Elitismo e intelectualismo

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ALCANCE, SILOGISMOS DEL ANTI INTELECTUALISMO
La aparición polémica del «intelectual» suscita en Francia una reacción contraria, irónica o repulsiva de quienes se niegan a otorgar mayor importancia en la sociedad y, sobre todo, en la vida pública a estos profesionales del saber que pretenden intervenir en la política en nombre de la fama que hubieran adquirido en la práctica de su propio oficio1. Ahora bien, encontramos en España una reacción similar frente al nacimiento del «intelectual» español que se autodefine como tal con la firma de manifiestos, a partir del proceso de Montjuic2. Evidentemente dicha hostilidad no es nueva, pero se presenta, a partir de ahora, bajo una forma recurrente que nos parece constituir un elemento estructurante de la historia contemporánea de España, que se apodera de todas las clases sociales. A partir de este momento la actuación o el silencio, las pretensiones o la indiferencia de los intelectuales no dejarán de preocupar a sus coetáneos.

«¿Qué hacen los intelectuales?, ¿qué se creen, estos señores, para reivindicar el monopolio de la inteligencia?» Aquella pregunta impaciente e inquieta y esta exclamación airada van a recorrer la historia de España, tanto más cuanto que por falta de cuadros en los partidos políticos o porque el sistema de la Restauración se muestra incapaz de integrar, como antes, a unos «trabajadores intelectuales –cada día más numerosos– en ningún país europeo, llegaron a tener tanta importancia los intelectuales. ¿Qué dicen?, ¿qué quieren, los intelectuales?, ¿por qué se callan?».


El anti intelectualismo existe bajo otras formas desde las Luces y se prolonga hasta nuestros días. Para los tradicionalistas españoles, la catástrofe se inicia en el siglo XVIII con el impacto de las Luces, y se prolonga hasta el siglo XX por el intermediario del liberalismo decimonónico. La exposición de sus argumentos es constitutiva de la propaganda falangista y se prolonga hasta la dictadura franquista. El anti intelectualismo es primero una reacción inmediata de desconfianza frente a la autodefinición de los intelectuales, a su constante y creciente afán de protagonismo político social. El burgués denuncia el influjo ideológico nefasto del intelectual y su presunta inmoralidad: «El intelectual ha contribuido como pocos a las más disgregadoras doctrinas, pues su modo de tomar el saber (clave de todo) desarticula los principios básicos sobre los que puede asentarse una moral nacional» escribe, por ejemplo, en 1936, Martínez Bande3. Al contrario, el militante obrero pone en duda la sinceridad de su compromiso: «Siempre he desconfiado de la sinceridad de los "grandes" hombres potentados de "sabios" e "inteligentes"», leemos bajo la pluma de un militante anarquista4. Esta molestia inicial puede transformarse en acusación de estafa y de mala fe. «No sé por qué se me antoja que ustedes son unos grandes mixtificadores o unos grandes equivocados por eso mismo de creerse "grandes" o "sabios?», leemos en la réplica de un militante anarquista a Unamuno5.

No hay pues un anti intelectualismo, sino varios que plantean el problema de las relaciones de estas elites con todas las clases sociales. En efecto, el anti intelectualismo no es sólo un reflejo conservador, una manifestación de derechas. Además del anti intelectualismo oficial y de las críticas de sus propios colegas, los intelectuales tuvieron que enfrentarse a un anti intelectualismo proletario y obrerista. Todos dispuestos a evidenciar las razones impuras de sus constantes pretensiones críticas o rectoras. Ni la derecha ni la izquierda radicalizadas podían soportar, más allá del militantismo y de las campañas de unos intelectuales, su desmedido e intolerable deseo de opinar, sobre todo. Aunque cabe reconocer también que muchos rotativos y revistas desde Alma Española, hasta Nuevo Mundo6, España o La Calle, llenaban a veces sus columnas con las respuestas que éstos daban a sus encuestas. Y estas reacciones suscitaban a su vez comentarios y apreciaciones:

«Escritores de la categoría de los ilustres han sido invitados por Nuevo Mundo para dar su opinión sobre el “trascendental” problema de Marruecos. Y varios literatos, maestros todos en el arte de escribir, algunos políticos de altura y periodistas afamados, han respondido con la fecundidad de su pluma al deseo del periódico más cortesano de Madrid. Algunas de estas opiniones, como las de Meabe, Martínez Sierra y Ramiro de Maeztu, no están mal: son claras, precisas, lógicas. Otras como las de Unamuno, son laberínticas, excesivamente espiritualistas como él dice»7.


