Raices filosóficas del nazismo

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Aron Gurwitsch

ALGUNAS RAÍCES FILOSÓFICAS DEL NAZISMO

Como contemporáneos del movimiento nazi no disponemos ni de un suficiente conocimiento de todos los hechos relevantes ni de esa lejanía interior con respecto a los acontecimientos que son necesarios para dar cuenta de un modo completo e imparcial de un fenómeno tan complejo como el nazismo. Sin embargo, de lo que podemos estar seguros es de que no es creíble una explicación que refiera este complejo fenómeno a un simple factor o «causa». Una vez que se comprende que el movimiento nazi no debe considerarse únicamente como un movimiento político, sino que debe verse en sus múltiples aspectos, resultará obvio que tuvieron que suceder un completo conjunto de tendencias o motivos y que tuvieron que darse un conjunto de condiciones de los más diversos tipos para que surgiera y tuviera éxito. El objetivo del presente artículo no es, por tanto, intentar una explicación exhaustiva del nazismo, sino traer a colación, y buscar una respuesta a, una cuestión más bien limitada.

Un hecho sorprendente entre los más sorprendentes observados en los últimos años es la falta casi completa de resistencia a la ideología nazi por parte de las clases intelectuales en Alemania. Es cierto que la resistencia bajo distintas formas no ha estado totalmente ausente; ni incluso por parte de la gente que, bien por razones raciales bien debido a afiliación pasada a política partidista, no habría obstaculizado buscar y asegurar algún modus vivendi con los amos políticos de Alemania desde 1933 si ellos lo hubieran deseado.

Pero estos oponentes han sido muy pocos. Ellos han sido excepciones que sólo traen un cierto alivio al hecho de que la inmensa mayoría de los intelectuales alemanes estaban resueltos a hacer la paz con los nazis, incluso cuando era perfectamente claro que los términos de la paz implicarían una sumisión incondicional y absoluta. ¿Cómo, entonces, pudieron escritores, artistas, filósofos, historiadores, científicos, etc., de forma expresa o silenciosa, aceptar la doctrina de que la nación alemana es un «pueblo escogido» –no escogido por la voluntad de un poder trascendente, ni por sus propios logros, sino en virtud de su sangre y de su raza–; de que toda la cultura y toda la vida espiritual no tienen valor por sí mismas y no tienen una significación humana universal sino que están determinadas por la raza y por la sangre y tienen que considerarse como un producto y una expresión del alma-raza condicionada por la sangre; de que esto también es cierto para la ciencia, incluso para las matemáticas, de modo que hay matemáticas alemanas tan opuestas a las matemáticas francesas y judías; de que, de conformidad con la superioridad de la sangre alemana, la civilización alemana es incomparablemente superior a cualquier otra civilización, de modo que donde quiera que se hayan llevado a cabo en otras naciones los auténticos logros, debe suponerse que, los que los lograron, sin importar el período en el que vivieron, eran de sangre alemana; de que hay un «Führer», la más alta encarnación y corporalización del alma-raza alemana; de que él es la sede de la competencia universal y la autoridad suprema en cada campo de actividad; de que hay que obedecerle incondicionalmente; de que la fe en él tiene que ser sustituida por el razonamiento individual, por la convicción racional e, incluso, por la religión; y así sucesivamente?

Otra cuestión, ¿cómo pudieron tales doctrinas crecer y tener lugar en un país con tan larga historia de civilización? Puede objetarse que estas doctrinas se conciben por algunos de sus promotores, así como de sus seguidores, como una herramienta política más que como un cuerpo de verdad filosófica. Se puede creer por parte de los cínicos que tienen un valor más bien pragmático, a saber, el de hacer que el pueblo alemán esté dispuesto a emprender una guerra y a luchar por la conquista-del-mundo y por la dominación del mundo. Pero entonces surge la cuestión de, ¿por qué la dominación del mundo se mostró tan deseable para la inmensa mayoría de los intelectuales alemanes como para hacerles convivir con un sistema político que, tanto ideológicamente como de forma práctica, socavaba lo que habían sido los principios básicos de sus vidas y actividades y no podía evitar el convertirse en elemento destructivo de la civilización en la propia Alemania y que, si tenía éxito, debía traer consigo, y se afanó por traer consigo, una desmoralización general y una esclavitud general?

Aunque el aspecto ideológico del movimiento nazi no es seguramente el único ni probablemente el más importante, la aceptación casi unánime de esa ideología como se ha caracterizado anteriormente todavía es un fenómeno que necesita explicación. ¿hay elementos en la tradición alemana nacional que podrían arrojar alguna luz sobre esa extraña falta de resistencia?

En lo que viene a continuación nos aventuramos a seguir la pista a tales elementos hasta el movimiento idealista o, mejor, romántico, que floreció en Alemania entre 1794 (publicación de la Wissenschaftslehre de Fichte) y 1831 (muerte de Hegel).

