La interpretación de los sueños

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Fragmento
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LA LITERATURA CIENTÍFICA SOBRE LOS PROBLEMAS ONÍRICOS

En las páginas que siguen aportaré la demostración de la existencia de una técnica psicológica que permite interpretar los sueños, y merced a la cual se revela cada uno de ellos como un producto psíquico pleno de sentido, al que puede asignarse un lugar perfectamente determinado en la actividad anímica de la vida despierta. Además, intentaré esclarecer los procesos de los que depende la singular e impenetrable apariencia de los sueños y deducir de dichos procesos una conclusión sobre la naturaleza de aquellas fuerzas psíquicas de cuya acción conjunta u opuesta surge el fenómeno onírico. Conseguido esto, daré por terminada mi exposición, pues habré llegado en ella al punto en el que el problema de los sueños desemboca en otros más amplios, cuya solución ha de buscarse por el examen de un distinto material.

Si comienzo por exponer aquí una visión de conjunto de la literatura existente hasta el momento sobre los sueños y el estado científico actual de los problemas oníricos, ello obedece a que en el curso de mi estudio no se me han de presentar muchas ocasiones de volver sobre tales materias. La comprensión científica de los sueños no ha realizado en más de diez siglos sino escasísimos progresos; circunstancia tan generalmente reconocida por todos los que de este tema se han ocupado, que me parece inútil citar aquí al detalle opiniones aisladas. En la literatura onírica hallamos gran cantidad de sugestivas observaciones y un rico e interesantísimo material relativo al objeto de nuestro estudio; pero, en cambio, nada o muy poco que se refiera a la esencia de los sueños o resuelva definitivamente el enigma que los mismos nos plantean. Como es lógico, el conocimiento que de esas cuestiones ha pasado al núcleo general de hombres cultos, pero no dedicados a la investigación científica, resulta aún más incompleto.

Cuál fue la concepción que en los primeros tiempos de la Humanidad se formaron de los sueños los pueblos primitivos, y qué influencia ejerció el fenómeno onírico en su comprensión del mundo y del alma, son cuestiones de tan alto interés, que sólo obligadamente y a disgusto me he decidido a excluir su estudio del conjunto del presente trabajo y a limitarme a remitir al lector a las conocidas obras de sir J. Lubbock, H. Spencer, E. B. Taylor y otros, añadiendo únicamente por mi cuenta que el alcance de estos problemas y especulaciones no podrá ofrecérsenos comprensible hasta después de haber llevado a buen término la labor que aquí nos hemos marcado, o sea, la de «interpretación de los sueños».

Un eco de la primitiva concepción de los sueños se nos muestra indudablemente como base en la idea que de ellos se formaban los pueblos de la antigüedad clásica. Admitían éstos que los sueños se hallaban en relación con el mundo de seres sobrehumanos de su mitología y traían consigo revelaciones divinas o demoníacas, poseyendo, además, una determinada intención muy importante con respecto al sujeto; generalmente, la de anunciarle el porvenir. De todos modos, la extraordinaria variedad de su contenido y de la impresión por ellos producida hacía muy difícil llegar a establecer una concepción unitaria, y obligó a constituir múltiples diferenciaciones y agrupaciones de los sueños, conforme a su valor y autenticidad. Naturalmente, la opinión de los filósofos antiguos sobre el fenómeno onírico hubo de depender de la importancia que cada uno de ellos concedía a la adivinación.

En los dos estudios que Aristóteles consagra a esta materia pasan ya los sueños a constituir objeto de la Psicología. No son de naturaleza divina, sino demoníaca, pues la Naturaleza es demoníaca y no divina; o dicho de otro modo: no corresponden a una revelación sobrenatural, sino que obedecen a leyes de nuestro espíritu humano, aunque desde luego éste se relaciona a la divinidad. Los sueños quedan así definidos como la actividad anímica del durmiente durante el estado de reposo.

Aristóteles muestra conocer algunos de los caracteres de la vida onírica. Así, el de que los sueños amplían los pequeños estímulos percibidos durante el estado de reposo («una insignificante elevación de temperatura en uno de nuestros miembros nos hace creer en el sueño que andamos a través de las llamas y sufrimos un ardiente calor»), y deduce de esta circunstancia la conclusión de que los sueños pueden muy bien revelar al médico los primeros indicios de una reciente alteración física, no advertida durante el día. Los autores antiguos anteriores a Aristóteles no consideraban el sueño como un producto del alma soñadora, sino como una inspiración de los dioses, y señalaban ya en ellos las dos corrientes contrarias que habremos de hallar siempre en la estimación de la vida onírica. Se distinguían dos especies de sueños: los verdaderos y valiosos, enviados al durmiente a título de advertencia o revelación del porvenir, y los vanos, engañosos y fútiles, cuyo propósito era desorientar al sujeto o causar su perdición.