De tal manera que, según estas reacciones paralelas, el «intelectual» llegará a ser el chivo expiatorio, el culpable de todos los males que se empeña en denunciar, el constante enemigo del régimen de la Restauración, en suma, propenso a denunciar en nombre de la moral universal las distorsiones evidentes entre las normas morales o jurídicas y su realización política. Aunque tanto la Restauración stricto sensu, como la Dictadura cuidaron de encontrar a sus intelectuales orgánicos (algunos krausistas como Segismundo Moret, por ejemplo, o en cierta medida Altamira, o Ramiro de Maeztu, respectivamente). Este estatuto particular que confieren al intelectual los autores de estos llamamientos ambiguos, más quizá que su radicalización, son objeto de una crítica de índole populista cuyo mejor ejemplo es sin duda a principios de los años veinte la del doctor Ángel Pulido8 y, más tarde, la de Alejandro Lerroux9, quien culpa a los intelectuales del fracaso de la República:

«A los auténticos intelectuales, legítimos prestigios del país, procedentes de la cátedra y del foro, se les abrieron los brazos con ese generoso sentimiento de la democracia que parece buscar en la selección de sus mejores la aristocracia natural, legítima, la garantía moral y la dirección y gobierno de la inteligencia para el cumplimiento de su misión. Pero los intelectuales no suelen ser hombres de acción ni se entienden fácilmente entre sí, en tanto que los usurpadores del título son siempre hombres de malas acciones y poco escrupulosos».


Este fenómeno de atracción/repulsión que ejercen sobre las clases medias los que detienen el saber, cuando pretenden ser la conciencia de la nación, es coetáneo de la aparición polémica del intelectual, siempre dispuesto a denunciar lo que Francisco Baleriola llama la «piratería espiritual»10, comparando al intelectual con una mujer coquetona que abusa de sus encantos para permitirse opinar y actuar abusivamente

«unos y otros sentían con el sexo y con el genio; unos senos perfectos, unos versos bien medidos, una habilidad especial para operar la apendicitis, les daba pretexto para intervenir sin entenderlos, en todos los asuntos y la belleza, el arte o la ciencia sustituían a las razones. […] Los escritores especialmente al amparo de sus novelas o sus cuentos, lo mangoneaban todo, y singularmente la política, sin la menor competencia, casi siempre poniéndose al lado de la tiranía contra el pueblo" abnegación, apóstol o estafador, piratería, intelectual. Pero el guion que elabora se parece demasiado al anterior para alcanzar una mayor credibilidad»11.


No obstante, esta teoría de la participación que elaboran muchos intelectuales (Zulueta, Albornoz, Machado cada uno a su manera), desde la crisis de los primeros años de este siglo hasta la segunda década para justificar su acción y su pretensión de ser hombres de su tiempo, éstos esbozan, más allá de su crítica de la razón política, una política de la razón crítica (una política de la inteligencia, según decía Valéry). No se puede separar el estudio de los intelectuales del de sus lugares y de sus medios de producción (Madrid, La Tribuna, La Crónica) pero hace falta también considerar su protagonismo en el contexto polémico que presidió a su nacimiento histórico, siendo la mayor polémica la que les reprocha su propia osadía, y su propia existencia.

