«Seisdedos»

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Fragmentos
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NOCHE CERRADA — INTENTO DE ASALTO
Los guardias civiles y los de asalto, después del ataque de «Seisdedos», retrocedieron y fueron a ocupar, con un pequeño rodeo, las alturas inmediatas. Como hemos dicho, esas alturas caían verticalmente sobre la torrentera y alcanzaban hasta cuatro o cinco metros por encima de la choza asediada. La distancia que les separaba en el caso máximo era de un tiro corto de piedra. Ocupadas las alturas fronteras a la choza, rompieron el fuego. Se daban órdenes apresuradas. Los guardias —siete guardias civiles y una compañía entera de asalto— hacían fuego en descargas sobre la choza, de arriba abajo y a una distancia de quince metros. El fuego se dirigía por dos frentes y las balas se cruzaban en la techumbre. Como ignoraban que los sitiados se encontraban en un plano inferior a la rasante del campo, no podían explicarse que después de dos horas de fuego incesante continuaran en pie. El pueblo seguía colina abajo, apenas acusado por los ángulos iluminados aquí y allá por algunas bombillas. También en los momentos en que atenuaba el fuego se oía desde allí el fatigado restallar del motor. Una parte de las fuerzas atendía a los detenidos y cubría la espalda de los restantes. Como el terreno era muy quebrado y lo desconocían por completo, y como las noches sin luna son mucho más negras aquí que en Castilla o en el Norte, cualquier rumor, cualquier sombra o engaño de la vista enturbiada por los nervios determinaba alarmas y disparos en todas direcciones. Aquellas primeras horas de la noche toda la parte alta de la colina crepitaba como una hoguera de ramas verdes.

Dos guardias de asalto intentaron penetrar en la choza por el boquete que la comunicaba con el corralillo de al lado. Saltaron la cerca. «Seisdedos» y su yerno percibieron la maniobra y cambiaron de frente. Hicieron dos disparos. Uno de los guardias retrocedió y volvió a saltar la pequeña tapia. El otro recibió una herida en el hombro y cayó. El resto de las fuerzas no habían advertido lo que ocurría porque las sombras eran muy densas. Una hora después oyeron grandes lamentos y voces pidiendo auxilio. Cesaron los disparos y se oyó la voz del guardia herido:

—¡No tiréis más! Acercarse y hablarles, que se entregarán.

Los guardias creyeron que eran los de la choza, que era el «Seisdedos», y redoblaron el fuego. Pero seguían los lamentos y de nuevo los guardias dejaron de disparar.

—¿Quién eres tú? —preguntaron.

Dijo su nombre. Le pidieron los de sus jefes, y los soltó de carrerilla. Entonces, y ante el temor de matar al compañero, destacaron a uno de los detenidos, advirtiéndoselo a «Seisdedos». El detenido era Manuel Quijada. Sin quitarle las esposas bajó y se acercó a la choza. No se entendieron. «Seisdedos» no se entregaba. Pedía que dejaran salir a las mujeres y a un niño; pero advertía que él, por su parte, seguiría defendiéndose. El detenido insistió, y «Seisdedos» repitió su súplica. Los guardias pensaron que aquello era una añagaza para escapar y se negaron. Entonces «Seisdedos» insultó y retó a sus sitiadores. Cuando volvía Quijada cayó herido por seis balas disparadas al mismo tiempo. Balas de máuser. (El forense tiene el informe). El fuego se reanudó con la misma tenacidad. De la choza disparaban menos, quizá porque no podían hacer puntería y querían ahorrar cartuchos. Pero el guardia seguía gimiendo.

—Asaltad la casa. Si seguís así me vais a matar.

Se fue a intentar el asalto; pero de tal modo aumentó el fuego de los sitiados, que tuvieron que desistir. Eran ya las diez de la noche. El jefe de las fuerzas de asalto dio orden de que pidieran más a Jerez y bombas de mano a Cádiz. Antes de media noche se oyeron algunas descargas cerradas al otro lado de las cercas. Las balas no pasaron sobre la choza. Se oyeron, en cambio, lamentos, súplicas y gemidos. Algunos vecinos oyeron con toda claridad voces pidiendo auxilio:

—¡Compañeros, que nos asesinan!

EL VIEJO DE LA GUERRERA DE RAYADILLO, MUERTO. —MÁS FUERZAS. —AMETRALLADORAS Y BOMBAS DE MANO
En la total obscuridad de aquel sector, las fuerzas pensaron que habían obrado con ligereza al permitir que las chozas próximas quedaran ocupadas. Un destacamento salió para desalojarlas. El guardia de asalto Fidel Madras había recibido una perdigonada en el brazo y la mano derechos, estando a cubierto del fuego del «Seisdedos». Atribuyeron el disparo a algún campesino de los que habitaban en las inmediaciones. En vano fueron recorriendo las chozas. Sólo había dentro de ellas mujeres, algún niño y viejos inermes. Obligaban a encender luz bajo la amenaza de disparar, y después cacheaban y registraban, haciéndoles salir seguidamente a la calle y marchar hacia el centro del pueblo. En algunas chozas encontraron hombres jóvenes, que fueron acusados de dirigir el movimiento, y esposados, fueron conducidos a las cercas donde estaba el grueso de las fuerzas. Sucumbieron allí, José Toro y Manuel Pinto, éste, hijo único de una anciana de ochenta y dos años, que en el momento de la detención se hallaba enferma en la cama, y que no contaba con más familia. Penetraron también los de asalto en la choza del viejo aquel a quien presentamos al principio vistiendo una guerrera de rayadillo. Era el septuagenario Antonio Barberán. Estaba, en la choza con un nietecillo de once años. Uno de los oficiosos informadores afirmó haberlo visto la noche anterior haciendo acusaciones ante «Seisdedos» y excitando a la rebeldía a los campesinos. Se refería, quizá, a las protestas del viejo — que nadie tomó en cuenta— contra los jóvenes descomedidos que le atropellaban con sus burros en las calles estrechas. Aunque un guardia del puesto declaró que no se había metido en nada, como el viejo, irritado, se levantara lanzando exclamaciones de protesta y el chico insultara a los guardias de asalto, éstos dispararon sobre el anciano, que quedó muerto en la propia choza. Tanto el cadáver del viejo como el de Andrés Montiano fueron llevados aquella misma noche al cementerio.

