromwell. Pero no existía ningún hombre con esas características entre los pretendientes al trono en aquel momento.

«Cuando, después de gobernar con mano dura durante algunos años, el pueblo añore, una soberanía más moderada, entonces será el momento de sacar a un monarca apacible y benevolente a quien ellos puedan idolatrar. Es como educar a un perro: primero se pone en manos de un amo muy duro, y después, cuando ya se le ha sometido a las pruebas más rigurosas, se entrega a una persona amable a quien servirá con la mayor lealtad y devoción.»


Así hablaba Adolf Hitler en diciembre de 1922 cuando contaba treinta y tres años de edad.En cuanto a la religión, simplemente dijo que el cristianismo era la única base ética posible para Alemania, y que la lucha religiosa era la peor desgracia que podía ocurrirle. Refiriéndose a la justicia, Hitler dijo: «Creo que en un sistema legítimo el único árbitro aceptable es el juez profesional que ejerce bajo juramento», oponiéndose así a los jueces y tribunales inexpertos fueran del color que fuesen.

Naturalmente, el problema judío también le preocupaba y sobre él habló detenidamente para terminar este revelador discurso. Hitler admiraba la solución adoptada por Federico el Grande:

«Eliminó [ausgeschaltet] a los judíos allí donde se tuviera la certeza de que tenían un efecto nocivo, pero siguió empleándolos en lugares donde podían serle de alguna utilidad. En nuestra vida política – continuó Hitler – los judíos son nocivos sin el menor género de dudas. Están envenenando a nuestro pueblo de un modo sistemático. Antes pensaba que el antisemitismo era algo inhumano, pero mi propia experiencia me ha convertido en un fanático enemigo del judaísmo, al que, por cierto, no combato como religión, sino como raza.»


Hitler describió a los judíos como unas personas nacidas para destruir, pero no para gobernar; un pueblo sin cultura, ni arte, ni arquitectura propias, «las expresiones más claras de una cultura».

«Los pueblos tienen un alma – dijo Hitler – pero los judíos no tienen ninguna: son simples calculadores. Eso explica por qué de todos los pueblos el judío ha sido el único capaz de crear algo como el marxismo, que es la negación y la destrucción del fundamento de toda cultura. Con su marxismo, los judíos esperaban crear una gran masa de gente estúpida y sin inteligencia, un instrumento fácil de manipular.»


¿Hasta cuándo, preguntaba Hitler, tendría que soportar Alemania el yugo judío?

«El león es un animal depredador – dijo a modo de respuesta. No puede evitarlo; es algo propio de él. Pero el hombre no tiene por qué dejarse destrozar por el león: tiene que salvar el pellejo como pueda, aunque el león se acerque para atacarle. Hay que solucionar el problema judío. Si se puede arreglar con el sentido común, tanto mejor para todos. Si no, sólo hay dos posibilidades: la de una lucha sangrienta o una armenización.»


¿Se refería Hitler a la supuesta liquidación secreta de un millón y medio de armenios por los turcos a comienzos de siglo? No parece muy probable en este contexto; todo aquí es demasiado vago.) «Táctica y políticamente – explicó – mi postura es la de querer convencer a mi pueblo de que todo aquel que esté contra nosotros es nuestro mortal enemigo.»

Unas semanas después, el 23 de febrero de 1923, la rama de Múnich del partido nazi recibió una donación de un millón de marcos del cónsul general Scharrer. En noviembre de 1923, unos meses después de todo aquello, Hitler fracasó en su intento de lanzar una revolución en Múnich; fue juzgado y encarcelado en la fortaleza de Landsberg hasta que finalmente se le concedió la libertad. Publicó Mein Kampf y dedicó los años siguientes a la reconstrucción del partido hasta convertirlo en una fuerza disciplinada y autoritaria con sus propios tribunales, sus propios guardias de camisas pardas – las SA – y su «guardia pretoriana» de negro uniforme, las SS, hasta que, a la cabeza de un enorme ejército de un millón de miembros del partido, llegó a la Cancillería de Berlín en enero de 1933. Fue una proeza que un cabo en la reserva, desconocido, sin dinero y que había sufrido los efectos de los gases de la guerra, llegara hasta allí sin otros medios que el Poder de la oratoria y una ambición oscura y decidida.
Durante esos años anteriores a 1933, Hitler había dado a sus planes una forma definitiva. Los había repetido de un modo más coherente en un manuscrito de 1928 que nunca llegó a publicarse. Las medidas que pensaba tomar en política exterior eran de una brutal simplicidad: quería extender los dominios de Alemania añadiendo más de un millón de kilómetros cuadrados a los 553,000 que ya tenía, a expensas de Rusia y Polonia. Sus contemporáneos eran más modestos, y sólo querían que Alemania recuperara las fronteras de 1914. Para Hitler, se trataba de un «objetivo exterior completamente estúpido», porque era «inadecuado desde el punto de vista patriótico y nada satisfactorio desde el punto de vista militar».