EL ANTI INTELECTUALISMO OFICIAL: EL PODER CONTRA LOS INTELECTUALES
En este juego dialéctico entre el saber y el poder, después del fracaso de sus mayores durante la Primera República y el distanciamiento que toman la mayoría de los intelectuales durante el régimen de la Restauración, el anti intelectualismo practicado por el poder alcanza su paroxismo en los momentos críticos. Más allá del desconocimiento de los intelectuales de parte del monarca -que en vano tratará de suplir Romanones organizando encuentros entre Alfonso XIII y algunos intelectuales, o de las visitas que le hacen aquellos en enero de 1913 (Ramón y Cajal, Cossío y Azcárate) o en 1922 (Unamuno)­-, sabido es que las relaciones del monarca con los intelectuales no fueron ideales y que el Rey manifestaba a veces cierta indiferencia respecto a algunos de ellos. Aunque no puede afirmarse que el trato que recibió Ortega encontró una respuesta en el famoso «Delenda est Monarquía»12, es cierto que la oposición de muchos intelectuales al régimen se explicará por razones casi personales. Más allá de las reacciones pasionales de Unamuno, o Blasco Ibáñez durante la Dictadura –escenografiando su apartamiento desde lo que llamaron la «proscripción»– es evidente que la radicalización de muchos intelectuales y, en particular, la de De los Ríos, llegando a la conclusión de que era imposible hacer funcionar una monarquía constitucional, se fundamenta en una crítica al comportamiento de la Corona.

Y desde el poder, en particular durante la dictadura de Primo de Rivera, se denuncia a los intelectuales por antipatriotas. La experiencia del Unamuno destituido y tratado despectivamente de «intelectual» por el vicerrector, más tarde desterrado con Jiménez de Asúa, la de sus compañeros detenidos en 1917 o 1934 (Araquistain, Domingo, Besteiro, De los Ríos, Ovejero, Valle Inclán, etc.) muestran a las claras que la imagen tópica, desde Larra, del engreimiento o de la melancolía del intelectual perseguido por el poder o en busca de un público, no le aparta ahora en su torre de marfil aunque puede sentir a veces la necesidad de un aislamiento físico o moral.

LA CRÍTICA DE SUS COLEGAS
De una manera general, algunos de los que mostraban su disconformidad con la sociedad desde los márgenes de la bohemia (y que trataron luego de organizarse en hermandad en 1913) no apreciaban mucho a los intelectuales. Reivindicaban una rebeldía romántica13, luchando genéricamente por «La Verdad, la Belleza y la Libertad» y proponiendo soluciones a problemas sociales o corporatistas que ellos no creían políticos14. El romántico Sawa, al contrario, mostró siempre una honda preocupación por la miseria y el retraso social de España y abogó por «una reorganización de la sociedad moderna sobre las bases de moralidad y de responsabilidad cívica»15. «Madrid tenía frío y no tenía ideal […] Los intelectuales eran unos golfos cuarteleros», recuerda Ramón Gómez de la Serna16. Mientras el desgraciado trotamundos Eugenio Noél no dejaba de despotricar a lo largo del año 1914 contra «aquellos intelectuales inútiles, los inválidos de las letras»17, y otros «parásitos pseudointelectuales»18 que no reconocían su labor literaria.

«A chacun son métier»: desde su propio retraimiento algunos escritores indiferentes, amargados o desilusionados por su actuación pasada, negaron a sus colegas el derecho a intervenir en la política en nombre de la moral universal, les negaron este papel, que ellos mismos se habían asignado, de cómitre, de pastor o de guardián del templo para exigir de ellos que se dedicaran seria y exclusivamente a su obra y se olvidaran de un compromiso social que sólo les podía granjear disgustos y dejaran a los periodistas militantes o a sueldo la formulación de la propaganda de partido. Este anti intelectualismo es, en realidad, un apoliticismo que pretende convencer a los escritores de su error al abandonar o al menoscabar el cultivo de las letras. Enrique Gómez Carrillo, por ejemplo, subraya el carácter lúdico de la política19 y suplica, en 1922, a Unamuno que deje de una vez de guerrear «contra esto y aquello» y haga un favor a sus coetáneos traduciendo directamente a los autores griegos cuya obra se lee en España/traducida del francés.