Cuando se hubieron convencido de que los alrededores de la choza del «Seisdedos» estaban totalmente desalojados, las fuerzas volvieron a su puesto. Seguía la lucha. De la choza partían fogonazos de escopeta con lenta regularidad. De vez en cuando se oía también el estampido del mosquetón cogido por «Seisdedos» al guardia. Estos tiros eran poco frecuentes. Pero las fuerzas no querían que se hiciera de día sin haber liquidado aquello. Todo tenía que estar resuelto aquella misma noche. Al día siguiente, con la luz del día, podían surgir complicaciones. El fuego no cesaba. Advirtieron que ya no tiraban con bala ni con soñeras, sino con perdigón; pero hacia las doce, en lugar de disparar sólo dos escopetas disparaban tres. Sin contar el mosquetón. La muchacha Francisca Lago había vuelto a entrar —nadie ha podido averiguar todavía por dónde ni de qué manera— llevándole a su padre la escopeta prometida. Quedó a su lado, disponiendo la carga. A medianoche tenían dos heridos: Pedro Cruz, con un balazo en la cabeza, y Josefa Franco, con el pecho izquierdo destrozado por un rebote. Francisca Lago había dicho al entrar:

—El guardia de la serca ha palmao, padre.

Pedro Cruz se mantuvo hecho un ovillo en el suelo, con la cabeza ensangrentada. Su sobrina, Mariquilla Silva, quiso hacerle un vendaje y curarle; pero vio que había muerto. Como el cadáver dificultaba los movimientos, fue sacado el del guardia y asomado a la cerca de al lado, donde quedó colgado hacia el corralillo. El de Pedro ocupó su lugar sobre el arca. Junto al cadáver del guardia dejaron dos gorras en lo alto de dos listones, que fueron acribilladas a balazos. Trataron de distraerlos para que pudieran huir las mujeres y el niño. Los atacantes, que tenían linternas de bolsillo y dejaron dos enfocando la choza desde lo alto, se dieron cuenta de la maniobra y arreciaron el fuego sobre la techumbre y los flancos. El guardia del corralillo seguía gritando y pidiendo auxilio, a pesar de lo que dijo Francisca Lago. En otro instante en que cesó el fuego, «Seisdedos» volvió a pedir una tregua para que se retiraran las mujeres y el chico. Los sitiadores consintieron en que saliera sólo el último. En cuanto a las mujeres, podía ser una estratagema para huir todos disfrazados. El muchacho salió, saltó la cerca sin dificultad y bajó hacia el pueblo corriendo.

«Seisdedos» ordenó a Mariquilla:

—¡Anda tú también! ¡Vivo!

Ella se resistía. «Seisdedos» la empujó. Mariquilla se vio fuera, sintió unas ráfagas de luz a su alrededor y corrió a resguardarse junto al borrico. Le hicieron fuego; pero pudo saltar y huir. El animal quedó acribillado a balazos. En aquel momento llegaba otra compañía de asalto completa, con bombas de mano y ametralladoras. Sería la una de la madrugada o quizá algo más. Los cuatro hombres que quedaban en la choza tenían las armas siguientes: dos escopetas con perdigón conejero, una con postas sotreras y el mosquetón del guardia, al que todavía le quedaban lo menos ochenta tiros. Quedaban allí dentro dos mujeres: Francisca Lago, de dieciocho años, y Josefa Franco, de algo más de treinta. Ésta, herida.

Cuando comprobaron que Mariquilla, «la Libertaria», se había salvado, se sintieron reanimados. Era un verdadero triunfo. Quizá «Seisdedos» pensó que no se acabaría del todo su familia.

VUELVE EL ATAQUE. —LA CHOZA ES UN PEQUEÑO VOLCÁN. — DOS CABOS DE ASALTO, HERIDOS. —EL INCENDIO
Las fuerzas recién llegadas se movían con recelo, hasta quedar parapetadas y dispuestas. El viaje había sido sobresaltado. Informes de Medina aseguraban que toda la zona estaba en poder de los revolucionarios. Ya en el pueblo la tragedia estaba en la soledad de las calles, en el gesto de los terratenientes, en las cifras exageradas que se daban al hablar de las bajas de las fuerzas de asalto. Llegaron a los altos de la colina con el ánimo dispuesto a lo épico. Hay que tener presente que no pocos de los que constituyen esos Cuerpos de represión proceden del Tercio, acostumbrados en Marruecos al olor de la sangre. Ya parapetados, las descargas eran mucho más nutridas. Había dos compañías de asalto, y como la concentración de Guardia civil continuaba, había que contar también ocho o diez parejas. Pero la iniciativa allí correspondió en todo momento a los de asalto. Doscientos fusiles disparando sin cesar sobre la choza de barro y ramaje es algo que no se explica aquí, en el lugar del suceso, ante el pequeño cuadrilátero cubierto de cenizas, de las que emerge todavía el esqueleto retorcido de la cama de hierro.

