■ Ingeniería propagandística nazi
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Wilhelm Reich LA PSICOLOGÍA DE MASAS DEL FASCISMO |
1. SU CONTENIDO
El eje alrededor del cual se articula el fascismo alemán es su teoría racial. El programa económico de lo que se ha llamado los 25 puntos no aparece en la ideología fascista más que como un medio de purificar a la raza germánica y de protegerla de todo mestizaje que, según los nacionalsocialistas, conduce siempre a la decadencia de la raza superior. Más aún, incluso la decadencia de una civilización podría ser el efecto del mestizaje. Según este punto de vista, la tarea más noble de una nación consiste en salvaguardar la pureza de la raza y en realizar los más grandes sacrificios para conseguir esa meta. Esta teoría ha encontrado su aplicación práctica en la persecución de los judíos en Alemania y en todos los territorios ocupados.
La teoría racial parte del principio de que el apareamiento de cada animal con un representante de su propia especie constituye una ley de bronce de la naturaleza. Sólo circunstancias excepcionales, tales como la cautividad, pueden conducir a la inobservancia de esta ley y, por lo tanto, al mestizaje. Pero la naturaleza se venga y se opone por todos los medios a estas prácticas, como por ejemplo, esterilizando a los bastardos o limitando la fecundidad de los descendientes. A cada unión de dos seres vivientes de diferente nivel, la descendencia se sitúa en la media. Luego la naturaleza tiende siempre a elevar el nuevo nivel a través de su selección; por esta razón, el abastardamiento contraría la voluntad de la naturaleza. La selección de la especie superior se opera también en la lucha por el pan cotidiano, que elimina ipso jacto a los seres inferiores, de menor valor racial. Aquí también es consecuente consigo misma la naturaleza, ya que la evolución y el perfeccionamiento de las especies se detendrían si los débiles, que constituyen la mayoría numérica, pudiesen eliminar a las especies superiores. Por esta razón, la naturaleza somete a los débiles a condiciones de vida más duras, que limitan su número. Tampoco tolera una reproducción al azar, sino que efectúa una selección despiadada según los criterios de fuerza y salud.
Esta ley se aplica a pueblos enteros: la historia nos enseña que el mestizaje del ario con los pueblos inferiores conduce siempre a la decadencia del representante de la cultura. De este modo, el nivel de la raza superior desciende; asistimos a la regresión física e intelectual, a la aparición de un mal progresivo e incurable (Siechtum).
Según Hitler, el continente norteamericano preservará su poder en tanto no sucumba también al incesto (Blutschande), es decir, en tanto no se mezcle con los pueblos no germánicos. «Provocar una evolución tal no significa otra cosa que cometer un pecado contra la voluntad del creador eterno». Es evidente que nos encontramos aquí con una serie de conceptos místicos: la naturaleza ordena, quiere, es razonable. Se trata de una forma extrema de metafísica biológica.
Según Hitler hay que dividir a la humanidad en un cierto número de razas, de las cuales, unas crean las civilizaciones, otras las representan y, por último, otras las destruyen. El único al que se puede considerar creador de civilizaciones es el hombre ario, ya que sólo de él provienen los «fundamentos y defensas de las creaciones humanas». Los pueblos de Asia, como los japoneses o los chinos, representan a las civilizaciones que en otro tiempo tomaron prestadas de los arios. Por el contrario, los judíos son una raza destructora de civilizaciones. Las grandes civilizaciones no han podido desarrollarse más que gracias a la presencia de los «hombres inferiores».
La primera civilización surgió de una tal utilización de las razas humanas inferiores. Al principio fue el vencido quien tiraba de la carreta; más tarde esta tarea le fue confiada al caballo. El ario conquistador ha subyugado a las razas inferiores y se ha servido de su trabajo para sus propios fines, según su voluntad. Pero cuando las razas sometidas comenzaron a aprender la lengua y las costumbres de sus señores y desde que cayeron las barreras estrictas entre los señores y los esclavos, el ario, al renunciar a la pureza de la sangre, perdió el paraíso; y, al mismo tiempo, perdía también su creatividad cultural. No es preciso decir que Adolfo Hitler representaba una de las cumbres de la civilización.
«El mestizaje y el descenso del nivel racial que provoca son las únicas causas de la muerte de las civilizaciones antiguas, puesto que los hombres no perecen al perder las guerras, sino al perder esa capacidad de resistencia que sólo corresponde a la sangre pura.»1.
