Benavente y el teatro modernista

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EL TEATRO ESPAÑOL DE ENTRE SIGLOS

En 1982, Jesús Rubio Jiménez, en su libro Ideología y teatro en España: 1890-1900, advertía que el teatro de estos años carece de estudios actualizados, y los que hay inciden en análisis inmanentes (1982:7). En casi iguales términos Andrés Amorós afirmaba que «el tema del teatro modernista en España está —me parece— por estudiar». (1992:1601). Pese a que se han considerado la poesía y la novela los géneros literarios más renovados en el Modernismo, también la innovación modernista afectó al teatro, en el que, a principios de siglo, se dan transformaciones realmente espectaculares y «es el género literario al que más espacio se dedica en los periódicos y revistas del siglo XIX» (Romero Tobar, 1974: 18).

En 1892, Jacinto Benavente (1866-1954), dio a conocer su Teatro fantástico. El teatro modernista surgió como un intento de hacer desaparecer el teatro naturalista. José de Echegaray (1832-1916), heredero, a su vez, de Manuel Tamayo y Baus, dominaba la escena española en esta época. En la revista madrileña Blanco y Negro, en el número 357, del 5 de marzo de 1898, el crítico Gabriel España, en su artículo «Echegaray» valoraba al conocido dramaturgo como «el más grande de nuestros autores dramáticos contemporáneos». «Aquel portento iba de gloria en gloria fascinando a todos los públicos» añadirá Pérez Galdós de José Echegaray en sus Memorias de un desmemoriado (1930:58-59). En el teatro de éste se procura que «el espectador se sienta sacudido múltiples veces por emociones violentas, aunque las situaciones no las justifiquen» (Lázaro Carreter, 1978: 20). En un momento de la citada entrevista de Gabriel España al autor de El gran galeoto (1881), éste le contesta: «Efectivamente, yo soy en el teatro más sanguinario que nadie, pero en la vida real ya sabe usted que soy el más pacífico de los hombres». El Premio Nobel contaba con sus seguidores que mantenían la atención de los espectadores: Eugenio Sellés (1844-1926), Leopoldo Cano (1844-1934), Pedro Novo y Colson (1846-1931), José Feliu Codina (1847-1897), sin olvidar el teatro social de Joaquín Dicenta (1863-1917) con Juan José (1895) y el del valenciano Enrique Gaspar (1842-1902), cuyo lenguaje, más natural, está cercano al de Benavente. Clarín es prácticamente el único que escribe sobre el teatro naturalista en España (1883; Rubio, 1982: 33). Pronostica la muerte del teatro serio si no progresa en sintonía con la novela:

«Para que la literatura dramática responda a las inclinaciones y al gusto de nuestra época, es necesario llevar al teatro toda la verdad […] porque como dice con sobrada razón un ilustre escritor contemporáneo, el teatro del porvenir será humano o no será»1.


También Pérez Galdós en un extenso artículo «La escuela romántica y su pontífice» (1885), constataba en la temporada teatral «la deplorable decadencia en que, según algunos, se halla el arte español». […] y, aunque reconocía la valía de Echegaray por «el arte de conmover y producir impresiones hondísimas» (138), sus discípulos «queriendo imitarle, se han estrellado» (138). La solución está, defendía, en volver a la representación «de la sencillez y de la verdad» (146), de la hondura de los sentimientos humanos, en «una irresistible tendencia a prendarse de la naturalidad de las representaciones sencillas y verdaderas de la vida humana» (140). El destinatario del teatro de Echegaray y Benavente fue la burguesía de la Restauración, clase social a la que ambos pertenecían. En un primer momento, éste pretende, y lo consigue, alejarse de la dramaturgia del teatro neorromántico de la época:

«Lo que (Jacinto Benavente) hizo fue eliminar el tormentoso aire romántico, bajar formidablemente el diapasón del diálogo, adelgazar el énfasis, rehuir la violencia, soslayar las exteriorizaciones temperamentales, revelar poco a poco la intimidad de los personajes, drenar las explosiones pasionales, encuadrar los comportamientos en una expresión literaria, bajar la voz, bajar la luz, bajar la temperatura (Llovet, 1966: 521).