Transcurrieron dos horas de intenso fuego. La madrugaba avanzaba sin que la resistencia del «Seisdedos» cediera. Habían vacilado en emplear las bombas de mano, porque temían que abrieran brechas en algún lugar resguardado del fuego y pudieran huir los sitiados. Por fin, y con la orden de arrojarlas sólo sobre la techumbre, comenzaron a caer las granadas. Estallaban en los ángulos, en la cima, con estruendo. Dentro seguía el fuego.

Dos abrieron brecha en el muro, y entonces, mientras seguían cayendo bombas sobre la techumbre y ésta crujía y se cuarteaba, dos cabos de asalto corrieron a emplazar una ametralladora. Fue necesario el auxilio de una lámpara de bolsillo para colocar los peines, para enlazar los cargadores. Apenas encendida, sonaron dos tiros en la choza, y el cabo José Sánchez recibió en las manos una perdigonada. Al otro, Manuel Martínez, le alcanzaron varias postas en la frente y en la boca. Fueron retirados y substituidos. Ya sin aventurarse a encender luz, la ametralladora se emplazó y comenzó a funcionar. A su fuego regular y mecánico se unían las descargas cerradas de los fusileros y las bombas, que, una tras otra, estallaban sobre la choza.

Así transcurrió una hora más y otra. La techumbre estaba destruida casi por completo. Era un montón de leña. Algunas granadas prendieron en la paja, y eso les sugirió la idea de incendiarla. Se aproximaba el amanecer, y para entonces debía estar todo resuelto. Dentro de la choza seguían disparando. Se oían alaridos y gemidos de mujer. Debían estar heridos todos. Los guardias lanzaban granadas y la ametralladora había callado y esperaba que intentaran salir los revolucionarios por el boquete abierto, para dispararles a campo libre. De las cercas más próximas a la choza —unos nueve metros— lanzaron dos paquetes de algodón impregnados en gasolina. Luego, algunas tablas y trozos de ramas envueltas en algodón también impregnado. Quedaron interceptadas entre la techumbre y bastaron dos granadas para que la gasolina se inflamara. Entonces cesó el fuego. La choza ardía. Se veía perfectamente el borrico muerto en la cerca de al lado, el cadáver del guardia asomado fuera. Fusiles, ametralladoras y bombas callaban, esperando.

FRANCISCO LAGO Y SU HIJA INTENTAN HUIR. —LOS OTROS SIGUEN DISPARANDO. —POR FIN…
El fuego daba un rumor creciente entre pequeños estallidos. Iluminada por las llamas, la humareda era gris al principio. Luego, sobre el cielo, que comenzaba a clarear, era negra y se disgregaba hacia el interior. Soplaba, como siempre, a esa hora, un poco de viento del mar. Dentro de la choza los disparos eran muy espaciados. Voces, ayes, insultos y esas frases en las que «Seisdedos» no tuvo parte, sin duda, pero que, habiendo mujeres de dieciocho años y estando allí padres, hijos, hermanos, debieron ser inevitables. Doscientos hombres asistían a aquel espectáculo en silencio, aguardando para impedir que se salvara nadie. La muchacha, que volvió a la choza con la escopeta para su padre, Francisca Lago, asomó un instante entre las llamas. Subió al boquete gateando. Salió cara a los parapetos de los guardias enloquecida, con las ropas y el pelo en llamas.

Corrió, dando alaridos, pidiendo auxilio. La ametralladora la derribó a unos diez pasos de la choza.También su padre, Francisco Lago, quiso huir. Probablemente lo hubieran intentado todos, pero los otros cinco debían estar heridos. Francisco no pudo andar tanto trecho como su hija. Quedó muerto en el mismo agujero, al salir. Su cuerpo, que fue doblándose bajo el fuego mecánico de la ametralladora, apareció chamuscado, con quemaduras en las piernas y en la cabeza. La techumbre seguía ardiendo y derrumbándose hacia adentro. Vigas, ramaje, caían en el interior en llamas. Todavía sonaron algunos disparos dentro y cayeron varias granadas más sobre la hoguera. Después, al olor de maderas quemadas sucedió el de la carne. El humo era más denso y apelmazado. Habían cesado los lamentos y los disparos. Cuatro hombres y una mujer ardían vivos bajo la hoguera: el «Seisdedos», dos hijos, una nuera y un yerno. El fuego iluminaba los alrededores. Todo había terminado. La mayor parte de las fuerzas se iban aventurando ya a bajar. Del cuerpo de la hija de Paco Lago salía humo. Seguían ardiendo sus ropas. Se acercaron y comprobaron que había muerto.

Algunos de los guardias se dedicaron a transportar tres cadáveres de otros tantos campesinos a los que habían fusilado «para ahorrarse el cuidado de su custodia», desde el lugar donde cayeron a la choza de «Seisdedos». Comenzaba a amanecer, sin sol, con la niebla de los amaneceres de Marruecos. Dos guardias cogían un cadáver y lo transportaban dificultosamente, apoyando los pies en la resbaladiza grava. A veces hubo que soltarle para no caer. Volvían a recogerlo y bajaban. Y al lado de la choza lo lanzaban sobre la cerca, como un fardo. Aparecen quemados, naturalmente, por el costado que estaba hacia abajo en contacto con el fuego. Antes de terminar esa triste faena aparecieron por la torrentera dos o tres vecinos curiosos o aterrorizados. Los guardias los ahuyentaron a tiros.