«Lo grave es que los hombres que tienen que cumplir en el mundo una misión superior de arte, de pensamiento, de cultura, de disciplina espiritual, abandonen el terreno que la Providencia les ha señalado para perderse en los laberintos de un jardín que no produce sino espinas. […] La única idea a la cual le he sido fiel es la de que un literato, aun llamándose Chateaubriand o Lamartine, se rebaja al abandonar su arte para consagrarse a la política. […] Unamunos filósofos, Unamunos ensayistas, Unamunos noveladores, Unamunos helenistas, no hay muchos ni en España ni en el mundo […] mejor que a redactar fondos ingenuamente revolucionarios muy dignos de cualquier diputado de la extrema izquierda; pero indignos de él, debiera consagrarse, ya que tanto preocupa el progreso moral y espiritual de los pueblos españoles, a poner a nuestro alcance la divina sutileza de Platón o la magnificencia patética de Sófocles. Así con todo el fervor de mi cariño, me permito decirle en tono de súplica: Lascia la política».


Gómez de la Serna, olvidando el entusiasmo del compromiso casi familiar de los tiempos de la revista Prometeo y defendiendo su propia posición apolítica, dijo que él no había imitado a aquellos escritores españoles «que quisieron serlo todo», porque creyeron que la publicidad de su pensamiento les otorgaba el privilegio a intervenir constantemente en la vida pública. Llegó a creer al contrario que «se hace la mejor política escribiendo cosas audaces en los libros» y rechazó el puesto de secretario que le ofreció Canalejas20 antes de ver confirmados sus prejuicios por lo que llama «el asesinato político» de su padre, a la sazón diputado, por haberse negado éste a prestarse a una farsa política21.

Otros se burlarán, asimismo, con una mirada satírica y airada, de aquellos intelectuales «revolucionarios», «intelectualoides», –según la expresión entonces acuñada por Gómez de la Serna– instalados en el poder22 o de los que vinieron indebidamente a pedir favores a la República:

«Alrededor de nosotros vemos cómo se premia a gente ambigua, que no ha luchado por la República, ni por nada, topicistas empedernidos. Hombres gordos y sin gracia, ordinaria y anti espiritualmente gordos […], comilones en restaurantes de lujo, subvencionados secretos de todas las subvenciones, repletos de cartera y con deje de redentores, aparecieron más que nunca en los figones de lujo y presumieron de "torrados"»23.


Unamuno encontrará también algunas fórmulas contundentes en su artículo titulado «Intelectualismo y deportismo»24. A lo cual Machado quien no tenía conciencia ni función de elite opondrá siempre una irónica incomprensión.

EL ANTI INTELECTUALISMO DE DERECHAS
Una primera forma de criticar la actuación de los intelectuales consiste pues en negar su existencia, en comprobar su ausencia o en criticar su silencio. Una búsqueda tan angustiosa, en suma, como la que viven estos mismos intelectuales en busca del pueblo legitimador de su palabra y de su acción. «No hay hombres» será el leitmotiv que compartirán con la burguesía a lo largo de la Restauración. Costa justifica así la candidatura de la Unión Republicana, en las elecciones generales de 1903:

«Nosotros no venimos en busca de la república por la república precisamente; ni tampoco en busca de leyes nuevas ni viejas, en que no tenemos fe ninguna, venimos principalmente en busca de hombres…»25.


Aunque los militantes de izquierdas, o los liberales, se empeñen en criticar la propagación de tales tópicos, que Marañón califica de «formas de servilismo disimulado», para demostrar que al contrario estos hombres existen y que «son el vértice de una pirámide formada previamente por la conciencia política de la colectividad»26, esta reacción no sólo se explica por un odio genérico al pensamiento, por esencia perturbador. La crítica a los intelectuales pretende denunciar su supuesto antipatriotismo. Desde los jóvenes mauristas o carlistas, que alborotaban la calle del Prado a la salida del Ateneo, hasta Millán Astray: «Muera la inteligencia, mueran los intelectuales» será el grito de guerra de la extrema derecha, tan frecuente como la irrisión para enjuiciar su labor a lo largo de la República: «Miraron al cielo, posaron en las bibliotecas, cogieron la pluma y redactaron a toda prisa una convocatoria de Cortes Constituyentes, un proyecto de Constitución y un programa de reformas de varias clases, que vino a ponerlo todo patas arriba», escribe Lerroux27. Si la derecha suele reprochar a los intelectuales su engreimiento, su pretensión a ostentar el ejercicio del monopolio de la inteligencia, la izquierda les echa en cara su egoísmo y su situación de privilegiados, que se aprovechan de las desigualdades sociales28, y éstos no dejan de comprobar su cada vez mayor proletarización, ya sea real29 o simbólicamente deseada.

