Los Buddenbrook. Cap. I

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—¿Cómo era eso? ¿Cómo… era…?
—¡Ay, demonio! ¿Cómo era? C'est la question, ma trés chére demoiselle!

La consulesa Buddenbrook, sentada al lado de su suegra en el sofá de líneas rectas, lacado en blanco, tapizado en amarillo claro y adornado con una cabeza de león dorada en lo alto del respaldo, dirigió una mirada a su esposo, instalado junto a ella en un sillón, y salió en ayuda de su hija pequeña, a quien el abuelo sostenía sobre las rodillas, junto a la ventana.

—A ver, Tony —dijo—. «Creo que Dios…»

Y la pequeña Antonie, una niña de ocho años de complexión delicada, ataviada con un vestidito de seda tornasolada muy ligero, apartando un poco la hermosa cabecilla rubia de la cara de su abuelo, clavó sus ojos azul grisáceo en el fondo de la habitación con gesto de esforzarse en hacer memoria pero sin ver nada, repitió una vez más «¿Cómo era?» y empezó a decir lentamente:

—«Creo que Dios…» —y luego, al tiempo que se le iluminaba la carita, se apresuró a añadir—: «me ha creado junto con todas las demás criaturas.»

De pronto, había encontrado el hilo y, exultante e imparable, tiró de él y recitó de corrido el artículo entero, al pie de la letra según el catecismo que, con la aprobación de un Senado ilustre y sabio, acababa de ser revisado y publicado de nuevo en aquel año de 1835. Una vez se cogía velocidad, pensó, era una sensación muy parecida a la de deslizarse en trineo por el Jerusalemberg nevado en compañía de sus hermanos: casi se le borraban a una las ideas y era imposible parar por mucho que quisiera.

—«Y me ha dado vestido y calzado —dijo—, comida y bebida, casa y hacienda, mujer e hijo, tierras y ganado…»

Al llegar a estas palabras, el viejo Monsieur Johann Buddenbrook no pudo evitar echarse a reír, con aquella risa suya tan característica, aguda y ahogada, que tenía preparada en secreto desde hacía rato. Reía de placer por tener ocasión de mofarse del catecismo y, sin duda, había iniciado aquel pequeño examen con ese único fin. Preguntó a Tony por sus tierras y ganado, se informó de cuánto pedía por una saca de trigo y se ofreció a hacer negocios con ella. Su cara redonda, suavemente sonrosada y de gesto bondadoso, en la que no había lugar para el menor asomo de malicia, estaba enmarcada por unos cabellos blancos como la nieve, empolvados; y una discretísima coletita, apenas una insinuación, caía sobre el amplio cuello de su levita gris ceniza. A sus setenta años, seguía siendo fiel a la moda de su juventud; únicamente había renunciado a los galones en la botonadura y en los grandes bolsillos y, eso sí, jamás había llevado pantalones largos. Su barbilla, con una hermosa papada, descansaba holgada y plácidamente sobre la blanca chorrera de encaje. Todos habían reído con él, sobre todo por deferencia hacia el cabeza de familia. La risita de Madame Antoinette Buddenbrook, de soltera Duchamps, era exactamente igual que la de su esposo. Era una dama corpulenta, con gruesos tirabuzones blancos sobre las orejas, un vestido de rayas negras y gris claro, sin ningún tipo de adorno, que daba muestra de sencillez y modestia, y unas manos blancas todavía muy bonitas, entre las que sostenía sobre el regazo un bolsito Pompadour de terciopelo. Con el paso de los años, sus facciones se habían ido asimilando a las de su esposo de una forma asombrosa. Tan sólo el corte y la vivaz oscuridad de sus ojos revelaban algo de sus orígenes medio románicos; por parte de su abuelo, procedía de una familia franco-suiza, si bien era nacida en Hamburgo.
Su nuera, la consulesa Elisabeth Buddenbrook, de soltera Kröger, reía con la risa típica de los Kröger, que se iniciaba con una especie de pequeña explosión de una consonante labial y luego la llevaba a apoyar la barbilla en el pecho. Como todos los Kröger, era la elegancia ersonificada, y, aunque no podía decirse que fuese una belleza, por su voz cantarina y serena y sus gestos sosegados, seguros y dulces, producía en todo el mundo una impresión de equilibrio y confianza. Su cabello rojizo, que llevaba recogido en un moño alto en forma de coronita o con unos grandes tirabuzones no naturales sobre las orejas, correspondía por entero con su tipo de piel, extraordinariamente blanca y salpicada de pequeñas pecas. Lo característico de su rostro, con una nariz quizá demasiado larga y una boca pequeña, era que no tenía curva alguna entre el labio inferior y la barbilla. El corpiño corto, con mangas de farol, que hacía conjunto con una falda ajustada de vaporosa seda de florecillas de color claro, dejaba al descubierto un cuello de una belleza perfecta, adornado con una cinta de satén sobre la que relucía una alhaja formada por gruesos brillantes.

