Ausencia de los mejores

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¿NO HAY HOMBRES, O NO HAY MASAS?

Me interesa que las curvas impuestas por el desarrollo de toda idea un poco compleja no despojen de claridad a la trayectoria seguida en este ensayo. He intentado en él sugerir que la actualidad pública de España se caracteriza por un imperio casi exclusivo del particularismo y la táctica de acción directa que le es aneja. A este fin convenía partir, como del hecho más notorio, del separatismo catalán y vasco. Pero la opinión vulgar ve en él no más que una especie de tumor inesperado y casual sobrevenido a la carne española, y cree descubrir su más grave malignidad en lo que, a mi juicio, es solamente adjetivo y mero pretexto que una desazón más profunda busca para airearse.

Catalanismo y vizcaitarrismo no son síntomas alarmantes por lo que en ellos hay de positivo y peculiar –la afirmación «nacionalista»–, sino por lo que en ellos hay de negativo y común al gran movimiento de desintegración que empuja la vida toda de España. Por esta razón, era interesante mostrar primero que estos separatismos de ahora no hacen sino continuar el progresivo desprendimiento territorial sufrido por España durante tres siglos. Luego convenía hacer patente la identidad que, bajo muecas diversas, existe entre el particularismo regional y el de las clases, grupos y gremios. Si se advierte que un mismo rodaje de últimas tendencias y emociones mueve el catalanismo y la actuación del Ejército –dos cosas a primera vista antagónicas–, se evitará el error de localizar el mal donde no está. La realidad histórica es a menudo como la urraca de la pampa

que en un lao pega los gritos
y en otro pone los huevos.


De esta manera puede contribuir este estudio a dirigir la atención hacia estratos más hondos y extensos de la existencia española, donde en verdad anidan los dolores que luego dan sus gritos en Barcelona o en Bilbao.

Se trata de una extremada atrofia en que han caído aquellas funciones espirituales cuya misión consiste precisamente en superar el aislamiento, la limitación del individuo, del grupo, o de la región. Me refiero a la múltiple actividad que en los pueblos sanos suele emplear el alma individual en la creación o recepción de grandes proyectos, ideas y valores colectivos.

Como ejemplo curioso de esta atrofia puede servir el tópico, en apariencia inocente, de que «hoy no hay hombres en España». Yo creo que, si un Cuvier de la historia encontrase el hueso de esta sencilla frase, tan repetida hoy entre nosotros, podría reconstruir el esqueleto entero del espíritu público español durante los años corrientes.

Cuando se dice «que hoy no hay hombres», se sobre dice, que ayer sí los había. Aquella frase no pretende significar nada absoluto, sino
meramente una evaluación comparativa entre el hoy y el ayer. Ayer es, para estos efectos, la época feliz de la Restauración y la Regencia, en que aún había «hombres».

Si fuésemos herederos de una edad tan favorable que durante ella hubiesen florecido en España un Bismarck o un Cavour, un Víctor Hugo o un Dostoievski, un Faraday o un Pasteur, el reconocimiento de que hoy no había tales hombres sería la cosa más natural del mundo. Pero Restauración y Regencia no sólo transcurrieron exentas de tamañas figuras, sino que representan la hora de mayor declinación en los destinos étnicos de España. Nadie puede dudar de que el contenido de nuestro pueblo es hoy muy superior al de aquel tiempo. En ciencia como en riqueza, ha crecido de entonces acá España en proporciones considerables.

Sin embargo, ayer había «hombres» y hoy no. Esto debe escamarnos un poco. ¿Qué género de «hombría» gozaban aquellos que eran «hombres» y hoy falta a los pseudo-hombres vivientes? ¿Eran más inteligentes, más capaces en sus personas? ¿Había mejores médicos o ingenieros que ahora? ¿Conocía Echegaray la matemática mejor que Rey Pastor? ¿Era más enérgico y perspicaz Ruiz Zorrilla que Lerroux? ¿Se encerraba más agudeza en Sagasta que en el conde de Romanones? ¿Había más ciencia en la obra de Menéndez Pelayo que en la de Menéndez Pidal? ¿Valían más los estremecimientos poéticos de Núñez de Arce que los de Rubén Darío? ¿Escribía mejor castellano Valera que Pérez de Ayala?

