Boris Paternak

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SECUENCIAS CINEMATOGRÁFICAS SUGERIDAS

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Doctor Zhivago - David Lean.
Secuencia: Llegada del tren a la estación. Subidade Zhivago con el niño y su madre.


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1. El encuentro en los «no-lugares»: la estación Kursk de Moscú

Una inmensa bóveda cubre las vías paralelas de una las grandes estaciones ferroviarias de Moscú, la estación Kursk, con sus andenes atestados de multitudes, a la que llegan, y desde donde inician sus rutas, los trenes que recorren los inmensos territorios del Imperio Ruso.

Moscú vive una calurosa mañana del verano del año 1900. Un tren expreso ya casi está a punto de cumplimentar todas las maniobras rituales que preceden a la partida. En el compartimento de uno de los vagones, un niño de diez años viaja junto a sus padres. Devora con sus ojos apasionados, y reticentes, todo lo que transcurre en la amplitud espacial que puede abarcar con su mirada. Intenta dibujar en la memoria lo que ve, pero sus trazos son inciertos. Es un niño con una imaginación infantil que se pierde en los detalles, y los agranda. No consigue unificar en sus pupilas una visión de conjunto.

Justo antes de que el tren salga de la estación Kursk, el niño observa cómo, desde el andén, se acerca a la ventana de su compartimento un hombre vestido con una capa tirolesa negra. Le acompaña «una mujer de elevada estatura, probablemente su madre o su hermana mayor».

La extraña pareja conversa con sus padres sobre algún asunto en el que los cuatro están iniciados; todos hablan con animación; la mujer, de vez en cuando, intercambia en ruso alguna palabra con la madre; el desconocido, por su parte, sólo habla alemán. Aunque el niño conoce a la perfección esa lengua, nunca la había oído pronunciar de tal modo. Por ese motivo, en el atestado andén, entre dos llamadas de la campana, ese extranjero se le transfiguró como una silueta singular en medio de cuerpos anónimos, una ficción en las entrañas de la realidad. El niño parece haber ajustado a sus pupilas una lente de inocencia que no le permite distinguir entre el hecho objetivo de observar y el subjetivo de hallarse hipnotizado.

Es como una «moderna» epifanía, la que transcurre sin cesar y cotidianamente en los no-lugares de las ciudades de la modernidad, cuando dos transeúntes anónimos entrecruzan por un instante sus miradas, un acto sin duración y sin continuidad, en el cual se consuma una comunión exclusivamente visual, una certeza de reconocimiento instantáneo y puede que sólo imaginario, en medio de una multitud sin rostro. Una «epifanía de la modernidad» que tiene lugar a cada instante en las grandes avenidas, en los bulevares, en los parques, en las estaciones de ferrocarril o del metro, en los puertos…, en cualesquiera de los espacios urbanos («no-lugares») en los que un ser anónimo entra en contacto con otro en medio de la multitud urbana, y, sobre todo, la forma en que cada experiencia individual asume este contacto. El niño del compartimento, es «víctima» de esta «epifanía de la modernidad»: la de alguien finito ante el que se «manifiesta» algo infinito.

«¡Gran dios del amor, gran dios de los detalles!».

Esta exclamación relaciona la pequeñez del detalle con la intensidad de la atención que el niño le presta, así como entre esa intensidad y su propio proceso de educación sentimental y espiritual. Aún es pronto para que el niño sienta la necesidad de acceder a un grado superior en la escala de la psicología del poeta o del artista, la que conlleva el ansia de expresar esa intensidad y la capacidad o habilidad para dominar los recursos que le permitan ofrecerse, más que como autor de una obra, como alguien capaz de desplegar ante el lector una estética.

El pequeño Boris, ante ese «hombre vestido con una capa tirolesa negra», sugiere y transmite a sus lectores la intensidad próxima de un acontecimiento que treinta años más tarde, cuando lo transforme en la escritura-memoria de El salvoconducto, adquiera la perfilación de la poesía: «Me rodeaban cosas transformadas. Algo no experimentado nunca se había deslizado en la esencia de la realidad. La mañana me conocía personalmente y parecía haber venido para estar conmigo y no abandonarme nunca».

