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El escaso, pero intenso, período de tiempo que abarca desde 1898 a 1936 aparece jalonado trágicamente por las dos guerras más importantes que ha sufrido la España contemporánea: la que da lugar a la denominada «crisis del 98», que concluyó con la derrota española frente a Estados Unidos y la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas; y el inicio de la Guerra Civil Española de 1936-1939, que significa también el fin de una serie de expectativas culturales, sociales y políticas, no recuperadas después hasta 1975 con la denominada «transición española».
Sin embargo, en estos escasos cuarenta años cristaliza un intento acelerado de modernización de España, iniciado en el último tercio del siglo XIX con la aparición tanto de una creciente burguesía como, sobre todo, de un pensamiento liberal y reformista que, al igual que sucedía con los ilustrados del siglo XVIII, pretendía modernizar España adaptándola a los nuevos tiempos. A esta tarea contribuyeron las innovaciones culturales y pedagógicas y los intentos euroaperturistas de Giner de los Ríos y de los Institucionistas; así como los afanes de los Regeneracionistas y de los escritores del 98. Y también las altas miras de intelectuales que como Ortega y otros autores propiciaron, alrededor de 1914, un resurgimiento cultural, en el que el Grupo del 27 tuvo mucho que decir. Esta suma de acontecimientos ha llevado a uno de sus mejores estudiosos, Juan Marichal, a denominar a esta etapa del primer tercio del siglo XX como la continuación de la Edad de Oro Liberal de la cultura española.
La ruina moral, económica y social con que se inicia el siglo XX en España, después del desastre del 98, se ve compensada posteriormente con la neutralidad española durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), que propició un importante enriquecimiento cultural y económico. Este impulso se vio, asimismo, favorecido, en esta primera parte del siglo, por regímenes políticos más permisivos y aperturistas como los de la Regencia de María Cristina (1885-1902), el reinado de Alfonso XIII (1902-1931), la dictadura de Primo de Rivera a partir de 1923, y la Segunda República desde 1931.
En este resurgimiento cultural, la literatura, las artes, la ciencia y el pensamiento alcanzaron un gran auge, y su crecimiento conjunto hizo de este primer tercio del siglo XX uno de los períodos más ricos de la cultura española, sellado por la concesión de varios Premios Nobel; como los otorgados al investigador en el sistema nervioso Ramón y Cajal en 1906, a los dramaturgos José Echegaray en 1904 y Jacinto Benavente en 1922 […]. A estos hechos se une el renombre internacional alcanzado en ese período por pintores como Picasso, Zuloaga, Sorolla y el músico Manuel de Falla. Y también por el pensamiento español del momento, a través de sus principales representantes, Unamuno y Ortega. Especialmente después de sus respectivos libros, La agonía del cristianismo de 1924, y La rebelión de las masas de 1930, de gran repercusión entre la intelectualidad occidental de la época. Igualmente, hay que destacar el gran desarrollo alcanzado por las ciencias experimentales, por medio de las figuras ya mencionadas de Ramón y Cajal y, posteriormente de Severo Ochoa, unido al reconocimiento también universal, de autores como el pintor Salvador Dalí, el cineasta Luis Buñuel, el arquitecto Antoni Gaudí y el poeta y dramaturgo Federico García Lorca, por citar sólo algunos de los nombres más significativos. Todos ellos demuestran la alta densidad cultural de este período, donde el florecimiento artístico-literario se combina con un gran auge en el terreno científico, respaldado por un pensamiento filosófico, asimismo destacado internacionalmente. La huella cultural de esta época traspasó la barrera de la Guerra Civil a través de la gran calidad intelectual de muchos de los integrantes del exilio español.
[…] Este proceso de intensificación y modernización cultural de España, enfatizado por la Segunda República, se verá truncado bruscamente en 1936, haciendo de su evolución un proceso discontinuo y trágico que no volverá a recuperar su pulso hasta pasados cuarenta años. La Guerra Civil Española pondrá fin a este importante período, alcanzando ella misma una dimensión internacional por su carácter ideológico, de lucha de mentalidades, que venía a romper de forma definitiva los afanes euro-aperturistas de la intelectualidad española del primer tercio del siglo XX. La denominación de esta época como la Edad de Oro Liberal, acuñada ya en México en 1952, por Juan Marichal, abarca según su criterio, un período de tiempo más amplio del que corresponde a los límites cronológicos de este libro que comienza en 1898. Según ha afirmado repetidamente Marichal en sus clases de Harvard (y refleja Ángel del Río en su Historia de la Literatura Española, II, página 338) esta Edad de Oro se iniciaría fundamentalmente a partir de 1868, fecha de la revolución liberal denominada «La Gloriosa», que derrocó el régimen moderado de Isabel II (1843-1868).
