Lou Andreas Salome «bautiza» a Rilke

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Del «Golem» de Praga al «Modernismo» radical de Berlín.


Existe un consenso general entre los estudiosos de Rilke, al menos en lo que atañe al periodo inicial en que transcurren los hechos referidos a su «iniciación» en la vida y en la poesía. La marcha de Rilke de su Praga natal, casi de forma concluyente e irreversible, para integrarse en el discurrir cultural de la ciudad que estaba actuando como fuerza dinámica de arrastre para el resto de las capitales europeas, Berlín, no tiene, de hecho, ni efectos inmediatos ni de hondo calado sobre unos presupuestos poéticos sólidamente anclados en las diversas manifestaciones y formulaciones con las que el simbolismo modernista europeo se ha ido troquelando en adopciones singulares, incluso nacionalistas, según las tierras en las que haya enraizado y particularizado sus trayectorias, desmembrándose de un tronco común que seguía reclamando sus orígenes universales e internacionales. Incluso el marbete del movimiento, «Modernismo», sufrirá una «nacionalización terminológica»: lo encontraremos en Francia como Art Nouveau, en los imperios centroeuropeos como Jugendstil, y, particularmente en Viena, se acude al término Sezession.

Como ya se ha apuntado, el consenso en torno a la transmutación del joven y bisoño poeta de Praga, pos-simbolista en los primeros mimbres y hechuras de versos que hoy siguen cegando a tantos lectores y críticos, fundamenta su argumentación en el encuentro del joven Rilke con Lou Andreas Salome, de quien ya había leído algunos ensayos y ficciones y a la que ya desde hacía tiempo había pretendido conocer personalmente. Jacob Wassermann lo hizo posible. El proceso que aquí se inicia es bastante conocido y puede seguirse en detalle a través de buenos materiales bibliográficos.

Interesa retomar aquí algunas de las líneas de aproximación que se han ido trazando en secciones anteriores. Y aquí parece más que relevante volver a atender al hecho de cómo Pasternak negaba/silenciaba a Lou Andreas-Salome en el fragmento inicial de El salvoconducto, condenándola a la dimensión del «anonimato» y de lo «innombrable».

Lou, en cambio, cataliza ese constituyente y fundacional acto que le permitirá a Rilke hacerse con su propia voz poética: el reconocimiento recíproco por el que las dos vidas, la de Lou y la de Rainer, «unen sus raíces y su crecimiento, a imagen de las bodas que festejan en el poeta lo espiritual y lo carnal», tal como sugiere Stéphane Michaud. Esta vinculación se traduce en una acción inmediata: la de un bautismo simbólico, por el que Lou procede a equilibrar el nombre con el que el poeta fue «nombrado» por su madre, René María: cambia René por Rainer.

Como señala Michaud, «la modificación es mínima», «la germanización es sobria y la forma, estable y sólida». A partir de este ritual, el poeta firmará siempre Rainer María Rilke. Se comprueba, desde otra perspectiva, la validez de los presupuestos de Nelson Goodman en su equiparación semiológica del acto de identificar y «nombrar», en el sentido de que el hecho mismo de «nombrar» comporta como denotación una manera singular de crear un mundo.

Y esta identificación, a través del mismo hecho de «nombrar», conduce a varias interpretaciones, diversas y aun contrapuestas, de algunas trayectorias vivenciales en las que se evidencian y transparentan los acontecimientos que en este libro, que se ofrece en su hibridación genérica consciente, intentan describirse a modo de apuntamientos no estrictamente novelescos.

El segundo viaje a Rusia con Rilke, en 1900

Según las breves notas diarias de Lou Andreas-Salome, el primer viaje ruso, emprendido junto con Rilke y con el profesor Andreas, y comenzado el 25 de abril de 1889, los llevó hasta Moscú, pasando por Varsovia. Visitaron a León Tolstoi el 28 de abril, Viernes Santo, por la noche, en su casa de Moscú; el 30 de abril, Pascua rusa, «celebramos la noche de Pascuas en el Kremlin»; la estancia en Petersburgo, que vino a continuación, con visita a los parientes de Lou, duró desde el 3 de mayo hasta más de la mitad de junio, incluyendo una nueva visita a Moscú, hacia finales de mayo. El viaje de regreso se efectuó por Danzing (Oliva).