Gruppe1 reproduce una tal visión de los sueños, tomándola de Macrobio y Artemidoro: «Dividíanse los sueños en dos clases. A la primera, influida tan sólo por el presente (o el pasado), y falta, en cambio de significación con respecto al porvenir, pertenecían los enupnia, insomnia, que reproducen inmediatamente la representación dada o su contraria; por ejemplo, el hambre o su satisfacción, y los fantasmata, que amplían fantásticamente la representación dada; por ejemplo la pesadilla, ephialtes. La segunda era considerada como determinante del porvenir, y en ella se incluían: 1º, el oráculo directo, recibido en el sueño (crhmatismos, oraculum); 2º la predicción de un suceso futuro (orama, visio), y el 3º, el sueño simbólico, con necesidad de interpretación (oneiros, somnium). Esta teoría se ha mantenido en vigor durante muchos siglos.»

De esta diversa estimación de los sueños surgió la necesidad de una «interpretación onírica». Considerándolos en general como fuentes de importantísimas revelaciones, pero no siendo posible lograr una inmediata comprensión de todos y cada uno de ellos, ni tampoco saber si un determinado sueño incomprensible entrañaba o no algo importante, tenía que nacer el impulso o hallar un medio de sustituir su contenido incomprensible por otro inteligible y pleno de sentido. Durante toda la antigüedad se consideró como máxima autoridad en la interpretación de los sueños a Artemidoro de Dalcis, cuya extensa obra, conservada hasta nuestros días, nos compensa de las muchas otras del mismo contenido que se han perdido.

La concepción precientífica de los antiguos sobre los sueños se hallaba seguramente de completo acuerdo con su total concepción del Universo, en la que acostumbraban proyectar como realidad en el mundo exterior aquello que sólo dentro de la vida anímica la poseía. Esta concepción del fenómeno onírico tomaba, además, en cuenta la impresión que la vida despierta recibe del recuerdo que del sueño perdura por la mañana, pues en este recuerdo aparece el sueño en oposición al contenido psíquico restante, como algo ajeno a nosotros y procedente de un mundo distinto. Sería, sin embargo, equivocado suponer que esta teoría del origen sobrenatural de los sueños carece ya de partidarios en nuestros días. Haciendo abstracción de los escritores místicos y piadosos -que obran consecuentemente, defendiendo los últimos reductos de lo sobrenatural hasta que los procesos científicos consigan desalojarlos de ellos-, hallamos todavía hombres de sutil ingenio, e inclinados a todo lo extraordinario, que intentan apoyar precisamente en la insolubilidad del enigma de los sueños su fe religiosa en la existencia y la intervención de fuerzas espirituales sobrehumanas (Haffner). La valoración dada a la vida onírica por algunas escuelas filosóficas -así, la de Schelling- es un claro eco del origen divino que en la antigüedad se reconocía a los sueños. Tampoco la discusión sobre el poder adivinatorio y revelador del porvenir atribuido a los sueños puede considerarse terminada, pues, no obstante la inequívoca inclinación del pensamiento científico a rechazar la hipótesis afirmativa, las tentativas de hallar una explicación psicológica valedera para todo el considerable material reunido no han permitido establecer aún una conclusión definitiva.

La dificultad de escribir una historia de nuestro conocimiento científico de los problemas oníricos estriba en que, por valioso que el mismo haya llegado a ser con respecto a algunos extremos, no ha realizado progreso alguno en determinadas direcciones. Por otro lado, tampoco se ha conseguido establecer una firme base de resultados indiscutibles sobre la que otros investigadores pudieran seguir construyendo, sino que cada autor ha comenzado de nuevo y desde el origen el estudio de los mismos problemas. De este modo, si quisiera atenerme al orden cronológico de los autores y exponer sintéticamente las opiniones de cada uno de ellos, tendría que renunciar a ofrecer al lector un claro cuadro de conjunto del estado actual del conocimiento de los sueños, y, por tanto, he preferido adaptar mi exposición a los temas y no a los autores, indicando en el estudio de cada uno de los problemas oníricos el material que para la solución del mismo podemos hallar en obras anteriores. Sin embargo, y dado que no me ha sido posible dominar toda la literatura existente sobre esta materia - literatura en extremo dispersa, y que se extiende muchas veces a objetos muy distintos-, he de rogar al lector se dé por satisfecho, con la seguridad de que ningún hecho fundamental ni ningún punto de vista importante dejarán de ser consignados en mi exposición.

Hasta hace poco se han visto impulsados casi todos los autores a tratar conjuntamente el estado de reposo y de los sueños, así como a agregar al estudio de estos últimos el de estados y fenómenos análogos, pertenecientes ya a los dominios de la Psicopatología (alucinaciones, visiones, etc.). «En cambio, en los trabajos más modernos aparece una tendencia a seleccionar un tema restringido, y no tomar como objeto sino uno solo de los muchos problemas de la vida onírica; transformación en la que quisiéramos ver una expresión del convencimiento de que en problemas tan oscuros sólo por medio de una serie de investigaciones de detalle puede llegarse a un esclarecimiento y a un acuerdo definitivos. Una de tales investigaciones parciales y de naturaleza especialmente psicológica es lo que aquí me propongo ofreceros. No habiendo tenido gran ocasión de ocuparme del problema del estado de reposo -problema esencialmente fisiológico, aunque en la característica de dicho estado tenga que hallarse contenida la transformación de las condiciones de funcionamiento del aparato anímico-, quedará desde luego descartada de mi exposición la literatura existente sobre tal problema».

