
■ Ingeniería propagandística nazi
MATERIAL COMPLEMENTARIO DISPONIBLE
Secuencias cinematográficas:
Audios:
Lecturas complementarias:
Infografías/Imágenes:
Stanley G. Payne ¿QUÉ SIGNIFICA EL TÉRMINO FASCISTA? |
El desastre sin precedentes de la primera guerra mundial barrió una gran parte de la base del liberalismo decimonónico e inició una nueva era de revolución y de conflicto político más intensos, de lo que jamás había habido antes ni ha habido después.
Una de las principales fuerzas revolucionarias, el comunismo ruso, procedía directamente de la teoría marxista europea y revolucionaria rusa del siglo XIX. La otra gran fuerza radical nueva desencadenada por la primera guerra mundial, el fascismo, era más nueva y más original, pues fue un producto directo de la propia guerra. Antes de 1919 no existía un partido fascista ni una doctrina fascista como tales. Sin embargo, el comunismo se vio rechazado en general por la izquierda europea, y durante la generación siguiente se limitó, como régimen, a Rusia. El fascismo italiano1; fundado en 1919, se vio seguido de imitaciones y paralelismos o por movimientos un tanto análogos en muchos otros países europeos. El fascismo se hizo con una gran parte del poder en Italia a partir de 1922, y un decenio después lo siguió el nazismo alemán. Hubo fuerzas poderosas de carácter aparentemente similar que adquirieron impulso en la Europa centro oriental y en España en el decenio de 1930, de tal modo que muchos historiadores califican a toda la generación anterior a la segunda guerra mundial como la era fascista en Europa. Pero la extensión de este adjetivo a la descripción de todo un período de la historia de Europa ha introducido tanta confusión como claridad o comprensión, pues lo que el concepto ha ganado en amplitud lo ha perdido rápidamente en precisión.
Es probable que el término fascismo sea el más vago de los términos políticos contemporáneos. Quizá se deba a que la palabra en sí no contiene ninguna referencia política implícita, por vaga que sea, como las que contienen los términos democracia, liberalismo, socialismo y comunismo. El decir que el fascio italiano (Lat. Fasces, Fr. Fascieau, Esp. Haz) significo eso, un «haz» o una «unión», no nos dice mucho. Parece que algunas de las definiciones coloquiales más comunes del término son las de «violento», «brutal», y «dictatorial»; pero si fueron esos los puntos primarios de referencia, probablemente habría que calificar a los regímenes comunistas de los más fascistas. La cuestión de la definición creó problemas a los fundadores del fascismo italiano desde un principio, pues no elaboraron un conjunto codificado oficial de doctrinas sino ex post facto, unos años después de la llegada de Mussolini al poder, e incluso entonces sólo en parte. El problema se ve complicado por el hecho de que mientras casi todos los partidos y regímenes comunistas prefieren llamarse comunistas, la mayor parte de los movimientos políticos de la Europa de entreguerras a los que se suele calificar de fascista no utilizaban, de hecho, ese nombre al hablar de sí mismos. Los problemas de definición y clasificación que surgen son tan graves que no es sorprendente que algunos estudiosos prefieran dar a los movimientos fascistas putativos sus nombres individuales específicos, sin aplicarles el adjetivo clasificador. Otros llegan incluso a negar que exista el fenómeno general del fascismo europeo, como cosa distinta del fascismo italiano de Mussolini. Si se ha de estudiar el fascismo, primero hay que identificarlo, y es dudoso que pueda hacerse en ausencia de algún tipo de definición de trabajo. Esa definición o, mejor dicho, descripción, debe derivarse de un estudio empírico de los movimientos europeos de entreguerras.
Naturalmente, debe tratarse hasta cierto punto de una construcción o abstracción teórica, pues no forzoso hallar que un solo movimiento del grupo en observación haya anunciado un programa o se haya definido así mismo en los términos exactos de esta descripción. Y esa definición hipotética tampoco implicaría en absoluto que cada uno de los objetivos y de las características identificadas fueran necesariamente exclusivas de los movimientos fascistas, pues la mayor parte de esos aspectos podrían encontrarse en una o más especies distintas de movimientos políticos. El argumento sería más bien que, tomada como un todo, la definición describiría lo que todos los movimientos fascistas tenían en común, sin tratar de describir las características exclusivas de cada grupo. Por último, y por razones que se comentarán más adelante, la definición podría referirse sólo a los movimientos fascistas europeos de entreguerras, y no a una categoría supuesta de regímenes o sistemas fascistas. Toda definición de las características comunes de los movimientos fascistas debe utilizarse con mucha cautela, pues los movimientos fascistas diferían entre sí en tantos aspectos como características nuevas o notables tenían en común. Por eso es útil un inventario general de sus características distintivas, no como definición cabal y completa de esos movimientos en y por sí mismos, sino únicamente como indicación de las principales características que compartían y que los distinguen (en la mayor parte de los aspectos, pero no de forma absoluta) de otros tipos de fuerzas políticas.
Cabe ilustrar los problemas que entraña el llegar a una serie inductiva de características mediante una referencia a la tentativa anterior más tajante de establecer una definición pro criterios del fascismo genérico: el «mínimo fascista» de seis puntos postulados por Ernst Nolte2. Consiste en un conjunto de negativas, un aspecto central de organización, una doctrina del caudillaje y un objetivo estructural básico, expresados como sigue:
- Antimarxismo
- Antiliberalismo
- Anticonservadurismo
- El principio del caudillaje
- Un ejército del partido
- El objetivo del totalitarismo
Esta tipología establece correctamente las negaciones fascistas, pero postula tres características primarias derivadas especialmente del nacionalsocialismo alemán que en una formulación tan simple no se pueden correlacionar con otras variedades de una especie política más amplia3.
Las características comunes de los movimientos fascistas se referían a un conjunto nuevo de negaciones comunes, a aspectos de un nuevo estilo formal, a formas algo nuevas de organización y, en diversos modos o grados, a una nueva orientación en materia de cultura e ideología políticas, aunque siempre con diferencias muy fundamentales en el carácter específico de esas formas de ideas nuevas. Así, para llegar a una definición por criterios aplicable a todos los movimientos fascistas de entreguerras strictu sensu, parece oportuno identificar:
- a) las negaciones fascistas
- b) los puntos comunes en materia de ideología y objetivos
- c) las características especiales comunes de estilo y organización4
La tipología descriptiva del Cuadro 1 se sugiere únicamente como un mecanismo analítico de alcance limitado para una definición comparada. No aspira a establecer una categoría rígidamente deificada, sino una definición flexible de espectro amplio que sirva para identificar varios movimientos supuestamente fascistas, y al mismo tiempo para separarlos de otros tipos de movimientos revolucionarios o nacionalistas. Así, cabría entender que cada movimiento poseía además otras creencias, características y objetivos que consideraba muy importantes y que no contradecían las características comunes, sino que sencillamente se añadían a éstas o iban más allá que ellas.