Ese movimiento marcó un corte con la gran tradición filosófica de los siglos XVII y XVIII. Desacreditó esa tradición como una simple «filosofía reflexiva de la Comprensión». Por tanto, la filosofía del idealismo alemán se separa de la filosofía universal de la Europa occidental. Cualquiera que fueran la tendencia y el movimiento derivados del idealismo alemán que se desarrolló a continuación, incluso más allá de las fronteras alemanas, se oponía, y de forma intencional, a lo que puede llamarse el espíritu de Europa occidental –por ejemplo, el Paneslavismo ruso en el siglo XIX, así como el Bolchevismo de la actualidad. La filosofía de los siglos XVII y XVIII estaba íntimamente relacionada con la ciencia, independientemente de lo mucho que variase la naturaleza de esta conexión en los diferentes sistemas de los filósofos individuales.

En la filosofía del Idealismo alemán, esta conexión se rompe de forma intencional. El infinito, por ejemplo, tal como lo conciben los matemáticos, es para Hegel el infinito «malo». El vehículo del conocimiento ya no es el sentido común o el método científico y el razonamiento. Es la «intuición intelectual», el método «dialéctico», la Razón «especulativa» como opuesta a la simple comprensión y no sujeta a la lógica formal. Lo que este vehículo nos permite obtener no es el conocimiento limitado y relativo de la Ciencia, sino el «conocimiento absoluto»: conocimiento acerca de lo Absoluto», del «Ser absoluto», de la «Razón absoluta», de la «Razón objetiva», del «Infinito» –finalmente, de «Dios».

Lo que, sin embargo, se quiere decir con todos estos términos no es, como en la religión tradicional, un Ser trascendente, distinto del mundo y de su creador. Para los idealistas alemanes el mundo no es la creación del Absoluto sino su auto-manifestación. El Absoluto no es «sin» el mundo ni «por encima» de él, ni el mundo como una creación señala y da fe del Absoluto como su creador. Que el Absoluto esté «dentro» del mundo significa que el mundo está siendo invadido por el Absoluto, de modo que cada realidad constituye una auto-revelación del Absoluto. Así, las diferentes formas que pueden encontrarse en el mundo se convierten en otras tantas encarnaciones del Absoluto. Cuando estas formas se suceden la una a la otra, y cuando esta sucesión asume el carácter de una evolución, el proceso se interpreta como una progresiva auto-manifestación del Absoluto. Este último no es estático, no está eternamente sin cambiar y no es incambiable. Por el contrario, está evolucionando y desarrollándose. El sentido de esta evolución consiste en el «retorno a sí mismo» del Absoluto.

Esto significa: en los niveles sucesivamente más altos de su evolución, el Absoluto se hace gradualmente más consciente de sí mismo, mientras que en los niveles más bajos está todavía en existencia y en acción, pero sin ninguna autoconciencia. Los distintos reinos que componen la realidad –natural, así como histórica– son, por tanto, vistos como manifestaciones, emanaciones y expresiones de los estadios a través de los cuales el Absoluto pasa en su progresiva auto-manifestación. Estos reinos son, en el fondo, nada más que estos propios estadios. Este ser invadido e impregnado por el Absoluto, y este expresar el Absoluto, es lo que constituye la realidad del mundo. «Lo que es real es racional» significa que es real únicamente en tanto que es una expresión de la razón absoluta que se manifiesta en el mundo real y cuya progresiva auto-manifestación y «regreso a sí misma» encuentran expresión en la historia y constituyen la ley de la historia. Por el contrario, «lo que es racional es real», puesto que como racional representa un momento o estadio en el proceso de auto-manifestación de la Razón y, puesto que la Razón se manifiesta en el mundo, cada momento de su evolución debe encontrar una expresión en alguna realidad. Este tan famoso adagio de Hegel nos permite desvelar la noción de la realidad que es específica para él, así como para todo el movimiento filosófico que estamos discutiendo. Por realidad no se quiere decir estar ahí y ser accesible a posible experiencia. La realidad significa estar conectado con, o, mejor, expresando, el Absoluto, teniendo una significación con respecto al Absoluto. Por tanto, lo que es real no es únicamente «real», o más bien lo es así en tanto que está intrínsecamente acentuado, «elevado», «levantado», consagrado, deificado. Para ser entendido, lo real tiene que verse a la luz de su conexión con el Absoluto, puesto que debe su realidad a esta conexión. Este modo de considerar el mundo puede llamarse panteísmo, una caracterización que representa muy bien la deificación de la realidad y de todos los hechos como tales1. De este modo, para Hegel el Estado no es una institución cuyo propósito es servir al fin del bienestar humano; es la realización y encarnación de la idea ética y de la voluntad divina2. No tiene que ser hecho tal, es tal en sí mismo como una realidad social e histórica dada.