El pensamiento liberal en el siglo XIX español había tenido, con anterioridad a 1868, manifestaciones importantes, como la representada por Las Cortes de Cádiz de 1812, o la expresada por los liberales en el exilio, especialmente el londinense, a raíz de la vuelta al trono de Fernando VII en 1813, así como la manifestada en España después de la muerte de Fernando VII en 1833, fecha del asentamiento del Romanticismo teatral en España. Los primeros intentos de modernización aparecieron durante la minoría de edad de Isabel II (hija menor de Fernando VII) y las sucesivas Regencias de su madre María Cristina (1833-1841) y del General Espartero (1841-1843), con la realización de distintas desamortizaciones, como la de Mendizábal en 1836, y los diferentes intentos de aplicar la Constitución Liberal de 1912.
Sin embargo, no será hasta la Constitución Liberal de 1869, cuando se asienten las bases del liberalismo democrático con la proclamación del sufragio universal, la soberanía nacional, la libertad de culto y de prensa y la declaración de derechos. A partir de esta fecha aparecerán las grandes novelas realistas-naturalistas del siglo XIX, como Fortunata y Jacinta de Galdós en 1887 (sólo un año antes de la aparición de Azul de Rubén Darío) y La Regenta de Clarín de 1885. Con esta ampliación del primer tercio del siglo XX hasta el tercio final del siglo XIX, Marichal pretende concederle a este último período la importancia que se merece, no sólo como portador de la gran narrativa de finales del XIX, sino también como etapa de gestación de los grandes cambios ideológicos, culturales y artísticos sucedidos en la primera parte del siglo XX, que tal vez no podrían comprenderse sin hundir sus raíces en ese el último tercio del XIX.
Estos cambios abarcarían los diferentes ámbitos de la vida, impulsados por los grandes descubrimientos científicos y técnicos de finales del siglo XIX en el mundo especialmente con el teléfono, 1876; la bombilla eléctrica, 1879; el ferrocarril eléctrico, 1879; el motor de explosión del automóvil, 1886; la telegrafía sin hilos, 1895; etc., que propiciaron, a partir de 1870, la aparición de la denominada segunda revolución industrial. Y también de un tipo de clase burguesa, apoyada en el gran crecimiento económico de este momento, que permitió el nacimiento de una sociedad capitalista en los países avanzadas, en especial a partir de la creación de los grandes trust americanos, como el de Rockefeller, que formó en 1882 la Standard Oil.
La construcción de los grandes canales de Suez (1869) y Panamá (1881) también contribuyeron a este crecimiento económico mundial, respaldado por una gran revolución en la arquitectura, con la aplicación del hierro y el acero a los nuevos edificios, como se pudo ver en la Exposición Universal de París, de 1900, donde Gustav Eiffel presentó su famosa torre, con una altura nunca conseguida hasta entonces. A su vez, aparecieron los grandes movimientos obreros, sustentados en teorías políticas, como el socialismo de Fourier, el anarquismo de Bakunin, o el marxismo de Marx y Engels, que en 1848 habían publicado su Manifiesto Comunista.
Estas innovaciones del XIX se intensificarían en el XX y contribuirán a acentuar la importancia de la creciente burguesía decimonónica que derivará, a comienzos del XX, en una sociedad de masas, de enorme relevancia en este siglo, como ya detectara Ortega y Gasset en su conocido libro La rebelión de las masas de 1930. A esta sociedad de masas contribuyó el enorme poder de la prensa con nombres como Hearst o Pulitzer, unido a los importantes avances en las telecomunicaciones y al surgimiento e impacto de las grandes metrópolis como centros de cultura y de poder económico (primero París y posteriormente Nueva York) según revelan varias obras, como la novela Manhattan Transfer de John Dos Passos, la película Metrópolis de Fritz Lang o el cuadro Metrópolis (1916-17) de George Grosz, que hacen de la gran ciudad y las muchedumbres (según las llama García Lorca en su poemario, Poeta en Nueva York, escrito casi en el mismo año que La rebelión de las masas de Ortega) el eje vertebrador de la sociedad moderna.
