■ Ingeniería propagandística nazi
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Detlef R. Kehrmann LA VERDAD DEL ARTE Y LA ESTETIZACIÓN DE LA POLÍTICA. EL EJEMPLO HISTÓRICO DEL FASCIMO EUROPEO |
LA VERDAD DEL ARTE, DE ACUERDO A ADORNO
La continuidad de las ideas de Nietzsche en cuanto a la experiencia artística como modelo para la reflexión filosófica la vemos en la propuesta de Adorno de entender la teoría estética como forma más alta del pensar filosófico: el papel cognoscitivo del arte como la salvación de la filosofía. Esto da lugar a la esperanza de que para «la emancipación de la fantasmagoría burguesa la obra de arte rescate algo con lo que la filosofía hasta ahora solamente se ha topado la cabeza»1. El lugar de la verdad del arte es, para Adorno, la obra de arte y no el productor ni el receptor de la misma. Que su concepción del arte fuera de origen metafísico es algo que Adorno no ocultó. Su teoría estética, una respuesta a la prohibición de habla de Wittgenstein2, la podemos entender como «el intento, sin ningún sustento de dogmática, de mantener despierto el preguntar metafísico por la verdad del arte»3.
La Teoría estética de Adorno, sus escritos acerca del arte y en particular la música y literatura contemporáneas reflejan las experiencias históricas del fracaso de una civilización y su Ilustración, que han dado lugar al dominio de la racionalidad instrumental, orientada exclusivamente a fines en todos los ámbitos de la sociedad —la economía, el Estado, la ciencia, la cultura—4, y no ha podido evitar la autodestrucción del «individuo burgués», la pérdida de sus valores y creencias de salvación, las catástrofes de las dos guerras mundiales y la barbarie del fascismo europeo. Dialéctica de la Ilustración, obra escrita por Adorno junto con Horkheimer, pretende manifestar la irracionalidad de un mundo opresor, de una sociedad que ha devenido lo contrario de su propósito inicial, según el pensamiento ilustrado: la emancipación por medio de la razón. La crítica en Dialéctica de la Ilustración no es un alegato contra la razón o un programa a favor de un irracionalismo o intuicionismo; más bien, lo que se propone es trascender la razón tal como ha sido presentada por la Ilustración, ir mediante la razón más allá de la razón de la Ilustración, ilustrar la Ilustración sobre sí misma. Es un programa retomado más tarde por Adorno en su Dialéctica negativa; «dialéctica», por partir del carácter contradictorio de la razón y «negativa», por criticar y negar la positividad dada5 .
En la dialéctica entre mito e Ilustración, le corresponde al arte un rol contradictorio. Si, por una parte, el arte pertenece a la Ilustración, siendo mecanismo del ejercicio del poder de la razón subjetiva, por otra parte, «sólo las auténticas obras de arte han podido sustraerse» a la industria cultural, «a la pura imitación de lo que ya existe»6. Es en el arte donde Adorno ve aún fuerza de resistencia contra la racionalización total del mundo, posibilidad de transformación social7. El arte, de acuerdo a la Teoría estética de Adorno, «es esa promesa de felicidad que se rompe»8 , es una promesa que debe entenderse no como consuelo, sino como crítica de la vida alienada y falsa, que tiene un doble carácter en relación a la vida: es autónomo, separado de la sociedad, porque sólo así puede hacer visible la naturaleza opresiva de la sociedad, y, a la vez, el arte es un hecho social, parte de la sociedad, nace y toma sus contenidos de ella. Manteniendo su autonomía, la relación del arte con la vida necesariamente no es una relación de reconciliación, sino de tensión y crisis permanente.
Adorno critica la estética del genio en la tradición del Romanticismo, la concepción del arte como algo meramente espontáneo, involuntario, inconsciente como ideología burguesa. El arte moderno, según él, no puede mantenerse como un refugio irracional dentro de un mundo racional, un refugio fuera de las mercancías. La autolimitación del artista —en el sentido de su especialización técnica «hasta el sacrificio de la individualidad»9 —es necesaria para que ya no se perciba la obra de arte «de acuerdo al modelo de la propiedad privada»10, como algo propio de quien la produjo, como objeto, sino más bien que se la reconozca como sujeto. Al transponer el artista su subjetividad individual a la obra de arte, sometiéndose a las necesidades de ésta, se salva la idea utópica de una subjetividad supraindividual y libre de pretensiones de dominio y el artista «se convierte en lugarteniente del sujeto total social11. «Mimesis» es el modo de comportamiento cognoscitivo que realiza el arte entre sujeto y objeto, que no quedan enfrentados abstractamente como si fueran polos inconmensurables y, a la vez, no son reductibles entre sí; es, por tanto, el nombre de una racionalidad dialéctico-estética que pone en armonía la razón objetiva y la subjetiva.