Cuadro 1
DESCRIPCION TIPOLOGICA DEL FASCISMO
A. Las Negaciones Fascistas:
Antiliberalismo
Anticomunismo
Anticonservadurismo (aunque en el entendimiento de que los grupos fascistas estaban dispuestos a concretar alianzas temporales con grupos de cualquier otro sector, por lo general con la derecha).
B. Ideología y Objetivos:
Creación de un nuevo Estado nacionalista autoritario, no basado únicamente en principios ni modelos tradicionales.
Organización de algún tipo nuevo de estructura económica nacional integrada, regulada y pluriclasista, se llamará nacionalcorporativa, nacionalsocialista o nacionalsindicalista.
El objetivo del Imperio o de un cambio radical en la relación de la nación con otras potencias. Defensa específica de un credo idealista y voluntarista, que normalmente implicaba una tentativa de realizar una nueva forma de cultura secular, moderna y autodeterminada.
C. Estilo y Organización:
Importancia de la estructura estética de los mítines, los símbolos y la coreografía política, con insistencia en los aspectos románticos y místicos.
Tentativa de movilización de las masas, con militarización de las relaciones y el estilo políticos y con el objetivo de una milicia de masas del partido.
Evaluación positiva y uso de la violencia, o disposición al uso de ésta.
Extrema insistencia en el principio masculino y la dominación masculina, al mismo tiempo que se defendía la visión orgánica de la sociedad.
Exaltación de la juventud sobre las otras fases de la vida, con hincapié en el conflicto entre generaciones, por lo menos al efectuar la transformación política inicial.
Tendencia específica a un estilo de mando personal, autoritario y carismático, tanto si al principio el mando es en cierta medida electivo como si no lo es.
El término de fascista no se utiliza sólo porque sea el convencional, sino porque el movimiento italiano fue la primera fuerza considerable que exhibió esas características (o por lo menos casi todas ellas) como un nuevo tipo, y durante mucho tiempo fue el más influyente ideológicamente. Constituyó el tipo cuyas ideas y cuyos objetivos era más fácil generalizar, especialmente en comparación con el nacionalsocialismo. La naturaleza de las negaciones fascistas parece bastante clara. Como «últimos llegados» (en frase de Linz), los movimientos nacionalistas radicales de la primera postguerra mundial a los que llamamos fascistas tenían que abrirse un espacio político e ideológico nuevo, y fueron excepcionales en su hostilidad a todas las grandes corrientes establecidas, de izquierda, de derecha y de centro. Sin embargo, esta actitud básica se veía complicada por la necesidad de encontrar aliados políticos en la campaña por lograr el poder. Como esos movimientos surgieron sobre todo en países con sistemas parlamentarios establecidos, a veces se apoyaban desproporcionadamente en las clases medias, no podían tratar en absoluto de llegar al poder mediante una guerra civil revolucionaria, como han hecho los regímenes leninistas puros.
Aunque los fascistas de Italia y Rumania establecieron alianzas tácticas efímeras con el centro-derecha (y en Portugal con la izquierda anarquista), sus aliados solían encontrarse en la derecha, en especial en la derecha autoritaria radical, y el fascismo italiano como entidad semicoherente se definió en parte por su fusión con uno de los más radicales de todos los movimientos de la derecha autoritaria europea, la Asociación Nacionalista Italiana (ANI). Esas alianzas exigían a veces concesiones tácticas, estructurales y programáticas. Los dos únicos dirigentes fascistas que llegaron efectivamente al poder, Hitler y Mussolini, pese a la creación subsiguiente de un Estado oficialmente unipartidista, jamás escapó del todo a la componenda pluralista con la que había empezado. Además, como las doctrinas de la derecha autoritaria solían ser más precisas, más claras y mejor articuladas, y a menudo más prácticas, que las de los fascistas, su capacidad de influencia ideológica y programática era considerable. Sin embargo, las ideas y los objetivos de los fascistas diferían en varios aspectos fundamentales de los de la nueva derecha autoritaria (como se comentará con más detalle más adelante), y se mantuvo firmemente la intención de trascender el conservadurismo derechista, así como el liberalismo y el marxismo, aunque no siempre se realizara con claridad en la práctica.
Gran parte de la confusión y de la ambigüedad que rodean a la interpretación de los movimientos fascistas se debe al hecho de que en muy pocos casos lograron pasar a la fase de participación en el gobierno, y Alemania fue el único caso en que un régimen en el poder puso en práctica todo el contenido de una doctrina fascista, en la forma de su variante más radical. Por eso resulta difícil generalizar acerca de los sistemas fascistas o de la doctrina fascista del Estado, pues incluso en la variante italiana hubo importantes componendas. Lo único que cabe establecer con claridad es que las aspiraciones fascistas acerca del Estado eran exclusivamente suyas, porque no se limitaban a la doctrina autoritaria tradicional, como la monarquía o el corporativismo, sino que planteaban un nuevo sistema secular radical, normalmente republicano y autoritario. Pero no parece justificado especificar el objetivo del pleno totalitarismo, como hace Nolte, pues, al revés que el leninismo, los movimientos fascistas nunca proyectaron una teoría del Estado con una centralización y una burocratización suficientes para hacer posible un totalitarismo absoluto. De este problema se tratará con más detalle en los capítulos siguientes.
Ningún aspecto está menos claro en las doctrinas de la mayor parte de los movimientos fascistas que el de la estructura y los objetivos económicos. El convertir al fascismo en sinónimo de corporativismo es evidentemente incorrecto, pues sólo una minoría de los fascistas italianos eran partidarios del corporativismo antes de la transacción de Mussolini con la monarquía y la fusión con los nacionalistas. Lo que es más importante, la forma más radical y desarrollada del fascismo, el nacionalsocialismo alemán, rechazaba explícitamente el corporativismo formal (debido en parte a su pluralismo).
