Lenin no es Cristo

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Nuestra familia desciende, por parte de padre, de sangre francesa y alemana, báltica; hugonotes de Aviñón, según parece cruzamos Alemania después de la Revolución Francesa y luego de haber permanecido largo tiempo en Estrasburgo, llegando al Báltico, donde se había instalado, en Mitau y Windau, el así llamado «Pequeño Versailles». En mi niñez oí muchas veces contar esas cosas en la familia.

A mi padre lo habían traído de niño a Petersburgo, bajo Alejandro I, para recibir una educación militar completa. Siendo ya coronel, y a raíz del levantamiento polaco de 1830, ocasión en la que debió de distinguirse, Nicolás I le concedió la nobleza hereditaria rusa, además de la francesa.

Todavía tengo claro en el recuerdo el gran libro de armas —de las muchas veces que lo hojeamos de niños—, con las palabras del Emperador, las armas antiguas abajo —rojo dorado y barra cruzada— y encima las rusas, con dos barras de rojo dorado en diagonal debajo del yelmo; e igual de claro recuerdo el prendedor que, por orden del Emperador, hicieran para mi madre a imitación del sable de oro de honor, del que colgaban, en minúscula pero exacta reproducción, todas las condecoraciones de mi padre. Mi madre, nacida en San Petersburgo, era de origen nordalemán-hamburgués, y danés por parte de madre; se apellidaba Wilm, y sus antepasados daneses Duve (paloma).

Difícil es averiguar cuál habrá sido nuestra primera lengua (en Rusia): el ruso, que por aquel entonces sólo era usado preponderantemente por el pueblo, habría de todas maneras dado paso de inmediato al alemán y al francés. En nuestro caso, la lengua que por completo preponderaba era la alemana; fue siempre el lazo de unión entre nosotros y la patria de mi madre, y no solamente en la medida en que conservábamos amigos y parientes en los países alemanes, sino como expresión de pertenencia real, bien que entre nosotros (a diferencia de nuestros conocidos petersburgueses, alemanes del Reich) esa pertenencia atañía más directamente a lo alemán de la lengua que a lo alemán de la política; puesto que no solamente nos sentíamos «en servicio» ruso, sino como rusos. Yo me crié entre uniformes de oficiales.

Mi padre era general; posteriormente, en el servicio civil, fue Consejero de Estado, Consejero Privado y, por último, consejero Titular, pero siguió en servicio en el edificio de la Generalidad hasta edad avanzada. Y mi amor tempranero, digamos a los ocho años, fue el joven barón Frederiks (por aquel entonces realmente bellísimo), ayudante de Alejandro ii, más tarde ministro de Palacio, y que, ya viejísimo, fue testigo todavía del derrocamiento del Emperador y de la revolución […].

Rusas, pero de una manera mucho más específica que esos recuerdos del mundo en torno nuestro, eran las impresiones que provenían de la nodriza y la niñera. (Sólo yo tenía nodriza) […]. Las njiankis rusas tienen de todas maneras fama de un amor maternal ilimitado en el cual no hay madre carnal que las supere (verdad es que la tienen menos en el arte educativo). Por todas partes quedaban entre ellas descendientes de los que hasta hacía poco habían sido siervos, y en honor suyo uno conservaría la palabra leibeigen en su sentido más amoroso [‘siervo’, formada de los términos «cuerpo» y «propio»].

Los demás servidores rusos de la familia estaban fuertemente mezclados con elementos no rusos: tártaros, preferidos como cocheros y criados por su abstinencia, y estones; mezclábanse los evangélicos, los griego-católicos y los mahometanos, las oraciones hacia el Oriente y las oraciones hacia Occidente, el viejo y el nuevo «estilo» (del calendario) respecto a los ayunos y el pago de los salarios. Lo cual se hacía todavía más multicolor por estar nuestra casa de campo administrada por colonos suabos, que en sus vestidos y en su lenguaje seguían ateniéndose exactamente a sus paradigmas, dejados hace mucho tiempo en la patria suaba.

De la tierra adentro, propiamente rusa, apenas conocí nada; solamente algún que otro viaje a casa de mi segundo hermano —Robert—, quien, como ingeniero, tuvo pronto que partir bastante lejos hacia el Este (Perm, Ufa); en esos viajes tuve ocasión de trabar mi primer conocimiento, en la región de Smolensk, con la sociedad puramente rusa. Pero el propio St. Petersburgo, esta atractiva síntesis de París y Estocolmo, hacía un efecto completamente internacional, a pesar de toda su pompa imperial, con sus trineos de renos y sus iluminadas heladerías sobre el Neva, sus tardías primaveras y sus veranos ardientes.

