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Rainer Maria Rilke y su tránsito hacia la cumbre del canon poético del siglo xx: Jacob, la escala en la noche y la lucha con su «ángel necesario».
1. Cabalgar, cabalgar, cabalgar, de día, de noche, de día.
Cabalgar, cabalgar, cabalgar, de día, de noche, de día.
Cabalgar, cabalgar, cabalgar.
Y el ánimo está tan cansado y es tan grande la nostalgia. Ya no hay montañas, apenas algún árbol. Nada se atreve a alzarse. Extrañas chozas se acurrucan sedientas junto a pozos cenagosos. En ninguna parte una torre. Y siempre la misma imagen. Sobran los dos ojos. Sólo de noche a veces se cree conocer el camino. Tal vez estemos rehaciendo por la noche el mismo trecho de camino que hemos recorrido penosamente bajo el sol extranjero. Puede ser. El sol pesa como en nuestra tierra en lo profundo del verano. Pero fue en verano cuando nos despedimos. Los vestidos de las mujeres brillaron mucho tiempo entre el verde. Y hemos cabalgado tanto. Así que debe ser otoño. Al menos allí donde tristes mujeres saben de nosotros.
2. La canción de amor y muerte del alférez Christoph Rilke. Del neorromanticismo, el esteticismo decadentista, el dandismo hedonista a las primeras calas pre-simbolistas.
Con estas palabras y con esta cadencia Rilke diseña la progresión inicial de ritmos y sentimientos neorrománticos y simbolistas sobre la que se retraza un pequeño libro, poema narrativo en prosa, que el autor consideró apto para ser publicado allá por 1904, La canción de amor y muerte del alférez Christoph Rilke. No cuaja o no encuentra a los que propiamente deberían ser los adecuados receptores de esta heroico-erótico-amatoria autosublimación. Tampoco la siguiente edición, ya en 1905, lo tiene fácil para encontrar un hueco en el mercado literario y, con ello, una exitosa recepción entre los lectores.
Pero esta serie de impresionistas fragmentos y escenas «exaltadas» en prosa poética estaba destinada a marcar a toda una generación, la que dejó todo el territorio ahuecado de mortales trincheras a lo largo del frente, apenas inamovible, que recorría toda Europa Central durante la Gran Guerra. El propio Rilke siempre consideró esta obra como un intento malogrado, con resultados mediocres, y, sin embargo, esta narración lírica alcanzó un éxito arrollador y, con toda probabilidad, sin precedentes en la historia de la poesía de toda la literatura mundial. Cuando estalla la guerra ya se habían vendido cuarenta mil ejemplares, el número de lectores crecía exponencialmente mes a mes, y en 1917, justo en el momento más neurálgicamente intensivo de la Gran Guerra, ya se había superado con creces la cifra de los cien mil ejemplares. Muchísimos fueron los jóvenes en la Alemania y el Imperio Austro-Húngaro de 1914 que partieron al frente con el funesto viático de este libro en sus mochilas, y, a través de sus páginas, muchísimos fueron los jóvenes que vivieron la guerra en una ambigua exaltación heroico sentimental morbosamente decadente [Mittner, 1984, III].
El neorromanticismo un tanto convencional de este poema parece celebrar tanto la gloria militar como la muerte en la guerra, despertando los sentidos más primarios y epidérmico-violentos de los combatientes. Sin embargo, no eran estas las vías sobre las que Rilke había cimentado su obra. En realidad, Rilke poetiza solamente un lánguido deseo juvenil de disolverse y morir justo después del momento incomparable del cumplimiento de la primera felicidad amorosa, la pérdida de la virginidad y de una inocencia que, desde la exaltada juvenilidad, sólo podría ser plataforma de acceso a un plano de superior significación a través de la muerte en el cumplimiento del destino que sólo a los héroes en el campo de batalla está reservado. Evidentemente, Rilke acomoda a esta convergencia del amor y la guerra un cierto gusto estético vago, pero intenso, de una época en la que el decadentismo tenía sus encarnaciones más elevadas en personajes que aunaran cualidades de una estética suprema, a la que se subordinaba cualquier planteamiento ético o moral [Neumann, 1984: 119-150].