El cónsul se inclinó hacia delante en su sillón, con un movimiento un tanto nervioso. Llevaba una levita de color canela, con grandes solapas y mangas acampanadas que no se ceñían hasta pasado el hueso de la muñeca. Los pantalones eran de una tela blanca lavable, con ribetes negros en las costuras exteriores. Alrededor del cuello de la camisa, alto y muy almidonado, sobre el cual reposaba la barbilla, se anudaba la corbata de seda, cuya gruesa lazada, con mucha caída, llenaba todo el escote que dejaba el chaleco de colores… Tenía los ojos azules muy despiertos y un poco hundidos de su padre, aunque su expresión tal vez era algo más soñadora; en cambio, sus facciones eran más duras y serias, la nariz muy prominente y ganchuda, y las mejillas, cubiertas hasta la mitad por rubias patillas rizadas, no se veían tan llenas como las del padre.

Madame Buddenbrook se volvió hacia su nuera, le apretó el brazo con una mano y, fijando la vista en el regazo de ésta, dijo entre risitas ahogadas:

—Siempre el mismo, mon vieux, ¿verdad, Bethsy? —su forma de hablar revelaba un inconfundible acento del norte.

La consulesa, sin pronunciar palabra, se limitó a levantar una de sus delicadas manos, haciendo tintinear muy suavemente su pulsera de oro; luego realizó un gesto muy característico en ella: llevó la mano desde la comisura de los labios hasta el moño en forma de coronita, como si se retirase algún cabello díscolo que se hubiese soltado y posado allí indebidamente. El cónsul, en cambio, con una mezcla de buen humor y cierto tono de reproche, replicó:

—Pero, padre, ya está usted otra vez burlándose de lo más sagrado…

Estaban sentados en el «salón de los paisajes», en el primer piso de la gran casona antigua de la Mengstrasse que la Casa Johann Buddenbrook había adquirido por compraventa hacía algún tiempo y en la que la familia no llevaba mucho residiendo. Los gruesos y elásticos tapices que adornaban las paredes, colgados de manera que quedaba un hueco hasta tocar el muro, representaban vastos paisajes, de colores tan suaves como el de la fina alfombra que cubría todo el piso: escenas idílicas al gusto del siglo XVIII, con alegres viñadores, laboriosos campesinos y pastoras, lindamente adornadas con cintas, que sostenían esponjosos corderitos en el regazo en alguna orilla cristalina o se besaban con dulces pastores. En estos cuadros predominaba una luz crepuscular de tonos amarillentos, que hacía perfecto juego con la tapicería amarilla de los muebles blancos lacados y con las cortinas de seda amarilla de ambos ventanales.