EL ANTI INTELECTUALISMO DE IZQUIERDAS
Ahora bien, la adhesión razonada al partido del proletariado, a partir del momento en que el PSOE matiza su línea obrerista para acoger a algunos intelectuales a partir de 1912, no basta para proletarizar al intelectual. Los órganos militantes hablan duramente de los intelectuales, aunque no rehúsan el debate ni les cierran sus columnas. Encontramos, por ejemplo, las firmas de Unamuno y Araquistain, de Albornoz, Maeztu, Baroja, y Zulueta, incluso en los tiempos difíciles del obrerismo estricto, respectivamente en La lucha de clases y El Socialismo, en La Aurora Social y Tierra y Libertad. De hecho, esta reacción es de dos tipos. Se condena primero el retraimiento de los artistas en general en una torre de marfil, y se pone en duda la función social de unos «señoritos que matan sus ocios manchando cuadros o pergeñando versitos […] emancipados de toda carrera útil por el dinero de papá»30 que algunos llegarán casual y coyunturalmente a reivindicar.
Baroja explica que se odie a los artistas porque «gozan del privilegio de vivir sin trabajar, de aquí su criterio reaccionario en política»31. Lo cual viene a recalcar la ambigüedad de las relaciones del intelectual con lo que se llama genéricamente el pueblo. Ir hacia el pueblo presupone que se viene de otro lugar. De hecho, los intelectuales son percibidos y descritos como unos seres que «pretextando la posesión de una superioridad mental se constituyen en minoría aparte, titulándose pomposamente "minorías inteligentes", lo cual no es la mejor manera de lograr la igualdad social»32 y sólo merecen «una sonrisa compasiva» de parte de los periodistas de la clase obrera. Leemos este retrato caricaturesco en Tierra y Libertad:

«No es posible formarse una idea completa de un intelectual moderno sin tener en cuenta lo que le caracteriza y distingue de la masa: los oportunos lentes, luengas melenas y un inmenso bagaje de frases sonoras»33.


Y el periodista se burla de lo que llama «la fiebre de intelectualismo que padecen la mayoría de aspirantes a superhombres, pretendiendo subordinar a su voluntad las innumerables fuerzas proletarias que luchan para fines más prácticos y elevados». Los anarquistas, en realidad, dudan entonces de la necesidad de estos «llamados intelectuales» que se valen egoístamente de su saber en las luchas entre el capital y el trabajo asegurando que «el pueblo irá abriéndose camino por sus propias fuerzas». Llegan incluso mucho más lejos «esas inteligencias superiores, vienen a ser como una especie de filoxera ocupada en destruir el viñedo de las grandes ideas sociales». Tierra y Libertad matizará sin embargo esta postura al comentar, bajo la pluma de Eduardo G. Gilimón, la famosa conferencia que dio Ramiro de Maeztu en el Teatro Principal de Barcelona el 5 de marzo de 1911 y en la que se quejaba, desde un enfoque fabiano, de que en España los intelectuales siguieran apartados del socialismo34. De hecho, Gilimón niega a los intelectuales cualquier capacidad para erigirse en clase rectora de la sociedad, aunque sí reconoce que «en cambio hacen falta los intelectuales para ilustrar a los obreros»35.