El dandismo hedonista, bajo el signo de la maldición de la serpiente [Praz, 1988: tercera y cuarta partes], el signo de Saturno [Wittkower, 1982] o la reconciliación con los ángeles caídos [Cacciari, 1989], para los hombres, esos corsarios de guantes amarillos que iban engrosando su propio panteón de «modélica ejemplaridad» [Villena, 1983]: Poe, Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, a los que se irían adhiriendo personajes históricos, como Oscar Wilde [Todorov, 2007: 23-82], o novelescos, como Dorian Gray —en la novela de Wilde— [Wilde, 1989], Des Esseintes —en A contrapelo de Huysmans— [Huysmans, 1984], o los decadentes artistas morfinómanos que vertebran en España las dos últimas novelas de Emilia Pardo Bazán —La quimera y La sirena negra— [Pardo Bazán, 1991] y [Pardo Bazán, 2007, III: 135-258]. Para las mujeres, consideradas como las «hijas de Lilith», la senda conduce hacia la forja definitiva del modelo de femme fatale, capaz de extender su potencia de seducción-yugo en las direcciones más varias y opuestas [Bornay, 1990]: Zola insufló vida a la prostituta parisina Nana [Hofmann, 1991], pero no le iba a la zaga la Camille de La dama de las camelias / La Bohème, o la pareja femenina contrastiva que Pérez Galdós plasma en Fortunata y Jacinta [Pérez Galdós, 2007], tan plásticamente encarnada por los registros que Julio Romero de Torres permitió que alentaran entre velámenes con sus lienzos retratísticos [Litvak, 1998: 117-148].
Y con esto, desde un belicismo pangermánico que hunde sus raíces en el paralelo desarrollo del modernismo, como Jugendstil, desde la exaltación de la belleza de la juvenilidad en el amor, en el combate, o en los riesgos de deportes muy concretos o, incluso, de las nuevas formas de bailar las nuevas músicas [Champigneulle, 1983] [Schmutzler, 1992], Rilke puede elevar esta su menospreciada obra a la categoría que pocas han alcanzado durante el siglo xx: una poesía de amplia acogida popular. La juvenilidad, el deporte, el erotismo, los nuevos bailes, coinciden, además, ampliamente con las tendencias centrípetas e universales que irradian desde París ya justo en el fin de siglo, tal como documentan Eugen Weber [1989] o el pensador español Eugenio D’Ors [2008].
3. Lugares comunes y la forja de un mito de artista: Rilke como paradigma de la patologización y rehabilitación del genio y de la creatividad.
Sin embargo, Rilke, tal como en la actualidad es interpretado, leído, y elevado a las cumbres de la poesía del siglo XX, no responde en absoluto a la imagen que de él pueda transmitirnos esta obra, La canción de amor y muerte del alférez Christoph Rilke, y, muy en mayor medida, su biografía juvenil, en indesligable tensión con la poetización que de ésta lleva a cabo.
Y así puede constatarse si se revisa la tópica sobre el autor. Es lugar común, y hay acuerdo casi general, en la validez de una hipótesis, la postulación de que ninguno de los grandes poetas europeos de los comienzos del siglo XX alcanzaron a detentar una influencia y un rango tan considerablemente europeos y universales como los que elevaron a su cumbre a Rainer María Rilke. No deja de ser igualmente un lugar común afirmar que, con su dilatada y varia obra, contribuyó decisivamente a la forja de una conciencia espiritual europea y transnacional de su época, argumento sustentado en buena medida por la imagen icónica que acertó a forjar y difundir-publicitar de sí mismo, privilegiadamente receptiva, permeable y transfundida por las muchas personas que, con total aquiescencia y veneración, pivotaron en torno —en las distintas etapas de su biografía— a ese hombre-artista-imagen protoartístico o paradigma de la «patologización y rehabilitación del genio y de la creatividad» [Neumann, 1992: 151-174].
Y puede afirmarse que en este diseño operativo de la «imagen de artista» consiguió dotarse de una especie de aura sacra y magnética, la del poeta en el umbral de la modernidad europea, garantía sólida para muchos otros escritores de la segunda mitad del siglo XX que, en sus combinados y mezcolanzas de teoría y práctica posmodernas, se han servido de sus versos y de su aura como un filón inagotable para justificar sus constructos argumentativos. Debe reconocerse a Rilke como sujeto que recompone el aura y el mito de artista, y, desde una óptica positiva, justamente en un periodo histórico e intelectual en el que Benjamin conceptúa la modernidad a partir de la pérdida y la reificación de ese áura, o en el que los filósofos de la denominada «Escuela de Frankfurt» —Adorno, Horkheimer, Marcuse, y de una generación más reciente, Jauss— han sustentado sus argumentaciones sobre la «dialéctica negativa».