El interés científico por los problemas oníricos en sí conduce a las interrogaciones que siguen, interdependientes en parte:

a) Relación del sueño con la vida despierta.

El ingenuo juicio del individuo despierto acepta que el sueño, aunque ya no de origen extraterreno, sí ha raptado al durmiente a otro mundo distinto. El viejo filósofo Burdach, al que debemos una concienzuda y sutil descripción de los problemas oníricos, ha expresado esta convicción en una frase, muy citada y conocida2: «…nunca se repite la vida diurna, con sus trabajos y placeres, sus alegrías y dolores; por lo contrario tiende el sueño a libertarnos de ella. Aun en aquellos momentos en que toda nuestra alma se halla saturada por un objeto, en que un profundo dolor desgarra nuestra vida interior, o una labor acapara todas nuestras fuerzas espirituales, nos da el sueño algo totalmente ajeno a nuestra situación; no toma para sus combinaciones sino significantes fragmentos de la realidad, o se limita a adquirir el tono de nuestro estado de ánimo y simboliza las circunstancias reales.» J. H. Fichte habla en el mismo sentido de sueños de complementos (Ergänzungsträume) y los considera como uno de los secretos beneficiosos de la Naturaleza, autocurativa del espíritu. Análogamente se expresa también L. Strümpell en su estudio sobre la naturaleza y génesis de los sueños (pág.16), obra que goza justamente de un general renombre: «El sujeto que sueña vuelve la espalda al mundo de la consciencia despierta…» (pág. 17): «En el sueño perdemos por completo la memoria con respecto al ordenado contenido de la consciencia despierta y de su funcionamiento normal…» (pag. 19): «La separación, casi desprovista de recuerdo, que en los sueños se establece entre el alma y el contenido y el curso regulares de la vida despierta…»

La inmensa mayoría de los autores concibe, sin embargo, la relación de sueños con la vida despierta en una forma totalmente opuesta. Así, Haffner (pág. 19): «Al principio continúa el sueño de la vida despierta. Nuestros sueños se agregan siempre a las representaciones que poco antes han residido en la consciencia, y una cuidadosa observación encontrará casi siempre el hilo que los enlaza a los sucesos del día anterior.» Weygandt (pág.6) contradice directamente la afirmación de Burdach antes citada, pues observa que «la mayoría de los sueños nos conducen de nuevo a la vida ordinaria en vez de libertarnos de ella.» Maury (pág.56) dice en una sintética fórmula: Nous rêvons de ce que nous a avons vu dit, désiré ou fait, y Jessen, en su Psicología (1885, pág. 530), manifiesta, algo más ampliamente: «En mayor o menor grado, el contenido de los sueños queda siempre determinado por la personalidad individual, por la edad, el sexo, la posición, el grado de cultura y el género de vida habitual del sujeto, y por los sucesos y enseñanzas de su pasado individual.»

El filósofo J.G. E. Maas3 es quien adopta con respecto a esta cuestión una actitud más inequívoca: «La experiencia confirma nuestra afirmación de que el contenido más frecuente de nuestros sueños se halla constituido por aquellos objetos sobre los que recaen nuestras más ardientes pasiones. Esto nos demuestra que nuestras pasiones tienen que poseer una influencia sobre la génesis de nuestros sueños. El ambicioso sueña con los laureles alcanzados (quizá tan sólo en su imaginación) o por alcanzar, y el enamorado con el objeto de sus tiernas esperanzas… Todas las ansias o repulsas sexuales que dormitan en nuestro corazón pueden motivar, cuando son estimuladas por una razón cualquiera, la génesis de un sueño compuesto por las representaciones a ellas asociadas, o la intercalación de dichas representaciones en un sueño ya formado…4».

Idénticamente opinaban los antiguos sobre la relación de dependencia existente entre el contenido del sueño y la vida. Radestock (pág. 139) nos cita el siguiente hecho: «Cuando Jerjes, antes de su campaña contra Grecia, se veía disuadido de sus propósitos bélicos por sus consejeros, y, en cambio, impulsado a realizar por continuos sueños alentadores, Artabanos, el racional onirocrítico persa, le advirtió ya acertadamente que las visiones de los sueños contenían casi siempre lo que el sujeto pensaba en la vida.»

En el poema didáctico de Lucrecio titulado De rerum natura hallamos los siguientes versos (IV, v. 959):

Et quo quisque fere studio devinctus adhaeret,
aut quibus in rebus multum summus ante moratti
atque in ea rationes fut contenta megis mens,
in somnis eadem plerumque videmur obire;
causidice causas agere et componere leges,
induperatores pugnare ac proelia obire, etc.


Y Cicerón De Divinatione, II, anticipándose en muchos siglos a Maury, escribe: Maximeque reliquiae earum rerum moventur in animis et agitantur, de quibus vigilantes aut cogitavimus aut egimus.

La manifiesta contradicción en que se hallan estas dos opiniones sobre la relación de la vida despierta parece realmente inconciliable. Será, pues, oportuno recordar aquí las teorías de F. W. Hildebrandt (1875), según el cual las peculiaridades del sueño no pueden ser descritas sino por medio de «una serie de antítesis que llegan aparentemente hasta la contradicción» (pág. 8). «La primera de estas antítesis queda constituida por la separación rigurosísima y la indiscutible íntima dependencia que simultáneamente observamos entre los sueños y la vida despierta.