La autonomía es constitutiva para el arte auténtico, que apunta en una dirección negativa: crítica hacia la sociedad. Esa crítica social muda es el contenido de verdad de la auténtica obra de arte, que se encuentra atrás de su enigma para el receptor12. Las auténticas obras de arte son enigmáticas en cuanto a su contenido de verdad al que sólo se puede llegar por medio de la comprensión filosófica, o sea, su interpretación crítica. «Arte y filosofía son convergentes en el contenido de verdad»13, pues conjugan dialécticamente mímesis y racionalidad, lo aconceptual y lo conceptual, para revelar una verdad social distinta, lo otro de la razón.
En la utopía del arte radica la inclinación en el pensamiento de Adorno hacia lo estético, que defiende un «último pensamiento de resistencia que la mala realidad haya podido dejar aún»14: el análisis de la auténtica obra de arte como de aquello que huye de la cosificación, que se opone a la identificación, que no es la esfera de diversión o de consuelo, sino el lugar de una verdad que se encuentra negada en todas demás esferas de la realidad moderna.
EL FASCISMO COMO LA ESTETIZACIÓN DE LA POLÍTICA
Para Walter Benjamín, en su conocido ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica15, de 1935, un rasgo central del fascismo16 es la estetización de la vida política, es decir, la inclusión de criterios estéticos en el espacio político, un “esteticismo de la política”, al cual la oposición antifascista debería contestar con la «politización del arte»17. De acuerdo con Habermas, la «victoria del movimiento fascista en Italia y la toma del poder por el nacionalsocialismo en el Reich alemán constituyeron […] el fenómeno de que partieron olas no sólo de irritación, sino también de fascinada conmoción»18. El temple de ánimo que se produjo en Alemania ha sido descrito como un sentimiento de alivio por el final de la democracia tan poco querida, de redención de «un hechizo paralizante»19.
El salto mortal de una triste realidad política, caracterizada según Heidegger por el «uno» y las «habladurías», a la «autenticidad», a la «verdadera vida»20, fue visto como una puesta en escena del gran «instante»21; el inicio del Tercer Reich fue como «intento de dar a luz una estrella en un mundo sin Dios»22, como un nacimiento de una gran obra de arte, pues se creía que el «arte sólo llega al gran estilo cuando incluye totalmente la existencia del pueblo en la marca típica de su esencia»23.
Podemos decir que la atracción del fascismo para muchos intelectuales y artistas se debía en gran parte a su bella apariencia, a su cara romántica o estética24. La idealización romántica del arte como mito, de su utopía como religión, es recogida por el fascismo, convirtiéndola en la idealización del Estado como gran obra de arte con todas sus connotaciones mitológico-religiosas. El «mito del Estado»25 y la «sacralización de la política»26 son denominaciones del mismo fenómeno de una «movilización de las pasiones compartidas» en las masas en relación a la estetización del espacio político, donde el surgimiento del caudillo —el Duce, el Führer— «puede verse como el último correlato de la fusión colectiva en una emoción estética común»27. Los fascistas crearon, a través de métodos totalitarios militares y revolucionarios, una creencia en la nación; el caudillo y el partido adquirieron «las formas sacralizadas de una religión política»28 relacionada con los mitos y valores de la «forma palingenética de un ultranacionalismo populista»29.
En el nazismo alemán, la «producción de lo político como obra de arte»30 tiene una connotación racista en forma de un «antisemitismo eliminador»31. Así, la tradicional diferencia estética entre lo bello y lo feo en el «nacional-esteticismo» nazi32 se transforma en la imagen caricaturesca del judío como lo feo, lo antiestético, en contraste con imágenes de ideales de belleza nacional relacionada con la raza «aria» como la de los soldados políticos de la SS, que (desde 1932) con insignias de calavera en sus uniformes negros parecen representar profetas de excesos de muerte33. De esta forma, lo estético, al igual que lo religioso, llega a instrumentalizarse en función del mito racista nazi, otorgando una explicación teológica a dicho contraste: el ario como vivo retrato de Dios y el judío como «protesta encarnada en contra de la imagen del Señor»34. Fue sólo un paso desde la distinción estético-religiosa de las razas hasta el genocidio, la aniquilación de la raza supuestamente inferior.