A la inversa, la tesis frecuente entre los autores marxistas de que el objetivo de los movimientos fascistas era impedir cambios económicos en las relaciones de clase no se ve corroborada por los propios movimientos; pero como ningún movimiento fascista llegó a terminar por completo la elaboración de un sistema económico fascista, la cuestión resulta teórica. Lo que sí tenían en común los movimientos fascistas era el objetivo de una estructura y una relación funcional nuevas de los sistemas sociales y económicos, en las que se eliminará la autonomía (o, en algunas propuestas, la existencia) del gran capitalismo, se modificará el carácter de la condición social y se creará una nueva relación de producción comunitaria o recíproca. A esto se le daba toda una variedad de nombres, y lo más frecuente era que se dejara sin aclarar su articulación precisa.
Se dice que el fascismo era imperialista por definición, pero esto no queda totalmente claro si se hace una lectura comparada de los programas de los diversos movimientos fascistas. La mayoría eran efectivamente imperialistas, pero parece que todos los tipos de movimientos y sistemas políticos han producido políticas imperialistas, mientras que varios movimientos fascistas estaban poco interesados en nuevas ambiciones imperiales, o incluso las rechazaban. Todo ellos, no obstante, aspiraban a un nuevo orden en las relaciones exteriores, a una nueva relación o conjunto de alianzas con respecto a los estados y las fuerzas contemporáneas, y que a su nación tuviera una posición nueva en Europa y en el mundo.
La ideología y la cultura fascistas merecen más atención de la que reciben normalmente, pues la doctrina fascista, igual que todas las demás, se derivaba de ideas, y las ideas de los fascistas tenían claras bases filosóficas y culturales, pese a frecuentes afirmaciones en contra. A menudo se dice que las ideas filosóficas fascistas se derivaban de la oposición a la Ilustración o a las «ideas de 1789», cuando de hecho son un producto directo de aspectos de la Ilustración, y se derivaban directamente de los aspectos modernos, seculares y prometeicos del siglo XVIII.
Es probable que la divergencia esencial de las ideas fascistas respecto de determinados aspectos de la cultura moderna se halle más exactamente en el antimaterialismo del fascismo, y en la importancia que atribuía al vitalismo y al idealismo filosófico y a la metafísica de la voluntad. La cultura fascista, al revés que la de la derecha, era secular en la mayoría de los casos, pero al contrario de la de la izquierda y hasta cierto punto la de los liberales, se basaba en el idealismo y el vitalismo y en el rechazo del determinismo económico, tanto el de Manchester como el de Marx.
El objetivo del idealismo y el vitalismo metafísicos era la creación de un hombre nuevo, un nuevo estilo de cultura que lograse la excelencia tanto física como artística y que ensalzase el valor, la osadía y la superación de los límites anteriormente establecidos mediante el desarrollo de una cultura nueva y superior que comprometiese al hombre entero. Los fascistas esperaban recuperar el verdadero sentido de lo natural y de la naturaleza humana, idea básicamente dieciochesca, en un plano más elevado y más firme de lo que había logrado hasta entonces la cultura reduccionista del materialismo moderno y del egotismo prudencial. El hombre libre natural, cuya voluntad y determinación estuvieran desarrolladas, podría reevaluarse e ir más allá de sí mismo, y no titubearía en sacrificarse en aras de esos ideales.
Esas formulaciones modernas rechazaban el materialismo del siglo XIX, pero no representaban nada que pudiera calificarse de vuelta a los valores morales y espirituales tradicionales del mundo occidental antes del siglo XVIII. Representaban una tentativa específica de alcanzar una forma moderna, normalmente atea, de trascendencia, y no, como dice Nolte, una «resistencia a la trascendencia».
Muchos observadores se sintieron impresionados por el ambiente novedoso de los mítines fascistas en los decenios de 1920 y 1930. Todos los movimientos de masas emplean símbolos y diversos efectos emotivos, y quizá fuera difícil establecer que la estructura simbólica de los mítines fascistas era completamente diferente de la de otros grupos revolucionarios. Pero lo que sí parecía claramente distinto era el gran hincapié que se hacía en mítines, marchas, símbolos visuales y rituales ceremoniales o litúrgicos, a los que en la actividad fascista se les daba un papel central y una función que iba las allá de lo que ocurría en los movimientos revolucionarios de izquierda. Con ello se trataba de envolver al participante en una mística y en una comunidad de ritual que apelaba al factor religioso, además de al meramente político. En su mayor parte, los movimientos fascistas no lograron movilizar verdaderamente a las masas, pero sin embargo resulta característico que fuera ese su objetivo, pues siempre trataron de trascender el carácter de camarilla parlamentaria elitista de los grupos liberales poco movilizados, o el mero exclusivismo sectario y el recurso a la manipulación elitista que se solía encontrar en la derecha autoritaria.
Junto a la campaña de movilización de las masas se daba uno de los rasgos más característicos del fascismo; su tentativa de militarizar la política en una medida sin precedentes. Para ello se hacía que los grupos de milicias fueran algo central en la organización del movimiento y se utilizaban insignias y terminología militares a fin de reforzar el sentimiento de nacionalismo y de combate constante. Las milicias de partido no las inventaron los fascistas, sino la extrema izquierda y la derecha radical (por ejemplo, la Action Francaise), y en un país como España, los «movimientos de camisas» predominantes que practicaban la violencia callejera eran los de la izquierda revolucionaria. Sin embargo, la oleada inicial del fascismo centroeuropeo se basó desproporcionadamente en excombatientes de la primera guerra mundial y en su ethos militar. En general, la milicia del partido desempeñó un papel mayor, y se desarrolló en mayor grado entre los fascistas que entre los grupos de izquierdas.
Esto guardaba relación con la evaluación positiva de la violencia y la lucha que se hacía en la doctrina fascista. Todos los movimientos revolucionarios de masas han iniciado y practicado la violencia en mayor o menor medida, y probablemente sea imposible llevar la violencia a mayores extremos de lo que han hecho algunos regímenes leninistas, que han practicado, como decía uno de los viejos bolcheviques, la «compulsión infinita». El único rasgo excepcional de la relación fascista con la violencia era la evaluación teórica que hacían algunos movimientos fascistas: la violencia poseía un cierto valor positivo y terapéutico en y por sí misma, y una cierta cantidad de combate violento constante, en el sentido del darwinismo social de fines del siglo XIX, era necesaria para la buena salud de la sociedad nacional.