Para todo el que juzgue con imparcialidad y alguna competencia, no es dudoso que en casi todas las disciplinas y ejercicios hay hoy españoles tan buenos, si no mejores, que los de ayer, aunque tan pocos hoy como ayer. Sin embargo, tiene razón el tópico: ayer había «hombres» y hoy no. La «hombría» que, sin darse cuenta de ello, echa hoy la gente de menos, no consiste en las dotes que la persona tiene, sino precisamente en las que el público, la muchedumbre, la masa pone sobre ciertas personas elegidas. En estos años han ido muriendo los últimos representantes de aquella edad de «hombres». Los hemos conocido y tratado.

¿Quién podría en serio atribuirles calidades de inteligencia y eficacia que no fueran superlativamente modestas? No obstante, a nosotros mismos nos parecían «hombres». La «hombría» estaba, no en sus personas, sino en tomo a ellas: era una mística aureola, un nimbo patético que los circundaba proveniente de su representación colectiva. Las masas habían creído en ellos, los habían exaltado, y esta fe, este respeto multitudinario aparecían condensados en el dintorno de su mediocre personalidad.

Tal vez no haya cosa que califique más certeramente a un pueblo y a cada época de su historia como el estado de las relaciones entre la masa y la minoría directora. La acción pública –política, intelectual y educativa–, es, según su nombre indica, de tal carácter que el individuo por sí solo, cualquiera que sea el grado de su genialidad, no puede ejercerla eficazmente. La influencia pública o, si se prefiere llamarla así, la influencia social, emana de energías muy diferentes de las que actúan en la influencia privada que cada persona puede ejercer sobre la vecina. Un hombre no es nunca eficaz por sus cualidades individuales, sino por la energía social que la masa ha depositado en él. Sus talentos personales fueron sólo el motivo, ocasión o pretexto para que se condensase en él ese dinamismo social.

Así, un político irradiará tanto de influjo público cuanto sea el entusiasmo y confianza que su partido haya concentrado en él. Un escritor logrará saturar la conciencia colectiva en la medida que el público sienta hacia él devoción. En cambio, sería falso decir que un individuo influye en la proporción de su talento o de su laboriosidad.

La razón es clara: cuanto más hondo, sabio y agudo sea un escritor, mayor distancia habrá entre sus ideas y las del vulgo, y más difícil su asimilación por el público. Sólo cuando el lector vulgar tiene fe en el escritor y le reconoce una gran superioridad sobre sí mismo, pondrá el esfuerzo necesario para elevarse a su comprensión. En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles.

Lo propio acontece con el público. Si la masa no abre, ex abundantia cordis, por fervorosa impulsión, un largo margen de fe entusiasta a un hombre público, antes bien, creyéndose tan lista como él, pone en crisis cada uno de sus actos y gestos, cuanto más fino sea el político, más irremediables serán las malas inteligencias, menos sólida su postura, más escaso estará de verdadera representación colectiva. ¿Y cómo podrá vencer al enemigo un político que se ve obligado cada día a conquistar humildemente su propio partido? Venimos, pues, a la conclusión de que los «hombres» cuya ausencia deplora el susodicho tópico son propiamente creación efusiva de las masas entusiastas y, en el mejor sentido del vocablo, mitos colectivos.

En las horas de historia ascendente, de apasionada instauración nacional, las masas se sienten masas, colectividad anónima que, amando su propia unidad, la simboliza y concreta en ciertas personas elegidas, sobre las cuales decanta el tesoro de su entusiasmo vital. Entonces se dice que «hay hombres». En las horas decadentes, cuando una nación se desmorona, víctima del particularismo, las masas no quieren ser masas, cada miembro de ellas se cree personalidad directora, y, revolviéndose contra todo el que sobresale, descarga sobre él su odio, su necedad y su envidia. Entonces, para justificar su inepcia y acallar un íntimo remordimiento, la masa dice que no «hay hombres».

Es completamente erróneo suponer que el entusiasmo de las masas depende del valer de los hombres directores. La verdad es estrictamente lo contrario: el valor social de los hombres directores depende de la capacidad de entusiasmo que posea la masa. En ciertas épocas parece congelarse el alma popular; se vuelve sórdida, envidiosa, petulante y se atrofia en ella el poder de crear mitos sociales. En tiempos de Sócrates había hombres tan fuertes como pudo ser Hércules; pero el alma de Grecia se había enfriado, e incapaz de segregar míticas fosforescencias, no acertaba ya a imaginar en torno al forzudo un radiante zodíaco de doce trabajos.