No es preciso refutar esta concepción de base por medio de argumentos científicos. Tal concepción obtiene sus argumentos de la hipótesis darwiniana de la selección natural que, en más de un sentido, es tan reaccionaria como revolucionario es el descubrimiento de que las especies descienden de seres inferiores vivos; como tal sirve de pretexto a la función imperialista de la ideología fascista, ya que, si los arios son el único pueblo creador de civilizaciones, pueden reclamar para ellos, por derecho divino, el dominio del mundo. Una de las exigencias de Hitler, precisamente, era el ensanchamiento de las fronteras del Reich alemán, sobre todo hacia el Este, es decir, en detrimento de la Unión Soviética. La glorificación de la guerra imperialista caía de lleno en la línea de esta ideología:
«El fin por el que nos batimos en la guerra era el más noble y el más sublime que los hombres se puedan imaginar: la libertad y la independencia de nuestro pueblo, la garantía de sus abastecimientos futuros y… el honor de la nación»
«El objeto de nuestra lucha futura será la garantía de la existencia y de la multiplicación de nuestra raza y de nuestro pueblo, el alimento de sus hijos y la preservación de la pureza de su sangre, la libertad y la independencia de la patria, para que nuestro pueblo pueda madurar y prepararse para la misión que le ha sido asignada por el Creador del Universo.»2
Lo que a nosotros nos interesa exclusivamente es el origen irracional de estas ideologías, especialmente de la teoría racial, con sus contradicciones y sus absurdos; ideologías que, objetivamente, tenían que servir a los intereses del imperialismo alemán. Los teóricos racistas que pretenden justificarse con una ley natural olvidan que la selección racial entre los animales es una operación completamente artificial. La cuestión no es saber si el perro o el gato, si el pastor alemán o el lebrel, sino el alemán y el eslavo experimentan una aversión instintiva contra el cruce.
Los teóricos del racismo, que es tan viejo como el imperialismo, pretenden instaurar la pureza de la raza entre pueblos a los que la expansión económica ha sometido a tantos mestizajes que la pureza de la raza no es ya hoy más que un espantapájaros. No insistiremos más sobre una segunda estupidez de esta teoría, sobre la cuestión de saber si la ley natural no postula más bien la mezcla que la pureza de las razas.
Cuando se emprende la tarea de examinar una teoría que no ha partido de los hechos para llegar a apreciaciones, sino de las apreciaciones para deformar los hechos, resulta imposible convencer a un fascista narcisista imbuido de la superioridad de la raza germánica, por medio de los argumentos; y ello por la razón evidente de que él no obedece a los argumentos, sino a los sentimientos irracionales. Perderemos el tiempo, por lo tanto, explicándole que los negros o los italianos son tan raza como los germanos. Tiene conciencia de su superioridad y el resto ya no le interesa.
Para batir en toda regla la teoría racial hay que poner de manifiesto sus funciones irracionales, de las que se cuentan fundamentalmente dos: la primera sirve para dar una justificación biológica a las aspiraciones imperialistas, la segunda quiere expresar impulsos afectivos inconscientes de la sensibilidad nacionalista y camuflar ciertas tendencias psíquicas.
Consideremos esta última función de la teoría racial. Resulta curioso observar que, para calificar las relaciones sexuales entre arios y no arios, Hitler se sirva del término «Blutschande», lo que en alemán quiere decir incesto, es decir, las relaciones sexuales entre parientes cercanos.
¿Dónde nace la ineptitud de una teoría que tenía la pretensión de echar las bases de un mundo nuevo, de un «Tercer Reich»? Si nos hacemos a la idea de que los fundamentos irracionales y emocionales de una hipótesis de este tipo se explican siempre en función de hechos existencia-les concretos, si dejamos de creer que la búsqueda de tales fuentes ideológicas irracionales basadas en la racionalidad vuelve a situar el problema en el campo de la metafísica, emprenderemos el camino que conduce directamente a las mismas fuentes de la metafísica y comprenderemos, no solamente las condiciones históricas de su génesis, sino también su sustancia. Los resultados de nuestra investigación son suficientemente elocuentes.
2.—LA FUNCIÓN OBJETIVA Y SUBJETIVA DE LA IDEOLOGÍA.
El motivo más frecuente de equívocos en lo referente a las relaciones de una ideología con su función histórico radica en que no se distingue claramente entre su función objetiva y su función subjetiva. Para comprender auténticamente el punto de vista de la dictadura hace falta retrotraerse a la base económica que le dio nacimiento. De este modo, la teoría racial fascista y, de modo general, la ideología nacionalista, son, en sentido concreto, tributarias de los objetivos imperialistas de una capa dominante enfrentada con dificultades económicas.
Durante la guerra mundial, los nacionalismos alemán y francés se complacían en invocar «la grandeza de la nación», lo que en realidad representaba el expansionismo del gran capital alemán y francés. Pero estos factores económicos no constituyen la substancia misma de la ideología correspondiente, sino solamente el terreno social sobre el que aquella se origina; pueden considerarse como la condición sine qua non sin la que no existirían tales ideologías. Puede suceder incluso que el nacionalismo no esté representado en el aspecto social o que no se identifique con ninguna consideración racial.
En el antiguo Imperio Austro-Húngaro, el nacionalismo no coincidía con la raza, sino con la Patria austro-húngara. Cuando en 1914, Bethmann-Holweg preconizaba la lucha del germanismo contra el eslavismo, habría debido comenzar por Austria, Estado predominantemente eslavo.
Las condiciones económicas de una ideología explican su base material, pero no nos enseña nada sobre su nudo irracional. Este núcleo está representado por la estructura caracterológica de los hombres sometidos a las condiciones económicas de su medio social y que reproducen así, en la ideología, el proceso histórico-económico. Al crear las ideologías, los hombres se transforman a sí mismos; su núcleo material ha de encontrarse, por tanto, en el proceso de formación de la ideología. De este modo, la ideología tiene un doble fundamento material: indirecto en la estructura social económica, directo en la estructura típica de los hombres que la producen y que, a su vez, está determinada por la estructura económica de la sociedad. Es evidente, por tanto, que las formaciones ideológicas irracionales imprimen en los individuos estructuras irracionales.