Los cinco de la familia de «Seisdedos» que quedaron bajo las brasas rompían la tradición española. En Numancia murieron los celtíberos sobre las hogueras. En Valladolid y Toledo, los herejes, también sobre ellas. El «Seisdedos» y los suyos murieron debajo. Claro está que Roma pasó y los celtíberos del Duero siguen organizándose en fratrías con nombres distintos, y que la Inquisición pasó y los herejes siguen e imponen su ley. Y que, visto así, en la Historia, los siglos son cortos. Esto sin recordar que existe un sistema capaz de crear vida nueva con toda esta sangre.

La mayor parte de las fuerzas fue desfilando hacia el centro de la población. Quedaron arriba algunos centinelas para que la gente del pueblo no se acercara. Consumida la techumbre, las vigas y travesaños, la mesa de pino y las sillas, los dos taburetes, las culatas de las escopetas, los jergones de paja y la poca grasa de los cuerpos de los sitiados, el fuego fue apagándose. La choza presentaba el aspecto de una fosa cuadrada, con restos humanos cubiertos de ceniza. Las paredes de barro habían desaparecido en su mayor parte y quedaba apenas señalada la base con un reborde que encuadraba los restos y las cenizas. Los arcos finales de la cabecera y los pies de la cama sobresalían retorcidos. Sobre aquella fosa cayeron los cuerpos de los tres que fueron muertos fuera de la choza. Rostros afilados por el hambre y por la muerte. Gestos dislocados, con brazos y piernas en extrañas actitudes. Allí quedaron esperando al juez de instrucción.

LAS TROPAS EN LA PLAZA. —LA ORDEN DE RAZZIAR LA ALDEA
Destruida la choza, asesinado también con las esposas puestas Manuel Quijada y golpeada bárbaramente su mujer, Encarnación Barberán, que quiso protestar, los guardias bajaron en una columna disforme hacia la plaza y formaron en el centro. Más de doscientos hombres. El cura preguntaba tímidamente si había que usar sus servicios y preparaba un sermón para la primera ocasión en que hubiera que repartir en la iglesia «la limosna». Los oficiales iban y venían con papeles. Después de los disparos últimos contra un grupo de curiosos, todo el mundo había vuelto temerosamente a sus casas, a sus albergues. La luz de las siete de la mañana llegaba por la parte del mar, lívida y penetrante. El jefe paseaba ante la doble fila de las fuerzas formadas. La humareda que seguía subiendo desde lo alto de la colina, terciaba el cielo de la aldea con una faja negra. Ardían los cuerpos desmedrados de los campesinos. Todas las viviendas de la aldea estaban cerradas. Los jefes iban y venían con papeles. Uno dijo apresuradamente:

—Tengo órdenes rigurosas y concretas de hacer un escarmiento. Miró el reloj y añadió:
—Doy media hora para hacer una razzia, sin contemplaciones.

Esta orden no se limitaba expresamente a los sucesos de Casas Viejas, sino que se había dado el día 11 con carácter general a todos los lugares donde se habían producido desórdenes, como otras órdenes no menos bárbaras[20]; las fuerzas rompieron filas y se diseminaron en dirección a la torrentera, hacia las chozas de los jornaleros. Un guardia preguntaba:

—¿Qué es una razzia?

Y otro respondía, cerrando la recámara del fusil:

—Que hay que cargarse a María Santísima.

En las calles no había un alma. Los campesinos permanecían con sus familias, silenciosos, en las chozas. A la puerta de una de ellas lloraba el niño de once años Salvador del Río Barberán. Llevaba en la mano un cartucho de fusil, disparado. Los guardias le dijeron, riendo:

—Tira eso, muchacho, que no es un pastel.

Luego empujaron la puerta. En el fondo, el viejo Antonio Barberán —el de la chaqueta de rayadillo— yacía sobre un charco de sangre. El muchacho lloraba y juraba que su abuelo no era anarquista. El guardia bisoño subió calle arriba con los otros, conocedor ya de lo que era una razzia. Atrás quedó el muchacho midiendo con los ojos la soledad de la calle. El pueblo había enmudecido. Después de las ilusiones de la noche del día 11, todo volvía a su viejo ser. Las tierras seguirían alambradas y cercadas «para nadie». El hambre y la desesperación, el no hacer nada y la esperanza —como único horizonte— de que el cura los convocara un día u otro —quizá mañana, siempre ese «quizá»—, para darles un bono de una peseta canjeable por sesenta céntimos de víveres; ese porvenir inmediato les aguardaba. No se veía otra cosa en los meses que faltaban hasta la siega.

