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En 1942, a la edad de diez años, gané el primer premio de los Ludi Juveniles (un concurso de libre participación forzada para los jóvenes fascistas italianos, esto es, para todos los jóvenes italianos). Había discurrido con virtuosismo retórico sobre el tema: «¿Debemos morir por la gloria de Mussolini y el destino inmortal de Italia?». Mi respuesta había sido afirmativa. Era un chico listo. Después, en 1943, descubrí el significado de la palabra libertad. Contaré esta historia al final de mi discurso. En aquel momento libertad no significaba todavía liberación. Pasé dos de mis primeros años entre SS, fascistas y partisanos, que se disparaban mutuamente, y aprendí cómo evitar las balas. No estuvo mal como ejercicio.
En abril de 1945, los partisanos tomaron Milán. Dos días después llegaron a la pequeña ciudad donde yo vivía. Fue un momento de alegría. La plaza principal estaba abarrotada de gente que cantaba y agitaba banderas, invocando a grandes voces a Mimo, el jefe partisano de la zona. Mimo, ex brigada de los carabineros, se había pasado a los seguidores de Badoglio y había perdido una pierna en uno de los primeros choques. Se dejó ver en el balcón del ayuntamiento, apoyado en sus muletas, pálido; intentó, con una mano, calmar a la muchedumbre. Yo estaba allí, esperando su discurso, visto que toda mi infancia había estado marcada por los grandes discursos históricos de Mussolini, cuyos pasajes más significativos aprendíamos de memoria en el colegio. Silencio. Mimo habló con voz entrecortada, casi no se le oía. Dijo: «Ciudadanos, amigos. Después de tantos dolorosos sacrificios… aquí estamos. Gloria a los caídos por la libertad». Eso fue todo. Y volvió dentro. La muchedumbre gritaba, los partisanos levantaron sus armas y dispararon al aire festivamente. Nosotros, los niños, nos abalanzamos a recoger los casquillos, preciosos objetos de colección, pero yo había aprendido también que la libertad de palabra significa libertad de la retórica. Algunos días más tarde, vi a los primeros soldados norteamericanos. Eran afroamericanos. El primer yanqui que encontré era un negro, Joseph, que me hizo conocer las maravillas de Dick Tracy y de Li’l Abner. Sus historietas eran en color y tenían un buen olor.
Uno de los oficiales (el mayor o capitán Muddy) era huésped en la villa de la familia de dos compañeras mías del colegio. Me sentía en mi casa en aquel jardín donde algunas señoras hacían corrillo en torno al capitán Muddy, hablando un francés aproximado. El capitán Muddy tenía una buena educación superior y sabía un poco de francés. Así pues, mi primera imagen de los liberadores norteamericanos, después de tantos rostros pálidos con camisa negra, fue la de un negro culto de uniforme verde amarillento que decía: «Oui, merci beaucoup Madame, moi aussi j’aime le champeigne…». Por desgracia, faltaba el champán, pero el capitán Muddy me dio mi primer chicle y empecé a mascar todo el día. Por la noche lo metía en un vaso de agua para conservarlo para el día siguiente.
En mayo, oímos decir que la guerra había acabado. La paz me dio una sensación curiosa. Me habían dicho que la guerra permanente era la condición normal para un joven italiano. En los meses siguientes descubrí que la Resistencia no era solo un fenómeno local, sino europeo. Aprendí nuevas, excitantes palabras como réseau, maquis, armée secrète, Rote Kapelle, ghetto de Varsovia. Vi las primeras fotografías del Holocausto y entendí de esta manera su significado antes de conocer la palabra. Me di cuenta de que habíamos sido liberados. En Italia, hoy en día, hay personas que se preguntan si la Resistencia tuvo un impacto militar efectivo en el sesgo de la guerra. Para mi generación la cuestión no tiene relevancia alguna: comprendimos inmediatamente el significado moral y psicológico de la Resistencia. Era motivo de orgullo saber que nosotros los europeos no habíamos esperado la liberación pasivamente. Pienso que también para los jóvenes norteamericanos que derramaban su tributo de sangre por nuestra libertad no era irrelevante saber que, detrás de las líneas, había europeos que estaban pagando ya su deuda.
