La mujer trabajadora en el siglo XIX

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Fragmentos
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La mujer trabajadora alcanzó notable preeminencia durante el siglo XIX. Naturalmente, su existencia es muy anterior al advenimiento del capitalismo industrial. Ya entonces se ganaba el sustento como hilandera, modista, orfebre, cervecera, pulidora de metales, productora de botones, pasamanera, niñera, lechera o criada en las ciudades y en el campo tanto en Europa como en Estados Unidos. Pero en el siglo XIX se la observa, se la describe y se la documenta con una atención sin precedentes, mientras los contemporáneos discuten la conveniencia, la moralidad incluso la licitud de sus actividades asalariadas. La mujer trabajadora fue un producto de la revolución industrial, no tanto porque la mecanización creara trabajo para ella allí donde antes no había habido nada (aunque, sin duda, ese fuera el caso en ciertas regiones), como porque en el transcurso de la misma se convirtió en una figura problemática y visible.
La visibilidad de la mujer trabajadora fue una consecuencia del hecho de que se la percibiera como problema, como un problema que se describía como nuevo y que había que resolver sin dilación.

Este problema implicaba el verdadero significado de la feminidad y la compatibilidad entre feminidad y trabajo asalariado, y se planteó en términos morales y categoriales. Ya se tratara de una obrera en una gran fábrica, de una costurera pobre o de una impresora emancipada; ya se la describiera como joven, soltera, madre, viuda entrada en años, esposa de un trabajador en paro o hábil artesana, ya se la considerara el extremo de las tendencias destructivas del capitalismo o de la prueba de sus potencialidades progresistas, en todos los casos, la cuestión que la mujer trabajadora planteaba era la siguiente: ¿debe una mujer trabajar por una remuneración? ¿Cómo influía el trabajo asalariado en el cuerpo de la mujer y en la capacidad de ésta para cumplir sus funciones maternales y familiares? ¿Qué clase de trabajo era idóneo para una mujer? Aunque todo el mundo estaba de acuerdo con el legislador francés Jules Simon, quien en 1860 afirmaba que «una mujer que se convierte en trabajadora ya no es una mujer», la mayoría de las partes que intervienen en el debate acerca de mujeres trabajadoras encuadraba sus argumentos en el marco de una reconocida oposición entre el hogar y el trabajo, entre la maternidad y el trabajo asalariado, entre feminidad y productividad.

En general, los debates del siglo XIX versaban sobre una historia causal implícita en torno a la revolución industrial, que en la mayor parte de las historias posteriores de mujeres trabajadoras se tuvo como un supuesto. Esta historia localizaba la fuente del problema de las mujeres trabajadoras en la sustitución de la producción doméstica por la producción fabril, que tuvo lugar durante el proceso de industrialización. Como en el período preindustrial se pensaba que las mujeres compaginaban con éxito la actividad productiva y el cuidado de los hijos, el trabajo y la vida doméstica, se dijo que el supuesto traslado en la localización del trabajo hacía difícil tal cosa, cuando no imposible. En consecuencia, se sostenía, las mujeres sólo podrían trabajar unos periodos cortos de su vida, para retirarse del empleo remunerado después de casarse o de haber tenido hijos, y volver a trabajar luego únicamente en el caso de que el marido no pudiera mantener a la familia. De esto se seguía su concentración en ciertos empleos mal pagados, no cualificados, que constituían el reflejo de la prioridad de su misión maternal y de su misión doméstica respecto de cualquier identificación ocupacional a largo plazo. El «problema» de la mujer trabajadora, por tanto, estribaba en que constituía una anomalía en un mundo en que el trabajo asalariado y las responsabilidades familiares se habían convertido en empleos a tiempo completo y espacialmente diferenciados. La «causa» del problema era inevitable: un proceso de desarrollo capitalista industrial con una lógica propia.