El conocimiento específicamente filosófico nos lleva al núcleo más íntimo de las cosas. Puesto que nada es arbitrario en el Absoluto, sino que, por el contrario, el Absoluto se despliega y se desarrolla por intrínseca necesidad, puesto que, por otra parte, lo que es real es una auto-manifestación del Absoluto que se desarrolla, el filósofo, cuando está en posesión de un método apropiado, por ejemplo, el método dialéctico, es capaz de rastrear las cosas reales hasta su origen desde el Absoluto y concebir su derivación desde él. De este modo, entenderá la lógica intrínseca y la necesidad por la que las cosas son lo que son y cómo lo son y no pueden ser de otra manera, y por qué se transforman unas en otras como lo hacen y deben hacerlo de modo inevitable. El Absoluto encarnado en el mundo externo, en la naturaleza al igual que en la historia, también es descubierto por el filósofo en su proceso de pensamiento y de derivar nociones las unas de las otras; para decirlo de otro modo, el Absoluto revela el sí mismo a sí mismo en el propio pensamiento del filósofo. Por tanto, ser y pensar son uno y lo mismo. De aquí las construcciones y deducciones de los asuntos de hecho, y el desprecio por la ciencia tal como fue ejemplificado por Galileo y Newton.

No discutiremos el valor cognoscitivo de estas ideas. En nuestra opinión, no tienen tal valor y deberían clasificarse como mitología en vez de como filosofía. Pero fueron altamente eficaces, sin embargo, para dar lugar a una cierta mentalidad.

ABSOLUTO

La razón absoluta se revela a sí misma en la naturaleza, así como en la historia. Sin embargo, para el propósito que nos ocupa, las especulaciones acerca de la naturaleza son de un interés menor. ¿Bajo qué luz aparece la historia y, particularmente, la historia del pensamiento humano, la historia de la filosofía? En la medida en que la razón absoluta se revela en el proceso histórico, Hegel no puede evitar dar por sentado, con anterioridad a un examen más detallado de la cuestión, o incluso sin tal examen, que todo el proceso, desde el principio hasta el final, forma un movimiento continuo único, y que este movimiento tiende hacia un objetivo que debe ser el hacerse consciente de sí misma de la razón absoluta. Esto significa que toda la historia del pensamiento humano debe culminar en un sistema filosófico en el que este proceso histórico se afirma y se interpreta como el regresar gradual a sí misma de la Razón absoluta.

Ese sistema filosófico en el que la razón absoluta se concibe como habiendo evolucionado a través de los sucesivos estadios por los que ha pasado –y pasado por intrínseca necesidad– y como habiéndose hecho completamente más consciente de su propio desarrollo –es decir, el sistema de Hegel– debe, por tanto, resultar ser la última y definitiva filosofía. Si escogemos de la historia cualquier sistema filosófico A no podemos decir que merece preferencia sobre un anterior sistema B porque A lleva más lejos la discusión de los problemas que en B fueron respondidos de un modo menos satisfactorio o porque las implicaciones escondidas en B se revelan en A y, por tanto, se hace una aproximación a nuevos problemas; o porque los hechos expuestos incompletamente en B, o todavía bastante desconocidos, han sido explicados en A; o porque el sistema A toma en consideración un progreso en la ciencia que, independientemente del desarrollo de la filosofía, ha ocurrido mientras tanto; o por cualquier otra razón semejante.

El sistema A es superior al sistema B por la sola razón de que lo sigue y se deriva de él, por esa intrínseca necesidad por la que la razón absoluta pasa de un estadio de su evolución al siguiente. El pensamiento humano ya no es, por tanto, un intento por lograr un objetivo, a saber, la verdad –aunque este objetivo esté incluso situado en el infinito. Si el pensamiento humano tiene lugar para ser un proceso que continúa por su propia intrínseca necesidad en la que nada desde el exterior puede interferir –es decir, la continuidad de los pensadores humanos por una idea, aunque quizás vaga, de lo que la verdad podría ser–, entonces las nociones de verdad y de conocimiento objetivo pierden todo significado.

El filósofo individual se convierte en un simple instrumento de este proceso; él no se orienta en los problemas que se le presentan, esforzándose en avanzar su discusión más allá de lo que sus predecesores han logrado: él es sólo un medio a través del cual el proceso continúa y él debe permitir que este proceso continúe a través de él. Así que no podemos discutir con los filósofos del pasado, como si fueran nuestros contemporáneos, juzgando sus sistemas por sus logros al servicio de un objetivo. No podemos alabar un sistema por haber avanzado problemas o por haber abierto una nueva vía de investigación, así como tampoco tenemos derecho a rechazar otro sistema como una aberración o como por no haber contribuido nada al avance del conocimiento. Lo que nosotros podemos y debemos hacer es «entender» cada sistema histórico, esto es darle su lugar en el desenvolvimiento de la razón absoluta y considerarlo como la expresión adecuada de ese estadio a través del cual la razón absoluta pasó en este momento necesariamente3.

