La Divina Comedia

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Fragmentos
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CANTO V
Paolo y Francesca

Así bajé del círculo primero
al segundo que menos lugar ciñe,
y tanto más dolor, que al llanto mueve.
Allí el horrible Minos rechinaba.
A la entrada examina los pecados;
juzga y ordena según se relíe.
Digo que cuando un alma mal nacida
llega delante, todo lo confiesa;
y aquel conocedor de los pecados
ve el lugar del infierno que merece:
tantas veces se ciñe con la cola,
cuantos grados él quiere que sea echada.
Siempre delante de él se encuentran muchos;
van esperando cada uno su juicio,
hablan y escuchan, después las arrojan.
«Oh tú que vienes al doloso albergue
-me dijo Minos en cuanto me vio,
dejando el acto de tan alto oficio-;
mira cómo entras y de quién te fías:
no te engañe la anchura de la entrada.»
Y mi grita: «¿Por qué le gritas tanto?
No le entorpezcas su fatal camino;
así se quiso allí donde se puede
lo que se quiere, y más no me preguntes.»
Ahora comienzan las dolientes notas
a hacérseme sentir; y llego entonces
allí donde un gran llanto me golpea.
Llegué a un lugar de todas luces mudo,
que mugía cual mar en la tormenta,
si los vientos contrarios le combaten.
La borrasca infernal, que nunca cesa,
en su rapiña lleva a los espíritus;
volviendo y golpeando les acosa.
Cuando llegan delante de la ruina,
allí los gritos, el llanto, el lamento;
allí blasfeman del poder divino.
Comprendí que a tal clase de martirio
los lujuriosos eran condenados,
que la razón someten al deseo.
Y cual los estorninos forman de alas
en invierno bandada larga y prieta,
así aquel viento a los malos espiritus:
arriba, abajo, acá y allí les lleva;
y ninguna esperanza les conforta,
no de descanso, mas de menor pena.
Y cual las grullas cantando sus lays
largas hileras hacen en el aire,
así las vi venir lanzando ayes,
a las sombras llevadas por el viento.
Y yo dije: «Maestro, quién son esas
gentes que el aire negro así castiga?»
«La primera de la que las noticias
quieres saber -me dijo aquel entonces-
fue emperatriz sobre muchos idiomas.
Se inclinó tanto al vicio de lujuria,
que la lascivia licitó en sus leyes,
para ocultar el asco al que era dada:
Semíramis es ella, de quien dicen
que sucediera a Nino y fue su esposa:
mandó en la tierra que el sultán gobierna.
Se mató aquella otra, enamorada,
traicionando el recuerdo de Siqueo;
la que sigue es Cleopatra lujuriosa.
A Elena ve, por la que tanta víctima
el tiempo se llevó, y ve al gran Aquiles
que por Amor al cabo combatiera;
ve a Paris, a Tristán.» Y a más de mil
sombras me señaló, y me nombró, a dedo,
que Amor de nuestra vida les privara.
Y después de escuchar a mi maestro
nombrar a antiguas damas y caudillos,
les tuve pena, y casi me desmayo.
[…]Y después de escuchar a mi maestro
nombrar a antiguas damas y caudillos,
les tuve pena, y casi me desmayo.
Yo comencé: «Poeta, muy gustoso
hablaría a esos dos que vienen juntos
y parecen al viento tan ligeros.»
Y él a mí: «Los verás cuando ya estén
más cerca de nosotros; si les ruegas
en nombre de su amor, ellos vendrán.»
Tan pronto como el viento allí los trajo
alcé la voz: «Oh almas afanadas,
hablad, si no os lo impiden, con nosotros.»
Tal palomas llamadas del deseo,
al dulce nido con el ala alzada,
van por el viento del querer llevadas,
ambos dejaron el grupo de Dido
y en el aire malsano se acercaron,
tan fuerte fue mi grito afectuoso:
«Oh criatura graciosa y compasiva
que nos visitas por el aire perso
a nosotras que el mundo ensangrentamos;
si el Rey del Mundo fuese nuestro amigo
rogaríamos de él tu salvación,
ya que te apiada nuestro mal perverso.
De lo que oír o lo que hablar os guste,
nosotros oiremos y hablaremos
mientras que el viento, como ahora, calle.
La tierra en que nací está situada
en la Marina donde el Po desciende
y con sus afluentes se reúne.
Amor, que al noble corazón se agarra,
a éste prendió de la bella persona
que me quitaron; aún me ofende el modo.
Amor, que a todo amado a amar le obliga,
prendió por éste en mí pasión tan fuerte
que, como ves, aún no me abandona.
El Amor nos condujo a morir juntos,
y a aquel que nos mató Caín a espera.»
Estas palabras ellos nos dijeron.
Cuando escuché a las almas doloridas
bajé el rostro y tan bajo lo tenía,
que el poeta me dijo al fin: «¿Qué piensas?»
Al responderle comencé: «Qué pena,
cuánto dulce pensar, cuánto deseo,
a éstos condujo a paso tan dañoso.»
Después me volví a ellos y les dije,
y comencé: «Francesca, tus pesares
llorar me hacen triste y compasivo;
dime, en la edad de los dulces suspiros
¿cómo o por qué el Amor os concedió
que conocieses tan turbios deseos?»
Y repuso: «Ningún dolor más grande
que el de acordarse del tiempo dichoso
en la desgracia; y tu guía lo sabe.
Mas si saber la primera raíz
de nuestro amor deseas de tal modo,
hablaré como aquel que llora y habla:
Leíamos un día por deleite,
cómo hería el amor a Lanzarote;
solos los dos y sin recelo alguno.
Muchas veces los ojos suspendieron
la lectura, y el rostro emblanquecía,
pero tan sólo nos venció un pasaje.
Al leer que la risa deseada
era besada por tan gran amante,
éste, que de mí nunca ha de apartarse,
la boca me besó, todo él temblando.
Galeotto fue el libro y quien lo hizo;
no seguimos leyendo ya ese día.»
Y mientras un espíritu así hablaba,
lloraba el otro, tal que de piedad
desfallecí como si me muriese;
y caí como un cuerpo muerto cae.