La estructura del fascista se caracteriza por el pensamiento metafísico, el sentimiento religioso, la sumisión a los ideales abstractos y morales y la creencia en la misión divina del führer. Estos rasgos fundamentales se refieren a una capa más profunda, caracterizada por la adhesión autoritaria a un ideal de dirigente o de nación. La creencia en la «superioridad de la raza de los señores» era la clave principal de la adhesión de las masas nacionalsocialistas al führer y de la aceptación voluntaria de la servidumbre más abyecta.
Otro motivo determinante era el de la identificación intensa con el führer, identificación que velaba el hecho de que el sujeto no era más que un número insignificante, ahogado en la muchedumbre. A pesar de su dependencia, cada nacionalsocialista se tomaba por un pequeño Hitler. Lo que importa es la base caracterológica de estas actitudes. Por lo tanto, de lo que se trata es de descubrir las fuentes energéticas condicionadas también por la educación y la atmósfera social, que transforman las estructuras humanas hasta tal punto que, al desarrollarse tendencias de un carácter reaccionario e irracional y al identificarse los individuos con el führer, ya no se resientan de la afrenta que se les inflige llamándoles «infrahombres».
Si hacemos abstracción de los efectos mundialmente extendidos de la fraseología, si determinamos su contenido irracional y establecemos la exacta relación que la liga constantemente a los puntos neurálgicos sexual-económicos del proceso de formación de la ideología, lo primero que nos sorprende es el sistemático paralelismo entre «envenenamiento de la raza» y «envenenamiento de la sangre». ¿Qué se puede pensar de ello?
3.—PUREZA DE LA RAZA, ENVENENAMIENTO DE LA SANGRE, MISTICISMO.
«Paralelamente a la contaminación política y moral de nuestro pueblo se puede comprobar desde hace muchos años, un envenenamiento no menos horroroso del cuerpo de nuestro cuerpo por la sífilis», escribe Hitler. La causa de ello sería, en primer lugar:
«La prostitución del amor. Aunque no provocase la espantosa enfermedad directamente, causaría un inmenso trastorno a nuestro pueblo, ya que los estragos morales causados por la degeneración bastan para exterminar a un pueblo lenta pero inexorablemente. Esta judaización de la vida de nuestras almas y la explotación mercantil de nuestros instintos sexuales harán perecer a nuestra descendencia tarde o temprano […]. El pecado contra la sangre y la raza es el pecado original de este mundo y el fin de una humanidad que sucumbe a él».
Según esta teoría, la mezcla de las razas conduce a la mezcla de la sangre y al «envenenamiento de la sangre y el cuerpo del pueblo».
«Las más manifiestas consecuencias de la contaminación de las masas (por la sífilis) aparecen en nuestros hijos. Estos son el más lastimoso producto del envenenamiento progresivo e inexorable de nuestra vida psíquica. Es en las enfermedades de los niños donde se manifiestan los vicios de los padres».
Entendamos por «vicios de los padres» su costumbre de mezclarse con la sangre de otra raza y, más particularmente, con la sangre judía, dejando con ello que la pura sangre aria se contamine de la «peste judía mundial».
Observemos hasta qué punto está de acuerdo esta tesis con la del envenenamiento de la germanicidad por el «judío cosmopolita Karl Marx». Una de las fuentes más poderosas de la ideología política y del antisemitismo nacionalsocialistas es la esfera irracional de la fobia sifilítica. Según estas teorías, hay que procurar siempre por todos los medios la pureza de la raza, o, lo que es lo mismo, la pureza de la sangre3.
Hitler ha repetido a menudo que no hay que abordar a la masa con argumentos, pruebas, erudición, sino con sentimientos y creencias. En el lenguaje nacionalsocialista (y pensamos en Keyserling, Driesch, Rosenberg, Stapel y otros) las fórmulas vagas y místicas son tan frecuentes que merece la pena intentar su análisis. ¿Qué se esconde, pues, tras el misticismo de los fascistas?
La respuesta nos la proporciona el análisis de las «pruebas» de la validez de la teoría racial fascista, pruebas que Rosenberg nos administra en su Mito del siglo XX. Allí se lee en el comienzo:
«Los valores del alma racial que, como fuerzas motrices, se erigen tras la nueva imagen del mundo no son aún parte integrante de la conciencia viva. Sin embargo, el alma significa la conciencia vista desde el interior y, a la inversa, la raza es el mundo exterior del alma».
Nos encontramos aquí con una de esas frases típicamente nacionalsocialista que, a primera vista, son una insensatez y cuyo sentido parece escamotearse incluso para aquellos que las escriben. Para comprender correctamente el impacto político-irracional de este tipo de frases, tomadas del misticismo, es necesario poseer una visión justa de su eficacia en el plano de la psicología de masas. Continuemos:
«Por esta razón, la historia de las razas es, al mismo tiempo, la historia de la naturaleza y la mística del alma, mientras que, inversamente, la historia de la religión de la sangre es la gran leyenda universal de la ascensión y la decadencia de los pueblos, de sus héroes y pensadores, de sus inventores y artistas».