2. Boris Pasternak y la épica de los sentimientos: El doctor Zhivago

El niño, arrebatado por el trance hipnótico de la epifanía ante el «extranjero», con el transcurso de los años, se transformará en autor de la famosa exclamación, «¡Gran dios del amor, gran dios de los detalles!», en poeta de una obra y de una estética de las más altas de la poesía rusa moderna, en el novelista forzado a publicar, fuera de su Rusia natal, uno de los grandes relatos del amor desdichado, de la continuidad del amor, de la permanencia de la vida, que el siglo xx ha legado a la posteridad: El doctor Zhivago (Italia, 1957).

La novela de Boris Pasternak se convierte en un fenómeno de masas, incrementado y transcendido por la adaptación cinematográfica, sobre un guion de Robert Bolt, que lleva a cabo el director británico David Lean en 1965: el impacto de la película entre todo tipo de públicos en Occidente es de tal dimensión que durante décadas, el «imaginario colectivo» convierte los transcendentales acontecimientos desencadenados por la revolución bolchevique de 1917, más cercanos a la tragedia épica de la historia, en una «novela»-«película de amor», donde Zhivago-Omar Shariff y Lara-Julie Christie, son víctimas propiciatorias de una revolución que los junta, y que, con idéntica violencia, los separa. Un sublime romanticismo en las coordenadas de violencia y horror de la Revolución, una película cimentada sobre los amores de Yuri Zhivago y Lara, con la fugacidad que acompaña a las emociones más intensas y con la certeza de su desenlace trágico. Acierta Luis Mateo Díez [2006], uno de los grandes novelistas de las últimas décadas, al referirse a la película como «una épica de los sentimientos».

3. La inocencia en la mirada del niño y la manipulación del escritor memorialista: Leon Tolstoi y Sofía Andreievna

Pero si volvemos a la mirada y al tiempo que está viviendo el niño-Pasternak a los diez años, un presente que recupera como memoria autobiográfica del pasado el autor-Pasternak en 1931, en las páginas de El salvoconducto. Pasternak-autor evoca cómo el pequeño Boris, ya durante el viaje, cuando se encontraban cerca de Tula, observa que «esa pareja vuelve a hacer acto de presencia», esta vez en su propio compartimento, el que ocupa junto a sus padres. Visiblemente inquietos y preocupados, el extranjero y la mujer informan a los progenitores del niño que el expreso no tiene previsto en su trayecto detenerse en Kozlova Záseka, y, en una súplica no formulada como tal, hacen partícipe al matrimonio Pasternak de su inseguridad, la de que el revisor no avise a tiempo al maquinista para que éste detenga el tren junto a la hacienda de los Tolstoi.

A partir de aquí, Pasternak sólo puede trasladarnos deducciones o conjeturas. Son los trazos inciertos, la imposibilidad de entender la secuencia que transcurre en el compartimento como una visión de conjunto, regida por una concatenación lógica de causas y efectos. Es sólo un niño de diez años, que asume con naturalidad la convención social implícita que le asigna la función de espectador pasivo, y el sobrevenido desplazamiento hacia la alteridad y el extrañamiento. Así debe ser cuando los adultos traslucen, en sus intercambios de preguntas, respuestas, dudas y difíciles certezas, que están tratando de problemas mayores, de «cosas de adultos». El niño Pasternak sólo percibe que la rutina placentera, incluso agradablemente monótona, del viaje en tren puede transformarse en un acontecimiento «excepcional», en tanto que percibe circunstancias contrarias a los intereses y proyectos planificados de esa «extraña pareja».

Y de esos fragmentos de conversación, siempre y cuando puede disponerlos como eslabones en una cadena expresiva con cierto grado de coherencia y sentido, desde su papel de receptor «ignorado», el pequeño Boris deduce que la pareja ha emprendido este viaje desde Moscú para visitar a Sofía Andreievna, la esposa-matrona de la hacienda de los Tolstoi.