El sueño es algo totalmente ajeno a la realidad vivida en estado de vigilancia. Podríamos decir que constituye una existencia aparte, herméticamente encerrada en sí misma y separada de la vida real por un infranqueable abismo. Nos aparta de la realidad; extingue en nosotros el normal recuerdo de la misma, y nos sitúa en un mundo distinto y una historia vital por completo diferente exenta en el fondo de todo punto de contacto con lo real…» A continuación expone Hildebrandt cómo al dormirnos desaparece todo nuestro ser con todas sus formas de existencia. Entonces hacemos, por ejemplo, en sueños, un viaje a Santa Elena, para ofrecer al cautivo emperador Napoleón una excelente marca de vinos del Mosela. Somos recibidos amabilísimamente por el desterrado, y casi sentimos que el despertar venga a interrumpir aquellas interesantes ilusiones. Una vez despiertos comparamos la situación onírica con la realidad. No hemos sido nunca comerciantes en vinos, ni siquiera hemos pensado en dedicarnos a tal actividad. Tampoco hemos realizado jamás una travesía, y si hubiéramos de emprenderla no elegiríamos seguramente Santa Elena como fin de la misma. Napoleón no nos inspira simpatía alguna, sino al contrario, una patriótica aversión. Por último, cuando Bonaparte murió en el destierro no habíamos nacido aún, y, por tanto, no existe posibilidad alguna de suponer una relación personal. De este modo, nuestras aventuras oníricas se nos muestran como algo ajeno a nosotros intercalando entre dos fragmentos homogéneos y subsiguientes de nuestra vida.

«Y, sin embargo -prosigue Hildebrandt-, lo aparentemente contrario es igualmente cierto y verdadero. Quiero decir que simultáneamente a esta separación existe una íntima relación. Podemos incluso afirmar que, por extraño que sea lo que el sueño nos ofrezca, ha tomado él mismo sus materiales de la realidad y de la vida espiritual que en torno a esta realidad se desarrolla… Por singulares que sean sus formaciones no puede hacerse independiente del mundo real, y todas sus creaciones, tanto las más sublimes como las más ridículas, tienen siempre que tomar su tema fundamental de aquello que en el mundo sensorial ha aparecido ante nuestros ojos o ha encontrado en una forma cualquiera un lugar de nuestro pensamiento despierto; esto es, de aquello que ya hemos vivido antes exterior o interiormente.»

b) El material onírico. La memoria en el sueño.

Que todo el material que compone el contenido del sueño procede, en igual forma, de lo vivido y es, por tanto, reproducido -recordado- en el sueño, es cosa generalmente reconocida y aceptada. Sin embargo, sería un error suponer que basta una mera comparación del sueño con la vida despierta para evidenciar la relación existente entre ambos. Por lo contrario, sólo después de una penosa y atenta labor logramos descubrirla, y en toda una serie de casos consigue permanecer oculta durante mucho tiempo. Motivo de ello es un gran número de peculiaridades que la capacidad de recordar cubra en el sueño, y que, aunque generalmente observadas, han escapado hasta ahora a todo esclarecimiento. Creo interesante estudiar detenidamente tales caracteres.

Observamos, ante todo, que en el contenido del sueño aparece un material que después, en la vida despierta, no reconoce como perteneciente a nuestros conocimientos o a nuestra experiencia. Recordamos, desde luego, que hemos soñado aquello, pero no recordamos haberlo vivido jamás. Así, pues, no nos explicamos de qué fuente ha tomado el sueño sus componentes y nos inclinamos a atribuirle una independiente capacidad productiva, hasta que con frecuencia, al cabo de largo tiempo, vuelve un nuevo suceso a atraer a la consciencia el perdido recuerdo de un suceso anterior, y nos descubre con ello la fuente del sueño. Entonces tenemos que confesarnos que hemos sabido y recordado en él algo que duran- te la vida despierta había sido robado a nuestra facultad de recordar.

Delboeuf relata un interesantísimo ejemplo de este género, constituido por uno de sus propios sueños. En él vio el patio de su casa cubierto de nieve, y bajo ésta halló enterradas y medio heladas dos lagartijas. Queriendo salvarles la vida, las recogió, las calentó y las cobijó después en una rendija de la pared, donde tenían su madriguera, introduciendo además en esta última algunas hojas de cierto helecho que crecía sobre el muro y que él sabía ser muy gustado por los lacértidos. En su sueño conocía incluso el nombre de dicha planta: asplenium ruta muralis. Llegado a este punto, tomó el sueño un camino diferente, pero después de una corta digresión tornó a las lagartijas y mostró a Delboeuf dos nuevos animalitos de este género que habían acudido a los restos del helecho por él cortado. Luego, mirando en torno suyo, descubrió otro par de lagartijas que se encaminaban hacia la hendidura de la pared, y, por último, quedó cubierta la calle entera por una procesión de lagartijas, que avanzaban todas en la misma dirección.