Aquí yace la raíz, me parece, de la noción de «Verstehen» que ha tenido mucha importancia en la «Geisteswissenschaften» en Alemania –por lo menos en cuanto a que por esta noción se quiere decir más que la reconstrucción racional y la explicación de los fenómenos históricos, sociológicos, etc. Como es muy frecuentemente utilizado, el término «Verstehen» [sic] connota una cierta conformidad, sanción, incluso identificación y, en este sentido, complicidad con lo que se da para la razón que es real. Esta connotación extrae su sentido del telón de fondo filosófico que ha sido mostrado4.

Cuando el pensamiento humano es interpretado de este modo, se convierte en un proceso natural, sin importar lo espirituales que puedan ser los términos en los que este proceso es explicado por Hegel. Lo que es decisivo es que la historia del pensamiento humano procede por intrínseca necesidad, que para ser alcanzada no se concibe a la luz del conocimiento y de la verdad para ser obtenida, que la verdad última consiste en hacerse consciente del proceso histórico y de su intrínseca necesidad. Esta visión de Hegel es en sí misma naturalista y materialista, aunque él habla un lenguaje espiritualista. Sustituyamos la fuerza de economía productiva por la razón absoluta y tendremos la concepción materialista de la historia: la verdad última y el objetivo de toda la historia del pensamiento consiste en hacerse consciente del hecho de que este pensamiento sólo refleja las fuerzas económicas productivas en el proceso de su evolución; cada sistema filosófico del pasado no es sino una expresión –y una expresión necesaria– de las fuerzas económicas productivas como tuvieron lugar en ese momento; cada filósofo individual se convierte en un representante de su clase social.

Sustituyamos los términos pseudobiológicos por los hegelianos y tendremos ideología nazi: todo el pensamiento y toda la vida espiritual está condicionada por factores raciales; la tarea del filósofo consiste en expresar la peculiaridad del alma alemana condicionada por la sangre y proferir la verdad específicamente alemana; puesto que, como todo pensamiento depende de la raza del pensador individual, por supuesto no puede haber una verdad universal válida para toda la humanidad, sino sólo varias verdades condicionadas por la raza, de modo que el pensador individual se convierte aquí en un instrumento de su raza, en un medio a través del que su raza habla.

Únicamente podemos insinuar esta sustitución, cuya historia nos parece que coincide con lo que se llama el crecimiento del «nihilismo alemán». Los idealistas alemanes creían en la naturaleza espiritual de sus entidades, y los motivos cristianos estaban todavía vivos con ellos. El decaimiento de la religión en Alemania está íntimamente relacionado con esa sustitución. Los términos del pensamiento han cambiado, pero el estilo o el marco del pensamiento ha permanecido igual, y aquí el acento está en esto último.

Lo que vale para la historia de la filosofía también vale para la historia política. La historia política es otra expresión de la progresiva auto-manifestación de la razón absoluta. Por tanto, cuando un nuevo sistema político llega al poder, este hecho, es decir, el propio éxito, indica que la razón absoluta ha alcanzado un nuevo estadio en su despliegue. Lo único es «entender» el proceso histórico en el sentido anteriormente mencionado, es decir, en el sentido de la connotación que «Verstehen» lleva consigo. Y cuando la llegada al poder de un sistema político y su éxito no pertenece al pasado sino al presente, entonces tendremos el privilegio de observar a la razón absoluta avanzando un paso más en su auto-manifestación.

¿Qué actitud debe adoptarse excepto la de aceptarla, confabularse con ella, incluso venerarla? No hay principios eternos para ser propuestos en relación a todos los sistemas políticos y formas de gobierno; por ejemplo, que la dignidad y los derechos individuales de cada persona deberían respetarse, de modo que un gobierno que viole estos principios ya no es un gobierno sino una tiranía. Afirmar tales principios es, para Hegel, abandonarse a ideales abstractos y vacíos, es simplemente subjetiva pedantería. El proceso histórico sigue adelante por intrínseca necesidad, su resultado es un momento necesario en el despliegue gradual de la razón absoluta. El éxito atestigua el juicio de Dios, incluso en este mismo juicio.