Las hoces esperaban clavadas en la paja de la techumbre. La ilusión de las cuarenta y ocho horas anteriores los había vivificado. Nadie se acordó de comer ni de dormir. Pero la represión, la destrucción de la choza de «Seisdedos», los asesinatos de Francisca Lago y de su padre cuando intentaban huir con las ropas ardiendo, todo aquel estruendo de bombas y fusilería al que estuvieron atentos los campesinos desde sus camastros; el recuerdo de Manuel Quijada, esposado, que caía bajo los culatazos de los guardias y era levantado a puntapiés para morir, por fin, ametrallado frente a la choza; los asesinatos de otros tres detenidos, muertos a bocajarro junto a las cercas; la muerte del septuagenario Barberán al lado de la cama que acababa de abandonar, esos acontecimientos eran conocidos rápidamente en todo el pueblo. Durante la noche, los campesinos afiliados al Sindicato, que tenían armas, huyeron. El campo los acogería en la noche fraternalmente. Por la tierra, por la superficie cultivable, todavía virgen, habían intentado implantar el «comunismo libertario». En la conquista del campo empeñaban la vida. La habían dado ya muchos campesinos. Al campo fueron a refugiarse. Entre los que quedaban en el pueblo apenas se podrían contar dos o tres testigos de los sucesos y miembros del Sindicato. En la aldea había teléfonos misteriosos que comunicaban con Madrid y con Cádiz constantemente. Había papel para los atestados, sellos judiciales, casas donde tomaban el desayuno los oficiales y los enviados del Gobierno —había llegado uno, de Cádiz.

Había la inseguridad de ofrecer la paz sin que la aceptara el enemigo. La probabilidad de levantar los brazos inermes ante cuatro fusiles y recibir, sin embargo, la descarga. Estaba a cada paso la tapia de los fusilamientos. En el pueblo todo les podía ser hostil. En el campo, un obscuro instinto les decía que todo habría de serles favorable.

EL ASESINATO DE JUAN SILVA GONZÁLEZ — ¿CÓMO QUIERE QUE ENTRE, SI ME VOY A QUEMAR?
Un grupo de guardias de asalto, a los que acompañaba un guardia civil del destacamento permanente de Casas Viejas, echó abajo la puerta de la choza de Juan Silva González. Éste protestó, advirtiendo que les hubiera abierto voluntariamente. Lo encañonaron y lo obligaron a salir con los brazos levantados. El guardia civil les advirtió que era un campesino honrado y que daba su palabra de que no había intervenido en los sucesos. Los de asalto, después de una breve discusión, le dijeron que podía quedarse en su casa. Una mujer de la familia atribuye lo que ocurrió después a las maneras un poco desenvueltas de Juan cuando se dirigió a los guardias reconviniéndoles el haber echado la puerta abajo. Un cuarto de hora más tarde regresaban los guardias de asalto solos, sin la compañía del guardia civil. Volvieron a encañonarle:

—Salga afuera.

Su mujer advirtió:

—¿No han oído ustedes al guardia civil que no tenía culpa de nada?
—Sí —respondió uno de asalto—. Es para una declaración. Salga a la calle. Obedeció y fueron con él en dirección a la choza de «Seisdedos». Allí había un oficial y otros guardias. Estos le ordenaron, señalándole las ruinas humeantes de la choza:
—Entre usted ahí.
—Hombre —respondió Juan—, ¿cómo me manda eso? ¿No ve que está ardiendo?

Un poco más lejos de las ruinas yacía, todavía humeante, el cadáver de Francisca Lago, sobrina suya. Juan, que ignoraba los pormenores de lo ocurrido por la noche, no sabía qué hacer. Un guardia se impacientaba:

—Vamos, entre usted.
—¿Cómo quieren que entre —insistió—, si me voy a quemar?

Pero se acercó al fuego, y cuando se disponía a trasponer la cerca, los guardias dispararon sobre él. Luego le apoyaron una pistola en la sien y le «volaron la cabeza», como decía una mujer que lo presenció, y a la que obligaron a marcharse apuntándole con los fusiles y advirtiendo:

—Como vuelva la cabeza se va a encontrar con un balazo.

En la plaza estaba el delegado gubernativo. El teléfono seguía comunicando con Cádiz y con Madrid. Las fuerzas de asalto se sentían asistidas en todo momento por «razones superiores». La defensa del régimen. Cuando cayó Juan Silva subían en cuerda de presos cuatro campesinos más.

LO QUE DICEN LAS MADRES DE ESOS CUATRO CAMPESINOS
Preferimos copiar de la declaración oficial que hicieron después, las mismas palabras de las madres de Juan y Manuel García Benítez, Juan Grimaldi y José Toro. Son más expresivas que todo lo que nosotros pudiéramos decir:

Dolores Benítez:
«—De cuarenta y ocho años, casada, con siete hijos. Rectifica este número: Que sus hijos Juan García, de veintidós años, y Manuel, de veintiuno, aquella noche se acostaron juntos en la cama de su madre. Que a las doce de la noche, poco más o menos, se levantó con su marido y se sentaron sin encender lumbre por miedo a los tiros, que se oían constantemente.
Ya de madrugada vio arder la choza de "Seisdedos". Que llamó a sus hijos mayores —los dos citados—, asustada, para que le ayudaran a tener cuidado no se corriera el fuego por las demás chozas hasta la suya. Que así estaban cuando, ya "día claro", oyó mucho ruido en la puerta y entraron varios guardias. Que dijeron:
—¡Que se levanten y salgan los hombres!
»Sus hijos salieron —sigue diciendo la madre—, y al verla llorar, el mayor le dijo que se tranquilizara, "porque el que nada hace nada teme". Añade la declarante que se llevaron a los dos y que ella les siguió; pero tuvo que volver, porque un guardia le dijo:
—Si no vuelve usted p'atrás, le soltamos una descarga.
»Que se quedó cerca y oyó decir: "Con éstos ya hay bastante". Oyó gritar a mucha gente y muchos tiros, y después subió a la choza del "Seisdedos" y se los encontró "cadáveres, cruzaíto el uno sobre el otro". Que había "un reguero de sangre diforme que no había dónde poner los pies". Que el mayor tenía "volaíta la cabeza, y el otro ya no lo vio, porque al dolor se le perdió el mundo de vista"».