También en la segunda mitad del siglo XIX aparecerá otro de los condicionantes fundamentales de la mentalidad contemporánea, la obra El origen de las especies (1859) de Darwin, que hizo tambalear la concepción teocéntrica del mundo, al hablar no de creación sino de evolución de las especies. Más tarde, Sigmund Freud (1856-1939), creador del psicoanálisis, contribuiría también a generar esta sensación de preocupación psicológica en el individuo, al iniciar sus investigaciones sobre el subconsciente humano y formular una de las teorías de mayor influencia en la percepción de la identidad del individuo en el siglo XX. En especial, a raíz de la publicación de su obra, La interpretación de los sueños, cuyo primer tomo apareció en 1905, teniendo posteriormente una enorme repercusión en las teorías de André Breton, formuladas en su Manifiesto Surrealista de 1924.
En el pensamiento de la época las teorías de Freud venían a reforzar el clima de irracionalismo vigente, una vez desterrada la filosofía positivista de Auguste Comte, que respaldó la novela realista-naturalista decimonónica. Estas corrientes irracionalistas tenían su base en filósofos del XIX, que en estos primeros años del XX alcanzaron un tremendo auge. Como Schopenhauer (1788-1860), que percibía el mundo arrastrado por una fuerza irracional, Kierkegaard (1813-1860), precedente del existencialismo en el siglo XX, o Nietzsche (1844-1900), cuya idea de que la existencia es absolutamente negativa preludiaba el sentimiento trágico de la vida en el XX.
Todas ellas tenían en común el rechazo del racionalismo como método de análisis de la realidad y el desamparo y pesimismo de sus postulados ante la propia existencia, una vez desterrada la idea de trascendencia humana. Y en especial, después de las teorías de Darwin en el XIX y los grandes avances de la física atómica en el XX, con Einstein a la cabeza, que entre 1905 y 1915 expuso su teoría de la relatividad; y sobre todo después del tremendo impacto que produjo en el pensamiento occidental la I Guerra Mundial, concluida en 1918. Este irracionalismo filosófico desembocará en el primer tercio del XX en las teorías vitalistas de Henri Bergson (1859-1941) –de gran influencia en Antonio Machado– para quien la realidad sólo puede ser aprehendida mediante la intuición; y también en el existencialismo de Martin Heidegger, cuya obra Ser y Tiempo publicada en 1927, presenta grandes concomitancias con el pensamiento de Ortega y Gasset. Estas teorías existencialistas serían continuadas por Jean Paul Sartre, cuya obra El ser y la Nada, de 1943, realizada poco antes de concluir la II Guerra Mundial, tuvo también un enorme impacto.
De estas corrientes irracionalistas europeas de comienzos de siglo participarán los dos pensadores españoles más importantes de esta mitad del XX, Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset, cuyas aportaciones a la filosofía de la época serán tenidas en cuenta por el pensamiento occidental del momento. Esta será una de las características más relevantes de la cultura anterior a 1936, así como el hecho de que las manifestaciones artísticas estuvieran respaldadas por un pensamiento autóctono, implicado en las reformas ideológicas y culturales que pretendían llevarse a cabo por los sectores más liberales de la sociedad española.
Sus respectivas obras La agonía del cristianismo (1924) y La rebelión de las masas (1930) fueron en su momento éxitos internacionales. La primera se tradujo casi inmediatamente al inglés, italiano y alemán, alcanzando una resonancia excepcional, sólo superada años más tarde por la citada obra de Ortega. La repercusión de dichas creaciones sobrepasó el ámbito estrictamente académico. En ello influyó el lenguaje, entre literario y filosófico, elegido por los dos autores para la transmisión de sus ideas, que, de esta manera, llegaron a un ámbito mucho más amplio de la población. Ambos estuvieron guiados por la idea subyacente de que había que regenerar y renovar a España, aunque cada uno de ellos lo intentase de diferente modo.
Las artes y la literatura también mostraron una forma nueva de ver el mundo, haciéndose eco de este cambio, que igualmente tenía sus raíces en el último tercio del XIX, aunque el comienzo del siglo XX significase una radicalización de sus posturas. A partir de 1870 el Impresionismo había empezado a desfigurar los límites de la figura humana, que los ismos de vanguardia en el siglo XX, y dentro de ellos el Cubismo, modificarían totalmente. Este proponía un nuevo modo de plasmar la realidad, que un poco más tarde derivaría en un arte claramente no figurativo. El año de 1907, con el cuadro cubista Les demoiselles d´Avignon de Picasso, es una fecha clave en este proceso. Como igualmente lo serán los años que median entre 1910 y 1914, cuando los pintores Kandinski, Delaunay, Mondrian y Klee, entre otros, desterraron definitivamente de sus obras la figura humana.