El segundo, el gran viaje ruso, comenzado a principios de mayo de 1900, los llevó igualmente hasta Moscú, pasando por Varsovia, y desde allí a la (segunda) visita a Tolstoi, en Jasnaja Poljana, cerca de Tula: «31 de mayo, despedida de Moscú, partida al mediodía hacia Tula. Leonid Pasternak [pintor tanto de Tolstoi como de Rilke] y Boulanger [conocido de la casa de Tolstoi] en el tren; telegrama para averiguar el paradero de Tolstoi»; «1 de junio, por la mañana como a las ocho, a Lazarewo, allí cambiamos de parecer, de vuelta a Jasinski en el tren de cercanías, desde allí, en un caballo de troika y campanillas sonando, a Jasnaja Poljana, aldea y finca de Tolstoi». Corresponde esta secuencia a la narrada por Pasternak en El Salvoconducto.

El viaje prosiguió luego en dirección suroeste, hacia Kiev, descendiendo el Dnieper hacia Krementscgug; desde allí, pasando por Poltava, Charkov, Vorónesch, Koslov —en general, hacia el Este— hasta Sarátov, junto al Volga; desde allí, remontando el río en vapor, por Samara, Simbirsk, Kasán, Nischnij Novgorod, hasta Jaroslavl; en coche a Krestá Bogorodskoje; algunos días en el campo, y luego hacia el Sur, de vuelta a Moscú, a visitar al poeta campesino Droschin en Nísovka, y a su señor, el conde Nikolai Tolstoi, pariente de Leon Tolstoi, en Nóvinki. Desde allí, partida el 23 de junio, por Novgorod Velíkii, a San Petersburgo (26 de julio). Al día siguiente Lou viajó a casa de su familia, a Rongas, en Finlandia; Rilke esperó en San Petersburgo hasta el viaje de regreso, en común, el 22 de agosto.

Tolstoi, y su mansión rural, se habían convertido en una especie de «icono sacralizado» al que Andreas- Salome y Rilke subordinan sus dos peregrinaciones-viajes por las tierras de Rusia. Y en su condición de «ídolo», van a ofrecer, y renovar en el segundo viaje, los votos particulares de una peregrinación. Tolstoi se les muestra en su faceta más humilde, la del campesino unido a la tierra que lo circunda por un misticismo espiritual del que se nutren las experiencias y los escritos de los «oferentes». Ella describe, en un breve fragmento, la estancia en la finca Jásnaja Poliana, lo que implica aportar una continuidad narrativa al pasaje del viaje en tren evocado por Pasternak, ya no desde la perspectiva infantil del niño que se aleja de la vieja estación, sino desde la que impone la dama que acompaña al joven extranjero.

Tolstoi es para la pareja de amantes-amigos «la puerta de entrada a Rusia», la «personificación de los rusos mismos —debido al poder de penetración poética de todas sus descripciones». Lou expresa su emoción y alegría por poder convivir con Tolstoi, a diferencia del primer viaje — cuando el encuentro tuvo lugar en su casa de invierno en Moscú—, en su finca: «Vivirle plenamente sólo podía hacerlo uno en el campo, no en la ciudad ni dentro de un cuarto». Y cierra esta breve evocación del «gran encuentro» con el relato de la «impresión más fuerte que recibimos» en esos días en los que alboreaba el estío, circunscribiendo su «impresión» a lo que ella califica de una breve caminata, en la que los ojos de Lou y Rilke se concentraron en la figura de Tolstoi: «cada movimiento, cada giro de la cabeza, cada minúscula detención en la brusca manera de caminar, nos daban a conocer a Tolstoi». Caminaban por una pradera que rebosaba de flores, tan altas y de colores tan profundos como pocas veces se las encuentra fuera de la tierra rusa. Y entre los grandes macizos de nomeolvides, a Lou se le «quedó grabado el recuerdo de cómo Tolstoi, en mitad de un párrafo vibrante y preñado de enseñanzas, se inclinó de pronto hacia adelante, cogió en el hueco de la mano —más o menos como se caza una mariposa— un puñado de nomeolvides, se las apretó vivamente contra el rostro como si necesitara incorporárselas totalmente, y las dejó luego caer con desgana de la mano». Preámbulo de efusividad místico-panteísta en clave simbólica que conduce a la clausura de la «impresión», donde ella se hace eco y repite las palabras que al inicio de la tarde había oído pronunciar a uno de esos peregrinos que caminan como vagabundos por las tierras de Rusia: «Y, desde nuestro sentimiento, le tomé las mismas palabras agradecidas, el mismo saludo: “—que hayamos alcanzado a verte—“».