María Villanueva:
«—De setenta años, casada; está presa de enorme emoción, fatigadísima. Dice: Que estaba con su niño Juan Grimaldi, de treinta y tres años (aclara: Para una madre siempre un hijo es un niño); que fue el que le mataron. Que estaba en su casa, sobre las ocho de la mañana, y llegaron una multitud de guardias de asalto, que entraron en su casa —la puerta estaba abierta y su hijo "acabaíto de levantar"—, y dijeron: "Hombres afuera", saliendo el padre y el hijo con "los brazos contra el cielo". Que entró un guardia y con el cañón de la escopeta le volcó la cama, y, al lamentarse, le dijo: "Busco a ver si hay escopeta". "Aquí no hay na de eso", replicó ella. Que en la habitación del "lao" estaba su hija como muerta, y ella se lo dijo al guardia. Frente a a puerta estaba el guardia civil de Casas Viejas. Salvo. Que los de asalto, al ver a ella llorar y abrazarse a su hijo, la quitaron, diciéndole "que no le iba a pasar nada; que era para tomarle una declaración". Que uno que había "con tres estrellitas en la gorra" (el capitán) les dijo a unos guardias de arriba que tiraban: "No tirar, que hay mujeres y niño aquí". Que a su hijo se lo llevaron al mataero (esto dice la frase con todo su realismo). Y allí se lo dejaron muerto. Que fue para allá, a verlo, y un guardia la apuntó y amenazó con matarla. Que con su pena "cayó al suelo y de allí la recogieron". Que "toíto el pueblo sabe lo bueno que era su hijo, y lo noble, que nunca se había metido en nada"».

Y veamos todavía otra declaración, la de María Toro:
«De cuarenta años, viuda. Que, a su único hijo, de veintitrés años, "se lo han matao". Que sobre las siete de la mañana fueron a su casa los guardias de asalto, y a su hijo, "que estaba sentaíto en una silla, pues se acababa de levantar y estaba malo", le estaba ella haciendo una tacita de café. Que entraron los guardias y se lo llevaron, y "aunque ella les lloraba y les enseñaba, como prueba de que no se había metido en nada, su cama calentita, se lo llevaron, tirándole todos los muebles por alto". Le dijeron "que iban a tomarle declaración". Que como no volvía, se fue hacia la corraleta y vio a su hijo muerto, con un boquete en la cabeza, y se llenó con su sangre las manos "pa besarle el cuello". Que han hecho una cosa muy mala con su hijo de su alma».

Hay una madre que no pudo declarar. El que declaró después fue el hijo. Los guardias entraron en una choza donde no había hombres. Estaba sola una anciana, llamada Joaquina Jiménez; los guardias preguntaron por «su hijo», sin saber si lo tenía. La mujer confesó que había huido al campo. Entonces apalearon a la anciana, produciéndole tales heridas que falleció días después. A su hijo, Francisco Jiménez, le llaman «el Gitano».

UN CAMPESINO ENFERMO A QUIEN INVITARON A SENTARSE Y DOS DE PIE
Los guardias seguían recorriendo la aldea, entrando en las chozas donde suponían que podía haber algún rebelde. Éstos habían abandonado el pueblo, y en número de cuatrocientos vagaban por el campo. La sierra de Ronda comenzaba algunos kilómetros más al Norte, y ya es tradicional como refugio seguro contra los fusiles y contra los jueces. Reloj en mano, los oficiales esperaban el cumplimiento del plazo señalado, razziando con prisa. El pueblo seguía desierto. Los campesinos se apiñaban en el fondo de las chozas con la mujer y los hijos. Después de los fusilamientos primeros habían quedado, con el eco de los tiros enredado en las chumberas, unas sombras desesperadas que vagaban por las cercanías sin poder aproximarse a las ruinas quemadas. Esas sombras —las mujeres Dolores Benítez, María Villanueva, María Toro—, con su sola presencia, con su ir y venir apresurado y sin objeto, y con sus alaridos, eran la conciencia despierta del pueblo. Sin que nadie lo dijera expresamente, todos sabían lo que estaba sucediendo.

Una de las chozas que elevaba su cono de paja y ramilla a un lado de la torrentera era la de Manuel Benítez. En el fondo de la choza, Manuel formaba con su mujer, Sebastiana Reyes, y sus cinco hijos, un apretado grupo. Manuel estaba enfermo; pero se había levantado con la alarma de la noche, y sentado, rodeado de los suyos en silencio, tendía el oído sobre la calle desierta, sobre el pueblo. A veces se acercaba un rumor de cacería y volvía a alejarse. Manuel Benítez estaba enfermo. Sabiendo que hay hambre en el mundo, no había que preguntar la enfermedad. Recordamos al campesino que decía después de un viaje del gobernador:

—Lo que el señó gobernador ha dicho de paz y de calma, está muy bien; pero yo llevo muchos días saliendo de mi casa antes de que mis hijos se levanten, y volviendo después de haberlos acostado, para no pasar por el dolor de oírles pedirme pan y no podérseles dar.
El rumor de cacería se aproximaba. No podían percibir las palabras, pero se oían tiros sueltos y las características voces de ojeo. Manuel Benítez, desde aquel hambre de tres días sin bono de pan —sin el subsidio—, oía las pisadas firmes y las voces de los guardias con espanto. Para tranquilizar a los suyos fingía serenidad y confianza. Ya las voces en la misma puerta, se dirigió a su mujer con una advertencia. De sus tiempos de guarda de campo tenía una escopeta, vieja e inservible.
—Anda vivo a esconderla —le dijo.