Los intelectuales, embelesados «por la idea de que la política era la forma más elevada de arte y el Estado su obra maestra, hicieron todo lo posible para convencerse a sí mismos de que […] el fascismo era el l’art pour l’art de la política»35, admiraban a Mussolini y a Hitler por sus cualidades artísticas, como políticos tocados por las musas y le creían a la propaganda fascista y nazi de que las añoranzas románticas de pensadores y artistas se cumplieron al convertirse la política, después de tanto tiempo de ser representada por profesionales parlamentarios ajenos al pueblo, nuevamente en «una obra teatral popular»36 basada en rituales, recreando el arte dionisiaco en el sentido nietzscheano. En esa obra teatral, en Alemania con ciertos rasgos wagnerianos debido a las preferencias personales de Hitler por las óperas de Wagner37, «las palabras rimbombantes, las banderas vistosas eran más importantes que la partitura musical»38 y los contenidos de los discursos políticos se convirtieron en meros medios para los rituales, así que arte y política parecían inseparables: arte de gobernar y arte teatral se confundían39. Los principales personajes teatrales eran políticos —muchos de los cuales tenían antecedentes artísticos—40 que pretendían representar también la máxima expresión del arte y entendían su quehacer político como una necesidad determinada por el pueblo y, a la vez, una tarea pasajera para poder dedicarse en un futuro nuevamente al arte puro41.
Complementa la imagen de los político-artistas que, en el caso de Alemania nazi, durante la guerra, «todo el mundo sabía que la pérdida de obras de arte afectaba mucho más a Hitler que la destrucción de grandes barrios residenciales»42. Es importante recalcar que la bella apariencia, o sea «el poderoso atractivo estético del fascismo alemán»43, no fue meramente segundario, accesorio del sistema racial y dictatorial de dominación nazi, sino una apariencia necesaria de este sistema. Arte y cultura de masas fueron momentos constitutivos muy importantes del régimen nazi, esenciales para sí. En consonancia con la política, la ideología y la propaganda nazi, se produjeron las ilusiones de estar en el camino de solucionarse las cuestiones centrales del pueblo alemán.
LAS AMBIGÜEDADES ESTÉTICAS DEL FASCISMO
Los dos regímenes totalitarios en Italia y Alemania consideraron importante reglamentar y manipular el desarrollo de las artes para dar énfasis a sus objetivos políticos y militares. Al mismo tiempo, ambos regímenes eran policéntricos, carecían de una «estructura de poder monolítica»44, «había centros de poder con ideologías rivales, cuyos portavoces libraban batallas tanto encubiertas como abiertas»45, también en el escenario de la política cultural.
Mussolini declaró en 1926 que era necesario abandonar la mera explotación de la herencia cultural y «crear el nuevo arte de nuestra época: el arte fascista»46. Con eso se provocó un amplio debate en Italia, con participación de muchos intelectuales y artistas cercanos al movimiento fascista, acerca de la concreción de las exigencias de un arte fascista, sin lograr ningún consenso47. Y hasta los últimos años del régimen tampoco se pudo cumplir con una aspiración común desde el principio del movimiento fascista italiano: unir la alta cultura con la popular para ayudar generar el «nuevo hombre fascista»48.
En lo que respecta a Hitler, para él, el florecimiento del arte requería un Estado fuerte. Ya antes de su ascenso al poder político, en 1929, declaró: «El arte siempre, en todos los tiempos, ha sido la expresión de una visión del mundo, una experiencia religiosa, y también la expresión de la voluntad política de poder»49. Sin embargo, en forma comparable con la Italia fascista tampoco en la Alemania nazi se llegó al planteamiento de una estética unificada. A pesar del fuerte interés personal de Hitler por la política cultural, en lugar de un concepto consistente de ella, el régimen nazi ofreció únicamente unas «ideas vagas de asociar, con reserva autoritaria, restos distorsionados de la estética del arte, propia de la burguesía culta, con una afirmación de la cultura de masas»50, volviendo siempre a la misma evocación de sangre y raza, de una voluntad cultural uniforme bajo la reivindicación de la superioridad germana frente a otros pueblos y dirigida sobre todo contra el llamado «arte degenerado», asociado con la influencia de judíos, el modernismo en el arte, el «bolcheviquismo cultural» y la «decadencia de la civilización occidentalۛ»51. Por otra parte, el arte desprovisto de su autonomía, convirtiéndose en una forma de propaganda de la ideología nazi52, era una expectativa por parte de las autoridades estatales, a la cual con mayor o menor grado los artistas e intelectuales oficialmente aceptados en la Cámara Cultural tenían que responder, si no querrían correr el riesgo de severas sanciones. Por esta razón, manifestaciones de desacuerdo fueron realmente excepciones relacionadas a personajes artísticamente muy reconocidos y, por ende, con un espacio de libertad individual más amplio. De ahí que sea entendible que muchas referencias a la producción artística durante el Tercer Reich tienden a destacar también la relación de ésta con la ideología nazi.