Este proceso, que también afecta a la literatura española, a través de ciertos ismos de vanguardia, será denominado por Ortega y Gasset, en su libro de 1925, como La deshumanización del arte. En él, claramente se aboga por un arte nuevo, alejado del sentimentalismo y la trascendencia del Romanticismo del XIX, así como de la representación fiel de la realidad del Realismo y Naturalismo decimonónicos.
El inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914 significó una radicalización de los procesos renovadores artísticos iniciados en el XIX, que los ismos de vanguardia se encargarían de ratificar, especialmente el Surrealismo, de clara raíz freudiana. La inclusión de materiales hasta entonces desterrados del arte en la nueva pintura, escultura y arquitectura de la época, se reflejará también en la literatura. Sobre todo en el surrealismo de André Breton, que, a partir de 1924, no sólo establecerá una nueva visión de la realidad, sino que fomentará la plasmación de materiales, y también de sentimientos, hasta entonces no aceptados en el mundo artístico. Como así lo reflejan, entre otros, el cuadro de Salvador Dalí, El gran masturbador, y el libro Los placeres prohibidos de Luis Cernuda, de 1931.
En España, el final del siglo XIX está marcado por el asentamiento de un pensamiento liberal, preocupado por la realidad española, y el comienzo de una serie de conflictos internos y externos motivados, entre otras causas, por el derrumbamiento de la Primera República y la vuelta al sistema monárquico en 1874, con la denominada Restauración borbónica y la subida al trono de Alfonso XII. La sangría económica e ideológica que supusieron los años de la última etapa de la Guerra de Cuba (1895-1898) también contribuyó a esta situación, agravada por el intento de mantener los dominios africanos de Guinea y Marruecos, hecho este último íntimamente ligado a los acontecimientos que desencadenaron la Guerra Civil Española de 1936.
Sin embargo, a pesar de este convulso fin de siglo decimonónico, España no quedó totalmente al margen del desarrollo industrial que se produjo internacionalmente, permitiendo la aparición de una alta clase burguesa, en especial en el País Vasco y Cataluña, y de determinadas élites intelectuales y artísticas que impulsaron una cierta participación en los procesos culturales europeos. Esto explica que, en fechas muy tempranas del siglo XX, hubiese la, ya mencionada, importante respuesta cultural en nuestro país, que hizo que en 1906 se le concediera a Ramón y Cajal el Premio Nobel de Medicina, por sus investigaciones del sistema nervioso, y que Picasso pudiera pintar en París en 1907, Les demoiselles d‘Avignon. A la vez que Antoni Gaudí (1852-1926) aportaba una nueva visión de la arquitectura, en especial a partir de 1914, tan importante y renovadora en su estilo como las de Gustav Eiffel o Frank Lloyd Wright, dos de los arquitectos más sobresalientes de comienzos del siglo XX.
Sin embargo, el esfuerzo económico y vital, exigido por las guerras de Cuba y Filipinas, unido a otros factores de orden interno, debilitó enormemente la maltrecha economía española, que durante la Regencia de María Cristina de Habsburgo (iniciada tras el fallecimiento de su esposo, el Rey Alfonso XII, en 1885, y hasta la mayoría de edad de su hijo, Alfonso XIII, en 1902) hizo que España no pudiera sumarse plenamente a la reactivación económica de otras naciones.
Esta situación de insatisfacción generalizada, unida a las noticias de liberalismo y democracia llegadas de otros países, dio lugar al asentamiento de un pensamiento liberal reformista (presente ya en algunas novelas de Galdós, entre otros autores) preocupado por el problema de España, que enlazaba con las críticas de principios del siglo XIX de Mariano José de Larra (1809-1837), posterior inspiración de los autores del 98. La preocupación por la realidad española se agudizó tras la derrota del 98, dando lugar a una línea de pensamiento de fondo pesimista de gran impacto en la España contemporánea, paralela a la política oficial del gobierno. Ésta aparecerá en muchas de las creaciones de este período, como Hacia otra España (1899) de Maeztu, y en varias de las obras de Unamuno y Machado, quienes ya hablarán abiertamente de las «dos Españas». Así como en la conferencia Vieja y nueva política de Ortega de 1914 y en los esperpentos de Valle-Inclán quien, de modo irónico y estilizado, mostrará, a través de esta nueva forma literaria, su dolor y decepción por la España contemporánea.