En Italia, hoy en día, hay personas que dicen que el mito de la Resistencia era una mentira comunista. Es verdad que los comunistas han explotado la Resistencia como una propiedad personal, al haber desempeñado en ella un papel fundamental; pero yo recuerdo a partisanos con pañuelos de diferentes colores.
Pegado a la radio, pasaba mis noches —con las ventanas cerradas y el oscurecimiento general que convertía el pequeño espacio en torno al aparato en el único halo luminoso— escuchando los mensajes que Radio Londres transmitía a los partisanos. Eran a la vez oscuros y poéticos («El sol vuelve a salir una vez más», «Florecerán las rosas»), y la mayor parte eran «mensajes para la Franchi». Alguien me susurró que Franchi era el jefe de uno de los grupos clandestinos más poderosos de la Italia del Norte, un hombre cuyo valor era legendario. Franchi se convirtió en mi héroe. Franchi (cuyo verdadero nombre era Edgardo Sogno) era un monárquico, tan anticomunista que después de la guerra se unió a grupos de extrema derecha y fue acusado incluso de haber colaborado en un golpe de estado reaccionario. Pero ¿qué importa? Sogno sigue siendo todavía el sueño de mi infancia. La liberación fue una empresa común para gente de diferente color.
En Italia, hoy en día, hay personas que dicen que la guerra de liberación fue un trágico episodio de división, y que ahora necesitamos una reconciliación nacional. El recuerdo de aquellos años terribles debería ser reprimido. Pero la represión provoca neurosis. Si reconciliación significa compasión y respeto hacia que el nazismo, en su forma original, vaya a reaparecer como movimiento que involucre a toda una nación.
Sin embargo, aun pudiéndose derribar los regímenes políticos, y criticar y quitar legitimidad a las ideologías, detrás de un régimen y de su ideología hay una manera de pensar y de todos aquellos que combatieron su guerra de buena fe, perdonar no significa olvidar. Puedo admitir incluso que Eichmann creyera sinceramente en su misión, pero no me siento capaz de decir: «Vale, vuelve y hazlo otra vez». Nosotros estamos aquí para recordar lo que sucedió y para declarar solemnemente que «ellos» no deben volver a hacerlo.
Pero ¿quiénes son «ellos»?
Si todavía estamos pensando en los gobiernos totalitarios que dominaron Europa antes de la Segunda Guerra Mundial, podemos decir con tranquilidad que sería difícil verlos volver de la misma manera en circunstancias históricas diferentes. Si el fascismo de Mussolini se fundaba en la idea de un jefe carismático, en el corporativismo, en la utopía del «destino fatal de Roma», en una voluntad imperialista de conquistar nuevas tierras, en un nacionalismo exacerbado, en el ideal de toda una nación uniformada con camisa negra, en el rechazo de la democracia parlamentaria, en el antisemitismo, entonces no tengo dificultades en admitir que Alleanza Nazionale es, sin duda, un partido de derechas, pero tiene poco que ver con el antiguo fascismo (al que sí se remitía, en cambio, su progenitor, el Movimiento Social Italiano, MSI). Por las mismas razones, aunque estoy preocupado por los diversos movimientos filonazis que están activos aquí y allá en Europa, Rusia incluida, no pienso sentir, una serie de hábitos culturales, una nebulosa de instintos oscuros y de pulsiones insondables. ¿Es que todavía queda otro fantasma que recorre Europa (por no hablar de otras partes del mundo)? Ionesco dijo una vez que «solo cuentan las palabras, lo demás son chácharas». Las costumbres lingüísticas son a menudo síntomas importantes de sentimientos no expresados.