Por mi parte, considero que la separación entre hogar y trabajo, más que reflejo de un proceso objetivo de desarrollo histórico, fue una contribución a este desarrollo. En efecto, suministró los términos de legitimación y las explicaciones que construyeron el «problema» de la mujer trabajadora al minimizar las continuidades, dar por supuesto la homogeneidad de experiencia de todas las mujeres y acentuar las diferencias entre mujeres y hombres. Al representarse al obrero cualificado masculino como el «trabajador» ejemplar, como modelo de «trabajador», se dejaba de lado las diferencias de formación, la estabilidad en el empleo y el ejercicio profesional entre los trabajadores varones y también, por ende, análogas diferencias en la irregularidad y el cambio de empleo entre trabajadores de uno y otro sexo. La asociación de trabajadores varones con la dedicación de por vida a una misma ocupación y la de las mujeres con carreras interrumpidas, imponía un tipo de ordenación particular en una situación muy distinta (en la que había mujeres que mantenían puestos permanentes de trabajo cualificado, mientras que muchos hombres. pasaban de un empleo a otro y soportaban periodos de desempleo crónicos).

Como resultado de todo ello, se postuló el sexo como la única razón de las diferencias entre hombres y mujeres en el mercado laboral, cuando estas diferencias podrían también haberse entendido en términos de mercado laboral, de fluctuaciones económicas o de o de las cambiantes relaciones de la oferta y la demanda. La historia de la separación de hogar y trabajo selecciona y organiza la información de tal modo que ésta logra cierto efecto: el de subrayar con tanto énfasis las diferencias funcionales y biológicas entre mujeres y hombres que se termina por legitimar e institucionalizar estas diferencias como base de la organización social. Esta interpretación de la historia del trabajo de las mujeres dio lugar – y contribuyó- a la opinión médica, científica, política y moral que recibió ya el nombre de «ideología de la domesticidad», ya el de «doctrina de las esferas separadas». Sería mejor describirla como el discurso que, en el siglo XIX, concebía la división sexual del trabajo como una división «natural» del mismo. En verdad, quisiera llamar la atención sobre el hecho de que, para el siglo XIX, la idea de división sexual del trabajo debe leerse en el marco del contexto de la retórica del capitalismo industrial sobre divisiones más generales del trabajo. La división de tareas se juzgaba como el modo más eficiente, racional y productivo de organizar el trabajo, los negocios y la vida social: la línea divisoria entre lo útil y lo «natural» se borró cuando el objeto en cuestión fue el «género» […].

Industrialización y trabajo de las mujeres: continuidades

La historia más corriente del trabajo femenino, que enfatiza y trabajo la importancia causal del traslado de la casa al lugar de trabajo, de las mujeres: descansa sobre un modelo esquemático de la transferencia de continuidades producción de la granja a la fábrica, de la industria domiciliada a la manufactura, de las actividades artesanales y comerciales a pequeña escala a empresas capitalistas a gran escala. Muchos historiadores complicaron esta descripción lineal sosteniendo, por ejemplo, que el trabajo fuera del hogar persistió junto con la manufactura mecanizada hasta bien entrado el siglo XX, incluso en la rama textil. Pero perdura la imagen de períodos anteriores, a saber, la de una fuerza de trabajo cooperativa de base familiar -padre que teje, madre e hijas que hilan y niños que preparan el hilo-, y esta imagen sirve para construir un marcado contraste entre, por un lado, un mundo preindustrial en que el trabajo de las mujeres era informal, a menudo no remunerado, y en que la prioridad correspondía siempre a una familia, y, por otro lado, el mundo industrializado de la fábrica, que obligaba a ganarse la vida íntegramente fuera de la casa. Al comienzo, la producción y la reproducción se describían como actividades complementarias; luego se las presentó como estructuralmente irreconciliables, como fuente de problemas insolubles para mujeres que deseaban o necesitaban trabajar.

Aunque, a no dudarlo, el modelo familiar de trabajo describe un aspecto de la vida laboral de los siglos XVII y XVIII, también es evidente su excesiva simplicidad. En el período previo a la industrialización, las mujeres ya trabajaban regularmente fuera de sus casas. Casadas y solteras vendían bienes en los mercados, se ganaban su dinero como pequeñas comerciantes y buhoneras, se empleaban fuera de la casa como trabajadoras eventuales, niñeras o lavanderas y trabajaban en talleres de alfarería, de seda, de encaje, de confección de ropa, de productos de metal, quincallería, paño tejido o percal estampado. Si el trabajo entraba en conflicto con el cuidado de los hijos, las madres, antes que dejar el empleo, preferían enviar a sus críos a nodrizas u otras personas que se hicieran cargo de ellos. En busca de salarios, las mujeres ingresaron en una amplia gama de trabajos y cambiaron de un tipo de empleo a otro.