La mujer se disponía a pasar al departamento contiguo, cuando la puerta se abrió. Aparecieron tres guardias.

—¿Qué hace usted? —preguntaron a Manuel.
—Ya lo ven. Estar con mis hijos.

La mujer iba a pasar al cuarto de al lado; pero los guardias —que los encañonaban— le ordenaron que permaneciera quieta. Registraron minuciosamente las dos habitaciones y encontraron la escopeta. La mujer les explicaba:

—No se ha disparao desde hace diez años.

Los guardias no contestaron. Ordenaron a Manuel que se levantara y saliera delante. Los hijos se colgaban de su cuello, y un guardia les advirtió, acariciándoles las mejillas:

—No llorar, nenes; palabra que no le hacemos nada a papá.

Con los guardias iba un oficial. Manuel Benítez andaba con dificultad. Tres días en la cama, las dos noches anteriores en vela, habían debilitado sus piernas. Para seguir subiendo, los guardias tenían que sostenerlo por debajo de las axilas. Al llegar a la corraleta de «Seisdedos», Manuel vio a los cuatro que acababan de fusilar y otros que todavía estaban en pie: Juan Cantero, casi un muchacho, y Fernando Lago, ya maduro. Los dos eran personas honradas, muy estimadas en el pueblo. Iban maniatados. Los guardias, al verlos, se acordaron de pronto de que Manuel iba con las manos sueltas. Le pusieron las esposas. Advirtió que estaba malo. Un guardia civil lo hizo notar también al oficial. Éste se encogió de hombros y dijo:

—Tengo órdenes terminantes.

Pero al ver que el aspecto del detenido era verdaderamente el de un enfermo, le invitaron a sentarse en un poyo de tierra. El capitán de asalto dijo a los detenidos:

—Pasad a ver el cadáver del guardia.

Los dos avanzaron hacia las ruinas de la choza. Manuel Benítez se limitó a volver la cabeza. Entonces el capitán dio la voz de «¡Fuego!» y se hicieron varias descargas, hasta que murieron los tres.

ALGUNAS PALABRAS DE LOS FAMILIARES DE ESAS TRES VÍCTIMAS
He aquí lo que dijo en sus declaraciones Sebastiana Reyes Estudillo, de treinta y ocho años, viuda «porque me lo mataron». Dice: «Que a las siete de la mañana del día siguiente, su marido, Manuel Benítez, y sus cinco hijos, se acababan de levantar. Que su marido estaba malo y de poco ánimo. Que oyó muchas voces, y al abrir la puerta "se colaron tres guardias de asalto". Que al ver a su marido, le dijeron: "Usted, ¿qué hace?", "Ya ustés lo ven; estar con mis hijos al cuidao". Que registraron "toíta" la casa y se llevaron una escopeta muy vieja que tenía su marido de cuando fue guardia de campo. Que esa escopeta no disparaba. Que se llevaban a su marido, y como sus niños lloraban, abrazaítos a su padre, les dijeron: "No llorar, nenes; palabra de caballero que no le hacemos nada a papá". Que iba un jefe detrás. Que cuando fue a la corraleta vio a su marido muerto de un tiro, "que le había comió un peazo del cráneo". Que lo que han hecho es un crimen que no tiene perdón». Los otros detalles los hemos tomado de fragmentos de otras declaraciones, donde fueron expuestos. Rosalía Estudillo Mateos se presentó a declarar espontáneamente ante la Comisión, y su declaración consta en los siguientes términos:

«Que le han "matao" a su marido, Fernando Lago, y a su hija Manuela Lago, de diecisiete años. Esta infeliz fue de visita a casa del "Seisdedos", que era de todos conocido, y estando allí le cogió los tiros y se tuvo que quedar, y sabe que al querer salir "juyendo" la mataron los guardias. Que a su marido, por la mañana, lo sacaron de su casa y le amarraron las manos, y como los hijos lloraban, abrazaos a su padre, uno le dijo: "Nena, no llorar. Ya tu padre vuelve". (En este instante, una niña de catorce años, que la acompaña, dice: "A mí me lo dijeron, y era pa matarlo"). Que después se lo mataron en la corraleta, con otros».

El padre de Juan Cantero hizo su declaración, que consta en los siguientes términos:

«Francisco Cantero; está afiliado al partido socialista de Casas Viejas. Dice que a las nueve del día 11 estuvo en la posada de Montiano; que oyó disparos y se metió en su casa. El día 12 salió con otro compañero socialista, a las diez de la mañana, para ver la choza de "Seisdedos". Manifiesta que vio cómo a su padre lo sacaban de su casa y luego volvía. A su hijo Juan lo llevaron a la choza de "Seisdedos", donde le mataron. Vio que lo sacaban los de asalto. A los pocos minutos de salir Juan de su domicilio oyó una descarga en la choza de "Seisdedos".
»Dice que en el Centro Socialista se reunían los domingos, y que él oía que lo que se pretendía en España era implantar la Reforma agraria a base del reparto de las tierras para que se acabase el hambre y para que todos fueran iguales. Manifiesta que le pegó y maltrató el guardia García».