Atiéndase a la vida íntima de cualquier partido actual. En todos, incluso en los de la derecha, presenciamos el lamentable espectáculo de que, en vez de seguir al jefe del partido, es la masa de éste quien gravita sobre su jefe. Existe en la muchedumbre un plebeyo resentimiento contra toda posible excelencia y luego de haber negado a los hombres mejores todo fervor y social consagración, se vuelve a ellos y les dice: «No hay hombres».

¡Curioso ejemplo de la sólita incongruencia entre lo que la opinión pública dice y lo que más en lo hondo siente! Cuando oigáis decir: «Hoy no hay hombres», entended: «Hoy no hay masas».

IMPERIO DE LAS MASAS

Una nación es una masa humana organizada, estructurada por una minoría de individuos selectos. Cualquiera que sea nuestro credo político, nos es forzoso reconocer esta verdad, que se refiere a un estrato de la realidad histórica mucho más profundo que aquel donde se agitan los problemas políticos. La forma jurídica que adopte una sociedad nacional podrá ser todo lo democrática y aun comunista que quepa imaginar; no obstante, su constitución viva, transjurídica, consistirá siempre en la acción dinámica de una minoría sobre una masa.

Se trata de una ineludible ley natural que representa en la biología de las sociedades un papel semejante al de la ley de las densidades en física. Cuando en un líquido se arrojan cuerpos sólidos de diferente densidad, acaban éstos siempre por quedar situados a la altura que a su densidad corresponde. Del mismo modo, en toda agrupación humana se produce espontáneamente una articulación de sus miembros según la diferente densidad vital que poseen.

Esto se advierte ya en la forma más simple de sociedad, en la conversación. Cuando seis hombres se reúnen para conversar, la masa indiferenciada de interlocutores que al principio son, queda poco después articulada en dos partes, una de las cuales dirige en la conversación a la otra, influye en ella, regala más que recibe. Cuando esto no acontece, es que la parte inferior del grupo se resiste anómalamente a ser dirigida, influida por la porción superior, y entonces la conversación se hace imposible. Así, cuando en una nación la masa se niega a ser masa –esto es, a seguir a la minoría directora–, la nación se deshace, la sociedad se desmembra, y sobreviene el caos social, la invertebración histórica.

Un caso extremo de esta invertebración histórica estamos ahora viviendo en España. Todas las páginas de este rápido ensayo tienden a corregir la miopía que usualmente se padece en la percepción de los fenómenos sociales. Esa miopía consiste en creer que los fenómenos sociales, históricos, son los fenómenos políticos, y que las enfermedades de un cuerpo nacional son enfermedades políticas.

Ahora bien, lo político es ciertamente el escaparate, el dintorno o cutis de lo social. Por eso es lo que salta primero a la vista. Y hay, en efecto, enfermedades nacionales que son meramente perturbaciones políticas, erupciones o infecciones de la piel social. Pero esos morbos externos no son nunca graves. Cuando lo que está mal en un país es la política, puede decirse que nada está muy mal. Ligero y transitorio el malestar, es seguro que el cuerpo social se regulará a sí mismo un día u otro.

En España, por desgracia, la situación es inversa. El daño no está tanto en la política como en la sociedad misma, en el corazón y en la cabeza de casi todos los españoles.

¿Y en qué consiste esta enfermedad? Se oye hablar a menudo de la «inmoralidad pública», y se entiende por ella la falta de justicia en los tribunales, la simonía en los empleos, el latrocinio en los negocios que dependen del Poder público. Prensa y Parlamento dirigen la atención de los ciudadanos hacia esos delitos como a la causa de nuestra progresiva descomposición.

Yo no dudo que padezcamos una abundante dosis de «inmoralidad pública»; pero, al mismo tiempo, creo que un pueblo sin otra enfermedad más honda que esa podría pervivir y aun engrosar. Nadie que haya deslizado la vista por la historia universal puede desconocer esto: si se quiere un ejemplo escandaloso y nada remoto, ahí está la historia de los Estados Unidos durante los últimos cincuenta años. A lo largo de ellos ha corrido por la vida norteamericana un Mississippi de «inmoralidad pública». Sin embargo, la nación ha crecido gigantescamente, y las estrellas de la Unión son hoy una de las mayores constelaciones del firmamento internacional. Podrá irritar nuestra conciencia ética el hecho escandaloso de que esas formas de «inmoralidad» no aniquilen a un pueblo, antes bien, coincidan con su encumbramiento; pero mientras nos irritamos, la realidad sigue produciéndose según ella es y no según nosotros pensamos que debía ser.