El pensamiento despierto de Delboeuf no conocía sino muy pocos nombres latinos de plantas y entre ellos se hallaba el de asplenium. Mas, con gran asombro, comprobó que existía un helecho así llamado -el asplenium ruta muraria- nombre que el sueño había deformado algo. No siendo posible pensar en la coincidencia casual, resultaba para Delboeuf un misterio el origen del conocimiento que el nombre asplenium había poseído en su sueño.

Sucedía esto en 1862. Dieciséis años después, halló Delboeuf, en casa de un amigo suyo, un pequeño álbum con flores secas, semejantes a aquellos que en algunas regiones de Suiza se venden como recuerdo a los extranjeros. Al verlo sintió surgir en su memoria un lejano recuerdo; abrió el herbario y halló en él el asplenium de su sueño, reconociendo, además, su propia letra, manuscrita en el nombre latino escrito al pie de la página. En efecto, una hermana del amigo en cuya casa se hallaba había visitado a Delboeuf en el curso de su viaje de bodas, dos años antes del sueño de las lagartijas, o sea, en 1860, y le había mostrado aquel álbum, que pensaba regalar, como recuerdo, a su hermano. Amablemente, se prestó entonces Delboeuf a consignar en el herbario el nombre correspondiente a cada planta, pequeño trabajo que llevó a cabo bajo la dirección de un botánico que le fue dictando dichos nombres.

Otra de las felices casualidades que tanto interés dan a este ejemplo permitió a Delboeuf referir un nuevo fragmento de su sueño a su correspondiente origen olvidado. En 1877 cayó un día en sus manos una antigua colección de una revista ilustrada, y al hojearla tropezó con un dibujo que representaba aquella procesión de lagartijas que había visto en su sueño del año 1862. El número de la revista era de 1861, y Delboeuf pudo recordar que en esta fecha se hallaba suscrito a ella.

Esta libre disposición del sueño sobre recuerdos inaccesibles a la vida despierta constituye un hecho tan singular y de tan gran importancia teórica, que quiero atraer aún más sobre él la atención de mis lectores, por la comunicación de otros sueños «hipermnésticos». Maury relata que durante algún tiempo se le venía a las mientes varias veces al día la palabra Mussidan, de la que no sabía sino que era el nombre de una ciudad francesa. Pero una noche soñó hallarse dialogando con cierta persona que le dijo acababa de llegar de Mussidan, y habiéndole preguntado dónde se hallaba tal ciudad, recibió la respuesta de que Mussidan era una capital de distrito del departamento de la Dordoña. Al despertar no dio Maury crédito alguno a la información recibida obtenida en su sueño, pero el Diccionario geográfico le demostró la total exactitud de la misma. En este caso se comprobó el mayor conocimiento del sueño, pero no fue encontrada la olvidada fuente de dicho conocimiento.

Jessen relata (pág. 55) un análogo suceso onírico de la época más antigua: «A estos sueños pertenece, entre otros, el de Escalígero el Viejo (Hennings I, c., pág. 300), al que, cuando se hallaba terminando un poema dedicado a los hombres célebres de Verona, se le apareció en sueños un individuo que dijo llamarse Brugnolo y se lamentó de haber sido olvidado en la composición. Aunque Escalígero no recordaba haber oído jamás hablar de él, incluyó unos versos en su honor, y tiempo después averiguó en Verona, por un hijo suyo, que el tal Brugnolo había gozado largos años atrás en dicha ciudad un cierto renombre como crítico.»

Un sueño hipermnéstico, que se distingue por la peculiaridad de que otro sueño posterior trajo consigo la admisión del recuerdo no reconocido al principio, nos es relatado por el marqués D'Hervey de St. Denis5: «Soñé una vez con una joven de cabellos dorados a la que veía conversando con mi hermana mientras le enseñaba un bordado. En el sueño me parecía conocerla y creía incluso haberla visto repetidas veces. Al despertar siguió apareciéndoseme con toda precisión aquel bello rostro, pero me fue imposible reconocerlo. Luego, al volver a conciliar el reposo, se repitió la misma imagen onírica. En este nuevo sueño hablé ya con la rubia señora y le pregunté si había tenido el placer de verla anteriormente en algún lado.

«Ciertamente -me respondió-; acuérdese de la playa de ‘Pornic.’ Inmediatamente desperté y recordé con toda claridad las circunstancias reales relacionadas con aquella amable imagen onírica.»

El mismo autor6 nos relata lo siguiente:

«Un músico conocido suyo oyó una vez en sueños una melodía que le pareció completamente nueva. Varios años después la encontró en una vieja colección de piezas musicales, pero no pudo recordar haber tenido nunca dicha colección entre sus manos.»

En revista que, desgraciadamente, no me es accesible7 ha publicado Myers una amplia serie de tales sueños hipermnésticos. A mi juicio, todo aquel que haya dedicado alguna atención a estas materias tiene que reconocer como un fenómeno muy corriente este de que el sueño testimonie poseer conocimientos y recuerdos de los que el sujeto no tiene la menor sospecha en su vida despierta. En los trabajos psicoanalíticos realizados con sujetos nerviosos, trabajos de los que más adelante daré cuenta, se me presenta varias veces por semana ocasión de demostrar a los pacientes, apoyándome en sus sueños, que conocen citas, palabras obscenas, etc., y que se sirven de ellas en su vida onírica, aunque luego, en estado de vigilia, las hayan olvidado. A continuación citaré un inocente caso de hipermnesia onírica, en el que fue posible hallar con gran facilidad la fuente de que procedía el conocimiento accesible únicamente al sueño.