Pasternak adulto, no el niño, deja entrever cómo Sofía Andreievna sabía cómo publicitar su «cordura» —frente a las insensatas extravagancias de su marido—, su conciencia extremada de pertenencia a la sociedad aristocrática zarista, indesligable de los modos, usos y costumbres de una restringida y refinada ambitualidad social en la que imperan esclerotizadas convenciones amorales y estéticas, vedadas sin fisuras al vulgo. Jamás permitió Sofía Andreievna que se la considerase un mero ámbito prospectivo de su marido, el apóstol de Yasnaia Poliana, con su alma atormentada, insuflada de mesianismo, su contradictorio utopismo y su autoexigencia moral. Nunca se interesó ella por el profundo drama espiritual y familiar en que se debatía el gran novelista, transmitido en la hondamente desgarrada y cruda escritura de sus Diarios y Anotaciones. Muy recientemente, en 2009, la gran actriz británica Helen Mirren ha encarnado a Sofía Andreievna, y ha recreado los conflictos de ésta con Tolstoi (con una interpretación magistral de Christopher Plummer), en el marco de la hacienda de Yasnaia Poliana, durante el periodo en que el escritor ya se siente próximo a su muerte. Se trata de la película La última estación (2009) de Michael Hoffman.

Pasternak, y desde esta perspectiva, no pasa por alto el hecho de que Sofía Andreievna asistiera con frecuencia a los conciertos sinfónicos de Moscú. Incluso recuerda y anota que la gran matrona había estado en la mansión de su familia poco antes, cuando la ópera, los conciertos y las actuaciones de los Ballets Imperiales llegaban a su final de temporada.

Frente a los «ecos de sociedad» con los que Pasternak se permite acoger en su texto a Sofía Andreievna, el escritor-memorialista escamotea y oblitera a Tolstoi. No escribe su nombre, lo elude, evita nombrarlo. Como si se tratara de un espectro familiar incorpóreo al que todos ven y nadie admite ver, pues nadie es inmune a las consecuencias de su aliento patriarcal de escritor de la gran patria rusa, Pasternak bosqueja unos trazos, interpretables tanto desde la óptica de una reticencia hostil como desde la carga mitopoética, trascendentemente irracional («aquel asunto», «papel secreto», «no se concreta en ninguna encarnación»), que Pasternak-niño, desde las «atribuciones» de su «imaginación infantil», despoja de las perfilaciones concretas de su sustancialidad fisiognómica. Declina sus responsabilidades como narrador memorialista cuando transpone la «figuración» del escritor a la dimensión de la reproductibilidad artística, como «traslado» pictórico de un original difuso. La imagen de Tolstoi se difumina en una «galería imaginaria», la de los retratos pictóricos por encargo a manos de los pintores academicistas rusos, el padre de Pasternak entre ellos, que esculpen el paso del tiempo en sus lienzos, aún no conscientes de que el «realismo» tradicional carece de sentido con la progresiva e imparable captación realista de lo natural gracias a la fotografía. No deja de llamar la atención cuando se alude, en una temprana prefiguración de las técnicas del photoshop, a que los pintores retocaban sus retratos, rejuveneciendo a sus modelos —oscureciendo las canas, por ejemplo—, conforme envejecían. Y es aquí donde se retoma la imagen de esas «galerías imaginarias», en las que se cuelgan profusamente amalgamados y en desorden cuadros de ancianos que siempre se confunden en la memoria con otros cuadros de ancianos [López Suárez, 2006]: «Lo había visto a una edad muy temprana [a Tolstoi], en la infancia. Sus canas, posteriormente retocadas en los esbozos de mi padre, de Repin y de otros pintores, habían sido atribuidas tiempo atrás por mi imaginación infantil a otro anciano al que vi con mayor frecuencia, probablemente en un periodo más tardío de mi vida: Nikolai Nikolaievich Gay».

Pasternak-memorialista retraza en este fragmento inicial de El salvoconducto los límites espacio-temporales de la «cartografía espiritual» que va a ofrecer al lector en sus páginas. El presente, el del niño, ante un «extranjero» innombrado que será futuro para el escritor; el futuro, el de Yuri Zhivago, que es el futuro de los grandes poetas que mantuvieron una relación íntima, personal e intelectual, con el «superviviente» Pasternak, marcados por las indelebles huellas de su activa participación en el primer intento revolucionario, el de 1905, tras la masacre de enero; las contradicciones, fidelidades, encontradas posiciones a las que se vieron forzados cuando Rusia se alista entre las potencias que combaten en la Gran Guerra, la que hoy se conoce como Primera Guerra Mundial; y su militancia «colectiva» en el complejo proceso que en 1917 llevaría a la toma del poder por los soviets bolcheviques, en el que la armonización del sueño poético y el histórico dejó tras de sí el mayor reguero de poetas-cadáveres del siglo XX [Jakobson, 1977]. Y el pasado, los años finales del siglo XIX, pues de nada le valen a Pasternak sus brumosas desorientaciones sobre los impulsos de los movimientos que estuvieron justo en la raíz de los levantamientos de 1905 y de la revolución definitiva de 1917, prólogo a una descarnada y atroz guerra civil. Son los movimientos populistas, entre los que se cuentan, en su ala más radical, aquéllos que mezclaron un entendimiento de la acción revolucionaria desde la conjunción de «nihilismo» y «terrorismo».