CANTO XXXIII
Ugolino y sus hijos

De la feroz comida alzó la boca
el pecador, limpiándola en los pelos
de la cabeza que detrás roía.
Luego empezó: «Tú quieres que renueve
el amargo dolor que me atenaza
sólo al pensarlo, antes que de ello hable.
Mas si han de ser simiente mis palabras
que dé frutos de infamia a este traidor
que muerdo, al par verás que lloro y hablo.
Ignoro yo quién seas y en qué forma
has llegado hasta aquí, mas de Florencia
de verdad me pareces al oírte.
Debes saber que fui el conde Ugolino
y este ha sido Ruggieri, el arzobispo;
por qué soy tal vecino he de contarte.
Que a causa de sus malos pensamientos,
y fiándome de él fui puesto preso
y luego muerto, no hay que relatarlo;
mas lo que haber oído no pudiste,
quiero decir, lo cruel que fue mi muerte,
escucharás: sabrás si me ha ofendido.
Un pequeño agujero de «la Muda»
que por mí ya se llama «La del Hambre»,
y que conviene que a otros aún encierre,
enseñado me había por su hueco
muchas lunas, cuando un mal sueño tuve
que me rasgó los velos del futuro.
Éste me apareció señor y dueño,
a la caza del lobo y los lobeznos
en el monte que a Pisa oculta Lucca.
Con perros flacos, sabios y amaestrados,
los Gualandis, Lanfrancos y Sismondis
al frente se encontraban bien dispuestos.
Tras de corta carrera vi rendidos
a los hijos y al padre, y con colmillos
agudos vi morderles los costados.
Cuando me desperté antes de la aurora,
llorar sentí en el sueño a mis hijitos
que estaban junto a mí, pidiendo pan.
Muy cruel serás si no te dueles de esto,
pensando lo que en mi alma se anunciaba:
y si no lloras, ¿de qué llorar sueles?
Se despertaron, y llegó la hora
en que solían darnos la comida,
y por su sueño cada cual dudaba.
Y oí clavar la entrada desde abajo
de la espantosa torre; y yo miraba
la cara a mis hijitos sin moverme.
Yo no lloraba, tan de piedra era;
lloraban ellos; y Anselmuccio dijo:
«Cómo nos miras, padre, ¿qué te pasa?»
Pero yo no lloré ni le repuse
en todo el día ni al llegar la noche,
hasta que un nuevo sol salía a mundo.
Como un pequeño rayo penetrase
en la penosa cárcel, y mirara
en cuatro rostros mi apariencia misma,
ambas manos de pena me mordía;
y al pensar que lo hacía yo por ganas
de comer, bruscamente levantaron,
diciendo: « Padre, menos nos doliera
si comes de nosotros; pues vestiste
estas míseras carnes, las despoja.»
Por más no entristecerlos me calmaba;
ese día y al otro nada hablamos:
Ay, dura tierra, ¿por qué no te abriste?
Cuando hubieron pasado cuatro días,
Gaddo se me arrojó a los pies tendido,
diciendo: «Padre, ¿por qué no me ayudas?»
Allí murió: y como me estás viendo,
vi morir a los tres uno por uno
al quinto y sexto día; y yo me daba
ya ciego, a andar a tientas sobre ellos.
Dos días les llamé aunque estaban muertos:
después más que el dolor pudo el ayuno.»
Cuando esto dijo, con torcidos ojos
volvió a morder la mísera cabeza,
y los huesos tan fuerte como un perro.
¡Ah Pisa, vituperio de las gentes