Un paciente soñó, entre otras muchas cosas, que penetraba en un café y pedía un kontuszowka. Al relatarme su sueño me preguntó qué podía ser aquello, respondiéndole yo que kontuszowka era el nombre de un aguardiente polaco y que era imposible lo hubiese inventado en su sueño, pues yo lo conocía por haberlo leído en los carteles en que profusamente era anunciado. El paciente no quiso, en un principio, dar crédito a mi explicación, pero algunos días más tarde, después de haber comprobado realmente en un café la existencia del licor de su sueño, vio el nombre soñado en un anuncio fijado en una calle por la que hacía varios meses había tenido que pasar por lo menos dos veces al día.

En mis propios sueños he podido comprobar lo mucho que el descubrimiento de la procedencia de elementos oníricos aislados depende de la casualidad. Así, mucho antes de pensar en escribir la presente obra, me persiguió durante varios años la imagen de una torre de iglesia, de muy sencilla arquitectura, que no podía recordar haber visto nunca y que después reconocí bruscamente en una pequeña localidad situada entre Salzburgo y Reichenhall. Sucedió esto entre 1895 y 1900, y mi primer viaje por aquella línea databa de 1886.

Años más tarde, hallándome ya consagrado intensamente al estudio de los sueños, llegó a hacérseme molesta la constante aparición de la imagen onírica de un singular local. En una precisa relación de lugar con mi propia persona, a mi izquierda, veía una habitación oscura en la que resaltaban varias esculturas grotescas. Un vago y lejanísimo recuerdo al que no me decidía a dar crédito, me decía que tal habitación constituía el acceso a una cervecería, pero no me era posible esclarecer lo que aquella imagen onírica significaba ni tampoco de dónde procedía. En 1907 hice un viaje a Padua, ciudad que contra mi deseo no me había sido posible volver a visitar desde 1895. En mi primera visita había quedado insatisfecho, pues cuando me dirigía a la iglesia de la Madonna dell' Arena con objeto de admirar los frescos de Giotto que en ella se conservan, hube de volver sobre mis pasos al enterarme de que por aquellos días se hallaba cerrada. Doce años después, llegado de nuevo a Padua, pensé, ante todo, desquitarme de aquella contrariedad y emprendí el camino que conduce a dicha iglesia. Próximo ya a ella, a mi izquierda, y probablemente en el punto mismo en que la vez pasada hube de dar la vuelta, descubrí el local que tantas veces se me había aparecido en sueños, con sus grotescas esculturas. Era realmente la entrada al jardín de un restaurante.

Una de las fuentes de las que el sueño extrae el material que reproduce, y en parte aquel que en la actividad despierta del pensamiento no es recordado ni utilizado, es la vida infantil. Citaré tan sólo algunos de los autores que han observado y acentuado esta circunstancia.

Hildebrandt (pág. 23): «Ya ha sido manifestado expresamente que el sueño vuelve a presentar ante el alma, con toda fidelidad y asombroso poder de reproducción, procesos lejanos y hasta olvidados por el sueño, pertenecientes a las más tempranas épocas de su vida.»

Strümpell (pág. 40): «La cuestión se hace aún más interesante cuando observamos cómo el sueño extrae de la profundidad a que las sucesivas capas de acontecimientos posteriores han ido enterrando los recuerdos de juventud, intactas y con toda su frescura original, las imágenes de localidades, cosas y personas. Y esto no se limita a aquellas impresiones que adquirieron en su nacimiento una viva consciencia o se han enlazado con intensos acontecimientos psíquicos y retornan luego en el sueño como verdaderos recuerdos en los que la consciencia despierta se complace. Por lo contrario, las profundidades de la memoria onírica encierran en sí preferentemente aquellas imágenes de personas, objetos y localidades de las épocas más tempranas, que no llegaron a adquirir sino una escasa consciencia o ningún valor psíquico, o perdieron ambas cosas hace ya largo tiempo, y se nos muestran, por tanto, así en el sueño como al despertar, totalmente ajenas a nosotros, hasta que descubrimos su primitivo origen.»

Volkelt (pág. 119): «Muy notable es la predilección con que los sueños acogen los re- cuerdos de infancia y juventud, presentándonos así, incansablemente, cosas en las que ya no pensamos y ha largo tiempo que han perdido para nosotros toda su importancia.»

El dominio del sueño sobre el material infantil, que, como sabemos, cae en su mayor parte en las lagunas de la capacidad consciente de recordar, da ocasión al nacimiento de interesantes sueños hipermnésicos, de los que quiero citar nuevamente algunos ejemplos:

Maury relata (pág. 92) que, siendo niño, fue repetidas veces desde Meaux, su ciudad natal, a la próxima de Trilport, en la que su padre dirigía la construcción de un puente. Muchos años después se ve en sueños jugando en las calles de Trilport. Un hombre, vestido con una especie de uniforme, se le acerca, y Maury le pregunta cómo se llama. El desconocido contesta que es C…, el guarda del puente. Al despertar, dudando de la realidad de su recuerdo, interroga Maury a una antigua criada de su casa sobre si conoció a alguna persona del indicado nombre. «Ya lo creo -responde la criada-; así se llamaba el guarda del puente que su padre de usted construyó en Trilport.»