Lou Andreas-Salomé, como muchos otros de sus contemporáneos, se ha limitado a acentuar los perfiles más tópicos que componen el retrato físico y psicológico que circulaba como una especie de paradigma en los círculos, tanto intelectuales como en populistas, europeos: el del apóstol de Yasnaia Polian, entregado a sus obsesiones místicas personales, tras haber alcanzado un nivel espiritual desde el que menospreciaba violentamente el mundo y la corte, a la vez que, en contacto con la integridad moral y vivencial del campesino ruso, se entregaba sin reparos a emotivas cadencias líricas, en su vertiente bucólica. Los que lo idolatraban, desde una óptica marcadamente sesgada, rayana con los linderos hagiográficos, tendían a olvidar o trasladar a un plano secundario su talla de gran novelista canónico del siglo xix. Y concentraban su atención en «cada movimiento, cada giro de la cabeza, cada minúscula detención en la brusca manera de caminar», porque la amplitud de registros de su gestualidad «nos daban a conocer a Tolstoi1».

Quizás desde esta perspectiva pueda encontrar su más aproximada interpretación el párrafo en que Pasternak desdibujaba y evocaba a Tolstoi, trabando, en una conjunción que no deja de sorprender, el poder de las imágenes. Tolstoi se confunde en la memoria de Pasternak con otros cuadros de ancianos que pudo contemplar en las galerías de los pintores academicistas de la corte. Su inconfundible fisionomía se disuelve y difumina por un acto que podría definirse como aniconista, entendiendo el término como la abstención en representar con forma de figura lo que es visto en forma espiritual [Freedberg, 1992: 75-106]. De ahí la pertinencia de situar al novelista ruso en otro tipo de galería, la que sirve de umbral a los héroes de la negación que jalonan la literatura del siglo xx. Como escribe Steiner [1990: 162], el «descubrimiento» de la naturaleza paisajística procura a primera vista el avance «en el movimiento hacia afuera y la amenaza de disolución en el solipsismo», lo que es evidentemente «archirromántico», hasta el punto mismo en que Byron no dudó en burlarse de él en su Don Juan. En el arte de Tolstoi este «descubrimiento» tiene «implicaciones sociales y éticas». El cielo calmo, la fría claridad de la noche, las extensas grandezas de campos y bosques», «revelan la sórdida irrealidad de los asuntos humanos» y «muestran la cruel estupidez de la guerra y el cruel vacío de las convenciones sociales».

