El problema de España

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A LA BÚSQUEDA DEL ESPÍRITU DEL PUEBLO: LA SALIDA A LA CRISIS DE LA GENERACIÓN DEL 98

[…] Es notorio que el 98 tiene varias dimensiones, tanto a nivel internacional como nacional, donde aparecen distintos movimientos y manifestaciones. La más significativa es la llamada por Azorín «generación del 98» o «grupo generacional del 98» como prefiere matizar Tuñón de Lara. Otros críticos actuales prefieren, con mucha base, hablar de modernismo como movimiento integrador y, desde luego, está superada la famosa tesis de Díaz­Plaja «modernismo frente a noventa y ocho».

Nosotros –admitido el suficiente grado de relativismo–, seguiremos aquí utilizando la denominación «generación del 98», al menos como subgrupo dentro del movimiento modernista, que tiene unas especiales preocupaciones por el problema de España. Sobre este grupo han recaído múltiples interpretaciones fruto de la complejidad que se alberga en su propio seno. Así, por ejemplo, en el terreno político, Azorín, Baroja, Maeztu y Unamuno partieron de posiciones políticas de izquierda caminando hacia Ja derechización; Antonio Machado y Valle­Inclán evolucionan hacia un radicalismo de izquierdas. Pero, como afirma el profesor Abellán, entre 1898 y 1913, hay un «cruce de biografías», indicativo de una preocupación por los mismos temas, de unas actitudes ideológicas similares y de una misma voluntad de estilo: el estilo que empareja al grupo del 98 y por el que éste resulta inconfundible1. En lo relativo al problema de España en todos se advierte un dolorido sentir y una necesaria búsqueda de la identidad nacional.

Como caracterización global, con las debidas matizaciones, nos parece plausible recurrir, por su carácter autocrítico, a la descripción que Pío Baroja lleva a cabo, en 1926, en el ensayo titulado Tres generaciones, refiriéndose a la que él prefiere denominar «generación de 1870», tomando como punto de referencia el año en torno al cual nacieron los intelectuales del 98, –recuérdese que Baroja, contra Azorín, siempre había negado que existiera una generación del 98–. En este ensayo, sin embargo, señala como características básicas de esta generación las siguientes: el carácter lánguido y triste ante una España que naufragaba en el tránsito de la Restauración y las guerras coloniales; el excesivo intelectualismo y utopismo que fueron poco a poco alejándolos de la realidad inmediata. A pesar de ello fue, según Baroja, una generación que pudo salvar a España si, al intento, hubiera unido comienzos de realización. Los caracteres morales predominantes fueron la preocupación por la ética y la justicia social, el desprecio por la política, el individualismo, el hamletismo, el anarquismo y el misticismo; en política se despreciaba el parlamentarismo por lo que tiene de histriónico y se caminaba hacia una crítica de la democracia; las ideas políticas y religiosas se valoraban y respetaban en función del grado de sinceridad de quien las defendía. En resumen, concluye Baraja, fue una época de sincretismo donde tenían cabida todas las tendencias menos la de la generación anterior que se rechazaba plenamente2.

En principio, por el tema que nos ocupa, dos notas consideramos relevante destacar: la visión negativa de la España oficial y el ensimismamiento que les aleja de la realidad. Sobre lo primero baste de ejemplo la ácida crítica que el propio Pío Baroja vierte en El árbol de la ciencia sobre la política de la Restauración:

«Esta perfección se conseguía haciendo que el más inepto fuera el que gobernara. La ley de selección en pueblos como aquel se cumplía al revés […]. Era una política de caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones (liberales) y el de los Mochuelos (conservadores). Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín: tenían unos para otros un tabú especial, como el de los polinesios»3.

IDEOLOGÍA ENSIMISMADA
Si a esta frustración, ante la política de la Restauración, unimos el impacto que para los intelectuales del 98 supone la pérdida de las últimas colonias tenemos como resultado el pesimismo y el dolorido sentir que les invade. Pero en último término habría que preguntarse: ¿Era plenamente justificable este sentido fracaso? ¿Cuál era realmente la verdadera causa? ¿Hacia dónde los conduce? La respuesta hay que buscarla, según el filósofo español Eduardo Nicol –no suficientemente conocido y valorado–, en su interpretación del destino de España en términos de poder. Según él, este criterio de poder fue el que llevó a los hombres del 98 a interpretar la pérdida de las últimas colonias como una derrota y un signo definitivo de decadencia. Pero, afirma Nicol:

«Los intelectuales, por lo menos ellos, no debieran haber concebido la situación en términos de poder, porque suya es justamente la obligación de denunciar esa malicia que empaña las mentes y les hace confundir el amor patrio con la fuerza y el dominio»4.