Para el tamaño de la estancia, los muebles no eran muchos. La mesita redonda, de delgadas patas rectas y sutilmente ornamentadas con incrustaciones de pan de oro, no estaba delante del sofá, sino en la pared opuesta, enfrente del pequeño armonio, sobre cuya tapa se veía el estuche de una flauta. Aparte de las sillas de brazos y de respaldo recto, sistemáticamente repartidas junto a las paredes, no había más mobiliario que una mesita de costura junto al ventanal, frente al sofá, y un delicadísimo secreter de lujo lleno de bibelots. A través de una puerta cristalera, frente a los ventanales, se adivinaba la penumbra de una sala de columnas, mientras que, a la izquierda de quien entrase por ella, otra puerta, blanca de doble hoja, conducía al comedor. En la pared opuesta, en una chimenea semicircular, tras una portezuela de hierro forjado muy reluciente y con artísticos calados, chisporroteaba el fuego. Porque el frío se había anticipado aquel año. Fuera, al otro lado de la calle, las hojas de los pequeños tilos que bordeaban el patio de la Marienkirche ya se habían puesto amarillas —y eso que aún estaban a mediados de octubre—, el viento azotaba las imponentes aristas y saledizos góticos de la iglesia, y caía una lluvia tan fina como fría. Por deferencia hacia Madame Buddenbrook, ya se había mandado instalar los postigos dobles.

Era jueves y, según el orden preestablecido entre ellos, un jueves de cada dos se reunía la familia; ese día, sin embargo, además de los parientes residentes en la ciudad, estaban invitados a una sencilla comida unos cuantos amigos de confianza. Así pues, allí estaban sentados los Buddenbrook, hacia las cuatro, viendo caer la tarde y esperando a los huéspedes…

A pesar de las bromas del abuelo, la pequeña Antonie no había interrumpido su imaginario descenso en trineo por el Jerusalemberg, aunque se había ido enfurruñando progresivamente, ella que, de por sí, ya tenía el labio superior algo más abultado y montado sobre el inferior. Había llegado al pie de la montaña, pero, incapaz de poner fin de un golpe a tan feliz viaje, se aventuró un poco más allá de la meta.

—Amén —dijo—. ¡Abuelo, sé una cosa!
— Tiens! ¡Sabe una cosa! —exclamó el abuelo, e hizo como si se muriese de curiosidad—. ¿Has oído, mamá? ¡La niña sabe una cosa! ¿Es que nadie puede decirme…?
—Si hay un golpe de aire caliente —dijo Tony, acompañando cada palabra con una inclinación de cabeza—, cae un rayo. Pero si el aire es frío, hay un trueno.

Acto seguido, se cruzó de brazos y lanzó una mirada a los sonrientes adultos, como quien cuenta con un éxito seguro. El abuelo Buddenbrook, sin embargo, se enfadó ante tal muestra de sabiduría popular y exigió saber quién le había enseñado a la niña semejante estupidez; y, cuando se descubrió que había sido Ida Jungmann, la niñera de Marienwerder recién contratada para Tony, fue necesario que el cónsul saliera en defensa de Ida.

—Es usted demasiado severo, papá. ¿Por qué se le iba a prohibir a uno, a esas edades, imaginar sus propias historias sobre ese tipo de cosas?
—Excusez, mon cher!… Mais c'est une folíe! ¡Sabes que no puedo con esas tonterías que fuscan las mentes infantiles! ¿Qué es eso de que cae un rayo? ¡Pues que caiga y nos parta a todos! A mí esa prusiana vuestra…

La cuestión era que el viejo Buddenbrook no se llevaba nada bien con Ida Jungmann. Monsieur era todo menos estrecho de miras. Había visto bastante mundo; en el año 1813 había partido hacia el sur de Alemania en un carro decuatro caballos para comprar cereales en calidad de proveedor del ejército prusiano, había estado en Ámsterdam y en París y, como hombre ilustrado, no consideraba que todo cuanto procedía de allende las puertas de aquella ciudad de capiteles góticos en que había nacido fuera condenable por principio. No obstante, con excepción del trato comercial, en lo respectivo a las relaciones sociales era mucho más proclive que su hijo, el cónsul, a trazar límites muy claros y a mostrarse reticente hacia cuanto viniese de fuera. Así pues, cuando, un buen día, sus hijos regresaron de un viaje a la Prusia Oriental trayendo a la casa familiar, cual si fuese un niño Jesús, a aquella muchacha —ahora acababa de cumplir veinte años—, una huérfana, hija del dueño de una hostería que había muerto justo antes de llegar los Buddenbrook a Marienwerder, el arrebato de caridad del cónsul le había costado algo más que unas palabras con su padre (palabras que, en el caso del viejo Buddenbrook, habían sido todas en francés o en Plattdeutsch). Porotra parte, Ida Jungmann había demostrado ser muy eficiente en las tareas del hogar y tener muy buena mano con los niños, y, por su incondicional lealtad y su prusiano sentido de la jerarquía, en el fondo resultaba la persona más adecuada para ser contratada en aquella casa. Mamsell Jungmann era una mujer de principios aristocráticos que sabía distinguir con suma precisión entre la clase alta de primera y la de segunda, entre la clase media y la clase media baja, estaba orgullosa de formar parte del fiel servicio de la clase más alta y no veía con ningún agrado que Tony, por ejemplo, se hiciese amiga de una compañera del colegio que en su escala sólo se clasificase en la categoría de clase media alta.