¿Puede el pensamiento y el razonamiento individual prevalecer contra la razón absoluta? ¿No es la resistencia y el no conformismo más bien una blasfemia? Si para Hegel en 1806 Napoleón es el Weltseele, ¿por qué Hitler no podría, unos 130 años más tarde, convertirse en el Weltseele, puesto que su llegada y su éxito habían proporcionado evidencia de que ésta es la forma real que el proceso histórico y la razón encarnada han tomado en él? Puesto que la historia le había permitido convertirse en una realidad política y en poder, ¿no debe también el Nazismo aparecer como consagrado por la historia? El éxito significa justificación, no puede interpretarse sino como la suprema justificación, y así de hecho fue considerado por el propio Hegel. Cualquiera que piense, incluso no necesariamente en los términos, pero al menos según las líneas generales, en las concepciones de Hegel, en absoluto puede sentirse con el derecho a disentir.

Una vez de nuevo, efectúese la susodicha sustitución y el resultado será que hay un Führer, la más sublime expresión del alma alemana condicionada por la sangre. Y puesto que la raza es el factor que todo-condiciona, la expresión suprema de la raza debe tener la más grande competencia y la más alta autoridad en cada aspecto de la vida. Él nunca se puede equivocar. Por tanto, hay que obedecerle sin reservas. La fe en él debe incluso suplantar la fe religiosa. No es de ningún modo por mera casualidad que, en países en donde las ideologías que se derivan del hegelianismo llegaron al poder, o en donde el hegelianismo jugó un papel en la tradición nacional, veamos una deificación de los líderes políticos (bajo títulos que varían con los términos utilizados en la sustitución mencionada anteriormente), tomándose la no conformidad como un delito, negándose toda dignidad, valor y derecho a los individuos, y considerándoselos como simples instrumentos al servicio de la colectividad. La filosofía de la historia de Hegel es la base metafísica y la justificación de la Gleichschaltung; es, podría decirse, la teoría de la Gleichschaltung expresada en términos metafísicos5.

Los distintos estadios a través de los que el Weltgeist está pasando en el proceso de su despliegue gradual corresponden, según Hegel, al predominio sucesivo de las diversas grandes naciones de importancia histórica. Cada una de estas naciones representa un estadio definitivo del desarrollo del Weltgeist, de modo que cuando llega el turno de una cierta nación, su Volksgeist encarna la forma que el Weltgeist encarna en ese momento. Que el turno de la nación alemana estaba llegando fue proclamado por Fichte, cuando en 1807-1808, después de la caída de Prusia ante los ejércitos de Napoleón, anunció, en su Reden an die Deutsche, el advenimiento de un nuevo mundo cuyos verdaderos propietarios serían los alemanes. También para Fichte, la nación estaba asociada con lo divino; es un espejo en donde se refleja lo divino; es la faz que toma lo divino. El pensamiento de Fichte es menos histórico y en consecuencia menos relativista que el de Hegel, sin embargo. La preeminencia de la nación alemana que encontrará su expresión en el nuevo mundo que va a ser creado por esa nación, no se debe a que el Weltgeist alcance un nuevo estadio histórico. Esta preeminencia ha existido siempre, pero ni los alemanes ni los extranjeros fueron conscientes de ella. Por consiguiente, la tarea de Fichte se convierte en atraer la atención de los ciudadanos hacia su superioridad sobre las naciones europeas occidentales, quedando excluido el mundo eslávico de sus consideraciones.

La razón última de la superioridad de los alemanes está, según Fichte, en el hecho de que han vivido siempre en su patria, mientras que las naciones europeas occidentales son descendientes de las tribus germánicas que habían emigrado de sus países originarios. Por tanto, Alemania es la patria madre, y los países occidentales no son sino colonias. Fichte no cree en factores raciales, ni en la pureza de la raza, ni enfatiza las influencias geográficas. El hecho decisivo es, para él, que puesto que los alemanes han vivido siempre en su patria siempre han hablado su lengua originaria. Ésta se ha desarrollado a través del tiempo, por supuesto, pero se ha desarrollado de un modo continuo. Las tribus germánicas que emigraron han adoptado una lengua –el latín– que no sólo no era suya, sino que sobre todo incluso estaba muerta en el momento de su adopción.

La diferencia entre los alemanes y las naciones europeas occidentales es precisamente una diferencia entre la vida y la muerte. Puesto que la vida es superior a la muerte, del mismo modo el mundo alemán es superior al mundo europeo occidental. Los asuntos espirituales, los cuales son supra sensoriales, sólo pueden concebirse simbólicamente, por medio de metáforas. Porque es aborigen y viva, la lengua alemana posee metáforas que emergen de la vida de la nación, que están conectadas con la totalidad de la historia de la vida de la nación, y que están expresando el pensamiento de la nación del modo más natural, puesto que este pensamiento se ha desarrollado de forma continua bajo la propia influencia de la lengua.