Eran obvias las ambigüedades en la relación del fascismo con el modernismo en las artes. «Ya durante demasiado tiempo Italia ha sido un mercado de antiguallas. Nosotros queremos liberarla de los innumerables museos que la cubren toda de cementerios innumerables», había escrito el poeta Marinetti en el Manifiesto futurista, publicado en 1909 en París53, el cual inauguró el movimiento artístico del futurismo y sentó precedente para el Manifiesto surrealista, de 1924, y para otras vanguardias.
A la vez, con las propuestas del mismo texto —glorificar el rompimiento con la tradición, la juventud, la velocidad técnica, la violencia, la agresividad y la guerra— y expresando una crítica radical de la cultura y la sociedad (el deseo de un cambio total más allá de lo meramente artístico, incluyendo lo político), el futurismo no sólo se acercó al anarquismo, sino que también llegó a contribuir al nacimiento del fascismo. La politización de las actividades artísticas de los futuristas llevó, poco antes de la finalización de la Primera Guerra Mundial, hacia la formación de un partido futurista, precursor del Partito Nacionale Fascista, creado en 1919. A pesar de la posterior marginación política de algunas futuristas radicales, que se entendieron como defensores de la pureza de principios fascistas y cuestionaron fuertemente el pacto del Estado fascista con la cultura burguesa54, a diferencia de la Alemania nazi y también de la Unión Soviética bajo Stalin55, en la Italia fascista no se llegó a condenar la vanguardia artística como «degenerada» o «formalista».
Las vanguardias artísticas en Alemania de las primeras décadas del siglo xx retomaron algunos elementos del futurismo italiano: su idea central de la unificación de arte y vida56; su actitud provocativa contra la tradicional cultura burguesa, la cual caracterizó en particular al dadaísmo —surgido inicialmente durante la Primera Guerra Mundial, cuya burla «de las añoranzas románticas del más allá y los asaltantes del cielo»57, más tarde, en los años veinte, llevó al «tono frío y desilusionado»58 de la «Nueva Objetividad», al estilo constructivista y racionalista del Bauhaus, retomando elementos del cubismo, futurismo y expresionismo, a la «danza expresiva»59—. A diferencia del futurismo, en Alemania, la relación del arte con la modernidad económica, social y política quedó rota: el dadaísmo fue una protesta satírica contra el sinsentido de la guerra —la cual fue admirada por los futuristas como realización del hombre heroico y de la belleza de la técnica—; en cuanto al expresionismo (tal vez en Alemania la vertiente de la vanguardia más importante)60, sólo en un corto momento inicial (1912-1919) se confesó partidario del futurismo y de su admiración del progreso técnico, pero después llegó a distanciarse de la posición de Marinetti61.
A pesar de esas diferencias que impidieron en Alemania la transformación de las vanguardias en «arte de Estado», la estetización de lo político, fuertemente impulsada por el régimen nazi, siguiendo el ejemplo del fascismo italiano, y a la vez las contradicciones de la política cultural, pueden explicar que muchos artistas contemporáneos, representantes del modernismo, no llegaron a oponerse a ese régimen, sino que buscaron un modus vivendi entre la adaptación total62 y el aprovechamiento de espacios para la producción artística aparentemente libres de rigorosos mecanismos de control63.
Las ambigüedades estéticas, la «mezcla de estilos y formas estéticas» en la Italia fascista y la Alemania nazi, son elementos que no esperaríamos en un régimen totalitario de acuerdo a la definición del diccionario64 y no concuerdan con una caracterización del fascismo y nazismo como movimientos políticos meramente «anticuarios», «anti-modernos»65. En un juicio sobre la relación entre ambos movimientos con la modernidad no debería perderse de vista que en el plano ideológico-cultural se percibieron a sí mismos como «futuristas», teniendo como intención «crear un nuevo tipo de ser humano del cual surgiría una nueva moral, un nuevo sistema social y eventualmente un nuevo orden internacional»66.