El reconocimiento de este hecho conduce a la convicción de que el combate de la sangre y la mística presentida de los hechos de la vida no son dos cosas diferentes, sino que representan la misma cosa de dos modos diferentes. El combate de la sangre… la ascensión y la decadencia de los pueblos. El envenenamiento de la sangre… la peste judía mundial. Todo esto se inscribe en la misma línea que comienza por el combate de la sangre y acaba mundialmente en el terror sangriento contra el materialismo judío de Marx y la matanza de judíos.
Prestaremos un flaco servicio a la causa de la libertad humana si nos contentamos con reírnos de esta mística en lugar de desenmascararla y de reducirla al contenido irracional que forma su núcleo. Lo que aquí hay de esencial, de más importante en el plano práctico es el proceso energético-biológico, concebido desde una óptica irracional y mística, expresión exacerbada de la ideología sexual reaccionaria. La ideología mundial del alma y de la 'pureza es la ideología mundial de la asexualidad, de la pureza sexual, o para llamar a las cosas por su nombre, una forma de represión y angustia sexual, productos ambos de la sociedad patriarcal autoritaria.
«El conflicto entre la sangre y el medio ambiente, entre la sangre y la sangre es el último fenómeno que puede alcanzar nuestro pensamiento; es imposible buscar y explorar más lejos», dice Rosenberg. Pero se equivoca: somos lo bastante presuntuosos para buscar más lejos, para examinar sin el menor sentimentalismo el proceso vivo entre la sangre y la sangre y de derribar así uno de los pilares del nacionalsocialismo.
Dejemos al mismo Rosenberg la tarea de demostrarnos que el núcleo de la teoría racial nacionalsocialista es el miedo mortal a la sexualidad natural y a su función del orgasmo. Para apuntalar su tesis según la cual la ascensión y decadencia de los pueblos estarían en función de la mezcla de las razas y del envenenamiento de la sangre, Rosenberg nos cita el ejemplo de los antiguos griegos.
Los griegos, nos explica, fueron en su tiempo, los representantes de la raza nórdica pura. Los dioses Zeus y Apolo, la diosa Atenea, eran los símbolos de una piedad grande y pura, los guardianes y protectores de todo lo que es noble y sereno, los defensores del orden, los dueños de la armonía de las fuerzas del alma, de la medida artística. Hornero no habría mostrado el menor interés por el éxtasis. De creer a Rosenberg, Atenea representaba:
«El símbolo del rayo, salió de la cabeza de Zeus, destructor de toda vida, la virgen prudente y serena, la guardiana del pueblo de los helenos, su fiel protectora en los combates. Estas piadosas creaciones del alma griega prueban la vida aún pura, interior, rectilínea del hombre nórdico; constituyen profesiones de fe religiosa en el sentido más sublime del término, la expresión de su confianza en su propia especie».
Rosenberg opone a estos dioses puros, sublimes, piadosos, los dioses del Oriente próximo:
«Mientras que los dioses griegos eran los dioses de la luz y del cielo, los dioses no arios del Oriente Próximo incorporaban todos los rasgos terrestres».
Démeter y Kermes serían los productos típicos de esta alma racial; Dionisio, dios del éxtasis, de la voluptuosidad, de las ménades desencadenadas señalaría la «irrupción de la raza extranjera de los etruscos y el comienzo de la decadencia del helenismo».
De modo arbitrario, pues, y para apuntalar su tesis del alma racial, Rosenberg se apodera de un cierto número de dioses que representan a uno de los aspectos contradictorios de la génesis de la civilización griega, para adornarles con el epíteto de griegos y califica a los otros, surgidos también como los primeros de la cultura helénica, de dioses extranjeros. Según Rosenberg, la culpa de la mala interpretación de la historia griega es atribuible a la investigación histórica que ha perdido el «sentido de los valores raciales» y comprendido mal el helenismo.
«El gran romanticismo alemán se resiente con un estremecimiento de veneración, de esos velos, cada vez más tupidos que se abaten sobre los dioses luminosos del cielo y se sumerge profundamente en lo instintivo, lo informe, lo demoníaco, lo sexual, lo estático, lo ctónico, en la veneración de la madre sin dejar de calificar todo esto de helénico».
La filosofía idealista de todos los matices no explica las condiciones en las que surge lo extático, lo instintivo en ciertas épocas culturales, sino que se pierde más bien en la evaluación abstracta de este fenómeno, dictada por esta misma concepción de la cultura que, a fuerza de elevarse por encima de lo «terrestre», sucumbe al fin a sus propias especulaciones. En cuanto a nosotros, también nos ocupamos de evaluar estos fenómenos, pero nuestras evaluaciones se desprenden de las condiciones del proceso histórico que se designa con el nombre de decadencia de una cultura; al hacer esto, nos esforzamos por distinguir las fuerzas progresivas de las regresivas y las inhibitorias, de captar el sentido histórico del fenómeno de la decadencia y de localizar los gérmenes de las nuevas formas de la cultura, de las que, inmediatamente, favoreceremos el florecimiento.