Éste no es el caso de las lenguas neolatinas. Puesto que adoptaron una lengua extranjera, las tribus germánicas también tomaron metáforas que ellas no habían inventado y que, hablando propiamente, les resultaban ininteligibles. Por lo que se refiere al reino de lo supra sensorial, en las lenguas neolatinas, solamente hay signos convencionales para las nociones arbitrarias; las últimas ya no corresponden a una intuición viva puesto que no provienen de la totalidad de la vida de la nación. Cierto, las lenguas neolatinas también se han desarrollado hasta un cierto grado, pero estas lenguas contienen un elemento muerto ya que están separadas de la fuente de la vida. Por tanto, el desarrollo de estas lenguas debe llegar a un cierto estadio de perfección más allá del cual ya no es posible progreso alguno, mientras que la lengua alemana, debido a su aboriginalidad y a la continuidad de su desarrollo, tiene un futuro infinito por delante. Propiamente hablando, únicamente los alemanes tienen una lengua madre; es casi de cajón, por tanto, que sólo ellos tienen una poesía digna de este nombre.

Este hecho es básico para Fichte y de él deriva él todas las diferencias entre Alemania y el mundo europeo occidental, diferencias que muestran la superioridad infinita de la nación alemana en cada aspecto. Verdaderamente sólo los alemanes forman una nación en el sentido más elevado del término y sólo ellos son capaces de verdadero patriotismo. Puesto que la filosofía, según Fichte, es una expresión de la vida y revela la propia naturaleza íntima del filósofo, la filosofía alemana, tal como fue inaugurada por el propio Fichte, es la manifestación adecuada y la expresión de la esencia misma del germanismo. Sólo un alemán es capaz de filosofar de esta manera; por otra parte, un alemán genuino y auténtico, cuando se pone a filosofar, necesariamente debe llegar a este estilo de filosofía. Esta filosofía es la única verdadera6, puesto que cree en la Vida Divina, Única y Pura y está basada en esta creencia. Puede creer en la vida sólo porque los alemanes están intrínsecamente vivos, de modo que su filosofía representa lo que constituye su naturaleza y esencia propias. Para los extranjeros la filosofía alemana debe de ser inaccesible puesto que lo que es viviente nunca puede ser entendido por lo que está muerto.

Por tanto, la nación alemana está escogida para crear un nuevo mundo, un reino de Justicia, Razón y Verdad. Para poder establecer este nuevo mundo los alemanes deben ceñirse a su naturaleza más íntima, la cual es la fuente de la que extraen sus fuerzas. Deben permanecer como lo que son y lo que siempre han sido: la nación aborigen. Para permanecer como lo que ellos son no deberían sucumbir a influencias extranjeras o a modos de pensar extranjeros.

Fichte va tan lejos como repetir la propuesta de la autarquía económica que él había hecho ya en 1800, acompañando esta propuesta de una recomendación de lo que hoy en día sería llamado socialismo de estado. No obstante, el nuevo mundo extenderá sus beneficios a toda la humanidad. Lo que proviene de un ser vivo tiene fuerza expansiva. Quienquiera que haya recibido la salvación desde el interior de su núcleo más íntimo necesariamente lucha por propagarla y hace que sus conciudadanos la compartan. Por tanto, si los alemanes retornan a lo que es su naturaleza más íntima, no sólo se rejuvenecerán ellos mismos, sino que también regenerarán y restaurarán a toda la humanidad. En esto consiste la misión providencial asignada a la nación alemana. Esa nación es la esperanza de la humanidad.

La afinidad de estas ideas con las ideologías que hoy día están avanzando en Alemania es demasiado obvia y demasiado sorprendente como para necesitar un comentario explícito. Una vez más tenemos que sustituir términos más concretos y más «masivos» por el lenguaje espiritualista de Fichte y, por supuesto, tenemos que tomar en consideración la situación política completamente cambiada.

Sin embargo, dos puntos merecen una especial atención. Desde todo el siglo XIX hasta la actualidad, en Alemania se ha insistido una y otra vez en la profunda oposición entre Alemania y el mundo europeo occidental que Fichte expone en términos de vida y muerte. Se ha escrito una enorme cantidad de literatura acerca de este tema. El «Geist alemán» se contrasta con el «esprit» francés; el pensamiento occidental es mecanicista; los alemanes piensan en términos organicistas. El pensamiento occidental es empirista y racionalista; los alemanes consideran la profundidad del «Gemüt». El pensamiento occidental busca hacer cálculos acerca de lo externo de las cosas; la principal característica del pensamiento alemán consiste en luchar para «entender» las cosas desde dentro. El utilitarismo occidental contrasta con el alemán hacer las cosas para su propio interés. Los pensadores alemanes tienen una propensión hacia el formalismo abstracto; mientras que el pensamiento alemán es intuitivo, etc. Incluso en referencia a los temas más puramente técnicos a veces se ha recalcado esta oposición bajo una u otra forma. Todos estos términos no son más que variantes de los fichteanos, y llevan la connotación de los últimos consigo mismos. Reden an die Deutsche Nation de Fichte es, sino el primero, al menos uno de los primeros documentos del nacionalismo alemán. Desde sus inicios, este nacionalismo opone la nación alemana a todo el mundo occidental.