Tras la publicación por Ortega del Manifiesto de la Liga de Educación Política y su famoso discurso del Teatro de la Comedia, El Socialista manifiesta su decepción frente a la postura reformista y a la irresolución del filósofo: «El partido socialista, en España como en China, a pesar de las corrientes revisionistas, es un partido de clase; y no hay más. Se está con la clase obrera o se está con la clase burguesa»36. Este malestar se transforma rápidamente en hostilidad manifiesta: «Realmente, nosotros, no hemos sufrido una decepción más porque nada esperábamos de él, como nada esperábamos de los de su casta. No borramos la frase: los de su casta. La casta intelectual española es incapaz de nada generoso, su corazón no late al unísono con el del pueblo porque no tiene corazón», acusa Andrés Saborit37, quien tanto admiró sin embargo a Julián Besteiro, el filósofo neokantiano que era a la sazón líder del sindicato socialista.

Sea por su impaciencia en denunciar la apatía del pueblo víctima del caciquismo, sea por el idealismo de las soluciones que propone –como le reprocha el cronista de El Socialista a Ortega, después de la publicación de sus artículos en El Sol, en 1927–, se acusa genérica o individualmente a los intelectuales de egoístas e hipócritas o más suavemente se les reprocha su desconocimiento de la realidad:

«No es que el pueblo no quisiese votar, es que no le dejamos votar libremente. No es que no le interesase al pueblo la vida pública; es que le prohibían intervenir en ella. Conocemos a muchos hombres que no saben escribir tan bien como Ortega y Gasset, pero que seguramente tienen más conciencia de lo que es la política que él, que se han jugado muchas veces su pan y el de su familia en defensa del derecho electoral. Si esos artículos estuviesen escritos especialmente para matar el optimismo del pueblo, que anhela su redención, y para servir a la reacción, no le saldrían mejor al señor Ortega y Gasset. Y luego blasonan de liberales estos intelectuales. De liberales y radicales. Cuantos campesinos, de esos que (sic) el señor Ortega y Gasset niega capacidad para votar, se reirán al leer sus artículos»38.


Pero, más allá de esta acusación de fatuidad, de parasitismo o de incomprensión de las masas populares, de sus organizaciones sindicales39 y de sus medios de lucha que hacen los militantes a los que llaman «intelectuales de cartel».

Maeztu considera que la huelga general es un mito y trata de probar que el sindicalismo revolucionario es «anti intelectual y anti inteligente», cuando los órganos obreros repiten que la buena voluntad de los intelectuales es inútil «mientras perdure el sistema actual»40, se perfila otra crítica, la de una izquierda radicalizada que les reprocha su frivolidad, su claudicación o su inconsecuencia, pasando a servir como «verdaderos intelectuales a sueldo»41, «mercenarios apologistas de un código atávico y una tradición absurda» (no se decía todavía orgánicos) el régimen y la clase social que habían combatido.

De este transfuguismo, esta traición que se reprocha a la sazón a Azorín, Claudia Frollo o Julio Camba, serán también protagonistas, a lo largo del primer tercio de este siglo varios de ellos, siendo el caso más famoso el de Maeztu, pero se puede citar los nombres de Pérez Solís, etc.; nómina que se alargaría sobremanera si llegáramos al verano del 36, aunque esto es indudablemente otra historia a la que aludiré sólo a título de epílogo.
Otro motivo de incomprensión de los intelectuales es su supuesta cobardía, al no atreverse a destruir el orden antiguo y se reprocha, por ejemplo, a «Un grupo destacado de intelectuales, hombres de arte y de ciencia, hombres cumbres, pertenecientes, por cierto, a una "manera" que se está pasando […] "pervenus" de la República ante el pueblo» de favorecer la elaboración de una Constitución supuestamente reaccionaria . Y el mismo autor exclama en otro artículo: «¡Cuán justificado está el desprecio de los comunistas por los intelectuales!»42.

Rechazado por la burguesía como traidor a su clase y por altruismo excesivo y por su calidad de burgués egoísta por el proletariado, el intelectual llega a ser un personaje molesto que tiene problemas de ubicación y, por consiguiente, de identidad.