Esto a su vez, guardaba relación con otra característica fundamental: la insistencia en lo que se califica actualmente de «chauvinismo masculino» y la tendencia a exagerar el principio masculino en todos los aspectos de su actividad. En la era del fascismo todas las fuerzas políticas europeas estaban abrumadoramente dirigidas e integradas por hombres, y quienes hablaban de la igualdad de la mujer de labios para afuera, de hecho, sentían muy poco interés por ella. Pero los fascistas fueron los únicos que transformaron en fetiche perpetuo la virilidad de su movimiento y su programa y estilo, lo cual sin duda se debía en gran medida al concepto fascista de la militarización de la política y a la necesidad de un combate constante. Al igual que los grupos derechistas y algunos de la izquierda, el concepto fascista de la sociedad era orgánico5; pero en esa relación debían predominarlos derechos del varón. Ningún otro tipo de movimiento manifestaba un horror tan completo a la más leve sugerencia de androginia.
Casi todos los movimientos revolucionarios hacen un llamamiento especial a los jóvenes y recurren desproporcionadamente a los activistas jóvenes. Para el decenio de 1920 incluso los partidos parlamentarios moderados habían empezado a formar sus propias secciones juveniles. Pero la exaltación fascista de la juventud era excepcional, porque no sólo le hacía un llamamiento especial, sino que además exaltaba a la juventud por encima de las demás generaciones sin excepción, y en mayor medida que en ninguna otra fuerza se basaba en el conflicto entre generaciones. Sin duda, ello se debía en parte a lo reciente que era el fascismo y a la identificación de las fuerzas establecidas, comprendida gran parte de la izquierda, con dirigentes y miembros de la generación mayor, procedente de la preguerra. También se debía en parte al concepto orgánico de la nación y de la juventud como su nueva fuerza vital, y al predominio de la juventud en la lucha y la militarización. El culto fascista de la osadía, la acción y la voluntad de un nuevo ideal, sintonizaba inherentemente con la juventud, que podía responder de una forma que resultaba imposible a públicos más viejos, más débiles y más experimentados y prudentes, o más materialistas.
Por último, podemos convenir con Pareto y Michels en que casi todos los partidos y movimientos dependen de élites y de líderes para su funcionamiento; pero algunos lo reconocen de forma más explícita y llevan la idea a mayores extremos. Es evidente que la jefatura fuerte y autoritaria, y el cuto a la personalidad del jefe, no se limitan a los movimientos fascistas, y ni si quiera es cierto que todos los movimientos fascistas consagraran, como sugiere Nolte, el Führerprinzip de un solo jefe todopoderoso. La mayor parte de los movimientos fascistas empezaron basándose en una jefatura elegida, elegida la menos por la élite del partido, y así ocurrió incluso con los nacionalsocialistas. La versión española del Fühererprinzip, la teoría y la práctica del caudillaje, la introdujo la derecha nacionalista en la persona de Franco y se les impuso a los fascistas. Pero existía una tendencia general a exaltar la función de la jefatura, la jerarquía y la subordinación, a mostrar deferencia ante la función creadora de la jefatura, más que ante la ideología precedente o una línea burocratizada del partido.
TRES CARAS DEL NACIONALISMO AUTORITARIO
El análisis comparado de los movimientos de tipo fascista se ha visto complicado, y muchas veces enturbiado, por una tendencia común a identificar a estos movimientos con formas más conservadoras y derechistas de nacionalismo autoritario en el período de entreguerras y después de éste. Los movimientos fascistas representaron la expresión más extremada del nacionalismo europeo moderno, pero no eran sinónimos de todos los grupos nacionalistas autoritarios. Estos últimos eran pluriformes y muy diversos, y en su tipología iban mucho más lejos que el fascismo, o se quedaban muy cortos en comparación con él, además de diferenciarse de él en aspectos fundamentales.
La confusión entre los movimientos fascistas en particular y los grupos nacionalistas autoritarios en general se debe a que el apogeo del fascismo coincidió con una era general de autoritarismo político que en vísperas de la segunda guerra mundial se había hecho con el control, de una forma o de otra, de las instituciones políticas de la mayoría de los países europeos. Sería torpemente inexacto aducir que este proceso ocurrió independientemente del fascismo, pero tampoco era meramente sinónimo de fascismo.
Por eso, con fines del análisis comparado, resulta crucial distinguir claramente entre los movimientos fascistas per se y la derecha autoritaria no fascista (o a veces protofascista). A principios del siglo XX surgió un grupo de nuevas fuerzas derechistas y conservadoras autoritarias en la política europea que rechazaba el conservadurismo moderado del siglo XIX y la reacción simple a la vieja usanza y propugnaba un sistema autoritario más moderno, técnicamente eficaz, distinto tanto de la revolución izquierdista como del radicalismo fascista. A su vez, estas fuerzas de la nueva derecha pueden dividirse en, por una parte, los elementos de la derecha radical y, por otra, la derecha autoritaria más conservadora6, como se sugerirá más adelante.
Los nuevos grupos autoritarios de la derecha combatían en gran medida las mismas cosas a las que se oponían los fascistas (en especial el liberalismo y el marxismo), y propugnaban efectivamente los mismos objetivos. Además, hubo muchos ejemplos de alianzas tácticas, por lo general pasajeras y circunstanciales, entre fascistas y derechistas autoritarios, e incluso casos de fusión pura y simple, especialmente entre fascistas y derechistas radicales, que siempre estuvieron más cerca de los fascistas que la derecha autoritaria más moderada y conservadora. De ahí la tendencia general a poner en el mismo saco estos fenómenos distintos, que se ha visto reforzada por los historiadores y los comentarios ulteriores que tienden a identificar a los grupos fascistas con la categoría de la derecha o de la extrema derecha7. Pero esto no es correcto sino en la medida en que se tenga la intención de separar a todas las fuerzas autoritarias opuestas tanto al liberalismo como al marxismo y asignarles la etiqueta arbitraria de fascismo, al mismo tiempo que se pasan por alto las diferencias básicas entre ellas. Es un poco como si se identificara el estalinismo con la democracia rooseveltiana porque ambos se opusieron al hitlerismo, al militarismo japonés y al colonialismo europeo occidental.
El fascismo, la derecha radical y la derecha autoritaria conservadora diferían entre sí de varias formas. En lo teórico, la derecha autoritaria conservadora, y en muchos casos también la derecha radical, se basaban en la religión más que en ninguna nueva mística cultural como el vitalismo, el irracionalismo o el neoidealismo secular. De ahí que el «hombre nuevo» de la derecha autoritaria se basara en, y en muchos aspectos se viera limitado por, los preceptos y los valores de la religión tradicional, o más bien específicamente, de las interpretaciones conservadoras de ésta. Se repudiaba el sorelismo y el nietzscheanismo de los fascistas puros en pro de un enfoque más práctico, racional y esquemático.