De esta perspectiva equivocada de pérdida y de conciencia desgarrada de la decadencia surge el sentimiento de soledad y de concentración hacia dentro, que ya habían iniciado Unamuno en 1895 con sus reflexiones En torno al casticismo y Ganivet en 1896 con el Idearium español. Ello condujo a «una ideología ensimismada de signo negativo, pesimista y más o menos recatadamente quejumbrosa»5. Y este ensimismamiento fue precisamente el que impidió, según Nícol, que la independencia de las colonias se percibiera como un beneficio común; como un punto de partida desde el que era posible instaurar una verdadera Hispanidad, desde la libertad y por la libertad.

Y este pensamiento ensimismado fue también el que hizo que aspectos aparentemente positivos revelaran un fondo negativo y perturbador:

«Se exaltó el patriotismo en la autocontemplación; y si acaso la contemplación recaía en algo que no estaba bien, se amaba lo que no estaba bien simplemente porque era parte del ser propio: como si el solo amor redimiera, y la exaltación lírica pudiese hacer buena suplencia de la reforma. La España de los defectos quedaba de este modo sublimada en la España de unas esencias singulares, distintivas, incompartidas. "Los españoles somos así", y el orgullo buscaba compensación hasta en las taras, con tal de que fuesen típicas. Si los campos eran yermos, los yermos tenían una belleza que exaltaba el alma y abría los horizontes de la aventura»6.


Estas acertadas reflexiones de Nicol sobre las manifestaciones de esta ideología ensimismada arrojan luz a las intensas meditaciones que sobre el problema de España invaden primero a Ganivet y Unamuno y al grupo del 98 y que tienen su continuación –aunque con un matiz más político y cultural–, en nuestra generación del 14.

LA BÚSQUEDA DEL ESPÍRITU DEL PUEBLO
En el grupo del 98 la búsqueda de la identidad nacional les lleva, casi siempre, a bucear en tomo a la significación de Castilla y del espíritu castellano o nacional. De ello deja constancia Ganivet cuando desde las páginas del Idearium español se preocupaba por encontrar las fuerzas básicas que dan forma al carácter nacional. Una es el espíritu territorial que se encuentra en la tierra eterna e invariable en que vivimos. La otra es puramente espiritual y sus cimientos están en el estoicismo «natural y humano» de Séneca: «este traje queda adherido para siempre y se muestra en cuanto se ahonda un poco en la superficie o corteza ideal de nuestra nación»7.

Junto a ello preconiza Ganivet cerrar las puertas por donde el espíritu español se escapó hacia fuera. La regeneración sólo puede venir de dentro, del interior, desde donde confía Ganivet se va a encontrar la solución al problema de España. La cuestión es que se trata de un camino que conduce casi exclusivamente a una regeneración ideal o espiritual y que, ésta, debe anclar sus raíces en la tradición:

«Cuanto en España se construya con carácter nacional, debe de estar sustentado sobre los sillares de la tradición. Eso es lo lógico y eso es lo noble, pues habiéndonos arruinado en la defensa del catolicismo, no cabría mayor afrenta que ser traidores para con nuestros padres»8.


Esta y otras razones han llevado a algunos críticos a ver en Ganivet síntomas de una ola de reaccionarismo que va a recorrer también algunos de los planteamientos de Unamuno, Maeztu, Azorín o Baroja. Unamuno, en su ensayo En torno al casticismo, va a pretender, en clara concomitancia con el objetivo de Ganivet, –tal como ha señalado el profesor Antonio Jiménez9–, un riguroso análisis que aclare los fundamentos del ser español y del carácter e identidad que le son propios. Los mismos títulos, con que encabeza los cinco capítulos de que consta su ensayo, ya son de por sí sintomáticos. La esencia nacional hay que buscarla en la tradición, en lo que queda de aquello que pasa. Pero no en la tradición del presente o falsa, sino en la tradición eterna o verdad que se encuentra «en el fondo del ser del hombre mismo».