En su libro sobre Lyon, Maurice Garden comenta que «la amplitud del trabajo femenino es uno de los rasgos más característicos de la sociedad lionesa del siglo XVIII…» El estudio de Dominique Godineau sobre el París revolucionario describe «un paso incesante de una rama de actividad a otra», que la crisis económica que acompañó a la Revolución aceleró, pero no creó. «Se verá a la misma trabajadora ocupada en un taller de confección de botones, instalada con sus mercancías en un puesto en la Halle, o bien en su habitación, inclinada sobre su trabajo de costura». Y se ha calculado que en París, a comienzos del siglo XIX, por lo menos la quinta parte de la población femenina adulta percibía salario. Aun cuando el trabajo se desarrollara en una casa, muchas asalariadas, especialmente solteras jóvenes, no trabajaban en su propia casa. Las empleadas domésticas, todo tipo de mano de obra agrícola, de aprendices y de asistentas constituía una considerable proporción de la fuerza de trabajo que no trabajaba en su casa. Por ejemplo, en Ealing (Inglaterra), en 1599, tres cuartas partes de las mujeres de entre 15 y 19 años vivían fuera de la casa paterna y trabajaban como criadas.

[…] Durante el período preindustrial, pues, la mayor parte de las mujeres trabajadoras eran jóvenes y solteras, y en general trabajaban lejos de sus casas, fuera cual fuese el sitio de trabajo al que se marcharan. También las mujeres casadas formaban parte activa de la fuerza de trabajo; también en su caso, la localización del trabajo-una granja, una tienda, un taller, la calle o sus propias casas- era variable, y el tiempo que invertían en tareas domésticas dependía de las presiones de trabajo y las circunstancias económicas de la familia.

Esta descripción también caracteriza el período de industrialización del siglo XX. Entonces, lo mismo que en el pasado, la fuerza de trabajo femenina estaba formada -en su inmensa mayoría- por mujeres jóvenes y solteras, tanto en el campo más «tradicional» del servicio doméstico como en la nueva área emergente de la manufactura textil. En la mayoría de los países occidentales en vías de industrialización, el servicio doméstico superaba al textil en calidad de empleador de mujeres. […] Pero en ambos casos, el de criadas y el de las obreras fabriles, se encuentran mujeres de la misma edad. En realidad, en las regiones en que la manufactura atrajo a enormes cantidades de mujeres jóvenes, serían de esperar quejas relativas a la escasez de criadas. […] En la década de los sesenta, cuando las trabajadoras agrícolas nativas fueron reemplazadas por fuerza de trabajo inmigrada. El promedio de edad de la mano de obra femenina cayó más aun, hasta los veinte años. Naturalmente, en las fábricas textiles también había empleadas mujeres casadas, ya que la demanda de mano de obra femenina era muy grande y que en las ciudades textiles escaseaban los empleos para varones. Pero estas mujeres habrían tenido que emplearse en algún tipo de trabajo asalariado vivieran donde viviesen, no necesariamente en sus casas. El traspaso del grueso de la población asalariada femenina no tuvo lugar, por tanto, del trabajo en el hogar al trabajo fuera de éste, sino de un tipo de lugar de trabajo a otro. Si este traslado implicaba problemas -una nueva disciplina horaria, maquinaria ruidosa, salarios que dependían de las condiciones del mercado y de los ciclos económicos, empleadores explotadores-, estos problemas no tenían como causa el alejamiento de las mujeres de su hogar y de sus conjuntos familiares. (En realidad. el trabajo fabril solía hacer que las niñas que previamente quizá comían en casa de los empleadores, pasaran a residir con sus familias.)

El interés de los contemporáneos y de los historiadores en la influencia de la industrial textil sobre el trabajo de las mujeres atrajo una enorme atención a este sector, pero nunca fue, a lo largo del siglo XIX, el principal empleador de mujeres. En cambio, eran más las mujeres que trabajaban en áreas «tradicionales » de la economía que en establecimientos industriales. En la manufactura en pequeña escala, el comercio y los servicios, mujeres casadas y mujeres solteras mantenían las pautas del pasado: trabajaban en mercados, tiendas o en su casa, vendían comida por la calle, transportaban mercancía, lavaban, atendían posadas, hacían cerillas y sobres para cerillas, flores artificiales, orfebrería o prendas de vestir. La localización del trabajo era variada, incluso para una misma mujer.