No; Alemania debe renunciar a sus trasnochadas aspiraciones en los mercados coloniales de ultramar para volver a «una Raumpolitik clara y sin ambigüedades». Primero, Alemania debe «crear una fuerza de tierra que sea poderosa» para que los extranjeros la tomen en serio. Después, escribió Hitler en 1928, se debe conseguir una alianza con Gran Bretaña y su imperio con el fin de que «juntos podamos gobernar la historia del resto del mundo».

Durante todos estos años su oratoria se había hecho más convincente. Sus discursos eran largos y ex tempore, pero eran lógicos. Su poder de sugestión absorbía la atención de todo aquel que le escuchara. Como Robespierre dijo de Marat en una ocasión, «era un hombre peligroso: creía de verdad en lo que decía».

El poder de Hitler tras 1933 debía consolidarse, como David Lloyd George escribió en 1926, manteniendo las promesas que había hecho. Una vez en el gobierno, aboliría la guerra de clases del siglo XIX para crear una Alemania con igualdad de oportunidades para obreros e intelectuales, para ricos y pobres.

«Le importa muy poco la intelectualidad – escribió Walther Hewel, su compañero de prisión en Landsberg, el 14 de diciembre de 1924. Los intelectuales siempre ponen mil objeciones ante cualquier decisión. Los que él necesita se acercarán a él por propia convicción y se convertirán en sus jefes.»


Veinte años después, en una reunión secreta con sus generales el 27 de enero de 1944, el propio Hitler explicó en términos generales el proceso seudodarwiniano que se le había ocurrido para seleccionar la nueva clase gobernante de Alemania: había utilizado deliberadamente al partido como un vehículo de selección para el futuro material dirigente, hombres con un rigor indispensable que no se arrodillarían cuando empezara la verdadera lucha.

«Pensé y adapté deliberadamente mi manifiesto de combate para atraer a la minoría más dura y decidida del pueblo alemán, sobre todo al principio. Cuando aún éramos pocos y no se nos daba importancia, a menudo repetía a mis seguidores que si este manifiesto se pronunciaba todos los años, después de miles de discursos por toda la nación, actuaría lo mismo que un imán: poco a poco cada trozo de acero se separada del montón para quedarse pegado a este imán, y así llegaría el momento en que habría esta minoría por un lado y la gran mayoría por el otro, pero la historia estaría en manos de esta minoría, porque la mayoría siempre seguirá a una minoría fuerte que guíe el camino.»


Después de 1933, y ya en el poder, Hitler iba a adoptar la misma estrategia básica para reordenar la nación alemana y preparar a sus ochenta millones de habitantes para la dura prueba que se avecinaba. Su confianza en ellos estaba más que justificada: los alemanes eran trabajadores, inventivos y artísticos; Alemania había producido grandes creadores, compositores, filósofos y científicos. Hitler dijo en una ocasión que el carácter nacional de los alemanes seguía siendo el mismo desde que el historiador romano Tácito describiera a las tribus germánicas que habían recorrido el noroeste de Europa hacía casi dos mil años: «Un pueblo fiero, valiente y generoso de ojos azules.» Hitler afirmó que si, a pesar de todo, la historia había visto a los alemanes vencidos muchas veces por los acontecimientos, ello se debía a la insensatez de unos dirigentes que les habían fallado.
Es difícil definir de antemano los orígenes del éxito que tuvo Hitler fortaleciendo el carácter de su pueblo. Mussolini nunca lo consiguió con los italianos, ni siquiera después de veinte años de gobierno fascista. En 1943, el debilitado fascismo italiano acabó por evaporarse tras unos cuantos bombardeos y la caída de Mussolini. En Alemania, en cambio, después de diez años de adoctrinamiento nazi, los ciudadanos alemanes fueron capaces de resistir los bombardeos aéreos del enemigo – que producían de cincuenta mil a cien mil muertos en una sola noche – con un estoicismo que llegó a exasperar a los aliados.

Al final, con una Alemania sumida de nuevo en la derrota, sus enemigos tuvieron que recurrir a unos métodos punitivos totalmente draconianos, como juicios masivos, confiscaciones, expropiaciones, internamientos y programas de reeducación, para poder arrancar las semillas que Hitler había sembrado. Adolf Hitler no levantó el movimiento nacionalsocialista en Alemania gracias a un capricho electoral, sino gracias a la gente, la misma que le dio, en su gran mayoría, su apoyo incondicional hasta el último día.

David Irving, «Prólogo», El camino de la guerra, Focal Point, 2005. Pags. 33-43..


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