Había, asimismo, otros autores jóvenes que cultivaban el teatro cómico, de tradición popular: Carlos Arniches y los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero. (A finales del siglo XIX, el sainete había cobrado nuevos impulsos con Tomás Luceño, Javier de Burgos y Ricardo de la Vega (Huerta Calvo, 1981: 122). La verbena de la Paloma (1894) y La revoltosa (1897) triunfaban en el género chico). La llave del éxito de Benavente estribó en la utilización del diálogo, directo, natural, espontáneo aun en medio de la escenografía modernista:

«Estoy por creer que el secreto del éxito primero de Benavente está en eso: en que se afilió desde un principio a la renovación modernista de la prosa, […] en que escribió una prosa fácilmente accesible y que no perturbaba a nadie con clarinadas modernistas […] Venía a hablar de cosas modernas en lenguaje corriente y admitido» (González Blanco, 1917: 62).


Benavente reconoció, desde un principio, el magisterio de Pérez Galdós, quien estrenó, el mismo año de la publicación de Teatro fantástico de Benavente, en el Teatro Español, Realidad, obra «cuyo mismo título equivalía a una bandera que se izaba con aires de reto a los gustos dominantes» (Fernández Almagro, 1954: 1) y de cuyo éxito Pérez Galdós se hizo eco en sus Memorias de un desmemoriado: «El 15 de marzo de 1891 se estrenó Realidad. Fue ésta una noche solemne, inolvidable para mí. Entre bastidores asistí a la representación, en completa tranquilidad de espíritu, pues en aquellos tiempos yo ignoraba los peligros del teatro» (1930: 175).

«El público que había de aplaudir a Benavente venía acostumbrado al teatro romántico perpetuado por Zorrilla en obras que seguían siendo de repertorio, en Don Juan Tenorio, en El puñal del godo; por el Duque de Rivas en Don Álvaro o la fuerza del sino; por el mismo Núñez de Arce en sus intentos dramáticos como El haz de leña (1872)» (González Blanco, 1917: 89).


Azorín cubría la crítica teatral de la época (Díez Mediavilla 1991: 11-41). En «Para un estudio de Benavente», tras comprobar el estado del teatro en España en el tránsito del siglo XIX al siguiente, valoraba la repercusión de la obra del autor de Los intereses creados:

«En 1890 el teatro en España se hallaba en un periodo de transición. La fórmula que había venido usándose desde veinte años atrás —la de Echegaray— estaba agotada. Se necesitaba una renovación de la estética teatral; se quería vehemente otra cosa. No se sabía a punto fijo qué es lo que iba a surgir en el teatro; vagamente aspiraba a una mayor realidad, a una vida más auténtica, más natural. Había en el ambiente ansiedad por acabar con lo exhausto y romper definitivamente unas normas caducas. Y apareció Jacinto Benavente» (página 112).

EL TEATRO RENOVADOR EUROPEO

Dos tipos de teatro coexisten en Europa en el tránsito del siglo diecinueve al siguiente: Por una parte, el teatro naturalista y por otra, el teatro de simbolista, en la línea de Maurice Maeterlinck y de Gabrielle d’Anunzzio (1885 y 1893). A Émile Zola se le atribuye la adopción, a partir de 1879, del drama naturalista que «se sujeta a la realidad social contemporánea, concediendo primacía a la verdad humana de los caracteres, sometiéndolos al encadenamiento de los caracteres» (Rubio Jiménez, 1982: 13). Las ideas de Zola en El Naturalismo en el teatro (1879), de quien sólo interesó La Taberna en Barcelona y Madrid, impulsaron a André Antoine a crear su Teatro Libre (1887), con el objetivo de llevar al teatro los presupuestos naturalistas expuestos por Zola, quien negóse a representar La Intrusa de Maeterlinck, por su orientación simbolista, y puesta en escena en 1891. Antoine promovió la popularidad de Ibsen en el mundo latino por su estreno de Espectros, en París, en 1890 (Rubio, 1982: 52). En realidad, el Teatro Libre fue la realización del pensamiento dramático de Bécquer, autor de Los cuervos (1882) (Díez Mediavilla, 1991: 39).

La obsesión por el misterio, el encuentro con una realidad fuera de la consciente y que se resiste a los sentidos, la sugerencia, el silencio, el ambiente de misterio y el sustrato místico y oriental son algunos de los ingredientes del teatro de Maeterlinck, «símbolo de una poética antirrealista del drama» (Peral Vega, 2001: 66). En el Prefacio del Autor a su obra (1903), el dramaturgo belga, de forma sintética, la enjuiciaba:

«Los otros dramas, en el orden en que aparecieron, a saber, La Intrusa, Los Ciegos (1890), Peléas y Melisanda (1892), Aladina y Palomides, Interior, y La muerte de Tintagiles (1894), presentan humanidad y sentimientos más precisos, presa de fuerzas tan desconocidas, pero un poco mejor dibujadas. Se tiene en ellos fe en potencias enormes, invisibles y fatales, cuyas intenciones nadie sabe, pero que el espíritu del drama supone malévolas, atentas a todas nuestras acciones, hostiles a la sonrisa, a la vida, a la paz, a la dicha. Destinos inocentes, pero involuntariamente enemigos se anudan en ellos y se desanudan para ruina de todos, bajo las miradas entristecidas de los más cuerdos, que prevén el provenir; pero no pueden cambiar nada a los juegos crueles e inflexibles que el amor y la muerte pasean entre los vivos. Y el amor y la muerte y las otras potencias ejercen una especie de injusticia socarrona, cuyos castigos —porque esta injusticia no recompensa o son acaso sino caprichos del Destino. En el fondo se encuentra la idea del Dios cristiano, mezclada a la de la fatalidad antigua, arrinconada en la noche impenetrable de la Naturaleza, y, desde allí, complaciéndose en acechar, en desconcertar, en ensombrecer los proyectos, los pensamientos, los sentimientos y la humilde felicidad de los hombres» (1901-1902, en Martínez Sierra, 1955, 1958: 64).


Maetelrlinch, Ibsen y Tolstoi fueron los tres «padres del espíritu moderno, en todo aquello que tiene de profundo, sagaz, jugoso, fecundo en bellas obras y saludables acciones» (Pérez de Ayala, «Maeterlinck», La Lectura, III, 1903: 48). Pérez de Ayala, en su artículo intitulado «Maeterlinck», abordó el simbolismo teatral «una concepción que armoniza la materia y el “alma”, lo visible con lo invisible, etc.» (Salaün, 1999: 63) y la técnica en Les aveugles (1890):

En este drama Maeterlinck simplifica aún más la intriga o argumento, suprime toda suerte de extraordinarios acontecimientos y de raras aventuras, y los personajes, por tanto, sin necesidad de comentar sus actos, como requieren las exigencias teatrales, están atentos tan sólo a la íntima significación de su alma. El protagonista, pues no es tal o cual personaje, sino un concepto general, una idea misteriosa desconocida: la Vida, el Destino, etc., etc. (54).


Y señalaba de su filosofía las influencias de misteriosas e irresistibles fuerzas extrañas existentes dentro de nosotros mismos que causan que los seres más sencillos sean los más próximos a la verdad. Destacaba, asimismo, la singular emotividad de las mujeres en relación con las potencias primitivas que les hace conservar el sentido místico sobre la tierra (Pérez de Ayala, 1903: 56).

Cinco años después de que Jean Moréas publicara el texto-manifiesto de la nueva escuela simbolista, en el suplemento literario de Le Fígaro el 18 de septiembre de 1886, ya «se puede hablar ya de la victoria del Simbolismo» pues fue el año de la revelación de Maeterlinck, el máximo exponente del teatro simbolista, en el Teatro del Arte con el éxito de la representación de La Intrusa. Era un teatro destinado a ser impreso, más que representado, intentaba producir sugerencias, exhibía una interrelación entre las luces y los sonidos y renunciaba al análisis psicológico (RUBIO, 1982: 41-49). Al año siguiente del estudio ya comentado de Pérez de Ayala sobre Maeterlinck, Ortega y Gasset, en su artículo «El poeta del misterio», en El Imparcial, el 14 de marzo de 1904, con admiración hacia el escritor septentrional, mostraba cuanto de misticismo español se podía atisbar en el de Maeterlinck:

«En los dramas de Maeterlinck […] los personajes salmodian frases cadenciosas, tenues y sencillas hasta parecer infantiles: lo que estas frases dicen no tiene importancia: son esbozos de ideas, razonamientos vagos expresados en forma primitiva. Las visiones magníficas están al margen. Cada palabra es una sugestión, cada diálogo es una llave de oro que abre el jardín de los sueños, el reino del misterio ante nuestros ojos medrosos». (Ortega y Gasset, 1904: 30).