En 1930, tres años antes del ascenso del movimiento nazi al poder político, Walter Benjamin, en una crítica a Ernst Jünger, calificó tal estetización relacionada con el culto futurista de la técnica y la guerra como «imposición desenfrenada de las tesis de l’árt pour l’art para comprender la guerra», una estética de lo sublime que exige del individuo «guardar la compostura» frente a la muerte y convierte lo meramente instrumental de la tecnología militar en una «abstracción metafísica»67. Tal apreciación puramente estética del horror de la guerra, su percepción futurista como espectáculo bello, demuestra, para Benjamin, los peligros de una estética desvinculada de lo humano, cuya consecuencia lógica fue la estetización de la política por el fascismo. Aprovechándose los nazis de los nuevos medios de la era de la reproductibilidad técnica de la obra de arte —como la radio, la fotografía y el cine— lograron una «auratización del Führer y de las masas que éste hipnotizaba»68, un «éxtasis de los dominados» que sustentaba el dominio de los dominantes69 y que planteaba con angustia, para Benjamin, la posibilidad de que las masas vivieran «su propia destrucción como un goce estético del primer orden»70.
Impulsados por la idea de «convertir la vida cotidiana en cosa bella, no justa o buena, sino bella», el fascismo y el nazismo, «más que la estetización de la política», fueron «la estetización de la existencia como un todo»71. Su ideología incluía una visión utópica de la unión entre arte y vida cotidiana: la vinculación de lo bello con lo útil bajo nombres como «estética tecnológica», «estética práctica», «belleza de la técnica», «belleza de la vida cotidiana», «romanticismo de acero»72, volviendo «a través del romanticismo el alma a la técnica y mediante el arte el alma a la política»73.
Desde la perspectiva nazi, la idea de lo bello no era compatible con lo racialmente considerado feo y enfermo74 y con lo decadente en el arte moderno. La estigmatización como «arte degenerado» se refería sobre todo a artistas judíos, así como a ciertas partes del modernismo, consideradas decadentes o de «bolcheviquismo cultural» precisamente por su crítica a la modernidad técnica y por su carácter eminentemente intelectual, elitista. Es notable que el fascismo alemán no se encontraba solo en su rechazo del expresionismo por decadente, sino paradójicamente se situaba al lado de una posición del frente antifascista para la cual esa vanguardia artística significaba un «asalto a la razón», que preparaba el terreno para el nazismo75.
En términos generales, se puede decir que las «continuidades entre nacionalsocialismo y temprana modernidad [artística] predominaban sobre las rupturas»76 y que se buscaba reemplazar las formas decadentes del modernismo artístico por una forma innovadora del arte contemporáneo, orientada a una visión futurista del mundo, combinando «lo clásico y realmente arcaico con nuevas formas de expresión que se valían de las técnicas más avanzadas»77.
CONCLUSIONES. LA AMBIVALENCIA DE LA MODERNIDAD
Concluimos que el fascismo se centraba plenamente en la temporalidad de la misma modernidad europea, y representaba una forma del modernismo en un sentido «programático», es decir, más amplio que el meramente artístico, estético o epifánico78. También es posible decir que las ambigüedades estéticas del fascismo reflejaban la ambivalencia propia de la modernidad europea. En la «dialéctica de la Ilustración», según la cual lo racional llega a ser irracional, lo moderno se convierte en anti-moderno y la Ilustración recae en mito79.
Esta conclusión se refiere también al lado más oscuro del nazismo alemán, el racismo y genocidio que «no significan una ruptura […], sino una variante [de] la tradición moderna de la estetización» de lo político80. Sería un grave error identificar el Holocausto con fuerzas alemanas anti-modernas, como si fuera una reminiscencia de la antigua barbarie primitiva; más bien hay que reconocerlo como «inquilino legítimo en la casa de la modernidad»81, puesto que la posición del asesino de masas nazi, Eichmann, de acuerdo a Hannah Arendt, pudo articularse con postulados éticos de la Ilustración, como el imperativo categórico de Kant82. Siendo Auschwitz, el campo de concentración nazi más grande —para muchos autores, el símbolo del Holocausto—, resultado del dominio de la razón subjetiva, expresión de la dialéctica de la Ilustración, su identidad «reposa en la no identidad, en lo aún no acontecido [es] la verdadera identidad del todo, del terror sin fin»83. Por ende, no se debe pensar en Auschwitz como algo ya pasado, sino como algo cuya posibilidad de repetición no está fuera del presente84.
Así, podemos decir que la experiencia histórica del fascismo europeo en el siglo xx, incluyendo el Holocausto, más allá de los países de su origen, constituye una verdad política de la modernidad y, además, ha generado para las generaciones venideras una deuda muy pesada frente a las víctimas del fascismo del pasado: «La exigencia de que Auschwitz no se repita»85.
Detlef R. Kehrmann, «La verdad del arte y la estetización de la política. El ejemplo histórico del fascismo europeo». Revista de Filosofía 136 (enero-junio 2014) Universidad Iberoamericana A.C. pp. 241- 265.
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