La preocupación por el devenir español determinó también la aparición, en el último tercio del siglo XIX, de los llamados krausistas, agrupados alrededor de una de las manifestaciones del pensamiento liberal de mayor repercusión en la España moderna. Ideológicamente estaban emparentados con los erasmistas del XVI, y especialmente, con los Ilustrados del XVIII, que, como Jovellanos, estaban interesados en la renovación y modernización de España desde supuestos liberales. Su pensamiento era el lado opuesto de los planteamientos más literarios y tradicionalistas de Marcelino Menéndez Pelayo quien, también en esta época y desde su obra, Historia de los heterodoxos españoles, rechazaba a los escritores más liberales de la cultura española.
La filosofía krausista fue introducida en España por Julián Sanz del Río y, junto a él, por Fernando de Castro, Rector de la Universidad Central de Madrid durante el período liberal, posterior a la revolución de 1868, y fundador, asimismo, de la Institución para la enseñanza de la mujer. Ambos fueron maestros de Francisco Giner de los Ríos, fundamental propagador del Krausismo en la España contemporánea, en especial, después de aplicar la doctrina Krausista a postulados pedagógicos y educativos y crear, en 1876, la Institución Libre de Enseñanza, de enorme repercusión en la España del primer tercio del siglo XX.
La primera mitad del siglo XX es, por tanto, un período de grandes convulsiones políticas, ideológicas y sociales, no sólo en España, sino internacionalmente, al estar marcado por dos Guerras Mundiales. Y entre ellas, la Guerra Civil Española, fruto del desasosiego político de una sociedad que tuvo que soportar, en el escaso margen de algo más de treinta años, la brusca sustitución de la monarquía por el régimen político de la República. Y en medio, la dictadura del General Primo de Rivera, después de que se iniciara el siglo con la derrota de 1898. Demasiados acontecimientos históricos para tan poco espacio cronológico, lo que explica la intensidad con que se vivieron los hechos, y la rapidez con que se sucedieron en el tiempo, tanto política como culturalmente.
Históricamente el primer tercio del siglo XX en España se puede dividir en tres grandes períodos, separados por la Dictadura del General Primo de Rivera en 1923 y la proclamación de la Segunda República en 1931 que, como se ha dicho, desembocará en el inicio de la Guerra Civil en 1936. Literariamente, sin embargo, aparece jalonado por tres fechas simbólicas, alrededor de las cuales se han analizado los cambios ocurridos en la literatura de la época, aunque, dado el escaso margen de tiempo entre una y otra fecha, sus manifestaciones literarias se superponen continuamente. Estas fechas serían: 1898, 1914, y 1927, correspondiente la primera de ellas, al Modernismo, aunque se iniciase con anterioridad, y a la llamada Generación del 98, la segunda, a la denominada Generación del 14, o Novecentismo, y la tercera, al Grupo del 27.
A pesar de lo aleatorio de las fechas y sus denominaciones, a lo que sí parecen responder estas tres etapas es a una evolución artística marcada por tres períodos históricos y culturales diferentes, señalados, a su vez, por tres conflictos bélicos importantes: el final de la Guerra de Cuba en 1898, que intensificaría en España la crisis internacional de finales del siglo XIX, el inicio de la I Guerra Mundial en 1914, cuyas consecuencias alcanzarían también a la llamada Generación del 27, y el comienzo de la Guerra Civil Española en 1936. La derrota de 1898 parece marcar una reflexión histórica, a través de los hombres del 98, coetánea al influjo de un arte nuevo, iniciado previamente, y cuya novedad artística y de planteamientos vitales determinará su denominación de Modernismo. Mientras la fecha simbólica de 1914 representa, entre otros aspectos, la confirmación de unas vanguardias artísticas que, incluso en su nomenclatura, reflejan el impacto bélico que las asienta y cuyo influjo será patente hasta 1936.
Ortega y Gasset será el gran pensador y teórico de este segundo período, mientras Miguel de Unamuno lo había sido del primero. Si bien, sus respectivas creaciones no se atienen estrictamente a los límites cronológicos impuestos con posterioridad por la crítica. Pero lo que sí parece cierto es que cada uno de estos autores responde a un modo diferente de entender el mundo, aunque con dos aspectos fundamentales comunes en sus ideas: la internacionalización de las mismas, tanto en sus fuentes como en la repercusión posterior que alcanzaron, y en segundo lugar, la actitud renovadora y progresista que mantuvieron. Con la intención de enfrentarse al llamado problema de España, los dos aportaron sus ideas, que al no ser siempre coincidentes con el poder político les valió a ambos el exilio: bajo la Dictadura del General Primo de Rivera a Unamuno y con la derrota de la Segunda República a Ortega, que formó parte del exilio masivo posterior a 1939.