Si bien es cierto que los fascistas y los autoritarios conservadores estaban a menudo casi diametralmente opuestos en los terrenos cultural y filosófico, varios elementos de la derecha radical, como los españoles, eran tan conservadores en el terreno cultural y tan abiertamente religiosos como la derecha autoritaria conservadora. Otros, sobre todo en Europa central, tendían a abrazar cada vez más unas doctrinas vitalistas y biológicas que no diferían mucho de la de los fascistas más puros. Otros, en Francia y en otras partes, adoptaban una postura rígidamente racionalista, completamente del irracionalismo y el vitalismo de los fascistas, al mismo tiempo que trataban de adoptar de manera puramente formal el marco político de la religiosidad.
La derecha autoritaria conservadora no era anticonservadora más que en el sentido limitado de haber roto con las formas parlamentarias del conservadurismo moderado y parlamentario. Pero deseaba evitar las rupturas radicales con la continuidad jurídica, si era posible, y normalmente no proponía más que una transformación parcial del sistema en un sentido más autoritario. En cambio, la derecha radical deseaba destruir todo el sistema político del liberalismo vigente y de arriba abajo. Pero incluso la derecha radical titubeaba en hacer suyas formas totalmente radicales y nuevas de autoritarismo, y normalmente aspiraba a una reorganización de la monarquía o a un corporativismo ecléctico neocatólico, o a una combinación de ambas cosas. Tanto la derecha radical como la autoritaria conservadora templaban considerablemente su defensa del elitismo y de una jefatura fuerte con la invocación de legitimidades tradicionales. La derecha autoritaria conservadora prefería evitar las novedades en todo lo posible, tanto en la formación de nuevas élites, como en la dictadura, mientras que la derecha radical optaba, deliberadamente a veces, por difuminar esas diferencias. Pero en el vértigo fascista que afligió a un sector tan grande del nacionalismo europeo en el decenio de 1930, incluso algunos sectores de la derecha autoritaria conservadora adoptaron parte de las apariencias y los aspectos externos del fascismo, aunque no deseaban, ni hubieran sido capaces de reproducir, todas las características del fascismo genérico.
Aunque la derecha autoritaria conservadora tardó en comprender la idea de la política de masas, a veces logró exceder a los fascistas en la movilización del apoyo de las masas y recurrió a amplios estratos de gentes del campo y de la clase media baja. Normalmente, la derecha radical era el más débil de los tres sectores en cuanto a atractivo popular, pues no podía competir con los fascistas en una campaña cuasi revolucionaria de movilización interclasista, y no podía aspirar al apoyo de los grandes grupos de elementos más moderados que a veces apoyaban a la derecha autoritaria conservadora. En una medida todavía mayor que ésta, la derecha radical tenía que basarse en elementos de élite de la sociedad y las instituciones establecidas (por mucho que deseara cambiar las instituciones políticas), y su táctica se encaminaba a manipular la estructura del poder, más que a la conquista política desde el exterior recurriendo al apoyo popular.
Así, la derecha radical solía esforzarse especialmente por utilizar el sistema militar con fines políticos, y en el peor de los casos estaba dispuesta a aceptar el pretorianismo a secas, el gobierno de los militares, aunque este debería ajustarse a los principios de la derecha radical. Los fascistas eran los más débiles de estas fuerzas en cuanto a generar apoyo entre los militares, pues la derecha autoritaria conservadora podía esperar, en los momentos de crisis, incluso más asistencia militar que la derecha radical, su legalismo y su populismo le permitían invocar con más facilidad los principios de la continuidad de la legalidad, la disciplina y la aprobación popular. En consecuencia, los esfuerzos tanto de la derecha autoritaria conservadora como de la derecha radical por organizar su propia milicia no solían llegar a la competencia con las fuerzas armadas. En cambio, los fascistas no aspiraban más que a la neutralidad, o en algunos casos el apoyo parcial de los militares, al mismo tiempo que rechazaban el pretorianismo genuino, pues comprendían perfectamente que el gobierno militar per se impedía el gobierno fascista, y que la militarización fascista generaba una especie de competencia revolucionaria con el ejército. Hitler no logró la plenitud del poder hasta que consiguió dominar totalmente al ejército. A la inversa, cuando el nuevo sistema estaba encabezado por un general, Franco, Petain, Antonescu, los movimientos fascistas quedaban relegados a un papel subordinado, y al final insignificante. Mussolini, en cambio, estableció un sistema sincrético o policrático que reconocía una amplia autonomía a los militares, al mismo tiempo que limitaba la del partido.
En contra de lo que se suele decir, el desarrollo económico era uno de los principales objetivos de los grupos de las tres categorías, aunque hubo excepciones (la más notable de las cuales quizá fuera la del Estado Novo portugués en sus comienzos). Los fascistas, que formaban el sector más modernizador de los tres, eran los que daban más prioridad al desarrollo moderno (también con algunas excepciones), aunque según las variedades nacionales, algunos grupos de la derecha radical y de la autoritaria conservadora también le otorgaron gran prioridad. Los derechistas radicales y los autoritarios conservadores, casi sin excepción, se hicieron corporativistas en el terreno formal de la economía política, pero los fascistas eran mucho menos explícitos, y en general menos esquemáticos.
Una de las diferencias principales entre los fascistas y los dos sectores derechistas se refería a la política social. Aunque los tres sectores propugnaban la unidad social y la armonía económica, para casi todos los grupos de la derecha radical y autoritaria conservadora, esto tendía a significar una congelación del statu quo. De la cuestión del fascismo y la revolución se tratará más adelante; pero baste decir que en general a los fascistas les interesaba más cambiar las relaciones de clase y de condición social y utilizar formas más radicales de autoritarismo para alcanzar ese objetivo. Los sectores derechistas eran simplemente más derechistas, es decir, interesados en mantener una parte mayor de la estructura existente de la sociedad, con la menor modificación posible, salvo para promover unas nuevas élites derechistas limitadas y debilitar al proletariado organizado.
En general era menos probable que la derecha autoritaria conservadora propugnase una forma agresiva de imperialismo, pues ello a su vez implicaría unas políticas internas más drásticas y acarrearía nuevos peligros del tipo que esos movimientos estaban ideados primordialmente para evitar. Pero no cabía decir lo mismo de la derecha radical, cuyo radicalismo y actitud militarista solía comprender la expansión agresiva. De hecho, había elementos de la derecha radical que muchas veces eran más imperialistas que los elementos moderados o «izquierdistas» (revolucionarios sociales) del fascismo.