La influencia de Rilke se extiende imparable en vida del autor por Europa. Y se entrelaza de tal forma, transnacionalmente, con intelectuales, artistas y poetas de su tiempo que pocos son los que quedan excluidos de su círculo más próximo, aunque esta relación sólo se materialice de forma epistolar: Praga, a través de instituciones culturales, es un nexo de unión implícito con Kafka; Viena crea vínculos explícitos con Hofmannsthal; Berlín le depara su relación determinante con Lou Andreas-Salome, quien, a su vez, le abre las puertas de la inmensa Rusia: Tolstoi, Pasternak, Tsvietaieva… París es, ante todo, Rodin, pero también los impresionistas y su lúcida intelección del experimentalismo pre-avant garde de Cézanne, etc. Y aquí es donde se sustenta el factor que cabría adjuntar a estos loci comunes que se intentan acotar, pues habría que conjugar esta «proyección universal» con un hecho incontrastable: su biografía nos lo presenta como el poeta menos arraigado en una cultura nacional —su nacimiento en Praga en 1875 y sus posteriores ligazones a la Viena imperial no permiten adscribirlo a las tendencias culturales del Imperio Austro-Húngaro; sus estancias en Berlín y en Múnich tampoco lo asimilan a la cultura germánica (ni a la que se ampara bajo el káiser Guillermo, ni a la que aflorará con la República de Weimar)—. Es, al contrario, la viva encarnación del poeta más nómada de su tiempo —su presencia se desliza entre mansiones en Suiza, hoteles en Italia, o en Ronda, en la casa de Tolstoi en Rusia o en París junto a Rodin—. Es un poeta sin ciudad y «sin morada».
Sólo tras la Segunda Guerra Mundial el astro de Rilke se ofuscó rápidamente. Primero adoración, después repudio y al final indiferencia durante algunas décadas: «En definitiva Rilke fue abatido no por Gottfried Benn», escribe Ladislao Mittner [1984, III], «sino, sobre todo, por Bertolt Brecht». En los últimos lustros, cuando la influyente ascendencia de Brecht ha declinado a su vez, Rilke ha reencontrado algunos sacerdotes y proto-exégetas que han vuelto a poner en un primer plano su obra, corriente extendida sobre todo entre filósofos que vindican una «hermenéutica» pura, con aportaciones “iluminadas” incluso por y de críticos provenientes de las filas del marxismo heterodoxo militante. Se amalgaman y aglutinan en desorden aquí una serie de teóricos de la literatura que, no distinguiendo lo suficiente entre postulados tan distantes como los de Walter Benjamin y Martin Heidegger [1958: 97-115] y [1960: 224-268], se esmeran en sacralizar un supuesto discurso filosófico propio a través de la manipulación, a veces disparatada, de los textos de Rilke, en los que no dudan en atisbar incluso unas difusas fuentes primeras presocráticas o cabalísticas o teológicas, en un sentido amplio [Benedito, 1992: 147-188]. En esta senda son más que pertinentes las observaciones de Geoffrey Hartman [1992] sobre las teorías de Maurice Blanchot [1992] o de Paul de Man [1990: 34-73]. Bastaría calibrar estas distancias con una lectura contrastiva entre dos conferencias concebidas como «homenajes»: la de uno de los que detentan el magisterio narrativo de la centuria pasada, Robert Musil [1992: 243-254] en su «Discurso en el homenaje a Rilke [Berlín, 16 de Enero de 1927]», y la de uno de los pilares de la crítica «hermenéutica», Hans-Georg Gadamer [1993: 62-79], «Rainer Maria Rilke, cincuenta años después».
Rilke es un autor perfecto, un autor modélico, un venero inagotable, para aquellos teóricos de la literatura que aspiran a procurarse genealogías y blasones espiritualmente nobiliarios, lo que por extensión reabsorbería a la propia labor crítica, que se aristocratiza «como un particular tipo de lectura especializada que utiliza la escritura como ayuda “accidental”», tal como afirma Hartman [1992]. Así, la filosofía existencialista del primer Heidegger no resiste su militancia en el Partido Nacionalsocialista y su labor depurativa antisemita desde el rectorado de su universidad. Rilke se convierte entonces en «escritura como ayuda “accidental”» cuando llega la hora del arrepentimiento y la búsqueda de la redención.
El poeta nunca ocultó su intensa vocación mística y nobiliar al mismo tiempo, nutrientes esenciales para su propia autorrepresentación iconográfica. Se autocomplacía en la imagen de ser el gran poeta de la decadencia europea y del derrumbe de su tradición, en ser «el primer hombre sin morada propia», amante de los solitarios castillos, como el de Duino, junto a Trieste, que le inspiraría su obra mayor, las Elegías de Duino. Claudio Magris ha sabido ponerlo de manifiesto en algunas páginas magistrales de El Danubio. Contagiado quizá por la manía aristocrática de su progenitora, que quería parecer noble a toda costa sin serlo, Rilke en su juventud se presentaba ya como el fatal «último vástago de una antigua familia», mezclando sugestivamente jerarquías celestes y jerarquías sociales, decadencia angélica y decadencia nobiliar.
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