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EQUIPO de CENTURIA XX
Frente a la ideología del progreso necesario de la razón como modelo sobre el que se desarrolla la historia de Europa Occidental, accedemos a lo que Robert Nisbet denomina la época del «progreso acorralado»: la consideración de la modernidad como decadencia y empobrecimiento espiritual, como situación de «crisis», que llega a ser interpretada como «crisis de la razón», estudiada por Eugenio Garin [1983]en su compleja relación con el estallido de la Primera Guerra Mundial.
A principios del siglo XX se perfilan, ya con nitidez, las dos vías sobre las que se aglutinará, escindida, la historia intelectual europea.
1 La de que no existe ninguna verdad, valor o realidad de carácter absoluto, sino una multiplicidad de perspectivas, puntos de vista (individuales y sociales), situaciones históricas concretas, condicionamientos tangibles o intangibles, de hecho. Se genera así una variada gama de «relativismos» (gnoseológicos, morales, antropológicos, históricos).
Radica aquí, en última instancia, el fundamento que explicaría la razón sustancial de un proceso por el que los grandes maestros de la primera poesía y la literatura, en general, del Modernismo comenzaron a desligarse, ya en torno a 1890, de los códigos simbolistas decimonónicos, a partir de una irracional génesis creativa, desde el ámbito de un individualismo radical, a fin de forjar el «texto íntimo» que Castro Flórez [1983] presenta en su asedio a los escritos de Rilke, Kafka o Pessoa.
Los determinantes y el proceso por el que la génesis creativa se adentra en la experiencia del Modernismo ya fueron detectados, en época temprana, por los grandes críticos comparatistas de la primera mitad del siglo XX: Erich Auerbach [1942, 1982] en su aproximación a Virginia Woolf, Joyce o Thomas Mann; Ernst Robert Curtius [1954, 1959], con sus ensayos sobre Stefan George, Hugo von Hofmannsthal, Hermann Hesse, Unamuno, Joyce, Jorge Guillén o Jean Cocteau; Cyril Connolly [1948, 1991] y la muy heterodoxa e irreverente presentación que realiza del movimiento moderno, del dandysmo, y de lo que denomina «dialecto mandarín»; o Edmund Wilson [1931, 1989], que abarca en sus estudios sobre «literatura imaginativa» a un grupo de escritores extremadamente heterogéneos: Yeats, Valéry, T. S. Eliot, Proust, Joyce, Gertrude Stein, e incluso, Tristan Tzara.
2 La de que el «objeto», el «dato», la «realidad» son en una amplia medida dependientes de los instrumentos lógicos y conceptuales, de los dispositivos de acercamiento y de verificación, de la asunción de valores y de orientaciones prácticas que se encuentran en la base, y son previas, a cualquier «postulación de la verdad» o a la «adjudicación de un sentido». Evidentemente, este es un punto en el que convergen el irracionalismo de Nietzsche, la experiencia intuitiva e inmediata de Bergson o las teorías sobre el subconsciente de Nietzsche, sin dejar de lado los postulados fenomenológicos de Husserl.
De ahí el relieve que adquieren todos los problemas referidos a los métodos, los lenguajes, y, en general, a los instrumentos del conocimiento y del comportamiento. Desde esta óptica, y a modo de ejemplo, Robert K. Merton [1980], escribe sobre la ambivalencia de los sociólogos, la de los científicos, la de los médicos, la de los dirigentes de organizaciones, sobre las imprevisibles consecuencias de la acción social, o sobre los hechos y la artificiosidad en los cuestionarios de opinión sobre grupos étnicos; o Donald Davidson[1990] en su análisis sobre las relaciones entre verdad y significado, las aplicaciones de estos modos y ejecuciones, las interpretaciones radicales sobre cuestiones como la creencia y el fundamento del significado, o el problema de la realidad sin referencia lingüística.
Según Aldo Giorgio Gargani [1983], la racionalidad clásica se ha presentado durante algunos siglos con las connotaciones y el reclamo de una estructura natural, necesaria y apriorística. Todo aquello que era específico, individual, era por tanto degradado respecto a las tersas estructuras tradicionales en torno a un orden central, exclusivo, inmutable, dentro del cual restaba siempre codificado y preconstituido el juego de las diversas y varias posibilidades que es propio de todas las cosas. A esta «razón clásica» (que parece corresponder a la creencia totalizante en la universalidad, en la sistematicidad y en la objetividad del pensamiento) se contrapone una cultura «liberadora», proveniente de la multiplicidad empírica e individual, de la gama infinita de las técnicas, de las estrategias y de los proyectos.
Y ésta es la que va a ofrecer en toda la amplitud de su dimensión ambitual la centuria del siglo XX.
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