Paz prolongada y confianza en el progreso

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LA IDEA DE PROGRESO: La idea de un progreso imparable, sin limitaciones materiales ni temporales, se instala en la civilización occidental. Las pruebas tangibles: el Transiberiano, la Torre Eiffel modificando la perspectiva de la ciudad parisina, la construcción de los canales de Suez y Panamá, los primeros automóviles y aeroplanos, las expediciones a los polos. Bertrand Russell, en sus escritos autobiográficos, se hacía eco de este optimismo victoriano, a la vez que expresaba su creencia en que la libertad y la prosperidad se extenderían a todo el mundo, siguiendo un proceso evolutivo bien ordenado…

Si bien la idea del Estado como poder triunfó sobre todo en Alemania, también llegó a otros países. Francia es un ejemplo de suma importancia, sobre todo después de que padeciera su derrota frente a Prusia en 1870.

En ningún país se llegó a imbricar en el nacionalismo y la soberanía la idea de progreso tanto como en Francia. Y esta afirmación no sólo es válida para los más fieros exponentes del espíritu revanchista, el militarismo y el imperialismo, sino también para hombres como Taine, Renan, Durkheim y Péguy.

Esta concepción también hizo mella en Inglaterra, a pesar de la tradición pragmática y empírica de su cultura. Ya he mencionado el papel que tuvieron los hegelianos ingleses que, a pesar de las críticas de sus adversarios, fue significativo. Pero había en la Inglaterra de la época otras fuerzas que actuaban en el mismo sentido y que condujo a cientos de miles de jóvenes ingleses a ir voluntarios a las trincheras aun a sabiendas del elevadísimo número de víctimas que producía la Primera Guerra Mundial.

En aquella época el imperio británico no se había convertido aún en la repugnante institución despreciada, detestada y objeto de las iras de los intelectuales de después de la guerra. Antes de 1914 había en Inglaterra muchos brillantes y cultos pensadores para los que el imperio constituía la encarnación del destino británico. Había una gran fe en el progreso, y también un enorme deseo de extender por todas las partes del mundo el legado de su cultura nacional.

Como Ernest Lee Tuveson1 nos ha mostrado detalladamente en Reedemer Nation: The Idea of America’s Millenial Role (Nación redentora. La idea del papel milenarista de los Estados Unidos), tampoco los norteamericanos se libraron en el siglo XIX y comienzos del XX de esta misma pasión por el uso de la nación-Estado como instrumento del progreso o como ejemplo del progreso humano. Bastará que citemos este párrafo de Albert J. Beveridge, conocido político y escritor2:

La verdad es que tanto en el Nuevo Mundo como en el Antiguo Continente la fusión de las ideas de progreso y nación-estado podía llegar a producir un milenarismo y un mesianismo de un grado como el que jamás había sido visto en la tierra.

Robert Nisbet. Historia de la idea de progreso, trad. Enrique Hegewicz,
Barcelona, Gedisa, 1912, pp. 395-396


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