La enfermedad española es, por malaventura, más grave que la susodicha «inmoralidad pública». Peor que tener una enfermedad es ser una enfermedad. Que una sociedad sea inmoral, tenga o contenga inmoralidad, es grave; pero que una sociedad no sea una sociedad, es mucho más grave. Pues bien: este es nuestro caso. La sociedad española se está disociando desde hace largo tiempo porque tiene infeccionada la raíz misma de la actividad socializadora.

El hecho primario social no es la mera reunión de unos cuantos hombres, sino la articulación que en ese ayuntamiento se produce inmediatamente. El hecho primario social es la organización en dirigidos y directores de un montón humano. Esto supone en unos cierta capacidad para dirigir; en otros, cierta facilidad íntima para dejarse dirigir1. En suma: donde no hay una minoría que actúe sobre una masa colectiva, y una masa que sabe aceptar el influjo de una minoría, no hay sociedad, o se está muy cerca de que no la haya.

Pues bien: en España vivimos hoy entregados al imperio de las masas. Los miopes no lo creen así porque, en efecto, no ven motines en las calles ni asaltos a los bancos y ministerios. Pero esa revolución callejera significaría sólo el aspecto político que toma, a veces, el imperio de una masa social determinada: la proletaria. Yo me refiero a una forma de dominio mucho más radical que la algarada en la plazuela, más profunda, difusa, omnipresente, y no de una sola masa social, sino de todas, y en especie de las masas con mayor poderío: las de clase media y superior.

En el capítulo anterior he aludido al extraño fenómeno de que, aun en los partidos políticos de la extrema derecha, no son los jefes quienes dirigen a sus masas, sino éstas quienes empujan violentamente a sus jefes para que adopten tal o cual actitud. Así hemos visto que los jóvenes «mauristas» no han aceptado la política internacional que durante la guerra Maura proponía, sino, al revés, han pretendido imponer a su jefe la política internacional que en sus cabezas livianas y atropelladas –cabezas de «masa»– se había instalado. Lo propio aconteció con los carlistas, que han coceado en masa a su conductor, obligándole a una retirada.

Las Juntas de Defensa no son, a la postre, sino otro ejemplo de esa subversión moral de las masas contra la minoría selecta. En los cuartos de banderas se ha creído de buena fe –y esta buena fe es lo morboso del hecho– que allí se entendía de política más que en los lugares donde, por obligación o por devoción, se viene desde hace muchos años meditando sobre los asuntos públicos. Este fenómeno mortal de insubordinación espiritual de las masas contra toda minoría eminente se manifiesta con tanta mayor exquisitez cuanto más nos alejamos de la zona política. Así el público de los espectáculos y conciertos se cree superior a todo dramaturgo, compositor o crítico, y se complace en cocear a unos y otros. Por muy escasa discreción y sabiduría que goce un crítico, siempre ocurrirá que posee más de ambas calidades que la mayoría del público. Sería lo natural que ese público sintiese la evidente superioridad del crítico y, reservándose toda la independencia definitiva que parece justa, hubiese en él la tendencia de dejarse influir por las estimaciones del entendido. Pero nuestro público parte de un estado de espíritu inverso a éste: la sospecha de que alguien pretenda entender de algo un poco más que él, le pone fuera de sí.

En la misma sociedad aristócrata acontece lo propio. No son las damas mejor dotadas de espiritualidad y elegancia quienes imponen sus gustos y maneras, sino al revés, las damas más aburguesadas, toscas e inelegantes, quienes aplastan con su necedad a aquellas criaturas excepcionales.
Dondequiera asistimos al deprimente espectáculo de que los peores, que son los más, se revuelven frenéticamente contra los mejores. ¿Cómo va a haber organización en la política española, si no la hay ni siquiera en las conversaciones?

España se arrastra invertebrada, no ya en su política, sino, lo que es más hondo y substantivo que la política, en la convivencia social misma. De esta manera no podrá funcionar mecanismo alguno de los que integran la máquina pública. Hoy se parará una institución, mañana otra, hasta que sobrevenga el definitivo colapso histórico.

Ni habrá ruta posible para salir de tal situación, porque, negándose la masa a lo que es su biológica misión, esto es, a seguir a los mejores, no aceptará ni escuchará las opiniones de éstos, y sólo triunfarán en el ambiente colectivo las opiniones de la masa, siempre inconexas, desacertadas y pueriles.

José Ortega y Gasset,
«La España invertebrada», Revista de occidente, Alianza Editorial, 2004, Madrid.


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