Un ejemplo igualmente comprobado de la precisión de los recuerdos infantiles que aparecen en el sueño nos es relatado también por Maury, el que fue comunicado por un señor F., cuya infancia había transcurrido en Montbrison. Veinticinco años después de haber abandonado dicha localidad, decidió este individuo visitarla y saludar en ella a antiguos amigos de su familia, a los que no había vuelto a ver. En la noche anterior a su partida soñó que había llegado al fin de su viaje y encontraba en las inmediaciones de Montbrison a un desconocido que le decía ser el señor T., antiguo amigo de su padre. Nuestro sujeto sabía que de niño había conocido a una persona de dicho nombre, pero una vez despierto no le fue posible recordar su fisonomía. Algunos días después, llegado realmente a Montbrison, halló de nuevo el lugar en que la escena de su sueño se había desarrollado, y que le había parecido totalmente desconocido, y encontró a un individuo al que reconoció en el acto como el señor T. de su sueño. La persona real se hallaba únicamente más envejecida de lo que su imagen onírica la había mostrado.

Por mi parte, puedo relatar aquí un sueño propio, en el que la impresión que de recordar se trataba quedó sustituida por una relación. En este sueño vi una persona de la que durante el mismo sueño sabía que era el médico de mi lugar natal. Su rostro no se me aparecía claramente, sino mezclado con el de uno de mis profesores de segunda enseñanza, al que en la actualidad encuentro aún de cuando en cuando. Al despertar me fue imposible hallar la relación que podía enlazar a ambas personas. Habiendo preguntado a mi madre por aquel médico de mis años infantiles, averigüe que era tuerto, y tuerto también el profesor cuya persona se había superpuesto en mi sueño a la del médico. Treinta y ocho años hacía que no había vuelto a ver a este último, y, que yo sepa, no he pensado jamás en él en mi vida despierta, aunque una cicatriz que llevo en la barbilla hubiera podido recordarme su actuación facultativa.

La afirmación de algunos autores de que en la mayoría de los sueños pueden descubrirse elementos procedentes de los días inmediatamente anteriores, parece querer constituir un contrapeso a la excesiva importancia del papel que en la vida onírica desempeñan las impresiones infantiles. Robert (página 46) llega incluso a observar que, «en general, el sueño normal no se ocupa sino de las impresiones de los días inmediatos», y aunque comprobamos que la teoría de los sueños edificada por este autor exige imprescindiblemente una tal repulsa de las impresiones más antiguas y un paso al primer término de las más recientes, no podemos dejar de reconocer que el hecho consignado por Robert es cierto, y yo mismo lo he comprobado en mis investigaciones. Un autor americano, Nelson, opina que en el sueño hallamos casi siempre utilizadas impresiones del día anterior a aquel en cuya noche tuvo lugar, o de tres días antes, como si las del día inmediato al sueño no se hallaran aún lo suficientemente debilitadas o lejanas.

Varios investigadores, que no querían poner en duda la íntima conexión del contenido onírico con la vida despierta, han opinado que aquellas impresiones que ocupan intensamente el pensamiento despierto, sólo pasan al sueño cuando han sido echadas a un lado por la actividad diurna. Así sucede que en la época inmediata al fallecimiento de una persona querida y mientras la tristeza embarga el ánimo de los supervivientes, no suelen éstos soñar con ella (Delage). Sin embargo, uno de los más recientes observadores, miss Hallam, ha reunido una serie de ejemplos contrarios, y representa en este punto los derechos de la individualidad psicológica.

La tercera peculiaridad, y la más singular y menos comprensible de la memoria en el sueño, se nos muestra en la selección del material reproducido, pues se considera digno de recuerdo no lo más importante, como sucede en la vida despierta, sino, por lo contrario, también lo más indiferente y nimio. Dejo aquí la palabra a los autores que con mayor energía han expresado el asombro que este hecho les causaba.

Hildebrandt (pág. 11): «Lo más singular es que el sueño no toma sus elementos de los grandes e importantes sucesos, ni de los intereses más poderosos y estimulantes del día anterior, sino de los detalles secundarios o, por decirlo así, de los residuos sin valor del pretérito inmediato o lejano. La muerte de una persona querida, que nos ha sumido en el más profundo desconsuelo, y bajo cuya triste impresión conciliamos el reposo, se extingue en nuestra memoria durante tal estado, hasta el momento mismo de despertar vuelve a ella con dolorosa intensidad. En cambio, la verruga que ostentaba en la frente un desconocido con quien tropezamos, y en el que no hemos pensado ni un solo instante, desempeña un papel en nuestro sueño…»

Strümpell (pág. 39): «…casos en los que la disección de un sueño halla elementos del mismo que proceden, efectivamente, de los sucesos vividos durante el último o el penúltimo día, pero que poseían tan escasa importancia para el pensamiento despierto, que cayeron en seguida en el olvido. Estos sucesos suelen ser manifestaciones casualmente oídas o actos superficialmente observados de otras personas, percepciones rápidamente olvidadas de cosas o personas, pequeños trozos aislados de una lectura, etc.»