Cuando Fichte llega a establecer una última definición de lo que constituye la esencia del germanismo, él la encuentra en la creencia en lo dinámico, en oposición al mundo occidental al que él cree en la naturaleza estática del universo. Esta oposición, por supuesto, corresponde a la de la vida con la muerte. Fichte no puede ahora evitar admitir que no todos los alemanes comparten su creencia. Aquellos que no lo hacen no son alemanes auténticos y verdaderos, y les sugiere que se separen de la nación tan pronto como sea posible. Junto con esta abierta oposición al mundo occidental va una distinción entre los propios alemanes entre aquellos que son auténticos y verdaderos alemanes y los que no lo son. Esta discriminación puede verse también de forma persistente a lo largo del siglo XIX hasta el momento en que, con Hitler, se hizo oficial y se convirtió en un principio básico de la política, completamente diferente de la discriminación racial. En el pensamiento político occidental, la nación se define en términos jurídicos, y la revolución francesa estableció este principio de forma explícita, el cual es el fundamento del liberalismo.

Para Fichte, sin embargo, esto es demasiado «superficial»; solamente valdría para un «estado de emergencia», cuyo propósito sería establecer un simple orden externo y asegurar el bienestar humano. Fichte debe buscar algo «más profundo» en lo que fundamentar la nación. Entonces, independientemente de lo que sea este algo «más profundo», siempre habrá hombres que no correspondan a la definición de la nación fundada en eso. Estos hombres, por tanto, no son auténticos ciudadanos, hay que discriminarlos y que considerarlos sospechosos. Por tanto, más pronto o más tarde, la «profundidad» se convierte en la justificación de la opresión. Es digno de tener en cuenta que, desde su mismo inicio, el nacionalismo alemán tiene una nota antiliberal. Es en la búsqueda filosófica por la profundidad y por la aboriginalidad, me permito decir, en donde tenemos que ver el origen de esa corriente antiliberal que existió en Alemania, más o menos soterrada, incluso en momentos en los que la vida política tenía la forma de liberalismo constitucional. El antiliberalismo es la auténtica piedra angular del sistema nazi; y, en lo que respecta a sus declaraciones antiliberales, ciertamente hay que hacerles caso a los nazis.

El escritor de estas páginas no es hegeliano; él está lejos de creer en la mitología del Idealismo alemán como puede estarlo cualquiera. Por tanto, él no cree en el Weltgeist o en el Volksgeist tanto bueno como malo. No es de ningún modo argumento nuestro que por su perverso Volksgeist la nación alemana haya sido empujada de forma irresistible a dar como resultado el sistema nazi que sería, pues, la expresión adecuada de su «esencia nacional». Invocar las «esencias nacionales» y entidades semejantes es un recurso muy apropiado para evitar el análisis histórico.

Digámoslo de nuevo: aquí no se ha intentado proporcionar una explicación completa del nazismo en toda su complejidad. hemos señalado ciertos elementos de la tradición nacional alemana, y afirmamos que estos elementos tienen algo que ver con el nazismo. Algunas ideologías nazis parecen derivar de estos elementos a modo de filiación. La filosofía del Idealismo alemán ha desarrollado ciertos modos de pensar, ha creado un cierto estilo o marco de pensamiento, ha inaugurado una cierta mentalidad y actitud –cualquiera que sea el nombre como quiera llamarse– que juega un papel en el nazismo, y que puede ayudar a explicar por qué este sistema fue aceptado casi sin resistencia, incluso por las clases educadas y cultivadas de Alemania, las cuales, debido a su educación, se podría esperar que resistieran y parecían estar predesignadas para la oposición. Nosotros no afirmamos que hemos sacado a relucir todas las raíces del nazismo; pero una de sus raíces es, afirmamos, el Idealismo alemán.

Nuestra afirmación se ofrece como una hipótesis en la que se afirma que dos grupos de hechos están conectados. Como hipótesis tiene que estar sometida a prueba. Sería la mejor prueba imaginable para tal hipótesis si el posterior conjunto de hechos pudiera haber sido predecido antes de que ocurrieran sobre la base del anterior grupo de hechos. ¿Podría ser previsto algo como el nazismo sobre la base de la filosofía del Idealismo alemán? Podría y así lo fue.