Déjenme preguntar, entonces, por qué no solo la Resistencia sino toda la Segunda Guerra Mundial han sido definidas, en todo el mundo, como una lucha contra el fascismo. Si vuelven a leer Por quién doblan las campanas de Hemingway, descubrirán que Robert Jordan identifica a sus enemigos con los fascistas, incluso cuando piensa en los falangistas españoles.
Permítanme que le ceda la palabra a Franklin Delano Roosevelt: «La victoria del pueblo americano y de sus aliados será una victoria contra el fascismo y contra ese callejón sin salida del despotismo que el fascismo representa» (23 de septiembre de 1944). Durante los años de McCarthy, a los norteamericanos que habían tomado parte en la guerra civil española se los definía como «antifascistas prematuros», entendiendo con ello que combatir a Hitler en los años cuarenta era un deber moral para todo buen americano, pero combatir contra Franco demasiado pronto, en los años treinta, era sospechoso. ¿Por qué una expresión como Fascist pig la usaban los radicales norteamericanos incluso para indicar a un policía que no aprobaba lo que fumaban? ¿Por qué no decían: «Cerdo Caugolard», «Cerdo falangista», «Cerdo ustacha», «Cerdo Quisling», «Cerdo Ante Pavelic», «Cerdo nazi»?
Mein Kampf es el manifiesto completo de un programa político. El nazismo tenía una teoría del racismo y del arianismo, una noción precisa de l’entartete Kunst, el «arte degenerado», una filosofía de la voluntad de poder y del l’Ubermensch. El nazismo era decididamente anticristiano y neopagano, con la misma claridad con la que el Diamat de Stalin (la versión oficial del marxismo soviético) era a todas luces materialista y ateo. Si por totalitarismo se entiende un régimen que subordina todos los actos individuales al estado y a su ideología, entonces nazismo y estalinismo eran regímenes totalitarios.
El fascismo fue, sin lugar a dudas, una dictadura, pero no era cabalmente totalitario, no tanto por su tibieza, como por la debilidad filosófica de su ideología. Al contrario de lo que se suele pensar, el fascismo italiano no tenía una filosofía propia. El artículo sobre el fascismo firmado por Mussolini para la Enciclopedia Treccani lo escribió o fundamentalmente lo inspiró Giovanni Gentile, pero reflejaba una noción hegeliana tardía del «estado ético y absoluto» que Mussolini no realizó nunca completamente. Mussolini no tenía ninguna filosofía: tenía solo una retórica. Empezó como ateo militante, para luego firmar el concordato con la Iglesia y simpatizar con los obispos que bendecían los banderines fascistas. En sus primeros años anticlericales, según una leyenda plausible, le pidió una vez a Dios que lo fulminara en el mismo sitio para probar su existencia. Dios estaba distraído, evidentemente. En años posteriores, en sus discursos, Mussolini citaba siempre el nombre de Dios y no desdeñaba hacerse llamar «el hombre de la Providencia».
Se puede decir que el fascismo italiano fue la primera dictadura de derechas que dominó un país europeo, y que todos los movimientos análogos encontraron más tarde una especie de arquetipo común en el régimen de Mussolini. El fascismo italiano fue el primero en crear una liturgia militar, un folklore e, incluso, una forma de vestir, con la que tuvo más éxito en el extranjero que Armani, Benetton o Versace. Solo en los años treinta hicieron su aparición movimientos fascistas en Inglaterra, con Mosley, y en Letonia, Estonia, Lituania, Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Grecia, Yugoslavia, España, Portugal, Noruega e incluso en América del Sur, por no hablar de Alemania. Fue el fascismo italiano el que convenció a muchos líderes liberales europeos de que el nuevo régimen estaba llevando a cabo interesantes reformas sociales, capaces de ofrecer una alternativa moderadamente revolucionaria a la amenaza comunista.