Cuando, al meditar sobre el hundimiento de la civilización autoritaria del siglo XX, Rosenberg evoca el destino de los griegos, lo que hace es tomar partido por las tendencias conservadoras de la historia, a despecho de todas sus aserciones sobre la renovación de la germanidad ("Deutschtum"). Avanzaremos por un terreno seguro si llegamos a comprender el punto de vista de la reacción política en nuestras investigaciones sobre la revolución cultural y su núcleo sexual-económico.
Para el filósofo de la civilización reaccionaria no hay otro remedio como no sea la resignación o el escepticismo o bien la inversión del curso de la historia por medios revolucionarios. Si cambiamos de punto de vista en la consideración de las civilizaciones, y ya no vemos en la decadencia de la cultura antigua el fin de la civilización a secas, sino el de una civilización determinada, a saber, de la civilización autoritaria, que ya lleva en sí los gérmenes de una nueva civilización auténticamente liberal, aplicaremos también otros criterios de valor a los elementos culturales que antes habíamos juzgado como positivos o negativos. Lo único que importa es comprender la correlación que existe entre la revolución y los fenómenos que el reaccionario considera síntomas de la decadencia.
De este modo, resulta significativo que, en el campo de la etnología, la reacción política dé preferencia a la teoría patriarcal, mientras que el mundo revolucionario no admita, más que el matriarcado. Si se hace abstracción de los datos objetivos de la ciencia histórica, cada una de las actitudes está determinada en los dos campos opuestos por corrientes sociológicas que corresponden a procesos objetivos de la economía sexual, de los que hasta ahora no se había tomado conciencia. El matriarcado, cuya existencia histórica ha sido probada, no representa solamente la organización de la democracia natural del trabajo, sino también la organización natural de la sociedad que obedece a los imperativos de la economía sexual4. Por el contrario, el patriarcado no es solamente autoritario en el plano económico, sino que su organización en lo sexual económico es deplorable.
La Iglesia ha extendido, mucho más allá de la época en que detentaba el monopolio de la investigación científica, la tesis de la naturaleza metafísicamente moral del hombre, de su esencia monógama, etc. Por este motivo, los descubrimientos de Bachofen amenazaban con trastornarlo todo. No sólo resultaba desconcertante la organización sexual del matriarcado por una organización diferente de la consanguinidad, sino también por el efecto autorregulador natural que imprimía a la vida sexual. Hasta Morgan, y después de él Engels, nadie había reconocido su auténtico fundamento, que era la ausencia de la propiedad privada de los medios de producción social. En su calidad de ideólogo del fascismo, Rosenberg se ve obligado a negar los estadios matriarcales primeros de la antigua civilización griega (históricamente demostrados, sin embargo) y a recurrir a la hipótesis según la cual, «los griegos se habrían impregnado a su través (es decir, de lo dionisíaco) física y espiritualmente, de una esencia extranjera».
La ideología fascista, a diferencia de la ideología cristiana separa el deseo de orgasmo del hombre de las estructuras humanas formadas por el patriarcado autoritario y lo atribuye a razas diferentes: de este modo, nórdico se hace sinónimo de luminoso, celeste, asexual, puro; por el contrario, el Oriente Próximo es instintivo, demoníaco, sexual, extático, orgiástico. Así se explicaría el rechazo fascista de la investigación «romántica e intuitiva» de Bachofen, cuya tesis sobre la vida de los antiguos griegos califica de «hipotética». En la teoría racial fascista, el miedo al orgasmo del hombre sometido a una autoridad despiadada aparece bajo una forma fija, petrificada para siempre y opuesta como línea pura al elemento animal, orgiástico. Por este motivo, el helenismo, lo racial se convierte en la emanación de lo «puro», de lo «asexual»; la raza extranjera, el etrusco, representa el elemento animal y, por lo tanto, inferior. Debido a esto, el patriarcado debe situarse al comienzo de la historia del hombre ario.
«El primer gran combate, de decisiva importancia para el destino del mundo, entre los valores de la raza, tuvo lugar en suelo griego, y decidió la victoria del principio nórdico. Desde entonces, el hombre iba a comenzar su existencia por el lado del día y de la vida; las leyes de la luz y del cielo constituyen el espíritu y la esencia del padre, y han presidido el nacimiento de lo que entendemos por cultura griega, la más prestigiosa herencia de la antigüedad que haya llegado hasta nuestros días»5.
El orden sexual patriarcal y autoritario, nacido de los trastornos del fin de la época matriarcal (autonomización económica de la familia del jefe con respecto a la gens maternal, aumento de los intercambios comerciales entre las etnias, desarrollo de los medios de producción) se convierte en el fundamento de la ideología autoritaria, expoliando para ello de su libertad sexual a las mujeres, los niños y los jóvenes, transformando la sexualidad en mercancía y poniendo los intereses sexuales al servicio de la servidumbre económica.
Pervertida de esta manera, la sexualidad toma en efecto un aspecto diabólico, demoníaco, al que es preciso oponerse. A la luz de los imperativos patriarcales, la casta sensualidad del matriarcado aparece como el obsceno desencadenamiento de las fuerzas de las tinieblas. Lo dionisíaco se convierte en el deseo culpable que las civilizaciones patriarcales presentan como algo caótico e inmundo. Confrontando con las estructuras sexuales humanas, pervertidas y lúbricas, dentro y fuera de sí mismo, el hombre patriarcal se encuentra encadenado por primera vez a una ideología según la cual sexualidad e impureza, sexualidad e inferioridad o diabolismo son nociones inseparables.