4. Tolstoi en Pasternak: contener el futuro en la representación del pasado

Pasternak alcanza en esta evocación una de las texturas que convierten su escritura en reflexión general sobre la vida, capaz en todo fragmento de poner en relación directa la anécdota particular con lo universal. Y, todo ello, sin descuidar su recurso más elaborado: contener el futuro en la representación del pasado, desde varias focalizaciones [Calvino, 1993].

Al desdibujar y evocar a Tolstoi, y lo que éste representaba en el movimiento campesino y en la atávica espiritualidad espiritual de la inmensa extensión del Imperio Ruso habitada por los campesinos, Pasternak también acude a la fórmula omnipresente de contener el futuro en la representación del pasado, pero aquí juega con una bipolaridad funcional: el Tolstoi, que es el pasado tanto para el niño como para el escritor, se describe explícitamente desde la «edad muy temprana», «la infancia», «mi imaginación infantil». Pero, a la vez, el Tolstoi percibido por el Pasternak adulto, que ya lee al novelista de una manera muy distinta a la estética canónica oficial del constructivismo narrativo del realismo socialista. El gran novelista del siglo XIX se acerca y se mimetiza con la galería de los héroes de la negación que pueblan la gran literatura del siglo XX, héroes, entre míticos y legendarios, que rechazaron las convenciones y la integración en un marco social regido por éstas. Son los étrangers de la historia de la modernidad, y por eso deja que la epifanía se sustancie ante el «hombre extranjero» del que no puede apartar su mirada. Pasternak parte del mundo místico-humanitario de la cultura prerrevolucionaria, del que Tolstoi era el venerado icono, para llegar a una condena no sólo del marxismo y de la violencia revolucionaria, sino de la política como principal piedra de toque de los valores de la humanidad contemporánea. Como escribió de él Italo Calvino [1993], «llega, en una palabra, a un rechazo de todo lo que linda con la aceptación de todo».

5. Pasternak, lejos de la «línea vertical de la biografía», y lejos de la «concepción de la biografía como espectáculo»: de Tolstoi al retrato literario vanguardista de la naturaleza percibida desde el tren

El niño constata con frialdad objetiva, notas asépticas de una autobiografía «intelectual», cómo la pareja disímil se despide de sus padres y se dirige al vagón que les corresponde. Es el propio Pasternak quien nos previene en las páginas de El salvoconducto: no está escribiendo su autobiografía, y sólo recurre a ella cuando así lo exige la de algún otro, como en el caso de Tolstoi. Sólo un héroe merece una descripción de su verdadera vida. La historia de un poeta no puede presentarse bajo esa forma. Habría que conformarla a partir de asuntos de poca importancia, testimonios de concesiones a la pena y la coerción: «El poeta, deliberadamente, imprime a toda su vida un giro tan pronunciado, que no puede existir en la línea vertical de la biografía, donde esperamos encontrarla». Un niño en un tren y una pareja cuyas relaciones no han sido definidas, «asuntos de poca importancia», nos marcan una senda que, lejos de la «línea vertical de la biografía», y lejos de la «concepción de la biografía como espectáculo», tan propia «de mi tiempo», permiten desplegar como bucles impresiones donde se traban figuras y acontecimientos sobre los que se tensa el arco de la historia, en toda su amplitud, de Rusia desde finales del siglo XIX hasta la segunda mitad del siglo XX. Pasternak rechaza los «habituales procedimientos románticos», evitando, como un inconveniente resplandor, «cualquier poetización que me colocara en una posición falsa e inadecuada». Y en esta dirección, nos ha escamoteado el nombre de Tolstoi, y, justo en este punto, sigue negándose a identificar a la pareja que acaba de marcharse al vagón que ocupaban.