Havelock Ellis (1889, pág. 727). «The profound emotions of waking life, the questions and problems on which we spread our chief voluntary mental energy, are not those which usually present themselves at once to dreamconsciousness. It is so far as the immediate past is concerned, mostly the trifling, the incidental, the forgotten impressions of daily life wich reappear in our dreams. The psychic activities that are awake most intensely are those that sleep most profoundly.»
Binz (pág. 45) toma estas peculiaridades de la memoria en el sueño como ocasión de mostrar su insatisfacción ante las explicaciones del sueño, a las que él mismo se adhiere: «El sueño natural nos plantea análogos problemas. ¿Por qué no sonamos siempre con las impresiones mnémicas del día inmediatamente anterior, sino que sin ningún motivo visible nos sumimos en un lejanísimo pretérito, ya casi extinguido? ¿Por qué recibe tan frecuentemente la consciencia en el sueño la impresión de imágenes mnémicas indiferentes, mientras que las células cerebrales, allí donde las mismas llevan en sí las más excitables inscripciones de lo vivido, yacen casi siempre mudas e inmóviles, aunque poco tiempo antes las haya excitado en la vida despierta de un agudo estímulo?»

Comprendemos sin esfuerzo cómo la singular predilección de la memoria onírica por lo indiferente, y en consecuencia poco atendido de los sucesos diurnos, había de llevar casi siempre a la negación de la dependencia del sueño de la vida diurna, y después, a dificultar, por lo menos en cada caso, la demostración de la existencia de la misma. De este modo ha resultado posible que en la estadística de sus sueños (y de los de su colaborador), formada por miss Whiton Calkins, aparezca fijado en un 11 por 100 el número de sueños en los que no resultaba visible una relación con la vida diurna. Hildebrandt está seguramente en los cierto cuando afirma que si dedicásemos a cada caso tiempo y atención suficientes, lograríamos siempre esclarecer el origen de todas las imágenes oníricas. Claro es que a continuación califica esta labor de «tarea penosa e ingrata, pues se trataría principalmente de rebuscar en los más recónditos ángulos de la memoria toda clase de cosas, desprovistas del más mínimo valor psíquico, y extraer nuevamente a la luz, sacándolas del profundo olvido en que cayeron, quizá inmediatamente después de su aparición, toda clase de momentos indiferentes de un lejano pretérito». Por mi parte, debo, sin embargo, lamentar que el sutil ingenio de este autor no se decidiese a seguir el camino que aquí se iniciaba ante él, pues le hubiera conducido en el acto al punto central de la explicación de los sueños.

La conducta de la memoria onírica es seguramente de altísima importancia para toda teoría general de la memoria. Nos enseña, en efecto, que «nada de aquello que hemos poseído una vez espiritualmente puede ya perderse por completo» (Scholz, pág. 34). O como manifiesta Delboeuf, que «toute impression même la plus insignifiante, laisse une trace inaltérable, indéfiniment susceptible de reparaître au jour»; conclusión que nos imponen asimismo otros muchos fenómenos patológicos de la vida anímica.

Esta extraordinaria capacidad de rendimiento de la memoria en el sueño es cosa que deberemos tener siempre presente para darnos perfecta cuenta de la contradicción en que incurren ciertas teorías, de las que más adelante trataremos, cuando intentan explicar el absurdo y la incoherencia de los sueños por el olvido parcial de lo que durante el día nos es conocido.

Podía quizá ocurrírsenos reducir el fenómeno onírico en general al del recordar, y ver en el sueño la manifestación de una actividad de reproducción no interrumpida durante la noche y que tuviese su fin en sí misma. A esta hipótesis se adaptarían comunicaciones como la de von Pilcz, de las cuales deduce este autor la existencia de estrechas relaciones entre el contenido del sueño y el momento en que se desarrolla. Así, en aquel período de la noche en que nuestro reposo es más profundo reproduciría el sueño las impresiones más lejanas o pretéritas, y en cambio hacia la mañana, las más recientes. Pero esta hipótesis resulta inverosímil desde un principio, dada la forma en que el sueño actúa con el material que de recordar se trata Strümpell llama justificadamente la atención sobre el hecho de que el sueño no nos muestra nunca la repetición de un suceso vivido. Toma como punto de partida un detalle de alguno de estos sucesos, pero representa luego una laguna, modifica la continuación o la sustituye por algo totalmente ajeno. De este modo resulta que nunca trae consigo sino fragmentos de reproducciones; hecho tan general y comprobado, que podemos utilizarlo como base de una construcción teórica. Sin embargo, también aquí hallamos excepciones en las que el sueño reproduce un suceso tan completamente como pudiera hacerlo nuestra memoria en la vida despierta. Delboeuf relata que uno de sus colegas de Universidad pasó en un sueño por la exacta repetición de un accidente, del que milagrosamente había salido ileso. Calkins cita dos sueños, cuyo contenido fue exacta reproducción de un suceso del día anterior, y por mi parte, también hallaré oportunidad más adelante de exponer un ejemplo de retorno onírico no modificado de un suceso de la infancia.


Tomado de Libros digitales, Instituto Tecnológico Valle del Guadiana - México.


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