Si durante el siglo XVIII trabajo de aguja fue sinónimo de mujer, en este aspecto las cosas no variaron en el XIX. El predominio del trabajo de aguja como trabajo femenino hace difícil sostener el argumento de separación tajante entre la casa y el trabajo y, por tanto, de la disminución de oportunidades aceptables de trabajo asalariado para las mujeres. En verdad, el trabajo de aguja se extendió a medida que crecía la producción de vestimenta y se difundía el uso de zapatos y de cuero, lo cual suministraba empleo estable a algunas mujeres, y un último recurso a otras. Los talleres de ropa daban empleo a mujeres en diferentes niveles de habilidad y de salario, aunque la gran mayoría de los trabajos tenían una paga irregular y pobre.

En las décadas de los treinta y de los cuarenta, tanto en Francia como en Inglaterra, el trabajo para las costureras (tanto en su casa como en talleres manufactureros, donde los salarios eran miserables y las condiciones de trabajo pésimas) aumentó gracias al enorme crecimiento de la industria de la ropa de confección. Aunque durante el siglo (en los años cincuenta en Inglaterra y en los ochenta en Francia), se comenzó a producir ropa en régimen fabril, siguieron prevaleciendo los ya mencionados talleres manufactureros. En la última década del siglo, la aprobación de la legislación protectora de la mujer, junto con exenciones fiscales para la producción doméstica, aumentaron el interés del empleador por una oferta de mano de obra barata y no reglamentada. El trabajo a domicilio alcanzó su punto máximo en 1901 en Gran Bretaña y en 1906 en Francia, pero esto no quiere decir que a partir de entonces haya declinado de manera permanente. Muchas ciudades del siglo XX son, incluso hoy en día, centros de subcontratación que, al igual que la industria doméstica del siglo XVIII y el sobreexplotado trabajo a domicilio del XIX, emplean mujeres para el trabajo por piezas en el negocio de la vestimenta. En este tipo de actividad, la localización y la estructura del trabajo de las mujeres se caracteriza más por la continuidad que por el cambio.

El caso de la producción de ropa pone también en tela de juicio la idealizada descripción del trabajo en la casa como especialmente adecuado para las mujeres, pues permite a éstas combinar la dedicación al hogar con el trabajo rentado. Cuando se toman en cuenta los niveles de salario, el cuadro se toma notablemente más complejo. En general, a los trabajadores de esta rama de la producción se les pagaba por pieza, y sus salarios eran muchas veces tan bajos que las mujeres apenas podían subsistir con sus ingresos; el ritmo de trabajo era intenso. Ya trabajara sola en su cuarto alquilado, o en medio de una bulliciosa familia, la típica costurera tenía poco tiempo para dedicar a sus responsabilidades domésticas. En 1849, una camisera londinense le contó a Henry Mayhew que apenas podía mantenerse con lo que ganaba, aun cuando muchas veces, «en verano trabajaba desde las cuatro de la mañana hasta las nueve o diez de la noche (todo el tiempo que podía ver). Mi horario habitual de trabajo va de cinco de la mañana a nueve de la noche, invierno y verano».

En verdad, la localización del trabajo en la casa podía constituir para la vida familiar una perturbación tan grande como cuando una madre se ausentaba durante todo el día; pero la causa de los inconvenientes no estribaba en el trabajo en sí mismo, sino en los salarios increíblemente bajos. Naturalmente, de no haber sido tan grande la necesidad económica de una mujer, podía haber moderado el ritmo del trabajo y combinar las faenas del hogar con las remuneradas. Estas mujeres, una minoría de las costureras, tal vez constituyeran la confirmación de un pasado idealizado en que la domesticidad y la actividad productiva no entraban en conflicto.