También mis compañeros de escuela pertenecían a toda clase de nacionalidades, tanto en la primera escuela privada inglesa a la que asistí, como también en la siguiente, más grande, donde no aprendí nada. Y, sin embargo, de allí podrían haber nacido relaciones que me hubiesen atado al país ruso de una manera nueva, a saber, política. Porque hasta en las escuelas hervía y fermentaba ya el espíritu de la rebelión, que había encontrado su primer programa en los Naródniki, «los que van al pueblo».

Apenas sí era posible ser joven y estar vivo sin verse arrebatado, tanto más cuanto que el espíritu de la carne paterna, a pesar de sus relaciones con el emperador anterior (Nicolás I), se mostraba harto preocupado, sin embargo, por el sistema político dominante, especialmente luego de la transformación reaccionaria sufrida por el «Zar libertador» Alejandro II una vez abolida la servidumbre. Lo que me mantuvo aislada de estos poderosos intereses de la época fue puramente el influjo avasallador de mi amigo, el objeto de mi primer gran amor: la circunstancia de que él, holandés, se sintiera por completo extranjero en Rusia, tuvo que actuar sobre mí de una manera en cierto modo desrrusificante, puesto que lo que consideraba como deseable para mí (que era una criatura fantástica) era una meta cultural puramente individual, con énfasis en el desarrollo del entendimiento sobrio de todo sentimiento.

Así fue que, como único símbolo de participación política, quedó oculto en mi escritorio un retrato de Vera Sássulitsch, la inauguradora, por decirlo así, del terrorismo ruso, que le pegó un tiro al comandante de la Plaza, Trepov, y luego de la absolución por los jurados (los tribunales de jurados acababan de ser aceptados como válidos) fue sacada a hombros por la multitud que la ovacionaba; escapó a Ginebra y puede que todavía viva.

Durante mis estudios en Zurich, en cuyo comienzo los estudiantes rusos celebraron con desfiles de antorchas y bulliciosa exaltación el asesinato de Alejandro II por los nihilistas —1881—, todavía no conocía yo personalmente a ninguna de mis compañeras, casi con exclusividad estudiantes de medicina. Además, estaba convencida de que en su gran mayoría intentaban utilizar sus estudios como cobertura política para su permanencia en el extranjero, porque hacía tiempo que en Rusia —y mucho antes que en cualquier otra parte— se había conseguido el estudio femenino, incluso formado universidades de mujeres con plantilla docente completa, por ejemplo, con profesores de la Academia de Cirugía Médica. Pero me equivocaba profundamente: porque estas mujeres y muchachas que habían conquistado para sí, con sacrificios y luchas inmensos, institutos semejantes a los de los hombres en su patria, y que volvían a abrirlos cada vez que éstos eran cerrados por la fuerza, no sabían de nada más serio, de nada más importante que el apropiarse, con la mayor rapidez posible, la mayor cantidad posible de saber y práctica. No por acaso para competir con el hombre y sus derechos, tampoco por ambición científica ni en aras del propio desarrollo profesional, sino simplemente para una cosa: para poder ir al pueblo ruso, al pueblo sufriente, oprimido e ignorante al que había que ayudar. Una procesión de doctoras, matronas, maestras y asistentas de toda especie, cual sacerdotisas profanas, se derramaba interrumpidamente desde las aulas y las academias a los rincones más alejados y desamparados del país, a las aldeas más dejadas de la mano de Dios: mujeres que, amenazadas políticamente a perpetuidad con la cárcel, el destierro y la muerte, se entregaban por completo a aquello que correspondía, simplemente, a su más fuerte instinto amoroso.

De esto se trataba, en realidad, y por cierto que en la tendencia revolucionaria de ambos sexos en Rusia: como los hijos ante sus padres, así estaban ellos ante el pueblo. Aunque fuesen ellos (que en gran medida provenían de los círculos de la intelligentsia) quienes, a su vez, le entregaban al pueblo cultura, esclarecimiento, saber, el campesino siguió siendo para ellos, en el más humano de los sentidos, el ejemplo, no obstante sus supersticiones, su afición a la bebida o su bastedad: una actitud como la que ha llegado a ser conocida a través de Tolstoi, a quien sólo la comunidad campesina le hizo entender qué cosa fuesen la muerte y la vida, el trabajo y la oración. Lo cual eximía a este amor de todo carácter de cumplimiento del deber y de condescendencia, y condensaba en él, por así decirlo, la fuerza fundamental de toda la vida anímica: un primitivismo de cuya infantilidad el individuo, que se hace adulto en ambición y madurez, no llega a desprenderse nunca por completo en sus más profundas fuerzas impulsivas.