El modernismo teatral llega a España por Cataluña. El traductor de La Intrusa (1890), en L’Avenç (agosto de 1893), fue Pompeu Fabra, «a quien el público congregado en Sitges debió las primicias del escalofrío maeterlinckiano en España». Maeterlinck, conocido, por primera vez en España en Cataluña, influyó de manera singular en Adrià Gual y en Santiago Rusiñol, pintor y dramaturgo, quien estrenó La Intrusa en la segunda fiesta modernista en Sitges, en el verano de 1893, en el Casino Prado de la ciudad catalana (Casacuberta, 1992: 7). Una celebración basada en la estética del arte total wagneriano, que defendían los modernistas, (el museo Can Ferrat de Santiago Rusiñol en Sitges constituye una prueba) en la que alternaba el teatro con la música y la poesía. La traducción al castellano de la obra de Maeterlinck la debemos, a su vez, a Azorín, quien la publicó en Valencia en 1896 (Rubio, 1982: 44-4). En una entrevista que el autor de La Voluntad mantuvo con Javier Sánchez Ocaña en el Heraldo de Madrid, respondió:

Yo fui quien primeramente tradujo al español La Intrusa de Maeterlinck en 1897 (sic). El autor me dirigió una carta muy cariñosa autorizándome para representarla, pero no encontré a quien la quisiese poner en escena, y en vista de esto la publiqué con un fragmento de la carta de Maeterlinck (Díez Mediavilla, 1991: 38-39).


«El estreno de La intrusa, de Maeterlinck, en la Princesa, fue bochornoso: el público se levantó de mal talante diciendo que le habían engañado. La mayoría no entendió nada» (Bacarisse, 1920, 1924, 2004: 440).

Adrià Gual, autor de Silenci (1897), quien «es seguramente el que aporta en España la teoría y la práctica más elaborada de toda la época al servicio del teatro» (Salaün, 1999: 37) fundó, asimismo, el Teatre Íntim de Cataluña, en donde se estrenó en 1898 otra obra del dramaturgo belga, Interior, traducida también por él mismo. El Teatre Íntim se creó bajo la concepción del arte por el arte. Un teatro elitista, para unos pocos iniciados, en sintonía con el simbolismo maeterlinckiano, en el que la psicología de los personajes primaba sobre las situaciones dramáticas y su individualidad se elevaba a abstracción (Casacuberta, 1992: 30). Fue una réplica al Théatre d’Art creado por Paul Fort en París. Gual intentó aclimatar el simbolismo en Cataluña, afanándose, de manera especial, en introducir nuevas técnicas teatrales e incidir en la formación del actor. Creó, en 1913, L’Escola Catalana d’Art Dramàtic, resaltando el descriptivismo, sin preocupaciones sociales (Fàbregas, 1978: 181 y 182).

L’alegria que passa (1891) de Rusiñol presenta, a la par que conjugaba los elementos realistas-costumbristas mediante una lectura en clave simbolista (Casacuberta, 1992:31), la oposición de la libertad frente a los convencionalismos rutinarios, que recuerda la obra de Miguel Mihura Tres sombreros de copa (1935), precedente del teatro del absurdo europeo. En su otra pieza dramática, El jardí abandonat (1900) el artista barcelonés recogía todos los ingredientes del teatro decadentista del Simbolismo (Casacuberta, 1992: 41-50).

La introducción en Cataluña de Henrik Ibsen se debió, en gran manera, al estreno, en 1893, de Un enemigo del pueblo, obra aclamada con entusiasmo tanto por el Teatre Íntim de Gual, como en el ambiente teatral obrerista y anarquizante de Ignasi Iglesias y Felip Cortiella. Las ideas sobre la rebeldía del escritor noruego (Litvak, 1990: 315334) sintonizan con el carácter reivindicativo de éstos, pese a que doña Emilia Pardo Bazán afirmara que en España sería inútil que naciese un dramaturgo innovador como Ibsen pues no habría público para él»2. Enmarcado en este teatro reivindicativo y social, el prefacio de El castillo maldito de Federico Urales (seudónimo de Federico Montseny) declaraba que en la obra de arte el elemento natural ha de prevalecer sobre el imaginativo para establecer, de esta manera, el lazo de la vida entre el artista y el público (Litvak, 1990: 315-334).

El teatro simbolista de Maeterlink y el realismo simbólico de Ibsen (1828-1906), influyeron, y de manera destacable, en la primera etapa de Benavente (Lacosta, 1966: 527-537). Es curioso que los dos dramaturgos llevaran a la escena a eximias actrices para representar a sus personajes. En España, María Guerrero, Catalina Bárcena y Margarita Xirgú representaban lo mejor del repertorio benaventiano; en el resto de Europa, la italiana Eleonora Duse y la francesa Sarah Bernhardt hacían los honores a Ibsen (Lacosta, 1966: 531). En ambos autores observamos el mismo état d’ame, la perenne condición humana, su inclinación hacia el simbolismo, junto a la complejidad de los personajes, en la forma y ser de su carácter, y la técnica escénica consistente en «experimentar la escena con algo real que la aproxima a la técnica realista de la novela» (Lacosta, 1966: 528), como en La malquerida de Benavente o en El niño Eyolf de Ibsen (Lacosta, 1966: 531). Si el dramaturgo español no presenta solución al caso, el danés posee más fe en la humanidad. Jacinto Benavente en 1902, en Revista Ibérica, bajo el título «Ibsen» escribía:

«Esas grandes complicidades sociales (religión, política, justicia) Ibsen no las respeta ni las acata. En rebelión contra ellas, sólo en la energía individual espera y confía. […] En ellos (sus dramas) la acción es siempre sencilla y se desenvuelve sin complicaciones. […], la acción sólo avanza al profundiar en un carácter; al descubrirle un nuevo aspecto. […], nunca sentarán bien nieblas del Norte en esta parte meridional de España, donde fueron siempre literatura y filosofía claras como su cielo» (6-8).


En Europa, en 1896, se cierra el Théâtre Libre de Antoine, sustituido inmediatamente por el Grand’Guignol, que «creó sus propias fórmulas teatrales y lo que acaso es más importante, generó una corriente de reflexión sobre la función social de este teatro en su entorno más inmediato y después en otros países europeos al difundirse su repertorio» (Rubio, 2002: 72) y que llega a España en 1912 con las compañías de Alfredo Sainati y Bella Staracce-Sainati, influyendo en Valle Inclán, García Lorca, en el teatro pánico de Fernando Arrabal y en el teatro furioso de Francisco Nieva. Este teatro intenta presentar con crudeza «los temores del hombre contemporáneo: su estética del exceso y de la truculencia plantea los grandes interrogantes de la modernidad, constituyendo una de las etapas más singulares de lo que a la larga se ha dado en llamar la «estética de la violencia» (Tonelli, 1972)3 . «Un teatro rasca-nervios», lo denominará Jacinto Benavente en El Imparcial el 13 de mayo de 1913. (Rubio, 2002: 80). Curiosamente, el teatro del Grand’ Guiñol coexistió con las obras de carácter social, Juan José de José Dicenta, el teatro popular y el teatro poético de Eduardo Marquina (Hormigón, 1998: 14-15).

En 1900, Manuel Martínez Espada, en «Modernismo teatral» (1900), tras diagnosticar el final del teatro español de seguir éste en su camino actual, de espaldas al teatro modernista, por él denominado esteta, «en cuyas manos está la salvación de nuestro teatro actual», atribuía al modernista Jacinto Benavente el ser el adalid de este nuevo teatro:

A la cabeza de todos, en el lugar de preferencia, sin que ninguno hasta ahora pueda disputarle el sitio, figura Jacinto Benavente. […] su teatro es completamente nuevo en España. […] Es inútil querer disputarle lo que le pertenece. A Jacinto Benavente le cabe la gloria de ser en su país el iniciador de un teatro nuevo (Rubio, 1998, 176-188).


Jacinto Benavente en La noche del sábado (1903), en la escena X del cuadro quinto, proclama en boca de Imperia:

«Para realizar algo grande en la vida, hay que destruir la realidad; apartar sus fantasmas que nos cierran el paso; seguir, como única realidad, el camino de nuestros sueños hacia lo ideal, donde vuelan las almas en su noche del sábado, unas hacia el mal, para perderse en él como espíritus de las tinieblas; otras hacia el bien, para vivir eternamente como espíritu de luz y de amor».


En el teatro modernista, los personajes atienden tan sólo a la íntima significación de su alma. «El protagonista, pues, no es tal o cual personaje, sino un concepto general, una idea misteriosa, desconocida: la Vida, el Destino, etc., etc.» (Pérez de Ayala, 1903: 54). Se intenta presentar situaciones que posean multiplicidad de significaciones cuya clave o significación «quede a merced de cada cual» (Pérez de Ayala, 1903: 55).
Jacinto Benavente, pues, intentó la renovación del teatro español desmarcándose del teatro de su época, siguiendo a los autores extranjeros (Shakespeare, Molière, el «Teatro Libre» de Antoine, Ibsen, Maeterlinck y d’Annunzzio). «En el teatro de Benavente se respira —y esto no es ciertamente un demérito— una atmósfera impregnada de la literatura y el teatro extranjero de su tiempo» (Fernández Almagro, 1954: 2-4).