En ese momento, la prusiana había entrado en escena y atravesaba la puerta cristalera: era una muchacha bastante alta y huesuda, vestida de negro, con el cabello liso y cara de persona honrada. Llevaba de la mano a la pequeña Clotilde, una niña extremadamente flaca, de cabello ceniciento y sin brillo y taciturno gesto de solterona, ataviada con un vestidito de algodón de flores. Procedía de una rama de la familia muy secundaria, sin posesiones: era hija de un sobrino del viejo Buddenbrook, empleado como inspector de aduanas en Rostock, y, como tenía la misma edad que Antonie y era una niña muy buena, la habían traído de allí para educarla en la casa.

—Ya está todo preparado —dijo Mamsell, poniendo mucho cuidado en articular con propiedad las erres, ya que al principio había sido incapaz de pronunciarlas—. Clotildita ha ayudado en la cocina con mucha diligencia, a Trina apenas le ha quedado nada por hacer…

Monsieur Buddenbrook, burlón, se sonrió para los adentros de su chorrera de puntillas ante la peculiar forma de pronunciar de Ida; el cónsul, en cambio, acarició la mejilla de su sobrinita y dijo:

—Muy bien, Tilda. Ora y labora, dicen. Nuestra Tony debería tomar ejemplo. Con demasiada frecuencia tiende al ocio y la soberbia…

Tony dejó caer la cabeza y, desde abajo, lanzó una mirada al abuelo porque sabía muy bien que, como de costumbre, él la defendería.

—Bueno, bueno —dijo—. Levanta la cabeza, Tony. Courage! No todo el mundo sirve para lo mismo. Cada cual vale para lo que vale. Tilda es muy buena, pero nosotros tampoco estamos mal. ¿Digo cosas raisonnables, Bethsy?

Se volvió hacia su nuera, que solía suscribir sus opiniones, mientras que Madame Antoinette, más por cuestiones de estrategia que por convicción, generalmente se ponía de parte del cónsul. De esta manera, las dos generaciones, en chassé croisé, se daban las manos.

—Es usted muy bueno, papá —dijo la consulesa—.Tony se esforzará en convertirse en una mujercita inteligente y eficiente… ¿Han llegado ya los chicos del colegio? —preguntó a Ida.

Pero Tony, quien, desde las rodillas del abuelo, miraba por el espejuelo móvil de la ventana, exclamó casi al mismo tiempo:

—Tom y Christian están subiendo por la Johannisstrasse… y el señor Hoffstede… y el doctor…

Las campanas de la Marienkirche comenzaron a tocar juntas —«Dang… ding, ding, dung…»— con bastante poco ritmo, con lo cual no se reconocía muy bien la melodía; eso sí, con gran solemnidad. Y mientras la campana grande informaba alegre y majestuosamente de que eran las cuatro de la tarde, la campanilla de la puerta de abajo empezó a resonar en el vestíbulo, y, en efecto, eran Tom y Christian, que llegaban con los primeros invitados: Jean Jacques Hoffstede, el poeta, y el doctor Grabow, el médico de la familia[…].

Thomas Mann: Buddenbrooks, traducción: Isabel García Adánez, Edhasa, Barcelona, 2008, pp. 10-13.


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