Puede afirmarse, sin lugar a dudas, que el Tolstoi que perfila, a pinceladas gruesas de «impresiones», Andreas-Salomé, el «santón» al que Rilke califica como «la puerta de entrada a Rusia», o la «personificación de los rusos mismos», no coincide con el Tolstoi de 1900. El escritor ruso sirve para ejercer de preámbulo, breve, mínimo, a la extensa sección de las memorias que Lou encabeza con el epígrafe «Con Rainer». La visita a su Tolstoi funciona como motivación espiritual y estética para que la autora componga un primer esbozo de interpretación, muy próximo, y previsible tras una inadecuada focalización bajo las líneas maestras del método psicoanalítico, a la materia aprendida junto a Freud. La autora, tras haberse servido de las legitimaciones que confiere haber utilizado a Tolstoi en las dos páginas, a modo de pórtico y umbral para el resto del capítulo, ya puede detenerse en Rilke, a la luz de poliédricas «impresiones» que asedian a su «niño-soberano». Marca la senda que debe ser transitada, su percepción de la sabiduría del campesino ante el arte, en la «isba en el camino», junto al Volga, símbolo de aquello que «Rusia» significaba y prometía para Rainer: «un lugar de descanso, el tiempo de tomar aliento antes de comenzar la peregrinación —tal como lo anhelaba y como lo necesitaba para poder lograr lo suyo». Reflexiona la autora sobre la imposible e inadecuada adopción del «Dios» del pueblo ruso por parte del «devoto» Rilke, y sobre cómo Dios se hace «oración» en los versos que el poeta compone para el Libro de Horas, «oración» que en Rilke debe entenderse como realización de la devoción, entrar arrodillado en los umbrales de la «dicción», sobre la que toma cuerpo la poesía. Indaga la curtida psicoanalista en la rivalidad entre el hombre y el artista, sobre Dios como objeto del arte y la poesía como una creación de Dios «desprovista de objeto»; sobre el «miedo» como destino de Rilke, en tanto que su tarea consiste en el cumplimiento poético de la tarea «desprovista de objeto» de «Dios», etc.

¿Podría este tipo de discurso y de actitud, que Lou detecta en Rilke, nutrir, en tanto que causa sustancial y causa eficiente, la creación poética desde una impostura, la del solipsismo narcisista que va más allá de los postulados idealistas o simbólicos, pues el poeta crea su propio mito de artista-demiurgo, en tanto que equipara su tarea de forjar la «dicción poética» con el cumplimiento poético de la tarea «Dios»? ¿Implica esto una remoción moderna del concepto de «melancolía» en tanto que «melancolía productiva», el ejercicio de una «creatividad sin presuposición ni represión del dolor [Neumann, 1992: 243-264]? ¿O bien, lo que aquí se trasluce, a partir del discurso y de la actitud por los que Andreas-Salomé opta para fijar en escritura la mirada retrospectiva a las «vivencias pasadas», corresponde a uno de los rasgos fundamentales de un nutrido grupo de escritores y artistas del siglo XX? ¿Cómo explicar el desinterés que demuestran, tanto Andreas-Salomé como Rilke, hacia la radicalización de la crisis institucional y política en que se ve sumida Rusia tras la coronación de Nicolás II, y ante la que el mismo novelista al que acaban de visitar, en 1900, ya no podía permanecer impasible, en una posición de indiferencia y extrañeza?

Muy al contrario, tal como se ha expuesto en torno al texto y la carta que Tolstoi dirige al zar Nicolás contra su ignorancia y su rechazo obstinado de las aspiraciones que ya se hacian clamorosas desde todas las instancias y clases sociales. Vano e infructuoso fue su intento, que por otra parte, incrementaba su aura colmada de mesianismo, pues siente en sus propias carnes la condición de ser la voz de un profeta que clama en el desierto. Señala Bloom [1996: 349] que Tolstoi «deseaba el martirio de forma desesperada, martirio que el gobierno del zar le negó astutamente, pues persiguió a sus seguidores pero se negó a tocar al sabio y novelista famoso en todo el mundo, reconocido desde el principio como el auténtico héroe y seguidor de Pushkin, y también como el más grande de todos los escritores de Rusia».

El martirio estaba destinado a otro personaje, al propio Nicolás II, quien era un zar crispado, neurótico y obsesionado por la conservación de las formas del pasado. No duda en masacrar a los más de cien mil manifestantes pacíficos que el 9 de enero de 1905 acudieron a expresar sus peticiones ante el Palacio de Invierno, en Petersburgo. Pero la entrada de Rusia en la Gran Guerra es la que desencadenará el imparable proceso que conduce a las revoluciones de febrero y octubre de 1917, a su destitución, al encarcelamiento de todos los miembros de la familia imperial, y a la noche en que todos sus miembros fueron fusilados.

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