Pero la razzia no había terminado aún. El pueblo estaba sumido en el horror y el espanto. Las fuerzas continuaban registrando hogares y llevándose a los jóvenes o a los viejos, según la inspiración del momento. Los alrededores de la choza de «Seisdedos» se poblaban de nuevas sombras: esposas, madres, hijas. Los hombres no se atrevían a salir, porque hacían fuego sobre ellos en cuanto veían alguno por la calle. He aquí las palabras de Encarnación Barberán (viuda de Manuel Quijada, a quien mataron con las esposas puestas):

«A su marido, Manuel Quijada, lo sacaron de su casa a las dos de la tarde del día anterior, y lo tiraron al suelo, dándole puntapiés y culatazos, dejándolo medio muerto. Que después lo mandaron a la casa del "Seisdedos" esposao, y ya iba muertecito por la paliza tan terrible que le dieron, y allí se quedó "pa siempre". Que a ella también le pegaron los guardias con los vergajos». (Varias personas confirman literalmente esta declaración).

Estos casos fueron muy abundantes. Además de la madre del «Gitano» murió también otra mujer llamada Vicenta Pérez, madre del detenido Sebastián Pavón. Esta mujer, después de ser apaleada brutalmente por el guardia civil García, y huyendo de las amenazas de muerte que contra ella y sus tres hijos recibía constantemente, marchó a Cádiz al día siguiente de los sucesos, para refugiarse al lado de unos parientes. Inmediatamente de llegar fue sometida a curación; pero las lesiones y las impresiones morales recibidas determinaron su muerte pocos días después. Tenía cincuenta años y era de complexión fuerte.

SIGUE LA «RAZZIA», Y LA CUENTAN LOS MISMOS CAMPESINOS
Por procedimientos casi idénticos, usando a veces las mismas palabras, fueron detenidos, esposados y fusilados siete campesinos más. Veamos cómo lo cuentan sus propios familiares en algunos casos. En otros, por haber muerto también o huido al campo, no se han obtenido declaraciones de ese valor.

«María Cruz García. De cuarenta y tres años. Diez hijos, y con el que le mataron, once. Su hijo muerto se llamaba Andrés, de veinte años. Que su hijo estaba en la casa de su abuelo, junto con el hijo de Isabel Montiano; que "al pobrecito" también lo mataron. Que a las claras del día 12 llegaron los guardias de asalto y se llevaron a su hijo y al de Isabel, y ante sus lamentos les dijeron que no se asustaran, que era para tomarles declaración: que no les pasaba nada. Que viendo que tardaban, su cuñada Isabel fue hacia la choza del "Seisdedos", donde había visto que los llevaban, y los vio "tiraítos de espalda", y que volvió y le dijo a ella, llorando: "¡Nos los han matao, nos los han matao!" Que fueron otra vez a la choza y no había guardia alguno, y allí había "ríos de sangre que se bebían los perros". Que se los mataron de un modo criminal, quitándole el único que ayudaba a su padre. Que es un crimen muy grande. Que sólo le pedía a Dios que haga con ellos lo mismo que han hecho "con el hijo de mi alma". Que estaban "como parvos", tiraítos en el suelo. Que iban dos guardias civiles acompañando a los guardias de asalto para que sacaran a los que ellos decían».

Un caso de verdadero laconismo, en medio de las declaraciones de las madres y las esposas de las víctimas, es el de Diego Fernández, que se limitó a decir: «De siete a ocho de la mañana sacaron a mi hijo por la violencia y lo llevaron a la choza del "Seisdedos", donde le ataron las manos con una cuerda y lo fusilaron». Salvador Barberán Romero, hijo del anciano Antonio Barberán, relata otros dos fusilamientos. Conservamos en sus palabras todas las repeticiones —hechos y frases— en relación con los fusilamientos anteriores.

Dice Salvador Barberán «que de día claro llegaron a su casa los guardias de asalto con el guardia civil Gutiérrez. Que mandaron salir a todos para fuera, y al verle a él, el guardia Gutiérrez les dijo a los de asalto: "No tirar, que es un muchacho honrado". Que al rato volvieron y traían a dos hombres: uno, Manuel Benítez, de unos cuarenta años, y otro, un mozuelo. Los traían amarrados. Que le preguntó a Manuel que qué pasaba, y éste les dijo: "Nada de particular creo yo". Que él le contestó: "Nos parece que lo malo ya ha pasado". Que los guardias de asalto dijeron: "Vamos p'alante", y se llevaron a los dos. Que un guardia que quedó le dijo: "Vamos, ¿qué hace usted? ¡Venga para allá!" Que le dijo: "Deje usted que me despida de mi mujer y la tranquilice". Que se lo llevaron. Que los guardias le decían a Manuel, ya delante del corralito del "Seisdedos": "Hala pa dentro", y éste les dijo: "Hombre, ¿cómo voy a entrar pa quemarme?" Que entonces le empujaron a culatazos a los dos, que ya había allí un montón de muertos. Que al ver aquello le dijo a un guardia civil: "Hombre, llame usted a Gutiérrez, que me conoce". Éste le dijo: "Anda, corre y vete a tu casa". Que a este guardia civil le debe la vida. Que al llegar a su casa le dijeron que habían matado a su padre y vino a casa de éste, y declara que lo vio muerto en el rincón. Que había un charco de sangre muy grande y huellas de balazos en la pared. Que con su padre, anciano de setenta y cinco años, han hecho un crimen infame, ya que lo mataron en su casa y sin haberse metido en nada».

No hay declaraciones de los familiares de otras tres víctimas: José Utrera, Juan Galindo y Rafael Mateo.

Ramón J. Sender. Viaje a la aldea del crimen, Asteroide, Barcelona, 2016.


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