Pero si, por una parte, Benavente estuvo influenciado por el teatro europeo, por otra, recogió la herencia de nuestros autores clásicos. Este nexo de unión de elementos distintos ocasiona que la obra de nuestro autor sea clásica y, a la vez, renovadora:

He is in reality the most cosmopolitan writer in Spain […], that foreign influences did not altogether hide the Spanish dramatist who counted back his literary descent to Lope de Vega. […] and the interest of Benavente’s work […] is his mind between the new and the old» (Starkey, 1924)

SU ÉPOCA Y RECEPCIÓN

En 1892 se asistía en España a una enfebrecida conmemoración del centenario colombino. Es el año en el que Rubén Darío viene, por vez primera a España. Las páginas de la revista La Ilustración Ibérica se hacían eco de los numerosos acontecimientos alrededor de este aniversario: el 19 de marzo, con la firma de Kasabal, se anunciaba el estreno de Realidad del celebrado novelista Pérez Galdós, obra de teatro basada en una de sus novelas más conocidas4. Al mes siguiente, aparecía Doña Berta de Clarín, «una de las pocas personalidades verdaderamente ilustres con que cuentan hoy las letras españolas»5. El día 9 de abril del mismo año, se comentaba la falta de éxito de El hijo de Don Juan de Echegaray, adaptación de Espectros de Ibsen, en el Teatro Español de Madrid, la que, basada en la teoría de la ley fatal de la herencia, debió fatigar al auditorio6.

En el teatro de la Princesa se representaban Un Drama nuevo de Manuel Tamayo y Baus y el drama de José Zorrilla Traidor, inconfeso y mártir7. Las vengadoras de José Sellés constituyó «el acontecimiento teatral del principio de la temporada de primavera» en Madrid y en Barcelona. Sobresalía en las tablas el aplaudido actor Antonio Vico, director de El Español y concluía el año con el triunfo de Echegaray con su Mariana pues «en ella, como en la vida, van íntimamente unidos la comedia y el drama, y sólo al final viene la catástrofe tremenda y conmovedora» . En la ópera, triunfaba Tomás Bretón en Barcelona y Garín en Madrid8. Las personas decentes, de Enrique Gaspar, se estrenó este mismo año.

Campoamor (1817-1901) «al que no ha arrebatado ni la inspiración ni la bizarría su cruel enfermedad del pasado invierno» escribía un nuevo libro9, y en este mismo año, en Oviedo, a un representativo teatro de la ciudad se daba su nombre. «En el Circo Ecuestre hacen prodigios los notabilísimos artistas O’Brien, con su caballo de flores y sus palomas amaestradas, el célebre equilibrista Taylor, las simpáticas Ethair y Ortens y otros varios que dejan bien sentada la fama de que llegan precedidos»10 se aseguraba en las páginas de la misma revista. Por su parte, Jacinto Benavente en «El teatro de los poetas» (1909:107-111) proclamaba el manifiesto del teatro de la fantasía y solicitaba un nuevo teatro del ensueño:

«Y, no obstante, si queremos que el Teatro no acabe por ser, como lleva camino, un competidor, con desventaja, del cinematógrafo, en donde todo entre por los ojos de la cara sin que voluntad ni entendimiento ni imaginación del espectador tengan que poner nada, es preciso que pidamos al público algún esfuerzo mental, siquiera de imaginación, que es el menos penoso; no sea sólo el Teatro la realidad y su prosa: vengan también la fantasía y los ensueños y hasta el delirar de la poesía. El Teatro necesita poetas. […] para los que ya estamos cansados de oír en el teatro las mismas vulgaridades de este vivir prosaico, ese Teatro en que hablar gramaticalmente ya es falsedad y decir lo que se piensa atrevimiento y decir lo que se siente lirismo».


Y acababa incitando a los poetas a acuciar la imaginación del espectador:

«Os necesitamos para despertar la imaginación del público, tan cerrada, tan dormida, que ya hasta la misma realidad le parece falsa si no es tan insignificante como lo es la vida, para el que sólo lleva en los ojos una lente de máquina fotográfica sin un alma dentro».


Pedro Salinas en «El signo de la literatura española del siglo XX», en diciembre de 1940, afirmaría:

«De modo que podemos equiparar el signo espiritual de una época histórica con su especial querer decir, con la voluntad de expresar adecuadamente su ser peculiar e íntimo. Pues bien, para mí el signo del siglo XX es el signo lírico; los autores más importantes de ese período adoptan una actitud de lirismo radical al tratar los temas literarios. Ese lirismo básico, […] es el que vierte sobre novela, ensayo, teatro, esa ardiente tonalidad poética que percibimos en la mayoría de las obras importantes de nuestros días» (1970: 3435).