En 1834, Heine publicó tres ensayos en la Revue de Deux Mondes titulados De l´ Alemagne depuis Luther. El objetivo de estos ensayos es recomendar al público francés que no se limite a una lectura de la literatura alemana del período, sino también a prestar atención al desarrollo de la religión y de la filosofía en Alemania. Este desarrollo merece una seria atención e interés porque la filosofía alemana resultará ser de la más grande importancia para toda la humanidad y para los franceses en particular. «La filosofía alemana» –escribe Heine7– es una tarea importante que toda la humanidad mira, y nuestros descendientes estarán solos en condiciones de decidir si nosotros merecemos el vituperio o el elogio por haber trabajado nuestra filosofía primero y nuestra revolución después… la revolución alemana no será benévola ni más dulce, porque la crítica de Kant, el idealismo trascendental de Fichte y la filosofía de la naturaleza8 la habrían precedido. Estas doctrinas han desarrollado fuerzas revolucionarias que nada más que están esperando el momento para hacer explosión, y llenar el mundo de espanto y de admiración. Entonces aparecerán kantianos que ya no querrán escuchar hablar de piedad en el mundo de los hechos que en el de las ideas, y trastornarán sin misericordia, con el hacha y la espada, el suelo de nuestra vida europea para extirpar de ella las últimas raíces del pasado. Vendrán sobre la misma escena fichteanos armados, cuyo fanatismo de voluntad no podrá ser reprimido ni por el temor ni por el interés… Pero los más espantosos de todos serán los filósofos de la naturaleza, que intervendrán por la acción en una revolución alemana, y que se identificarán ellos mismos con la labor de destrucción; pues si la mano del kantiano golpea fuerte y con golpe firme y a tiro hecho, porque su corazón no está conmovido por ningún respeto tradicional; si el fichteano menosprecia atrevidamente todos los peligros, porque no existen para nada para él en la realidad, el filósofo de la naturaleza será terrible en cuanto que se pone en comunicación con los poderes originales de la naturaleza, en cuanto que conjura las fuerzas escondidas de la tradición y puede evocar las del todo el panteísmo germánico. Entonces se despierta en él este ardor del combate que encontramos en los antiguos alemanes, y que quiere combatir, no por destruir, ni incluso por vencer, sino únicamente por combatir.

El cristianismo hasta cierto punto ha mitigado este brutal ardor batallador de los germanos; pero no ha podido destruirlo y cuando la cruz, este talismán que le encadena llegue a romperse, entonces se desbordará de nuevo la ferocidad de los antiguos combatientes, la exaltación frenética de los berserkeres que los poetas del norte cantan todavía hoy. Entonces, ¡y este día está aquí!, vendrá, las viejas divinidades guerreras se erguirán de sus fabulosas tumbas, limpiarán de sus ojos el polvo secular; Thor se dirigirá con su gigantesco martillo y demolerá las catedrales góticas». Todo esto es una advertencia para el francés.

«No se rían –continúa Heine– de estos consejos, aunque vengan de un visionario que les invita a desconfiar de kantianos, de fichteanos, de filósofos de la naturaleza; no se rían para nada del extravagante/extraño poeta que espera en el mundo de los hechos la misma revolución que se ha operado en el mundo del espíritu. El pensamiento precede a la acción como el relámpago al trueno…, cuando escuchen un crujido como hasta ahora jamás se ha escuchado en la historia del mundo, sepan que el trueno alemán habrá por fin dado en el blanco. Con este ruido, las águilas caerán muertas desde lo alto de los aires, y los leones, en los desiertos más apartados de África, bajarán el rabo y se deslizarán a sus reales antros. Se ejecutará en Alemania un drama junto al que la revolución francesa no será más que un inocente idilio… Y la hora sonará. Los pueblos se agruparán como sobre las gradas de un anfiteatro entorno a Alemania para ver grandes y terribles juegos… Yo no tengo más que buenas intenciones y les digo amargas verdades. Tienen ustedes que desconfiar más de la Alemania libertada que de todas las Santas Alianzas con todos los croatas y los cosacos».


La advertencia es incondicional, con independencia de lo que ocurrirá en Alemania, sin importar si es el príncipe heredero de Prusia o si es el líder de los liberales el que llegará al poder y a la dictadura. En cualquier caso:

«Manténganse siempre armados» –concluye Heine– «permanezcan tranquilos en sus puestos, el arma en el brazo. Yo no tengo más que buenas intenciones para ustedes, y casi he quedado espantado cuando últimamente he escuchado decir que sus ministros tenían el proyecto de desarmar a Francia…Como, a pesar de su romanticismo actual, ustedes han nacido clásicos, conozcan su olimpo. Entre las alegres divinidades que en él se obsequian con néctar y ambrosía, vean ustedes una diosa que, en medio de dos ratos de ocio, sin embargo, conserva una coraza, el casco en la cabeza y la lanza en la mano. Es la diosa de la sabiduría».


El hecho de que tal visión profética fue posible, ¿no corrobora de algún modo la hipótesis que hemos expuesto?

Aron Gurwitsch, «Algunas raíces filosóficas del nazismo», Contrastes: revista internacional de filosofía, Nº 15, 2010, págs. 353-376


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