Aun así, la prioridad histórica no me parece una razón suficiente para explicar por qué la palabra «fascismo» se convirtió en una sinécdoque, en una denominación pars pro toto para movimientos totalitarios diferentes. No vale decir que el fascismo contenía en sí todos los elementos de los totalitarismos sucesivos, digamos que «en estado quintaesencial». Al contrario, el fascismo no poseía ninguna quintaesencia, y ni tan siquiera una sola esencia. El fascismo era un totalitarismo fuzzy. No era una ideología monolítica, sino, más bien, un collage de diferentes ideas políticas y filosóficas, una colmena de contradicciones. ¿Se puede concebir acaso un movimiento totalitario que consiga aunar monarquía y revolución, ejército real y milicia personal de Mussolini, los privilegios concedidos a la Iglesia y una educación estatal que exaltaba la violencia, el control absoluto y el mercado libre?
El partido fascista nació proclamando su nuevo orden revolucionario, pero lo financiaban los latifundistas más conservadores, que se esperaban una contrarrevolución. El fascismo de los primeros tiempos era republicano y sobrevivió veinte años proclamando su lealtad a la familia real, permitiéndole a un «duce» que saliera adelante del brazo de un «rey», al que ofreció incluso el título de «emperador». Pero cuando, en 1943, el rey relevó a Mussolini, el partido volvió a aparecer dos meses más tarde, con la ayuda de los alemanes, bajo la bandera de una república «social», reciclando su vieja partitura revolucionaria, enriquecida por acentuaciones casi jacobinas.
Hubo una sola arquitectura nazi y un solo arte nazi. Si el arquitecto nazi era Albert Speer, no había sitio para Mies van der Rohe. De la misma manera, bajo Stalin, si Lamarck tenía razón, no había sitio para Darwin. Por el contrario, hubo arquitectos fascistas, sin duda, pero junto a sus pseudocoliseos surgieron también nuevos edificios inspirados en el moderno racionalismo de Gropius.
No hubo un Jdanov fascista. En Italia hubo dos importantes premios artísticos: el Premio Cremona estaba controlado por un fascista inculto y fanático como Farinacci, que promovía un arte propagandístico (me acuerdo de cuadros que llevan títulos como «Escuchando por la radio un discurso del Duce», o «Estados mentales creados por el fascismo»; y el Premio Bérgamo, patrocinado por un fascista culto y razonablemente tolerante como Bottai, que protegía el arte por el arte y las nuevas experiencias del arte de vanguardia, que en Alemania habían sido proscritas como corruptas y criptocomunistas, contrarias al Kitsch nibelungo, el único admitido.
El poeta nacional era D’Annunzio, un dandy que en Alemania o en Rusia habrían mandado al paredón Se lo elevó al rango de Vate del régimen por su nacionalismo y su culto al heroísmo (al que había que añadir fuertes dosis de decadentismo francés). Tomemos el futurismo. Habría debido considerarse un ejemplo de entartete Kunst, igual que el expresionismo, el cubismo, el surrealismo. Pero los primeros futuristas italianos eran nacionalistas, por razones estéticas favorecieron la participación italiana en la Primera Guerra Mundial, celebraron la velocidad, la violencia, el riesgo, y, de alguna manera, estos aspectos parecieron cercanos al culto fascista de la juventud. Cuando el fascismo se identificó con el Imperio Romano y descubrió las tradiciones rurales, Marinetti (que proclamaba más bello un automóvil que la Victoria de Samotracia y quería incluso matar el claro de luna) fue nombrado miembro de la Academia de Italia, que trataba el claro de luna con gran respeto.
Muchos de los futuros partisanos y de los futuros intelectuales del Partido Comunista, fueron educados por el GUF, la asociación fascista de los estudiantes universitarios, que debía ser la cuna de la nueva cultura fascista. Estos clubes se convirtieron en una especie de olla intelectual, donde las ideas circulaban sin ningún control ideológico real, no tanto porque los hombres de partido fueran tolerantes, sino porque pocos de ellos poseían los instrumentos intelectuales para controlarlas.