La mirada infantil salta bruscamente hacia otros horizontes. El tiempo de su propio compartimento mental ha regresado y ha recuperado, tras la excepcionalidad del conflicto, el discurrir de la rutina insalvable de los viajes en ferrocarril. Y el pequeño Boris se deja atrapar, unos instantes, por el movimiento de la naturaleza, un movimiento que contiene e informa en sí cualquier otro acontecer, acto o sentimiento humano, tal como algunos lectores comentan a partir de sus impresiones sobre El doctor Zhivago. Sus ojos se acompasan, aéreos, al «vuelo del terraplén», y como en un juego infantil de cometas, que recuerda los dinámicos vaivenes caligramáticos de Apollinaire más que los desarrollos volumétricos, lógica geométrica transformada en espacios teóricos, de los grandes lienzos de Seurat, cae desde su levedad cuando el vuelo «se interrumpe bruscamente». Pinceladas breves de luces dispersas, organismos vivos en una totalidad de elementos distintos, sustanciados sin sustancia, empastados en la misma materia de unos colores que ya no son impresionistas, que ni se aíslan ni objetivan en los abedules que centellean. Breve, mínimo, movimiento de la naturaleza al que de inmediato la máquina, el ferrocarril, icono de la revolución tecnológica de la modernidad, devuelve a su inconsistencia impresionista, a las relaciones visuales que se hacen psicológicas en los desnudos de Bonnard.

El niño vuelve a perderse en los detalles, se abruma con sus incertidumbres sensoriales, y los agranda: «Los topes chirrían y entrechocan a lo largo de toda la vía». Divisionismo de los futuristas italianos, de Carrà y de Boccioni: Pasternak plasma sus paisajes literarios en clave de vanguardia y no de simbolismos figurativos con idealización extrema de la naturaleza campesina. Fauvismo, cubismo y futurismo italiano se sobreponen y desplazan a los campesinos de Millet, o a la escenografía operística de los prerrafaelitas ingleses.

6. La despedida en la estación cercana a la hacienda de Tolstoi: la conversión de lo extraño e inesperado en familiar y de lo familiar en extraño

De repente, el paisaje cobra vida. Cuando el niño se percata de que, por una larga curva, a lo lejos, sale del bosque un carruaje vacío, tirado por dos caballos, las figuras humanas invaden las restricciones del paisajismo objetivo al uso. Sorprende en este mundo de revelaciones cómo el niño descubre, lenta y sutilmente, la realidad del entorno natural del paisaje y la del entorno animal y humano, en divergente convergencia con el «artificio» —el carruaje—, a través de la conversión de lo extraño e inesperado en familiar y de lo familiar en extraño. El trote de los caballos nos devuelve a la tradición, a la percepción de la naturaleza a través de los registros musicales que determinan las pautas y los ritmos de las danzas atávicas de la cultura rusa.

Sólo un mínimo lapso del tiempo de la percepción basta para que el pequeño Boris transite desde los «topes» que «chirrían y entrechocan a lo largo de toda la vía», depósitos poéticos del maquinismo de la era industrial, a los dos caballos «trotando como en una danza rusa». Es una imagen que en este contexto no es usual y que no debe ser interpretada en clave de correspondencias de universales armónicos, en la estela de los imperativos postulados del «simbolismo ruso», ni siquiera bajo el amparo de algunos poemas más cercanos a la vanguardia del gran poeta simbolista Aleksandr Blok. Sklovski se vale de imágenes parecidas en algunos de los fragmentos lírico-narrativos-metapoéticos de su Maiakovski, fuente probable de inspiración para el contraste rítmico que Franco Battiato crea, en sus trabajos de pop-rock-posmodernista, al diseñar las progresiones tonales de su canción «Perspectiva Nevski», y al acoger, como núcleo del verso más breve, «y de las danzas rusas» (en la versión española; en la italiana recurre a «balletti russi»).