En íntima conexión se halla el concepto de intrahistoria, uno más de los neologismos a que recurre Unamuno para acercarse a la España viva, al espíritu del pueblo, a la historia de aquellos hombres «que a todas las horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna»10.

La historia que es apariencia está en continua interacción con la intrahistoria que es profundidad silenciosa, como las olas del mar con los fondos abisales. Una descripción que hunde sus raíces en la actitud psico­analítica que pulula por la obra unamuniana. Así, la visión de la intrahistoria parece cercana al inconsciente colectivo de Jung y, de algún modo, al inconsciente individual de Freud.

Este espíritu colectivo ha sido anucleado por Castilla y ha dejado su huella en la conformación de una lengua, el castellano, y de una literatura clásica, castiza, que tiene su máximo exponente en la literatura del Barroco. Su casticismo será, pues, su intrahistoria, lo que permanece bajo la literatura clásica española y que será el punto de confluencia de todos los componentes del grupo del 98, que proceden en su mayoría de regiones periféricas. Calderón será el que mejor sintetiza el casticismo de los caracteres históricos castellanos.

Pero el auténtico representante de este fondo colectivo e intrahistórico del alma castellana o hispánica es Don Quijote. Cervantes fue un fiel transmisor del alma de su pueblo, y «cada generación que se ha sucedido ha ido añadiendo algo a este Don Quijote, y ha ido él agrandándose y transformándose»11. Es pues, afirma Unamuno, «una mezquindad de espíritu […] pretender ahogar con desdenes, burlas e invectivas a cuantos buscan en el libro sentidos más íntimos que el literal»12.

En cuanto a la noción de patria –en el contexto de la época del ensayo que citamos– considera, Unamuno, que para que ésta tenga consistencia requiere asentarse no en un conjunto de hechos históricos sino intrahistóricos. Lo que permanece es el cotidiano vivir y la tierra y el paisaje. La patria es pues una vivencia psicológica que se va formando progresiva e inconscientemente desde nuestra infancia. La nación, sin embargo, es un concepto intelectivo e histórico, con elementos políticos e ideológicos que se va conformando paulatinamente.

Hay, pues, dos tipos de patriotismo, uno sentimental y otro intelectivo, «dos polos del complejo sentimiento patriótico»13, que se necesitan mutuamente como contrapeso mutuo. Si se acentúa sólo uno de los polos puede caerse en regionalismos exclusivos o en centralismos abusivos. Por ello, para Unamuno, el patriotismo de catalanes y vascos no debe llevarles nunca a renegar de la cultura castellana, sino más bien a intentar catalanizarla y vasconizarla componiendo con ella sus propios valores. La relación no puede basarse como ocurre frecuentemente en puros intereses económicos14.

También Unamuno como los de su generación se esforzó por descifrar los caracteres propios del hombre hispánico. Ello va a ser manifiesto no sólo en su ensayo En torno al casticismo, sino también en otros más específicos como El individualismo español, La envidia hispánica, El odio español, o en el mismo Vida de Don Quijote y Sancho. Los caracteres intrahistóricos más importantes que nos definen son el individualismo y el dogmatismo. Sobre el primero se asienta nuestro afán de perdurar: «Ese violento individualismo […] explica la intensísima sed de inmortalidad individual que al español abrasa, sed que se oculta en eso que llamamos culto a la muerte»15. Y sobre el dogmatismo afirma:

«Aquí hemos padecido de antiguo un dogmatismo agudo; aquí ha regido siempre la inquisición inmanente, la íntima y social, de la que la otra, la histórica y nacional no fue más que un pasajero fenómeno […] Todo español es un maniqueo inconsciente; cree en una Divinidad cuyas dos personas son Dios y el demonio, la afirmación suma, la suma negación»16.


A ellos habría que añadir el cantonalismo o la atomización de nuestra vida social y la insolidaridad, derivados de nuestro individualismo y, por supuesto, la envidia, sentimiento que disecciona con perfección en su novela Abel Sánchez y en su ensayo La envidia hispánica, donde escribe:

«Es la envidia más que otra cosa la que nos ha hecho descontentadizos, insurrectos y belicosos […] Somos colectivamente unos envidiosos […], vívese en franca lucha, sin permitir que nadie –fuera de los que en política medran– se sobreponga, y al que tiene la desgracia de llegar sin haber descendido al terreno en que con convulsiones de larvas se agitan las malas pasiones se le deja solo en las alturas […] en la cucaña, para que pronto resbale y se caiga»17 .