En el transcurso de aquellos veinte años, la poesía de los herméticos representó una reacción al estilo pomposo del régimen: a estos poetas se les permitió elaborar su protesta literaria dentro de la torre de marfil. El sentir de los herméticos era exactamente lo contrario del culto fascista del optimismo y del heroísmo. El régimen toleraba este disentimiento evidente, aunque socialmente imperceptible, porque no le prestaba suficiente atención a una jerigonza tan oscura.
Lo cual no significa que el fascismo italiano fuera tolerante. A Gramsci lo metieron en la cárcel hasta su muerte; Matteotti y los hermanos Rosselli fueron asesinados; la prensa libre fue suprimida, los sindicatos desmantelados, los disidentes políticos fueron confinados en islas remotas; el poder legislativo se convirtió en una mera ficción y el ejecutivo (que controlaba al judicial, así como a los medios de comunicación) promulgaba directamente las nuevas leyes, entre las cuales se cuentan también las de la defensa de la raza (el apoyo formal italiano al Holocausto).
La imagen incoherente que acabo de describir no se debía a la tolerancia: era un ejemplo de descoyuntamiento político e ideológico. Pero era un “descoyuntamiento organizado”, una confusión estructurada. El fascismo filosóficamente era desvencijado, pero desde el punto de vista emotivo estaba ensamblado firmemente con algunos arquetipos.
Y llegamos al segundo punto de mi tesis. Hubo un solo nazismo, y no podemos llamar «nazismo» al falangismo hipercatólico de la España de Franco, puesto que el nazismo es fundamentalmente pagano, politeísta y anticristiano, o no es nazismo. Al contrario, se puede jugar al fascismo de muchas maneras, y el nombre del juego no cambia. Le sucede a la noción de «fascismo» lo que, según Wittgenstein, acontece con la noción de «juego».
Un juego puede ser competitivo o no, puede interesar a una o más personas, puede requerir alguna habilidad particular o ninguna, puede poner dinero en el platillo o no. Los juegos son una serie de actividades diferentes que muestran solo un cierto «parecido de familia».
1 (abc) - 2 (bcd) - 3 (cde) - 4 (def)
Supongamos que exista una serie de grupos políticos. El grupo 1 se caracteriza por los aspectos abc, el grupo 2 por bcd, etcétera. 2 se parece a 1 en cuanto que comparten dos aspectos. 3 se parece a 2, y 4 se parece a 3 por la misma razón. Nótese que 3 también se parece a 1 (tienen en común el aspecto c). El caso más curioso es el de 4, obviamente parecido a 3 y a 2, pero sin ninguna característica en común con 1. Sin embargo, en razón de la serie ininterrumpida de parecidos decrecientes entre 1 y 4, sigue habiendo, por una especie de transitividad ilusoria, un aire de familia entre 1 y 4.
El término «fascismo» se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos, y siempre podremos reconocerlo como fascista. Quítenle al fascismo el imperialismo y obtendrán a Franco o Salazar; quítenle el colonialismo y obtendrán el fascismo balcánico. Añádanle al fascismo italiano un anticapitalismo radical (que nunca fascinó a Mussolini) y obtendrán a Ezra Pound. Añádanle el culto de la mitología celta y el misticismo del Grial (completamente ajeno al fascismo oficial) y obtendrán uno de los gurús fascistas más respetados, Julius Evola.
A pesar de esta confusión, considero que es posible indicar una lista de características típicas de lo que me gustaría denominar fascismo primitivo o eterno. Tales características no pueden quedar encuadradas en un sistema; muchas se contradicen mutuamente, y son típicas de otras formas de despotismo o fanatismo, pero basta con que una de ellas esté presente para hacer coagular una nebulosa fascista.
Umberto Eco, «El fascismo eterno», La Biblioteca Cuarta Épocal, Núm. 2, Biblioteca Nacional Mariano Moreno, diciembre 2017, pags. 7-16
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