Alberto Insúa, quien, a la sazón, también suscribió el Manifiesto del Teatro de Arte (1908), recuerda en sus Memorias la afición de Benavente por el espiritismo y cómo en el Ateneo imitaba a Allan Kardec (1804-1869) teósofo y espiritista francés, en un tiempo en el que no se conocía a Sigmund Freud «el genial investigador de la (sic) psicoanálisis, tan estudiado y tan discutido en estos días» (Benavente, 1924: 115), ya que a España llegaron las primeras traducciones de Freud hacia 1921 (Martínez Sierra, 1958: 14, nota 1). «Sólo entienden la vida los soñadores, y digan lo que se les antoje los positivistas, pensar no es otra cosa que soñar. Y vivir otro tanto» (Insúa, 1952: 535). Como una reunión de cuadros ideales de ensueños vagos y borrosos fue recibido Teatro fantástico, esta primera tentativa dramática de Benavente (Guarner, 1944: 224).

El 3 de marzo de 1899, Rubén Darío enumeraba a los escritores que se encuadraban en «La joven literatura», entre los que figuraba Jacinto Benavente, cuyo Teatro fantástico quiere situarse en la línea de Antoine o de George Moore en Londres, a pesar de que «Madrid cuenta con muy reducido número de gentes que miren el arte como un fin, o que comprendan la obra artística fuera de las usuales convenciones». Sus personajes, aunque altamente estilizados, reflejan situaciones de la vida y complicaciones psicológicas:

«Dejo como última nota el Teatro fantástico de Benavente, una joya de libro, que revela fuerza de ese talento en que tan solamente se ha reconocido la gracia. […] Es un pequeño teatro en libertad. […] Son delicadas y espirituales fabulaciones unidas por un hilo de seda en que encontráis a veces, sin mengua en la comparación, como la filigrana mental del diálogo shakesperiano, del Shakespeare del Sueño de una noche de verano o de La tempestad. El alma perspicaz y cristalinamente femenina del poeta crea deliciosas fiestas galantes, perfumadas escenas, figurillas de abanico y tabaquera que en un ambiente Watteau salen de las pinturas y sirven de receptáculo a complicaciones psicológicas y problemas de la vida» (1899, Obras completas, 1921: 94)


Alfonso Par (1935) y Eduardo Juliá han destacado el conocimiento que Benavente poseía del dramaturgo inglés al que asimiló (1944: 204 y 206) y de quien tradujo Hamlet (s.a.) y El rey Lear (1911), libro que recogió de las propias manos de su padre (Montero Alonso, 1967: 209). Los favoritos, pieza del Teatro fantástico, se inspira en escenas de la comedia shakespeariana Much ado about nothing y Cuento de amor (1899) es la adaptación de Noche de Reyes, Twelfth Night or What you will. No fue la única ocasión que Benavente emprendió tentativas simbolistas. En el periodo de entreguerras, cuando ya había obtenido el Premio Nobel (1922), compuso La noche iluminada (1927), con influencias de El sueño de una noche de verano de W. Shakespeare.

Azorín, en el periódico ABC del 18 de febrero de 1913, en el artículo fundacional de la Generación del 98, señaló también las influencias en Benavente de «Molière, Musset y los dramaturgos modernos de Francia», como renovadoras de las letras españolas. Al año siguiente de la publicación de Teatro fantástico, Jacinto Benavente publicó su segundo libro, Versos, libro romántico, con huellas de Bécquer, Heine y de la duda de Hamlet; una veta de rebeldía de quien «entonces, a los veintisiete años, se creía un iconoclasta terrible» (Guarner, 1944: 225).

En 1916, Rubén Darío, que ya ocupaba su lugar de iniciador del modernismo hispano destacaba del autor de Teatro fantástico el ser un escritor minoritario, como sin duda lo era por este intento teatral, su diálogo vivo y chispeante al estilo del Calderón y Lope de Vega y volvía a recalcar la poesía y magia que impregnan su teatro:

«Entrad en su teatro de ensueño y en su teatro de bondad. Dejaos llevar por la mano que sabe apartar los ramajes hostiles. Él os hará el regalo de la poética dulzura, del rayo de luna, del canto cristalino del ruiseñor. […] El verdadero poder de Benavente consiste en que es un poeta, […] y en que todo a lo que toca le comunica la virtud mágica de su secreto» (1916: 33).