El vacío carruaje avanza hacia el tren, y se detiene ante el vagón del que los viajeros, la «extraña pareja», están bajando en ese justo momento. Pasternak, desde la madurez de su escritura memorialística, una vez más, permite atisbar su temprano y sólido arraigo a las vanguardias del futurismo ruso. Una nueva cala que remociona la función de la imagen y de la música en la poesía. El «silencio de la pequeña estación» es tan «turbador como un disparo». En una entrevista concedida poco antes de su muerte declaraba que, tanto al escribir como al hablar, la música de la palabra nunca es sólo asunto de sonidos. No es el resultado de la armonía de vocales y consonantes. Nace de la relación entre el habla y el significado, y es éste el que siempre debe llevar la batuta. «Silencio» y «disparo» son dos actos de habla, «silencio» «como un disparo» es un acto por el que el poeta provee de significado a una analogía «imposible», que el lector hace posible desde presupuestos que para los poetas del modernismo a veces entroncan directamente con los diseños de montaje del cine mudo: ¿recuerdan la secuencia final de Asalto y robo al tren1 de Edwin S. Porter (1903), con el primer plano del actor George Barnes, jefe de los malhechores, cuando apunta y dispara en un «sonoro silencio» su revólver hacia el público?

7. La fascinación del encuentro inesperado y del descubrimiento, el niño ante el «extranjero», coincide con el espasmo de la pérdida

El «silencio de la pequeña estación» no se ofrece al niño como un lugar receptivo, acogedor, positivo. Al contrario, su fachada y la operación de trasvase de significados poéticos que se desprende de la igualación plástico-musical entre «silencio» y «como un disparo», ahorman una especie de telón o barrera impenetrables que devuelven al niño a una situación que ya ha presentado desde otra óptica —compartimento protector-familia / andenes atestados- los hombres anónimos de la multitud; compartimento protector-familia / [ventana-cristal] / el «extranjero» y su pareja en el andén; el mundo de los adultos, hablando en alemán en el compartimento / el mundo excluido de los niños, con el ruso como lengua materna—, la del extrañamiento y la alteridad. Esa pequeña estación «nada sabe de nosotros», pues no es destino ni final de trayecto para la familia Pasternak («No es allí donde tenemos que bajarnos»), sólo un efímero paréntesis de tránsito en el que agitar «pañuelos en señal de despedida».

El pequeño Boris aún alcanza a observar cómo «el cochero les ayuda a subir al carruaje, cómo entrega a la dama una manta y cómo se incorpora levemente para ajustarse el cinturón y recoger bajo su cuerpo, con sus mangas rojas, los largos faldones de la pelliza». El carruaje ya está preparado para partir. Como en un dinámico cuadro que cuelga en las galerías de la memoria, Paternak concluye aquí el que ha sido el movimiento inicial ascendente de El salvoconducto: «En ese momento enfrentamos una curva y, girando lentamente como una página ya leída, la pequeña estación desaparece de nuestra vista».

La conclusiva sentencia final, «El rostro y el suceso son olvidados, al parecer, para siempre», actúan como el ritorno de un motivo ya previamente esbozado cuando aún el tren estaba sumido en la desbordante marea de las masas urbanas de la estación de Moscú. Tras el interludio bucólico-paisajístico, Pasternak lo retoma abiertamente, pero desde un lugar que implica la continuidad de la metrópolis y de la tecnología de la modernidad: un compartimento en un vagón de tren que, como la cometa del inicio, ahora es una curva, «girando lentamente como una página ya leída», una «pequeña estación» que desaparece de nuestra vista». Los «transeúntes» de Baudelaire se conjugan en este periodo final como constatación de lo que Walter Benjamin ya precisara con extrema lucidez: la fascinación del encuentro inesperado y del descubrimiento, el niño ante el «extranjero», coincide con el espasmo de la pérdida. El momento de la aparición en el andén moscovita es también el instante de la desaparición frente a la pequeña estación que «nada sabe de nosotros».

La fascinación del encuentro inesperado y del descubrimiento coincide con el espasmo de la pérdida. El momento de la aparición —«moderna epifanía»— es también el instante de la desaparición —acompañado de esa «mujer de elevada estatura, probablemente su madre o su hermana mayor», a la que nunca más se referirá en sus escritos. Pasternak, desde su mundo infantil, ha encendido una suerte de amor como una promesa, puede que como una certeza. Pero la promesa, desde la turbamulta de desvaríos imaginarios y afectivos del niño, no tendrá su cumplimiento, no posee futuro alguno, y resta sólo como una promesa vacía, sin otro lugar y tiempo que aquella instantánea del encuentro. La misma certeza de amar al «extranjero alemán» y de ser amado es una certeza alucinatoria, que nadie puede comprobar más allá de la simple constatación de una mirada.

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