Tal valoración toma también el aspecto de una justificación racional (en un plano secundario). Con la institucionalización de la castidad, las mujeres pierden su castidad bajo la presión de sus aspiraciones sexuales: entre los hombres, la sexualidad brutal ocupa el lugar de la sexualidad natural y orgiástica. De esta manera se extiende entre las mujeres la idea de que, para ellas, el acto sexual tiene algo de deshonroso. De hecho, en ninguna parte se suprimen las relaciones sexuales extraconyugales, pero a consecuencia del desplazamiento de los valores y de la abolición de las instituciones que, desde el tiempo del matriarcado las favorecían, entran en contradicción con la moral oficial y han de practicarse a escondidas. Al cambiar de lugar la sexualidad en el plano social, también se modifica el modo de vivirla en el plano personal.
El antagonismo existente entre la naturaleza y las exigencias sublimes de la moral perturba la aptitud de los individuos para la satisfacción sexual. El sentimiento de culpabilidad impide el desarrollo orgiástico natural de la fusión de los sexos y provoca éxtasis sexuales que se liberan por medio de diversos derivativos. Hacen su aparición entonces las neurosis, las desviaciones sexuales y los comportamientos sexuales asociales, que se convierten en fenómenos sociales endémicos. La sexualidad infantil y juvenil, vista con agrado en la época primitiva de la democracia del trabajo matriarcal, queda sometida a una represión sistemática, diversa en sus formas. La sexualidad desfigurada, trastornada, brutalizada, rebajada, apoya entonces a la ideología a la que le debe su existencia. La actitud antisexual puede prevalerse hoy día de que la sexualidad se ha convertido en algo inhumano y sucio, pero olvida que esta sexualidad inmunda no es la natural, sino la sexualidad del patriarcado. La sexología del patriarcado del fin de la era capitalista no está menos influida por estas valoraciones que las concepciones vulgares. De ahí su total esterilidad. a través de la represión de las aspiraciones sexuales de los hombres de esta época.
De este modo, la represión sexual aparece como una de las causas principales de la división de la sociedad en clases. La ceremonia de la boda y la transferencia legal de la dote que la acompañaba se convertían de este modo en los puntos neurálgicos del paso de una organización a la otra6 . Como la dote ofrecida por la gens de la mujer a la familia del jefe reforzaba el poder de los hombres y más especialmente, del jefe, el interés material de los hombres de las gens y familias de un rango superior empujaba a éstas a perpetuar los lazos del matrimonio, ya que en ese estadio del desarrollo únicamente el hombre obtenía ventajas del matrimonio, y no la mujer.
De este modo, el simple aparejamiento de la época de la democracia natural del trabajo, que admitía la separación en todo momento, se transformaba en matrimonio patriarcal, monogámico y perdurable. El matrimonio monogámico permanente se convirtió en la institución central de la sociedad patriarcal, como ha llegado hasta nuestros días. Para asegurar el funcionamiento de esta institución era preciso reprimir y depreciar sin cesar las aspiraciones genitales naturales. Esta evolución no afectaba tan sólo a las clases inferiores, cada vez más explotadas, sino también a las capas sociales que hasta entonces habían ignorado la contradicción entre moral y sexualidad y de cuyos contragolpes conflictivos se resentían cada vez más.
En efecto, la moral impuesta no actúa solamente desde el exterior; no es completamente eficaz más que cuando se ha interiorizado, cuando se ha convertido en inhibición sexual estructural. En los diferentes estadios del proceso dominará uno u otro aspecto del antagonismo. Al comienzo, la moral sexual tiene preferencia, más tarde será la inhibición provocada por la moral impuesta desde fuera. Las sacudidas políticas que estremecen a toda la organización social agudizan también el conflicto entre la sexualidad y la moral impuesta, lo que a los unos se les antojará una decadencia moral y a los otros una revolución sexual. Lo que es cierto es que la noción de la decadencia de la cultura proviene de la visión de la irrupción de la sexualidad natural.
Se habla de decadencia porque se siente la amenaza del modo de vida basado en la moral impuesta. En realidad, lo que perece es el sistema de la dictadura sexual, dictadura que mantiene las instancias morales impuestas al individuo en interés del matrimonio y de la familia autoritaria. Entre los griegos de la antigüedad, cuya historia escrita data de los tiempos de un patriarcado en todo su apogeo, encontramos en calidad de organizaciones sexuales: el predominio de los hombres, las hetairas para las capas superiores, la prostitución para las capas inferiores y medias y, al lado, las mujeres casadas, esclavizadas y miserables, cuya única función consistía en producir hijos. La dominación masculina de la época de Platón estaba fundada en la homosexualidad7.