Muchas de estas cosas sólo posteriormente se me aclararon por completo: en mi tercera estancia en París, en 1910, cuando gracias a la bondad de la hermana de una terrorista tuve acceso a su círculo. Era la época que siguió a la tragedia de Asev, cuando éste, el más inexplicable y monstruoso de todos los agentes dobles, se vio, por intercesión de Burzev, convicto de su doble traición, dejando tras de sí una desesperación sin nombre.

En aquel entonces se me hizo sentimentalmente claro, de manera inmediata, hasta qué punto el grupito de revolucionarios decididos a cualquier bomba, que sacrificaban totalmente su vivir privado a la fe en su misión asesina, no representaba nada opuesto a la idéntica pasividad de creencia del campesino que acepta su destino como fijado por Dios. Es el mismo ardor de la fe el que llama una vez a la resignación y otra a la acción. Por sobre las dos formas de vida, por encima de todo lo que en ellas privadamente se expresa, se levanta un lema no tomado ya de lo personal, del cual vienen ambas a concebirse, y del cual las dos especies de martirio, el campesino como el terrorista, cobran la tranquila fuerza de su paciencia y la súbita fuerza de sus actos.

Cuando los socialrevolucionarios, tras algo así como un siglo de acción, se vieron aplastados contra la pared a causa del éxito del bolchevismo, a causa de la archipoderosa superación de lo conjuntamente soñado hasta el momento, formose entonces, desde el mismo ardor de la fe del pueblo, un tercer tipo: el proletariado liberado, incorporado a colaborar en el trabajo y en el éxito, y por ello mismo —en medio de una especie nueva de la coacción, en una miseria renovada de mil modos— arrebatado, a pesar de todo, en una orgía de voluntariosa capacidad de acción. Puesto que su entrega a la fe, hasta el momento pasiva, se vio confrontada con el espectáculo enceguecedor de las inauditas realizaciones en la totalidad de la vida popular y de la transformación del país, espectáculo que tenía que parecerle como a los cristianos del año 1000 la esperada irrupción del más allá en el reino de la tierra. Con ello vino a transformarse en el enemigo natural de su hermano, el campesino, que de todo ello sólo veía, antes que nada, la negación: la destrucción, por medio de medidas político-abstractas, de su pacífico y primitivo comunismo de aldea, medidas que ya no podían apelar a su antigua entrega y resignación, porque por principio estaban contra Dios y contra la fe en Él. De esta manera el campesinado, apiñado en torno a sus campanarios y sus cruces, en torno a su representación divina, se veía enfrentado al bolchevismo como a algo diabólico.

Se acostumbra a observar que la fuerza de atracción casi religiosa con que el bolchevismo se apoderó del proletariado ruso, volcando, por así decirlo, la leyenda de Lenin sobre la leyenda de Cristo, fue un aprovechamiento intencionado y astuto de la piedad y la fe del pueblo; pero por más que a menudo que tal haya sido, por supuesto, el caso, la explicación es tan débil como cuando se quiso explicar el fenómeno de lo religioso por la astucia y la ambición de poder de los sacerdotes. En este caso se trata, sin duda alguna, de un efecto de los experimentos colosales que, por medio de su terrorista irresistibilidad, subvierten una y otra vez a Rusia en la desmesura de su atrevimiento; dejando por completo de lado la cuestión del futuro, de que fracasen o que triunfen, van ligados al ardor de la fe de la humanidad rusa. Porque ha sido ésta, precisamente, la que le ha deparado al materialismo de las teorías políticas, al mecanicismo de la asombrosa técnica, un terreno que las ha recibido de manera completamente diferente, un terreno de partida impregnado de alma por la fe, a diferencia del que sería posible en las culturas que han madurado con la lentitud normal, a diferencia de lo que sería posible allí donde estas teorías fueron proyectadas.

Lou Andreas-Salomé, Mirada retrospectiva. Compendio de algunos recuerdos de la vida,
ed. original al cuidado de Ernst Pfeiffer, Madrid, Alianza, 2003, pp. 52-56.


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