Aunque la industria de la vestimenta nos ofrece un ejemplo evidente de continuidad con las prácticas del pasado, también los empleos «de cuello blanco» preservaban ciertas características decisivas del trabajo de las mujeres. Se trataba de empleos que comenzaban a proliferar hacia finales del siglo XIX en los sectores, por entonces en expansión, del comercio y los servicios. Naturalmente, estos empleos implicaban nuevas clases de tareas v desarrollaron otras habilidades que las que se adquirían en el servicio doméstico o en los trabajos de aguja, pero absorbían la misma clase de mujeres que habían constituido típicamente la fuerza de trabajo femenina: muchachas jóvenes y solteras. Oficinas gubernamentales, empresas y compañías de seguros contrataban secretarias, dactilógrafas y archiveras, las oficinas de correos prefirieron mujeres para la venta de sellos, las compañías de teléfono y telégrafo empleaban operadoras, las tiendas y los almacenes reclutaban vendedoras, los hospitales recientemente organizados cogieron personal de enfermeras, y los sistemas escolares estatales buscaron maestras. Los empleadores estipulaban en general una edad límite para sus trabajadoras y, a veces, ponían obstáculos a los matrimonios, con lo cual mantenían una mano de obra muy homogénea, por debajo de los veinticinco años y soltera. Puede que cambiara el tipo de lugar de trabajo, pero no hay que confundir eso con un cambio en la relación entre hogar y trabajo para las trabajadoras mismas: a la inmensa mayoría de las afectadas, el trabajo las había sacado fuera de la casa.

[…] Muy bien podía ocurrir que gran parte de la atención que se prestó al problema del trabajo de las mujeres en general tuviera origen en una creciente preocupación por las posibilidades de casamiento de las muchachas de clase media que se hacían maestras, enfermeras, inspectoras fabriles, trabajadoras sociales, etc. Eran mujeres que en el pasado, habrían ayudado en una granja familiar o en una empresa familiar, pero que no habrían percibido salarios por sí mismas. Quizá sean ellas, una minoría de las mujeres asalariadas del siglo XIX, las que dan fundamento a la afirmación de que la pérdida del trabajo que se realizaban en la casa comprometía las capacidades domésticas de las mujeres y sus responsabilidades en la reproducción. Cuando los reformadores se refirieron a las «mujeres trabajadoras» y presentaban el empleo fabril como su caso típico primordial, probablemente generalizaran a partir de su temor ante la posición de las mujeres en las clases medias.

Por tanto, no hay que tomarse en serio el argumento de que la industrialización provocó una separación entre el hogar y el trabajo y forzó a las mujeres a elegir entre la domesticidad o el trabajo asalariado fuera del hogar. Ni tampoco cabe tomarse en serio la afirmación según la cual esto fue la causa de los problemas de las mujeres, al restringirlas a empleos marginales y mal pagados. […] Dónde trabajaban las mujeres y qué hacían no fue resultado de ciertos procesos industriales ineluctables, sino, al menos en parte, de cálculos relativos al coste de la fuerza de trabajo. Ya sea en la rama textil, en la fabricación de calzado, en la sastrería o el estampado, ya sea en combinación con la mecanización, la dispersión de la producción o la racionalización de los procesos de trabajo, la introducción de las mujeres significaba que los empleadores habían decidido ahorrar costes de fuerza de trabajo. «En la medida en que el trabajo manual requiere menos habilidad y fuerza, es decir, en la medida en que la industria moderna se desarrolla -escriben Marx y Engels en El Manifiesto Comunista-, en esa medida el trabajo de las mujeres y de los niños tiende a reemplazar el trabajo de los hombres».

Los sastres de Londres explicaban su precaria situación durante los años cuarenta del siglo XIX como una consecuencia del deseo del patrón de vender más barato que los competidores para lo cual contrataba mujeres y niños. Los impresores norteamericanos veían en el empleo de tipógrafas en los años sesenta, como «la última estratagema de los capitalistas», que tentaban a la mujer a que abandonara «su esfera propia» para convertirla en «el instrumento para reducir los salarios, lo cual hunde a ambos sexos en la actual servidumbre no compensada de la mujer».

A menudo los sindicatos masculinos obstaculizan la entrada de mujeres en su seno. O insisten en que, antes de adherirse a los mismos, ganen ya salarios iguales a los de los hombres. […] Las mujeres se asociaban a la fuerza de trabajo barata, pero no todo trabajo de ese tipo se consideraba adecuado a las mujeres. Si bien se las consideraba apropiadas para el trabajo en las fábricas textiles, de vestimenta, calzado, tabaco, alimentos y cuero, era raro encontrarlas en la minería, la construcción, la manufactura mecánica o los astilleros, aun cuando en estos sectores hacía falta la mano de obra que se conocía como «no cualificada». El trabajo para el que se empleaba a mujeres se definía como «trabajo de mujeres», algo adecuado a sus capacidades físicas y a sus niveles innatos de productividad.

