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¿O mostró quizá toda la historiografía moderna una actitud más cierta de la vida, más cierta del ideal? Su pretensión más noble va ahora en la dirección de ser espejo; rechaza toda teleología; ya no quiere «demostrar» nada; desprecia el papel de juez, y ahí muestra su buen gusto: afirma igual de poco que niega, constata, «describe»…
Todo esto es ascético en alto grado; pero al mismo tiempo en grado aún mayor es nihilista, ¡que nadie se engañe! ¿Se ve una mirada triste, dura, pero decidida, un ojo que mira hacia afuera, igual que un viajero al polo Norte que se ha quedado solo mira hacia afuera (¿quizá para no mirar hacia dentro?, ¿para no mirar hacia atrás?…). Aquí hay nieve, aquí ha enmudecido la vida; las últimas cornejas que aquí levantan su voz se llaman «¿para qué», «¡en vano!», «¡nada!», aquí ya no prospera ni crece nada, a lo sumo política petersburguesa y «compasión» tolstoiana.
Y en lo que respecta a aquel otro tipo de historiadores, un tipo quizá todavía «más moderno», un tipo sibarita, voluptuoso, que coquetea con la vida tanto como con el ideal ascético, que utiliza la palabra «artista» como guante y que hoy en día ha arrendado enteramente para sí el elogio de la contemplación: ¡oh, qué sed incluso de ascetas y paisajes invernales producen estos ingeniosillos! ¡No!, ¡que el diablo se lleve a esta gente «contemplativa»! ¡Cuánto prefiero seguir caminando con aquellos nihilistas históricos por la más sombría, gris y fría de las nieblas!
Sí, no me importará nada, suponiendo que tenga que elegir, prestar oído a alguien entera y propiamente ahistórico, contrahistórico (como a aquel Dühring, con cuyos tonos se embriaga en la Alemania de hoy una especie de «almas bellas» que hasta ahora no había salido de su timidez ni se había revelado como lo que es, la species anarchistica dentro del proletariado culto). Cien veces peores son los «contemplativos»: no sabría mencionar nada que produzca tanta repugnancia como un poltrón «objetivo» de ésos, como un perfumado sibarita de ésos ante la ciencia histórica, medio cura, medio sátiro, con perfume Renan, que ya en el alto falsete de su aplauso deja traslucir lo que le falta, dónde le falta, ¡dónde en este caso, ¡ay!, la parca ha manejado su cruel tijera de forma demasiado quirúrgica!
Esto me repugna, y también me hace perder la paciencia: que ante semejantes espectáculos conserve la paciencia quien no tenga nada que perder con ella; a mí me indigna el aspecto que ofrecen, «espectadores» como ésos me encolerizan contra el «espectáculo» más aún que el espectáculo (la ciencia histórica misma, ya se me entiende), de improviso me vienen humores anacreónticos. Esta naturaleza que dio al toro los cuernos, al león χάσμ’ όδόυτώυ [‘abertura de los dientes’], ¿para qué me dio a mí la naturaleza los pies?…
Para pisar, ¡por san Anacreonte!, y no sólo para salir corriendo: ¡para pisotear a esos podridos poltrones, la cobarde contemplación, el lascivo eunuquismo ante la ciencia histórica, los coqueteos con ideales ascéticos, la tartufería justiciera de la insuficiencia sexual! ¡Todo mi respeto para el ideal ascético, en la medida en que sea sincero!, ¡en la medida en que crea en sí mismo y no nos haga teatro!
Pero no me gustan todas estas chinches coquetas cuya ambición es insaciable en oler a infinito, hasta que lo infinito termina por oler a chinches; no me gustan los sepulcros blanqueados que remedan la vida; no me gustan los cansados y gastados que se envuelven en sabiduría y miran con «objetividad»; no me gustan los agitadores maquillados de héroes, que para hacerse invisibles cubren con una caperuza hecha de ideal su cabeza de paja; no me gustan los artistas ambiciosos que quieren dárselas de ascetas y sacerdotes y en el fondo no son más que bufones trágicos; no me gustan esos especuladores en idealismo más recientes, los antisemitas, que hoy en día ponen los ojos en blanco, a lo cristiano-ario-buen ciudadano, y tratan de excitar todos los elementos brutales del pueblo mediante un abuso, que agota toda paciencia, del más barato instrumento de agitación, la actitud moral (que todo tipo de espíritu engañador tenga éxito en la Alemania de hoy guarda una estrecha relación con la desolación del espíritu alemán, últimamente innegable y que ya se puede tocar con las manos, y cuya causa sitúo en una alimentación demasiado exclusiva con periódicos, política, cerveza y música wagneriana, a la que se suma lo que constituye la presuposición de esa dieta: primero el atoramiento y vanidad nacionalistas, el fuerte pero estrecho principio «Deutschland, Deutschland über Alles» [‘Alemania, Alemania, por encima de todo’], y después la paralysis agitans de las «ideas modernas»).
Europa es hoy rica e inventiva sobre todo en sustancias excitantes, no parece necesitar de nada tanto como de estimulantes y aguardiente: de ahí también la enorme falsificación en ideales, que son los aguardientes del espíritu de más elevada graduación; de ahí también el aire repulsivo, maloliente, fementido, seudoalcohólico que se respira por doquier.
Me gustaría saber cuántos barcos llenos de idealismo imitado, de disfraces de héroe y de ruido de latas de grandes palabras, cuántas toneladas de compasión edulcorada y espirituosa (con esta marca de la casa: la religión de la souffrance) [‘la religión del sufrimiento’], cuántas patas de palo de «noble indignación» para ayudar a los pies planos del espíritu, cuántos comediantes del ideal cristiano-moral habría que exportar hoy desde Europa para que su aire volviese a oler más limpio…
Es evidente que con esta sobreproducción se abre una nueva posibilidad comercial, es evidente que con pequeños ídolos de ideal y los correspondientes «idealistas» se puede hacer un nuevo «negocio», ¡no se desoiga esta insinuación! ¿Quién tiene el valor suficiente para ello? ¡Está en nuestra mano «idealizar» la Tierra entera!… Pero qué hablo de valor: aquí es una sola cosa la que hace falta, precisamente la mano, una mano sin inhibición alguna, sin absolutamente ninguna inhibición…
Friedrich Nietzsche, «Tercer Tratado: ¿Qué significan los ideales ascéticos?», La genealogía de la moral. Un escrito polémico,
trad. trad. José Mardomingo Sierra; en Nietzsche II, Madrid, Gredos, 2009, fragmento 26, pp. 713-715
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