Las contradicciones de la economía sexual de la Grecia tardía aparecieron cuando la vida pública griega se deterioró política y económicamente. Para el fascista Rosenberg, la época dionisíaca está determinada por la mezcla del elemento ctónico y el elemento apolíneo, lo que condujo a su desaparición. El falo, escribe Rosenberg, se convierte en el símbolo del fin de la era helénica. Para el fascista, el surgimiento de la sexualidad natural es un signo de decadencia, de lubricidad, de lascivia, de impureza. Esta impresión no es solamente el producto de la imaginación fascista, sino que corresponde también a la experiencia vivida de los hombres de aquellas épocas. Las dionisíacas son el equivalente de las danzas y bailes de trajes de nuestros medios reaccionarios. Es preciso saber cómo se desarrollan estas fiestas para no cometer el error, muy extendido, de ver en estas actuaciones dionisíacas la cima de la experiencia sexual. Ahí, más que en cualquier otra parte, se revelan las contradicciones insuperables entre el deseo sexual desencadenado y la imposibilidad de gozar, consecuencia de las leyes morales.
«La ley dionisíaca de la satisfacción sexual desenfrenada significa la mezcla de razas sin límites entre los helenos y los levantinos de todas las tribus y todos los géneros».
¡Imaginémonos a un historiador del milenio cuarto que presentara las fiestas sexuales de la burguesía del siglo xx como una mezcla ilimitada entre alemanes, negros y judíos de todas las tribus y todos los géneros!
Se ve aquí con claridad el significado de este modo de presentar la mezcla de las razas: es el rechazo de lo dionisíaco, rechazo cuyo motivo profundo es el interés económico que la sociedad patriarcal encuentra en el matrimonio. Por este mismo motivo, en la historia de Jasón, el matrimonio obligatorio aparece como una defensa contra el hetairismo.
Las hetairas son mujeres que rehúsan someterse al yugo del matrimonio impuesto y que reivindican para ellas una vida sexual independiente. Pero esta reivindicación tropieza con las consecuencias de una educación que ha privado al organismo de su capacidad de goce sexual. Esta es la razón por la que la hetaira se arroja a la aventura, para escapar a su homosexualidad, o bien obedece a una y a otra tendencia, en medio de la turbación y el desgarramiento. El hetairismo encuentra su complemento en la homosexualidad de los hombres, quienes abrumados por la vida conyugal que se les impone, se refugian en los brazos de la hetaira o del efebo, en los cuales buscan refrescar su sensibilidad sexual.
La estructura sexual de los fascistas que preconizan el patriarcado más riguroso y que reactivan efectivamente en su vida familiar la vida sexual de la época platónica, es decir, la pureza en la ideología, el desgarramiento y la morbosidad en su vida sexual real, es por necesidad el eco de la situación sexual en tiempo de Platón. Rosenberg y Blüher ven en el Estado una institución viril de base homosexual. Observemos de qué curiosa manera pretende deducirse de esta ideología el desprecio por la democracia. Se rechaza a Pitágoras porque representa la figura del profeta de la igualdad entre los hombres, porque aparece como el «anunciador del telurismo democrático, de la comunidad de bienes y de mujeres». La igualación de la comunidad de bienes con la comunidad de mujeres es uno de los argumentos contundentes de la lucha antirrevolucionaria.
La democratización del patriarcado romano que, hasta el siglo V proporcionaba 300 senadores salidos de 300 familias nobles se explica por la autorización que se dio a partir del siglo V de casamiento entre patricios y plebeyos, lo que equivalía a una decadencia racial. La democratización de un sistema político por los matrimonios mixtos se considera igualmente como un signo de decadencia racial. En este punto se revela por completo el carácter reaccionario de la teoría racial, ya que las relaciones sexuales de los griegos y los romanos de clases distintas quedan asimilados al mestizaje de las razas.
Los miembros de la clase oprimida quedan al mismo nivel que los hombres de una raza extranjera. En otra parte, Rosenberg habla del movimiento obrero como de «la ascensión de esta humanidad surgida del arroyo de las metrópolis, con todos los desperdicios de Asia»8. Tras la idea de la mezcla de las razas extranjeras se esconde, por tanto, la idea de las relaciones sexuales con los miembros de las clases oprimidas.
Detrás de esta idea se esconde, además, la tendencia de la reacción política a la segregación, segregación sin duda muy clara en el plano económico, pero completamente oscurecida en el plano de la moral sexual para las mujeres burguesas sometidas a la represión sexual. Sin embargo, por medio de la mezcla sexual de las clases se asiste, al mismo tiempo, a un estremecimiento de los más sólidos pilares de la dominación de clases y a la posibilidad de una democratización, es decir, la proletarización de la juventud bien ya que las capas inferiores de todo orden social producen representaciones sexuales y modos de vida que constituyen una amenaza mortal para los abogados del orden autoritario9.
Si, en último análisis, el concepto de mezcla de razas esconde el de mezcla de las clases dominantes y las clases oprimidas de la sociedad, ello nos proporciona la clave del papel de la represión sexual en la sociedad de clases. En este plano podemos distinguir un cierto número de funciones, pero jamás una correlación mecánica entre la represión sexual y la explotación material por las clases dominantes. De hecho, las relaciones entre la represión sexual y la sociedad de clases son infinitamente más complejas. No indicaremos aquí más que dos de estas funciones:
- Dado que la represión sexual estaba destinada primitivamente a mantener los intereses económicos del derecho de herencia y del matrimonio, comienza en el mismo seno de la clase dominante. La moral de la castidad, pues, se aplica en primer lugar a los miembros femeninos de las capas dominantes. Su misión es asegurar la propiedad adquirida por la explotación de las clases inferiores.
