La visión de Lou Andreas Salome: Mirada retrospectiva

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Si bien nos habíamos conocido entre la gente, tiempo hacía que de allí había resultado un entrelazamiento de dos vidas en el cual todo nos era común. Rainer compartía por completo nuestra muy modesta existencia en el lindero del bosque, en Schmargendorf, junto a Berlín, desde donde el bosque llevaba en pocos minutos hasta Paulsborn, pasando junto a corzos confiados que venían a olisquearnos los bolsillos del abrigo, mientras nos solazábamos descalzos —como nos había enseñado mi marido.

En la pequeña casa, donde aparte de la biblioteca de mi marido la cocina era la única habitación de estar, Rainer me ayudaba no pocas veces a cocinar, especialmente cuando hacía su guiso preferido, sopa de sémola a la rusa, o si no borschtsch; perdió todos sus melindres de niño mimado, que antes le hicieran sufrir ante la menor apretura y lamentarse por su exigua mesada; vestido con su camisa rusa azul, de cierre rojo sobre el hombro, me ayudaba a picar madera o a secar la vajilla, mientras seguíamos imperturbables, con nuestros diferentes estudios. Versaban éstos sobre multitud de cosas; pero a lo que con más afán se dedicaba —habiendo vivido desde hacía tiempo inmerso en la literatura rusa— era al estudio de la lengua del país, desde que seriamente planeáramos nuestro gran viaje. Durante algún tiempo estuvo combinado con un plan de mi marido para emprender un viaje a la Transcaucasia y a Persia, que luego no resultó. Hacia Pascuas de 1899, nos fuimos los tres a casa de mi familia en San Petersburgo y a Moscú; un año más tarde recorrimos Rainer y yo Rusia con más detenimiento.

Si bien es cierto que no fuimos derechos a Tula, a visitar a Tolstoi, su persona formaba en cierto modo la puerta de entrada a Rusia para nosotros. Porque aunque Dostoievski hubiese sido el primero que le revelara a Rainer las profundidades del alma humana en los rusos, Tolstoi fue quien se convirtió como en la personificación de los rusos mismos —debido al poder de penetración poética de todas sus descripciones.

Esta segunda visita a Tolstoi, en mayo de 1900, no tuvo lugar, como la del primer viaje, en su casa de invierno en Moscú, sino en su finca Jásnaja Poliana, situada a 17 verstas de Tula. Vivirle plenamente sólo podía hacerlo uno en el campo, no en la ciudad ni dentro de un cuarto —por más que éste se distinguiera con su estilo campesino del resto de las estancias de la residencia condal, o por más que el dueño de la casa se mostrara tan tranquilo en una bata remendada por él mismo, o trabajando con las manos, o en la mesa familiar, comiendo, a diferencia de los delicados manjares de los comensales, sopa de sémola o de coles.

Esta vez la impresión más fuerte que recibimos provino de una breve caminata. A una pregunta a Rainer: «¿A qué se dedica usted ahora?» y su respuesta, algo tímida: «A la lírica», había llovido sobre él una apasionada diatriba contra toda la lírica —pero un espectáculo fascinante a la salida del patio de la finca impidió que le dedicáramos toda nuestra atención. Porque un peregrino ya anciano, que venía de lejos, se había aproximado y no se cansaba de rendirle homenaje al otro anciano, con reverencias y saludos incesantes. No mendigaba, solamente saludaba, como tantos otros que llegaban a menudo desde muy lejos con el mismo objeto: volver a ver sus iglesias y santuarios.

Así que nos vimos obligados, mientras Tolstoi seguía caminando sin prestarle atención, a aguzar el oído hacia ambos lados —pero nuestros ojos siguieron ocupados con tanta más concentración: cada movimiento, cada giro de la cabeza, cada minúscula detención en la brusca manera de caminar, nos daban a conocer a «Tolstoi».

Las praderas, recién iniciado el verano, rebosaban de flores, tan altas y de colores tan profundos como pocas veces se las encuentra fuera de la tierra rusa; nomeolvides inverosímilmente grandes recubrían, aun dentro de la umbría del bosque, el terreno algo pantanoso. Y fuertemente acentuado, como el color mismo de las flores, se me quedó grabado el recuerdo de cómo Tolstoi, en mitad de un párrafo vibrante y preñado de enseñanzas, se inclinó de pronto hacia adelante, cogió en el hueco de la mano —más o menos como se caza una mariposa— un puñado de nomeolvides, se las apretó vivamente contra el rostro como si necesitara incorporárselas totalmente, y las dejó luego caer con desgana de la mano.

Confusamente audibles resonaban todavía desde lejos las palabras de veneración y saludo del campesino; en su «no cesar» vibraba algo así como un «¡—que haya yo alcanzado a verte—!». Y, desde nuestro sentimiento, le tomé las mismas palabras agradecidas, el mismo saludo: «—que hayamos alcanzado a verte—».

Lou Andreas-Salomé, Mirada retrospectiva. Compendio de algunos recuerdos de la vida, [1951],
ed. original al cuidado de Ernst Pfeiffer, Madrid, Alianza, 2003, pp. 103-105.


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