Este discurso producía división sexual en el mercado de trabajo y concentraba a las mujeres en ciertos empleos y no en otros, siempre en el último peldaño de cualquier jerarquía ocupacional, a la vez que fijaba sus salarios a niveles inferiores a los de la mera subsistencia. El «problema» de la mujer trabajadora surgía cuando diversos distritos electorales debatían los efectos sociales y morales -así como la factibilidad económica- de tales prácticas.

[…] La economía política fue uno de los terrenos donde se originó el discurso sobre la división sexual del trabajo. Los economistas políticos del siglo XIX desarrollaron y popularizaron las teorías de sus predecesores del siglo XVIII. Y pese a las importantes diferencias nacionales (entre, por ejemplo, teóricos británicos y franceses), así como a las diferentes escuelas de economía política en un mismo país, había ciertos postulados básicos comunes. Entre ellos se hallaba la idea de que los salarios de los varones debían ser suficientes no sólo para su propio sostén, sino también para el de una familia. Pues de no ser así -observaba Adam Smith-, «la raza de tales trabajadores no se prolongaría más allá de la primer generación». Por el contrario, los salarios de una esposa, «habida cuenta de la atención que necesariamente debía dedicar a los hijos, se suponía que no debían superar lo suficiente como para su propio «sustento».

[…] La asimetría del cálculo del salario era asombrosa: los salarios de los varones incluían los costes de subsistencia y de reproducción, mientras que los salarios de las mujeres requerían suplementos familiares incluso para la subsistencia individual. Además, se suponía que los salarios proveían el sostén económico necesario para una familia, que permitían alimentar a los bebés y convenirlos en adultos aptos para el trabajo. En otras palabras, los hombres eran responsables de la reproducción. En este discurso «reproducción» no tiene significado biológico. Para Say, «reproducción» y «producción» eran sinónimos, pues ambos se referían a la actividad que introducía valor en las cosas, que transformaba la materia natural en productos con valor socialmente reconocido (y, por tanto, intercambiable). El dar a luz y el criar hijos, actividades que realizaban las mujeres, eran materias primas. La transformación de niños en adultos (capaces a su vez de ganarse la vida) era obra del salario del padre; era el padre quien daba a sus hijos valor económico y social, porque su salario incluía la subsistencia de los hijos.

En esta teoría, el salario del trabajador tenía un doble sentido. Por un lado, le compensaba la prestación de su fuerza de trabajo y, al mismo tiempo, le otorgaba el estatus de creador de valor en la familia. Puesto que la medida del valor era el dinero, y puesto que el salario del padre incluía, la subsistencia de la familia, este salario era el único que importaba. Ni la actividad doméstica, ni el trabajo remunerado de la madre era visible ni significativo. De ello se seguía que las mujeres no producían valor económico de interés. El trabajo que realizaban en su casa no se tenía en cuenta en los análisis de la reproducción de la generación siguiente y su salario se describía siempre como insuficiente, incluso para su propia subsistencia. «La mujer, desde el punto de vista industrial, es un trabajador imperfecto» escribía Eugéne Buret en 1840. Y el periódico de los trabajadores titulado L’Atelier, comenzaba un análisis de la pobreza femenina con lo que para ellos era una perogrullada: «Puesto que las mujeres son menos productivas que los hombres…». En la última década del siglo, el socialista Sidney Webb concluía un largo estudio sobre las diferencias entre salarios masculinos v femeninos con las siguientes palabras: «Las mujeres ganan menos que los hombres no sólo porque producen menos, sino también porque lo que ellas producen tiene en general un valor inferior en el mercado».

La idea según la cual el trabajo de hombres y el de mujeres tenían diferentes valores, de que los hombres eran más productivos que las mujeres, no excluía por completo a estas últimas de la fuerza de trabajo de los países en vías de industrialización, ni las confinaba al corazón de la vida doméstica. Cuando ellas o sus familias necesitaban dinero, las mujeres salían a ganarlo. Pero cuánto y cómo podían ganar estaba en gran parte premodelado por estas teorías que definían el trabajo de la mujer como más barato que el de los hombres.