Como gran generalización, pues, los grupos de la nueva derecha autoritaria conservadora simplemente adoptaban actitudes más moderadas y generalmente más conservadoras en torno a cada cuestión que los fascistas. Aunque a mediados del decenio de 1930, se habían apoderado de parte de la estética, la coreografía y los aspectos externos del fascismo, el estilo de la derecha autoritaria conservadora hacía hincapié en una continuidad conservadora más directa, y era fácil advertir que sus tonos simbólicos eran más tradicionales. En cambio, la derecha radical no sólo solía diferir del fascismo por ser más moderada o más conservadora en el sentido positivo, sino por ser más derechista. Su apoyo dependía más de las élites y la estructura existentes, por demagógica que pareciese su propaganda, y no estaba dispuesta a aceptar por completo la movilización de masas interclasista ni los cambios sociales económicos y culturales implícitos que exigía el fascismo.
En algunos aspectos, en relación con la violencia, el autoritarismo, el militarismo y el imperialismo, no obstante, la derecha radical era tan extremista como los fascistas, y en esos aspectos era en los que la derecha radical se distinguía más de la derecha autoritaria conservadora. En los ejemplos concretos que se comentarán en los capítulos siguientes será más fácil aprehender esas diferencias.
LAS FUENTES DEL AUTORITARISMO DE DERECHA
A primera vista, cabría suponer que los orígenes de la derecha autoritaria del siglo XX se hallaban en las primeras reacciones a la erupción de las fuerzas liberales e izquierdistas durante la Revolución Francesa e inmediatamente después. Aunque existen vínculos innegables entre la nueva derecha autoritaria de fines del siglo XIX y principios del siglo XX y las fuerzas del tradicionalismo, el neolegitimismo y la reacción que la precedieron en cien años, también hay grandes diferencias. Los movimientos reaccionarios de principios del siglo XIX tendían a ser simples directamente tradicionalistas, pretendían evitar el desarrollo de la sociedad moderna, urbana, industrial y de masas, en lugar de transformarla, mientras que a fines del siglo los grupos neoderechistas se habían hecho mucho más complejos, y trataban de adaptarse a su manera a los problemas sociales, culturales y económicos modernos.
La aparición de las nuevas formas de autoritarismo de derechas fue un proceso largo, muchas veces lento y complejo, pues en los últimos decenios del siglo el parlamentarismo liberal parecía en vías de lograr una victoria casi completa en las instituciones oficiales. Aunque cabía encontrar algunas excepciones importantes al liberalismo en las estructuras institucionales de Rusia y de Alemania, parecía que los principales desafíos al liberalismo a partir de 1870 eran los procedentes de la izquierda socialista, anarquista y populista, más que de formas nuevas de derechismo. Tan completo fue el triunfo intelectual y teórico del liberalismo en la cultura formal de muchos países europeos que al principio algunos liberales moderados y conservadores se debatieron impotentes en busca de nuevos conceptos o doctrinas sobre una estructura más autoritaria de gobierno para hacer frente a sus problemas.
Se pueden hallar las raíces de las nuevas formas de la derecha autoritaria de fines del siglo XIX y principios del XX por lo menos en cuatro esferas diferentes: el auge de la doctrina corporativista, sobre todo en los círculos católicos y el desarrollo ambiguo de determinadas formas nuevas de catolicismo político; la transformación gradual del liberalismo moderado o conservador, especialmente en el sur de Europa, en un sentido manifiestamente autoritario; la transformación de fuerzas que antes eran monárquicas y antiliberales tradicionalistas en varios países, desde el occidente latino hasta Rusia; y la aparición de un tipo nuevo de derecha radical en Italia, instrumental, modernizadora e imperialista.
EL AUGE DE LAS DOCTRINAS CORPORATIVISTAS
La mayor confusión en la interpretación de estos cambios ha surgido de las tentativas de conceptuar el movimiento hacia el corporativismo en sus orígenes y su estructura. La organización de diversos sectores de la sociedad en «corporaciones» distintas, en parte autónomas y en parte reguladas por el Estado, data de la era romana y en la Edad Media estaban muy extendidos los diversos sistemas parciales de autonomía y autorregulación limitadas dentro de un marco mayor de autoridad gubernamental y de representación limitada, especialmente en las ciudades-estado locales, pero también hasta cierto punto en reinos mayores.
Los comienzos del corporativismo moderno datan de principios del siglo XIX, en reacción al individualismo, la atomización social y las nuevas formas
de poder estatal central que surgen a partir de la Revolución Francesa y del liberalismo moderno. Las primeras ideas corporativistas de ultraderecha, que destacaron sobre todo en Alemania (pero también en Francia), proponían un regreso parcial al sistema de los tres estados medievales bajo un gobierno más autoritario. Sin embargo, debe distinguirse entre el corporativismo puramente reaccionario, o semireaccionario, y algunas de las doctrinas católicas que se desarrollaron a mediados y finales del siglo XIX, y que se encaminaban a reducir los poderes gubernamentales y a establecer la autonomía de los grupos sociales con menos atención a las cuestiones estrictamente económicas y políticas.
En este caso, la diferencia, al menos en parte, es la misma que existe entre lo que los corporativistas más recientes califican de corporativismo «social» (socialmente autónomo) y “estatal” (inducido y controlado por el gobierno). Pero a fines del siglo XIX surgió otra tendencia de pensamiento corporativista o semicorporativista entre los liberales moderados y conservadores en reacción al carácter atomizador e invertebrado, orientado hacia el conflicto, del liberalismo puramente individualista. Esta fue la escuela «solidarista» de León Bourgeois en Francia, que halló paralelismos en menor escala en otros países, y hasta cierto punto en la escuela corporativista «jurídica» de Antón Merger en Austria.
Pero a comienzos del siglo XX se dio una convergencia cada vez mayor entre los exponentes conservadores y los derechistas del corporativismo en el sentido de un corporativismo estatal más que social, aunque las doctrinas formales abstractas tendían, quizá incluso más que las teorías revolucionarias de izquierda, a disimular el grado de coerción y autoritarismo bajo el que funcionaría el nuevo sistema propuesto por ellas.
La mejor definición de trabajo sucinta de lo que significan en el siglo XX la mayor parte del as doctrinas del corporativismo es la que ha dado Philip Schmitter:
«Cabe definir el corporativismo como un sistema de representación de intereses en el cual las unidades constituyentes (es decir, los sectores sociales y económicos) están organizadas en un número limitado de categorías singulares, obligatorias, no competitivas, ordenadas jerárquicamente y diferenciadas funcionalmente, reconocidas o autorizadas (si no creadas) por el Estado, a las que se concede un monopolio deliberado de representación dentro de sus categorías respectivas a cambio de observar determinados controles»8.