- En los comienzos del capitalismo y en las grandes culturas asiáticas de carácter feudal, la clase dominante no está interesada aún en la represión sexual de las clases explotadas. La opresión sexual comienza solamente con los principios del movimiento obrero organizado, con las conquistas por los trabajadores de ventajas sociales y la elevación consiguiente del nivel cultural de las masas populares. Sólo en ese momento se interesa la clase dominante por las buenas costumbres de los oprimidos. El ascenso de la clase obrera se acompaña de un proceso de acercamiento ideológico a la clase dominante.
Cierto que esta evolución no implica la pérdida de las formas de vida sexual propias de la clase obrera; éstas se mantienen al lado de las ideologías moralizantes que arraigan cada vez más y provocan el antagonismo descrito más arriba entre la estructura reaccionaria y la estructura liberal. En la perspectiva histórica, la formación de esta contradicción psicológica en las masas coincide con la sustitución del absolutismo feudal por la democracia burguesa. La explotación ha cambiado de aspecto, pero la nueva forma de explotación entraña al mismo tiempo una modificación de las estructuras caracterológicas de las masas.
Esta es la situación que Rosenberg describe en términos místicos cuando dice que el antiguo dios de la tierra, Poseidón, rechazado por Atenea, la diosa de la asexualidad, reina bajo la tierra, bajo el templo de Atenea, tras haber tomado la forma de una serpiente, del mismo modo que el dragón pelásgico Python que se encuentra en Delfos, bajo el templo de Apolo.
«Pero el Teseo nórdico no ha matado en todas partes a los monstruos del Asia Menor. Al menor debilitamiento de la sangre aria, los monstruos extranjeros renacen sin cesar: los bastardos de Asia Menor y la robustez física de los asiáticos».
Se comprende lo que el autor quiere decir con «robustez física»: hace alusión a esta simplicidad natural de la vida sexual que distingue a las masas trabajadoras de la capa dominante y que la «democratización» reduce sin abolir completamente. En el plano psicológico, la serpiente Poseidón y el dragón Python representan la sensualidad genital simbolizada por el falo, reprimida e inhibida sobre la tierra por la estructura social de la sociedad y sus miembros, pero no destruida. La capa superior de la sociedad feudal, que encuentra ventajas económicas directas en la negación de la sexualidad natural10 se siente tanto más amenazada por las formas naturales de la vida sexual tal como la practican las capas oprimidas, cuanto que en su seno no se ha trascendido de modo alguno la sensualidad, sino que prosigue bajo una forma caricaturizada y perversa. Las costumbres sexuales de las masas no constituyen un peligro únicamente psicológico, sino también social para la clase dominante; la amenaza pesa directamente sobre su institución de la familia.
Mientras las castas reinantes son económicamente poderosas y siguen un movimiento ascendente, como la burguesía inglesa hacia mediados del siglo XIX, saben mantener íntegra la frontera que separa su moralidad sexual de la de la masa. Pero cuando su dominación vacila y, con más razón aún, cuando las crisis la sacuden como fue el caso desde el principio del siglo XX Europa central e Inglaterra, entonces los frenos morales de la sexualidad se relajan en el mismo interior de la clase dominante. La dislocación de la moral sexual comienza por la desintegración de los lazos familiares, mientras que la pequeña y la media burguesía, que se ha identificado con la alta burguesía y su moral, se erigen en defensoras auténticas de la moral antisexual oficial. La vida sexual natural pone en peligro ante todo la permanencia de las instituciones sexuales cuando comienza la decadencia económica de la pequeña burguesía.
Como la pequeña burguesía es el pilar principal del orden autoritario, este último atribuye gran importancia a la integridad de las costumbres y a la eliminación de toda influencia inferior. Porque si la pequeña burguesía perdiese su moral sexual con su posición intermedia entre los obreros de la industria y la alta burguesía, la misma existencia de los dictadores se encontraría comprometida. Puesto que el «dragón pitio» duerme también en el fondo de la pequeña burguesía, siempre presto a sacudir los lazos que se le han impuesto y a hacer tabla rasa de la mentalidad reaccionaria. Por este motivo, en tiempo de crisis, el poder dictatorial refuerza su propaganda sobre la pureza de las costumbres y el fortalecimiento del matrimonio y la familia.
Ya hemos visto que la familia es el puente tendido entre 1% situación social miserable de la pequeña burguesía y la ideología reaccionaria. Si, como consecuencia de las crisis económicas, de la proletarización de las clases medias o de la guerra, se relajan los lazos impuestos desde el exterior, el armazón estructural del sistema autoritario se encuentra gravemente amenazado. Volveremos a hablar en detalle de este problema.
Podemos, pues, suscribir el alegato del biólogo y raciólogo muniqués Leng, cuando en 1932 tras el congreso de la sociedad nacionalsocialista Deutscher Staat, declaraba que la familia autoritaria era el pivote de toda la política cultural. Precisemos que esto se aplica al mismo tiempo a la política reaccionaria y a la revolucionaria, ya que esta comprobación tiene una gran importancia.
Wilhelm Reich, La psicología de masas del fascismo, Roca ediciones, México, 1973, páginas 41-52.
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