[…] Otro ejemplo de la índole discursiva de la división sexual del trabajo puede hallarse en la política y las prácticas de los sindicatos. En su mayor parte, los sindicatos masculinos trataban de proteger sus empleos y sus salarios manteniendo a las mujeres al margen de sus organizaciones y, a largo plazo, al margen del mercado de trabajo. Aceptaron la inevitabilidad del hecho de que los salarios femeninos fueran más bajos que los de los hombres y, en consecuencia, trataron a las mujeres trabajadoras más como una amenaza que como potenciales aliadas. Justificaban sus intentos de excluir a las mujeres de sus respectivos sindicatos con el argumento de que, en términos generales, la estructura física de las mujeres determinaba su destino social como madres y amas de casa y que, por tanto, no podía ser una trabajadora productiva ni una buena sindicalista. La solución, ampliamente apoyada a finales del siglo XIX, reforzar lo que se tomaba por una división sexual «natural» del trabajo.

[…]Lo mismo que los empleados (pero no siempre por las mismas razones), los portavoces sindicales invocaron estudios médicos y científicos para sostener que las mujeres no eran físicamente capaces de realizar el «trabajo de los hombres » y también predecían peligros para la moralidad de las mismas. Las mujeres podían llegar a ser «socialmente asexuadas» si realizaban trabajos de hombre y podían castrar a sus maridos si pasaban demasiado tiempo ganando dinero fuera de casa. Los tipógrafos norteamericanos contestaban los argumentos de sus jefes a favor del carácter femenino de su trabajo poniendo de relieve que la combinación de músculo e intelecto que su tarea requería era de la más pura esencia masculina. En 1850 advertían que la afluencia de mujeres en el oficio y en el sindicato volverían «impotentes» a los hombres en su lucha contra el capitalismo.

Por supuesto, hubo sindicatos que aceptaban mujeres como afiliadas y sindicatos formados por las propias trabajadoras. Esto ocurrió principalmente en la industria textil, la de la vestimenta, la del tabaco y la del calzado, donde las mujeres constituían una parte importante de la fuerza de trabajo. En algunas áreas, las mujeres eran activas en los sindicatos locales y en los movimientos de huelga aun cuando los sindicatos nacionales desalentaban o prohibían su participación. En otras, formaban organizaciones sindicales nacionales de mujeres y reclutaban trabajadoras de un amplio espectro de ocupaciones. (Por ejemplo, la Liga Sindical Británica de Mujeres, creada en 1889 fundó en 1906 la Federación Nacional de Mujeres Trabajadoras, la cual, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, contaba con unas 20.000 afiliadas.)

[…] Cuando argumentaban en favor de su representación, las mujeres justificaban sus reivindicaciones evocando las contradicciones de la ideología sindical que, por un lado, reclamaba la igualdad para todos los trabajadores, y, por otro lado, la protección de la vida familiar y la domesticidad de la clase obrera contra las devastaciones del capitalismo. Así enmarcado por esta oposición entre trabajo y familia, entre hombres y mujeres, el argumento a favor de igual estatus para las mujeres en tanto trabajadoras resultaba tan difícil de sostener como de llevar a la práctica. Paradójicamente, se tornaban más difícil aun cuando las estrategias sindicales trataban de excluir a las mujeres y al mismo tiempo sostenían el principio de igual paga para igual trabajo. […]

Encerradas en trabajos de mujeres, agrupadas separadamente en sindicatos femeninos, la situación de las mujeres se convirtió en una demostración más de la necesidad de reconocer y restaurar las diferencias «naturales» entre los sexos. Y así quedó institucionalizada —a través de la retórica, las políticas y las prácticas de los sindicatos; una concepción de la división sexual del trabajo que contraponía producción y reproducción, hombres y mujeres. […]

Texto completo en:
Joan W. Scott, «La mujer trabajadora en el siglo XIX», en Historia de las mujeres en Occidente,
de Georges Duby y Michelle Perrot, tomo IV, Taurus Ediciones, Madrid, 1991, pp. 405-436.


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