Entre los filósofos españoles habría que citar a Xavier Zubiri, además de a los discípulos de Ortega, Julián Marías y María Zambrano, de la que se hablará en páginas posteriores. Para Ortega, que se siente portador de la modernidad y muy siglo XX, el comienzo de los nuevos tiempos no coincide con los primeros años del novecientos, sino con la fecha simbólica, política y culturalmente, de 1914, donde para él y su grupo se inicia en realidad el Novecientos o Novecentismo. Los cambios ideológicos y culturales que arrastra la Primera Guerra Mundial (favorecidos por la neutralidad política española bajo el reinado de Alfonso XIII) arraigaron en una España que abre sus fronteras culturales bajo una política modernizadora, en especial durante la Segunda República. Esta nueva actitud impregna al Grupo del 27 (heredero directo del momento artístico anterior), que casi en su totalidad hace suyos los nuevos aires políticos y culturales, sumándose, entre otras tendencias, a la más radical de ellas, el movimiento surrealista. A la vez que se identifica con la actitud, también renovadora (surgida alrededor de los Institucionistas, y de las investigaciones filológicas de Menéndez Pidal, entre otros), de volver a la literatura clásica y tradicional española.
El tránsito del siglo XIX al XX, que había venido marcado ideológicamente por la crisis de los valores burgueses, muestra precisamente a este grupo social como el sustrato del que surgen las primeras voces inconformistas que reclaman una renovación estética, como reacción frente al realismo y al naturalismo. Los escritores modernistas se afanan por dejar atrás el mundo que les rodea, en búsqueda de la belleza y lo exótico. En España, algunos de estos escritores modernistas reflexionan sobre la coyuntura histórica y abordan los problemas del momento (la decadencia política, la desigualdad social o la desorientación espiritual). Con el tiempo pasarían a formar parte de lo que se denominó más tarde como la Generación del 98. En las primeras décadas del siglo XX asistimos al momento de plenitud de la influencia de Rubén Darío, la aparición de obras destacadas de Unamuno, Azorín, Baroja y Antonio Machado, y a las etapas iniciales de escritores como Valle-Inclán o Juan Ramón Jiménez.
En 1914 resulta ya evidente la llegada de nuevas ideas y tendencias literarias que habrían de materializarse en nuevas corrientes ideológicas y estilísticas. Eugenio D´Ors, ensayista de la época, las bautiza con el nombre de Novecentismo. Escritores destacados como Azorín perciben la llegada de esta nueva generación de escritores y, en esa misma época, Ortega y Gasset pronuncia su célebre discurso sobre Vieja y nueva política. En 1915 aparece la revista España, espejo del espíritu reformista de la burguesía media, y se crea en Madrid la famosa tertulia del café Pombo, coincidiendo con el surgimiento de nuevos escritores como Gabriel Miró o Pérez de Ayala, y la irrupción de la poesía pura de Juan Ramón Jiménez.
De la mano de Ramón Gómez de la Serna entran en España las corrientes de vanguardia que bullían en Europa, permitiendo el desarrollo de una literatura de vanguardia que alcanza su máxima expresión a mediados de los años veinte. Imbuido de este espíritu de renovación, en 1923, Ortega y Gasset fundaba la Revista de Occidente y cuatro años más tarde aparecía La Gaceta Literaria, coincidiendo con el centenario de Góngora. Un grupo de poetas que pasarían a llamarse el Grupo poético del 27 integrarán la poesía de vanguardia con otras formas puras, clásicas o populares, culminando el renacimiento literario comenzado a principios de siglo. La década de los años treinta marcará un cambio de rumbo en la literatura española, que irá progresivamente adquiriendo un mayor calado político y social, dando entrada a una literatura comprometida, y ocupándose posteriormente de temas más vinculados al momento, como la Guerra Civil, la cárcel o el exilio.
María Clementa Millán Jiménez
«El inicio de una nueva mentalidad», Textos literarios contemporáneos. Literatura Española de los siglos XX y XXI,
Editorial Ramón Areces, Madrid, 2010, páginas 21-31.
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