Enrique Llovet (1966) y Fernando Lázaro Carreter (1978) siguieron la clasificación de Eduardo Juliá (1944: 169), quien aplicó el esquema del extremeño Torres Naharro —comedias a noticia y comedias a fantasía— a la obra dramática de Jacinto Benavente. En esta segunda clasificación cabía incluir a Teatro fantástico. La primera edición (1892) de Teatro fantástico de Jacinto Benavente, editada en la madrileña Tipografía Franco-española, recogía cuatro piezas breves, Amor de artista, Los favoritos, El encanto de una hora y Cuento de primavera. Esta incursión dramática de Benavente no provocó comentario inmediato alguno, salvo en el Madrid Cómico, cuyo director era Sinesio Delgado quien aludió a la edición de esta manera: «Teatro fantástico, por D. Jacinto Benavente. Contiene el tomo las obras siguientes: Amor de artista, loa; Los favoritos, comedia en un acto; El encanto de una hora, diálogo, y Cuento de primavera, comedia en dos actos». En la edición de 1905, se añadieron otras cinco piezas dramáticas Comedia italiana, El criado de don Juan, La senda del amor, La blancura de Pierrot y Modernismo. Se eliminó Los favoritos que fue recuperada en la clásica edición de sus Obras completas11.

Adolfo Bonilla y San Martín saludaban en la revista El Ateneo (1906) la primera obra de Benavente como una colección de cuadritos ideales, de «ensueños vagos y borrosos» que quieren recordar momentos felices de la vida, en que recorrimos, en unión de nuestros amores, los floridos jardines de la Ilusión:

«Benavente no ha hecho nada mejor que Teatro fantástico, y aún estamos por decir que, de cuantas producciones conocemos de la literatura española contemporánea, ninguna, fuera de Morsamor del gran Valera, desarrolla tantos primores de lenguaje ni tan exquisita galanura de forma como el susodicho Teatro».


Ganímedes, símbolo del amor homosexual y antecedente de Crispín en el prólogo a Los intereses creados (1907): «El autor sólo pide que aniñéis cuanto sea posible vuestro espíritu. El mundo está ya viejo y chochea; el Arte no se resigna a envejecer, y por parecer niño finge balbuceos…» Y he aquí cómo estos viejos polichinelas pretenden hoy divertiros con sus niñerías, rubricará, en el proemio a Cuento de Primavera (1892), el manifiesto del nuevo teatro modernista:

«Este cuento, ensueño juvenil, […] ha tomado ser en la fantasía y forma en el arte y existe, en fin, en la realidad de lo hecho, que tan efectivo es el sueño más ideal como el acto más común de la vida. Pero el autor recusa desde ahora el fallo de quien no aporte consigo la buena fe y el candor de una adolescencia apenas maliciosa. Nada de reflexiones; vamos a soñar, y el autor, soñando, os invita a ello. Seguidle, si su sueño os interesa; si no, abstraed de él vuestra imaginación y soñad cada uno lo que mejor os plazca».


Frente a la evidencia de que Teatro fantástico no obtuvo el éxito esperado (González Blanco, 1917: 56), Federico Onís, tras advertir que estas obras primeras de Benavente no estaban destinadas a la representación —de composiciones quasi-dramáticas las definía Francisco C. Lacosta (1966: 527)—, remarcaba:

«Lo característico de Benavente, como de todos los escritores de este tiempo, ha sido la reacción contra las formas recibidas del arte nacional […], movido […] por el deseo y la necesidad de liberarse de los moldes tradicionales y crear su propio arte de acuerdo con los tiempos nuevos» (1923: 17).


Jacinto Benavente, con esta incursión dramática, alejó de la escena el costumbrismo y el melodramatismo imperantes y ensayó nuevas formas de ilusión teatral. En Teatro fantástico Benavente fusionó la fantasía y la commedia dell’arte, el juego y el sueño, el distanciamiento temporal y espacial con la estilización más absoluta, la desrealización con el mundo maravilloso o sobrenatural de condición mágica12. Por medio de sus figuras consiguió la deshumanización de sus personajes y de sus sentimientos.

Si con sus dramas rurales, Benavente fue un antecedente de las tragedias lorquianas, con la creación de esos personajes aparentemente intrascendentes consiguió llegar a la máscara y, con ella, a la farsa, un puente que condujo al teatro de Valle-Inclán.

Santiago Fortuño Llorens, «Jacinto Benavente y el teatro modernista»,
Epos, Número XXIV, 2008, páginas 85-101.

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