Y más adelante refiriéndose a la democracia afirma que en España ha degenerado siempre en mesocracia; el pueblo tiende a elegir no a Sanchos o Don Quijotes, sino a curas y barberos; y concluye que «las democracias son envidiosas»18.

Hay otras cuestiones […] que son relevantes en relación con el problema de España en Unamuno. De ellas convendría destacar la idea de progreso y la idea de europeización/españolización. Sobre la primera sabemos que Unamuno en los primeros años nos habla del progreso técnico y material, pero en una segunda fase –como analiza el profesor José Antonio Maravall, a cuyo estudio nos remitimos para una mayor profundización–, va a buscar el progreso:

«Ni adelante, ni hacia arriba, sino adentro. Esto supone la larga etapa de la idea de progreso espiritual, y, con éste, al cobrar tanto valor la idea de civilización, o mejor –como él advierte–, de civilidad, aparece el concepto de progreso civil. Todavía llegará a poner un último esfuerzo en ligar de algún modo et progreso y la religión. Todo ello, entrecortado por fases pasajeras de repudio al progreso, de odio al mismo»19.


La otra cuestión hace referencia a Europa, a la que Unamuno, en principio, no ve como solución al problema de España, de ahí sus disputas con Ortega y Gasset. De todas formas, esta postura debe de ser matizada dada la complejidad del pensamiento de Unamuno. Ello lo ha hecho muy bien el profesor Luis Jiménez Moreno en su trabajo «El hispanismo unamuniano en la europeización»20, destacando el alcance y significación de la sugerencia unamuniana de españolizar Europa, de hacerles tragar lo nuestro a cambio de lo suyo.

Semejante postura va a defender Azorín. No el primer Azorín, joven y radical, sino el que evolucionó hacia principios más conservadores y hacia un antieuropeísmo. Pero conviene matizar que, al igual que en Unamuno, su antieuropeísmo fue más aparente que real, dado que fue una mera consecuencia de su ahínco por defender y preservar los valores espirituales de la cultura española. Pues, para Azorín, el progreso de España y la regeneración nacional sólo es posible a base de una continuidad nacional. Y esto sólo es posible, en consonancia con el grupo del 98, recuperando y creando una conciencia de la identidad española. Por ello la obsesión de Azorín será descubrir las características esenciales que definen este espíritu español, encarnado en la intrahistoria del alma castellana, o como señala Inman Fox, recogiendo lo que Ortega y Gasset calificaba de intuición radical de Azorín:

«El buscar y sorprender una génesis común respecto a los fenómenos de la vida nacional de España. Y este hecho radical es que España no vive actualmente; la actualidad de España es la perduración del pasado»21.


Desde esta perspectiva la verdadera causa de la decadencia española estribará, para Azorín, no tanto en nuestra atribuida aversión al trabajo, en las guerras o en el abandono de la tierra, sino en la ausencia de curiosidad intelectual por aquello en que se manifiesta más patentemente el espíritu español. En este sentido, en su artículo Epílogo en Castilla, concluye: «No hay más aplanadora y abrumadora calamidad para un pueblo que la falta de curiosidad por las cosas del espíritu»22.

Para finalizar esta breve panorámica del problema de España debemos señalar, a modo de conclusión, que entre la gama de tendencias de fin de siglo predomina una visión pesimista de la realidad española, en algunos de forma exagerada, en otros con mayor mesura; pero en todos subyace la idea de que la situación es preocupante e inaceptable; actitud que les impele a buscar los rasgos de una nueva identidad colectiva y una regeneración nacional. En algunos las soluciones pasan, incluso, por reclamar la necesidad de un redentor. En todo caso se echa en falta la hechura de un pensamiento concertante con respecto al problema de España, que sirva para hilvanar la que se percibía como depauperada y conflictiva sociedad española y, en definitiva, a España misma. Propósito que van a seguir intentando la denominada «generación del 14», a través, principalmente, de dos intelectuales señeros: Ortega y Azaña.

Amable Fernández Sanz,
«El problema de España entre dos siglos (XIX-XX)», Ponencia del VIII Seminario de Filosofía Española,
Departamento de Filosofía III, U.C.M., con la colaboración de la Dirección General de Enseñanza Superior, M.E.C, 1997.


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