del hermoso país donde el «sí» suena!,
pues tardos al castigo tus vecinos,
muévanse la Gorgona y la Capraia,
y hagan presas allí en la hoz del Arno,
para anegar en ti a toda persona;
pues si al conde Ugolino se acusaba
por la traición que hizo a tus castillos,
no debiste a los hijos dar tormento.
Inocentes hacía la edad nueva,
nueva Tebas, a Uguiccion y al Brigada
y a los otros que el canto ya ha nombrado.»
A otro lado pasamos, y a otra gente
envolvía la helada con crudeza,
y no cabeza abajo sino arriba.
El llanto mismo el lloro no permite,
y la pena que encuentra el ojo lleno,
vuelve hacia atrás, la angustia acrecentando;
pues hacen muro las primeras lágrimas,
y así como viseras cristalinas,
llenan bajo las cejas todo el vaso.
Y sucedió que, aun como encallecido
por el gran frío cualquier sentimiento
hubiera abandonado ya mi rostro,
me parecía ya sentir un viento,
por lo que yo: «Maestro, ¿quién lo hace?,
¿No están extintos todos los vapores?»
Y él me repuso: «En breve será cuando
a esto darán tus ojos la respuesta,
viendo la causa que este soplo envía.»
Y un triste de esos de la fría costra
gritó: «Ah vosotras, almas tan crueles,
que el último lugar os ha tocado,
del rostro levantar mis duros velos,
que el dolor que me oprime expulsar pueda,
un poco antes que el llanto se congele.»
Y le dije: «Si quieres que te ayude,
dime quién eres, y si no te libro,
merezca yo ir al fondo de este hielo.»
Me respondió: «Yo soy fray Alberigo;
soy aquel de la fruta del mal huerto,
que por el higo el dátil he cambiado.»
«Oh, ¿ya estás muerto —díjele yo- entonces?
Y él repuso: «De cómo esté mi cuerpo
en el mundo, no tengo ciencia alguna.
Tal ventaja tiene esta Tolomea,
que muchas veces caen aquí las almas
antes de que sus dedos mueva Atropos;
y para que de grado tú me quites
las lágrimas vidriadosas de mi rostro,
sabe que luego que el alma traiciona,
como yo hiciera, el cuerpo le es quitado
por un demonio que después la rige,
hasta que el tiempo suyo todo acabe.
Ella cae en cisterna semejante;
y es posible que arriba esté aún el cuerpo
de la sombra que aquí detrás inverna.
Tú lo debes saber, si ahora has venido:
que es Branca Doria, y ya han pasado muchos
años desde que fuera aquí encerrado.»
«Creo -le dije yo- que tú me engañas;
Branca Doria no ha muerto todavía,
y come y bebe y duerme y paños viste.»
«Al pozo -él respondió- de Malasgarras,
donde la pez rebulle pegajosa,
aún no había caído Miguel Zanque,
cuando éste le dejó al diablo un sitio
en su cuerpo, y el de un pariente suyo
que la traición junto con él hiciera.
Mas extiende por fin aquí la mano;
abre mis ojos.» Y no los abrí;
y cortesía fue el villano serle.
¡Ah genoveses, hombres tan distantes
de todo bien, de toda lacra llenos!,
¿por qué no sois del mundo desterrados?
Porque con la peor alma de Romaña
hallé a uno de vosotros, por sus obras
su espíritu bañando en el Cocito,
y aún en la tierra vivo con el cuerpo.

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