DEL CONSERVADURISMO Y EL LIBERALISMO CONSERVADOR AL NEOAUTORITARISMO MODERADO
Aparte del corporativismo, la otra fuente del desarrollo inicial de una derecha autoritaria moderada se hallaba en la lenta tendencia hacia una orientación autoritaria entre los elementos conservadores del liberalismo y el semiliberalismo de fines del siglo XIX. Las principales expresiones del liberalismo autoritario” se encontrarían en Europa central, sobre todo en Alemania e Italia, pero quizá también en Hungría, con manifestaciones específicas en España y Portugal. Cabe encontrar el primer aspecto de esta tendencia en Alemania, donde en todo caso el sistema político nunca había llegado a ser plenamente liberal. Bismarck, en su último año de canciller (1889-1890), empezó a pensar seriamente en reducir todavía más el ámbito de las prerrogativas liberales, en recortar el derecho de voto en las elecciones al parlamento y otros derechos civiles. El constitucionalismo autoritario fue adquiriendo cada vez más influencia entre los conservadores alemanes en los años anteriores a la primera guerra mundial.
El paso a un liberalismo más autoritario se convirtió por primera vez en una opción seria en Italia cuando ésta tuvo que enfrentarse con el comienzo de la democratización política y la política de masas tras los disturbios de Milán en 1898. Sydney Sonnino, principal defensor de esta postura, la resumió en el lema de Torniamo allo Statuto (Volvamos al Estatuto, entendiendo por Estatuto la carta liberal restrictiva no enmendada del Piamonte en 1848), pero las fórmulas de Sonnino, representadas por el gobierno de Pelloux de 1898-1900, se vieron rechazadas a fin de cuentas por la propia Corona. Sin embargo, pervivieron, aunque de forma un tanto encubierta, durante la era reformista de Giolitti, y empezaron a pasar a primer plano en el gobierno Salandra-Sonnino de 1914-1916, que sumió a Italia en la primera guerra mundial, como parte del proceso de reforzamiento de una alternativa autoritaria más moderada y conservadora.
A medida que los sistemas liberales de Europa meridional se volvían más democráticos, conflictivos e inmanejables, fueron en aumento las exigencias de una alternativa moderadamente autoritaria, aunque no fuese más que una dictadura «cincinatesca» pasajera. Por ejemplo, cabría considerar que la invocación de los poderes de emergencia por la corona de los Habsburgo fue un ejemplo de este procedimiento, pero mucho más importante fue el paso dado en esta dirección durante la descomposición de la monarquía parlamentaria portuguesa, cuando la Corona dio facultades a Joao Franco para gobernar temporalmente por decreto en 1907-1908. al revés que los «poderes del decreto» limitados reconocidos por la Tercera República francesa, por ejemplo, o la autoridad de emergencia de la corona de los Habsburgo, la dictadura de Joao Franco no podía legitimarse a partir del sistema constitucional portugués, y funcionó exclusivamente en virtud de las dudosas facultades de la corona. Franco personificó una variante de la nueva tendencia «administrativa» del liberalismo conservador, y uno de sus lemas era pouca politica, muita administraçao. En el decenio siguiente a la primera guerra mundial, fueron apareciendo por toda la Europa meridional otras variantes de esta tendencia «liberal autoritaria», relacionadas solo marginalmente con los poderes constitucionales legítimos.
EL AUTORITARISMO NEOMONÁRQUICO
Aunque la mayor parte de los nuevos grupos derechistas y neoautoritarios de principios del siglo XX eran monárquicos en un sentido o en el otro (con pocas excepciones), hubo un tipo nuevo de fuerza de la derecha que convirtió a la monarquía en sí misma en uno de los focos principales del nacionalismo autoritario, distinto de los corporativistas católicos moderados o de los autoritarios más liberales. El principal ejemplo de un nacionalismo autoritario específicamente monárquico lo constituyó la Action Française, fundada en 1889.sus principios básicos de monarquía legitimista y representación corporativa bajo un Estado neonacionalista no eran novedades en sí mismos, pues venían formando parte de la base del tradicionalismo a lo largo de todo el pasado.
Lo excepcional de la Action Française fue que estableció una nueva síntesis de todas las ideas tradicionalistas del siglo XIX e hizo que el monarquismo pasara de ser un principio dinástico a convertirse en un sistema completo de «nacionalismo integral». Este no se basaba exclusiva, ni siquiera primordialmente, en el reino patrimonial tradicional, sino en la nación como un todo orgánico, cuya cabeza era la monarquía. En la tentativa de crear un sistema monárquico nuevo basado en el nacionalismo, Charles Maurras y los demás ideólogos del partido iban más allá del realismo tradicional y tomaban el sentido de un nacionalismo nuevo, avanzado, ideológicamente desarrollado. Su forma de cultivar el estilo y la estética, combinados con una propaganda elitista, aparentemente al día, muchas veces bien expresada, en pro de los tonos nuevos más extremistas y chillones, hicieron que la Action Française fuera el partido nacionalista de la Francia de principios del siglo XX. Daba una nota más radical, con su uso generalizado del antisemitismo, y hay quienes dicen que los «Camelots du Roi», los grupos juveniles de acción callejera del movimiento, fueron el primer «movimiento de camisas» prefascista del nacionalismo radical europeo. De hecho, la Action Française nunca aspiró a crear una «milicia del movimiento» al estilo del nazismo o el fascismo, que distaban mucho de su propio estilo, como tampoco aspiró a convertirse en un partido político organizado en regla. Las pandillas políticas de tipo relativamente elemental, que podían dedicarse de vez en cuando a la violencia callejera, no carecían totalmente de precedentes en la Europa del sur. Hasta 1917 no se transformaron en fuerzas milicianas de masas, y ese proceso no lo organizó la ultraderechista Action Française.
Aunque los dirigentes del movimiento eran oficialmente católicos, la actitud de todos ellos hacia la religión era utilitaria y teológicamente escéptica, lo cual era otro aspecto en el que diferían de la mayor parte de los legitimistas tradicionales. Personalmente a Maurras y León Daudet les interesaban más el espiritualismo y la magia que la teología cristiana. Su enfoque pragmático llevó a que el Papado los condenara en 1925.
La economía política de la Action Française, si es que existía, se derivaba en gran medida de las doctrinas decimonónicasde René de la Tour du Pin. De hecho, no se elaboró un programa socioeconómico detallado hasta que se encargó de ello Firmin Baconnier, en el decenio de 1920; pero éste no hizo más que un recuelo de la ideología corporativista católica. Jamás podría haberse calificado a la Action Française de movimiento nacionalista modernizador. Su principal historiador ha juzgado que la función de la Action Française consistió en «dotar a la Derecha de una ideología con la que pudiera disimular su falta de programa u objetivo positivos, en una actuación que fue en gran medida terca, y a menudo eficaz, de oposición al cambio»9.
Aunque se hicieron algunos torpes esfuerzos por estudiar la posibilidad de cooperar con los anarcosindicalistas en contra del Estado republicano centralizado y liberal, las limitaciones neotradicionalistas rígidas del movimiento acabaron por llevar a muchos de sus miembros activos más jóvenes, como Valois, Bucard, Darnand, Rebater y Brasillach, a salirse de él en busca de fuerzas más radicales, que a veces surgieron en imitación del fascismo italiano. En el extranjero, donde más influencia cabía encontrar de la Action Française fue en España y Portugal; en especial en este último país, donde se organizó un partido neomonárquico, el Integralismo Lusitano, bajo la nueva república portuguesa a partir de 1910, que en gran parte fue imitación de aquélla. El carlismo español, que había surgido en el siglo XIX como una de las fuerzas tradicionalistas más vigorosas de la Europa del sur, fue evolucionando a principios del siglo XX en un sentido un tanto análogo al de la Action Française, aunque su catolicismo era mucho más ferviente.
También cabría hallar alguna analogía en Rusia, con la aparición en 1905 de la Unión del Pueblo Ruso. Claro que la UPR carecía totalmente del estilo y la complejidad de una asociación como la Action Française, y también carecía de vigor conceptual y el impulso modernizador de los nuevos nacionalistas italianos (de los que se tratará más adelante). Era una formación más elemental, cuya corta vida y cuyo desarrollo limitado hacen que resulte difícil clasificarla en términos occidentales. La UPR combinaba un monarquismo autoritario y un vago corporativismo con algunas tentativas de movilización de masas y de reforma social. Hacía mucho más hincapié en las escuadras violentas de matones (las «Centurias Negras») que los nuevos grupos derechistas de Europa occidental, y era extremista en su antisemitismo semirracista y en su apoyo al nuevo estilo de imperialismo nacionalista ruso10. Quizá se pareciera más al pangermanismo austríaco de von Schönerer que a ningún otro movimiento de la Europa occidental, de manera que en algunos aspectos fue un antecesor del nuevo nacionalismo semirrevolucionario y parcialmente colectivista, en mayor medida que la extrema derecha de la Europa occidental, con su base clasista.
LA APARICIÓN DE UNA DERECHA RADICAL INSTRUMENTAL Y MODERNIZADORA
Las propuestas de un autoritarismo moderado o monárquico se vieron superadas por las exigencias más extremas de una forma moderna de autoritarismo que promoviese la modernización interna y una expansión nacional violenta. El más complejo y tajante de los nuevos grupos de la derecha radical que surgieron a partir del liberalismo conservador fue la Asociación Nacionalista Italiana, fundada en 1910. Al principio se trataba de un amasijo conflictivo de nacionalistas democráticos, moderados, y autoritarios radicales, y logró una relativa unidad ideológica cuando en 1914 se adoptó la doctrina de Alfredo Rocco del Estado corporativo autoritario. Al revés que los corporativistas católicos, que en teoría intentaban minimizar el papel del Estado, Rocco sostenía que el enfoque estatal era el único lógico, coherente y científico de la organización política moderna. Afirmaba que gran parte de su teoría se derivaba de las doctrinas alemanas del Estado jurídico, según las cuales los derechos humanos no eran inherentes, sino que eran resultado de la autolimitación del poder soberano del Estado.
El carácter divisivo de la política de los partidos parlamentarios y los enfrentamientos sociales y el subdesarrollo que tantos problemas causaban a la economía italiana se debían superar mediante la organización de un Estado corporativo. Este sustituiría al parlamento por una asamblea corporativa que representaría a los grupos de intereses económicos y estaría regulada por un Estado que dispondría del poder predominante. Su función consistiría en promover la armonía social, impulsar la modernización económica y convertir a Italia en un Estado fuerte, imperial. Aunque sus enemigos solían calificar de reaccionario al Estado corporativo de Rocco, este lo distinguía del de los conservadores católicos porque no se basaba en los patrones arcaicos de los tres estados medievales, sino que por el contrario estaba ideado para promover la coordinación industrial moderna con el fin de edificar una sociedad nueva y moderna. Pero, aunque los objetivos de la ANI eran modernizadores, no eran revolucionarios, en el sentido de que la soberanía existente de la Corona italiana y la estructura general de clases se debían mantener en gran medida por medios autoritarios, mientras se transformaban la tecnología y el potencial industrial de la sociedad en su conjunto.
Es posible que el aspecto más radical del programa de Rocco fuera su objetivo final, que consistía en reforzar a Italia para la guerra moderna y la expansión imperial. Los nacionalistas sostenían que ambas cosas eran necesarias y, de hecho, desde el punto de vista del darwinismo social, inevitables. Fue el primer grupo político de Italia que se organizó por su propia cuenta para enfrentarse violentamente con la izquierda revolucionaria, y fueron las milicias nacionalistas, los Sempre Pronti (Siempre Dispuestos), las primeras que reaccionaron ante la violencia izquierdista con ataques físicos a la izquierda, en Bolonia en julio de 1919, antes de que el minúsculo movimiento fascista recién nacido estuviera dispuesto a hacerlo o preparado para ello.
Cabe hallar una analogía parcial de tipo más tosco, pero todavía más radical, aunque menos orientada hacia la modernización, en la transformación de elementos del antiguo Partido Conservador Alemán y la nueva Liga de los Terratenientes de Alemania (Bund der Landwirte) de la década de 1890. La nueva derecha radical alemana abandonó principios anteriores de legalismo ultraconservador y se volcó hacia una política abiertamente autoritaria, basada en una movilización de masas nueva y demagógica, en el racismo y el antisemitismo racista. En su tentativa de proteger determinados intereses en un marco nacionalista, racista y autoritario, la nueva derecha radical alemana promovía decididamente el militarismo y la expansión imperial.
Stanley G. Paynen, El fascismo, Alianza Editorial, Madrid, 2014, páginas 3-21.
IMPORTANTE: Acerca de la bibliografía.
Toda referencia no detallada en texto o en nota a pie, se encuentra desarrollada en su integridad en la Bibliografía General.

Envía un comentario