LÍMITES DEL ELITISMO Y RADICALIZACIÓN FINAL. LOS INTELECTUALES SON VÍCTIMAS DE UNA TRADICIÓN ELITISTA
Los intelectuales alcanzaron tanta importancia durante el régimen de la Restauración que llegaron brevemente a serlo todo. No sólo dispusieron del poder de la palabra, hasta el punto de arrebatarle al poder el monopolio del discurso social, sino que llegaron a ser el símbolo mismo, la voz y la palabra del nuevo poder que se instauró el 14 de abril de 1931 y que el «maestro» Azorín, cachorro ciervista, favorable a la dictadura de Primo de Rivera luego, y recientemente convertido al republicanismo, gran acuñador de expresiones históricas, no dudaría en llamar: «la República de los intelectuales.» Pasada la euforia del triunfo que provoca la peligrosa constitución de un discurso referencial, e incluso tautológico, cuando hace falta a la vez definir y hacer funcionar un nuevo régimen, los intelectuales recobrarán su independencia y su función crítica hasta el punto de expresar sus amarguras y sus ilusiones tras el fracaso de la experiencia reformista en España.

Si no habían conseguido la «rectificación de la República» que tanto deseaban, algunos, más desilusionados, como Ortega y Unamuno, habían empezado a rectificar, a lo largo de estas semanas, su propia interpretación del 14 de abril de 1931, relativizando el alcance del cambio de régimen y minimizando la importancia de su propio papel en el advenimiento de la República, mediante un distanciamiento fisiológico o histórico. Al «aldabonazo» de Ortega, que se había convertido en deseo de rectificar a la República desde septiembre de 1931, hacía eco la cuádruple negación unamuniana de septiembre de 1933 para exigir la revisión de la Constitución. Ambos opondrían a las circunstancias un reflejo liberal y supeditarían las incertidumbres del realismo y del compromiso político a la nitidez de la política de la inteligencia y de la voluntad.

Los mismos hombres que habían elaborado y votarían la Constitución empezaron a pedir su reforma. A los pocos meses encontramos el diagnóstico definitivo de Unamuno: «Una Constitución tramada por intereses de partidos…»43. El de Ortega no tardaría: «Constitución lamentable sin pies ni cabeza»44. La condena es rotunda. Difícilmente encontraremos fuera de los escritos de Azaña, de De los Ríos o de algunos radicales socialistas, cualquier proyección positiva del nuevo texto constitucional. Hasta Jiménez de Asúa, el presidente de la comisión redactora expresaría sus reticencias y calificaría con amargura su propia labor: «Tiempo perdido aquello»45.

Estos intelectuales se encuentran, por consiguiente, de nuevo opuestos al poder, evidenciando el desajuste que existe entre sus propios valores e ideales proclamados y la realización jurídica de éstos. De nuevo su discurso tiende hacia lo universal, cuando se mueven en la particularidad de una coyuntura crítica. En 1933, algunos de ellos están desilusionados o amargados por el rumbo imprevisto que ha tomado, frente a la radicalización de los conflictos sociales, aquella República que habían deseado desde principios de los años veinte y que habían contribuido a instaurar dos años antes, llegando a ser miembros destacados de su poder constituyente, legislativo o ejecutivo.

Los intelectuales, que pasaron de buen grado por la encarnación de la República, se habían transformado, conforme iba avanzando la obra constituyente, y se verificaban los primeros actos de gobierno, en sus fiscales más severos, hasta el punto de considerar que el texto que estaban redactando había llegado a constituir un peligro para España. Si a lo largo de la Restauración y de la Dictadura los intelectuales llegaron a constituir, por la constancia de su protesta frente al bloque de poder, un verdadero grupo de presión ideológico, durante la República llenaron tan sólo un vacío político supliendo la ausencia de cuadros de los partidos republicanos y socialistas, y perdieron, la relativa homogeneidad que se habían forjado en su lucha contra la monarquía, preocupados por la única tarea de traer la República a España.

Encontraron esencialmente dos tipos de dificultades. Por una parte, estos momentos de gran febrilidad política y de inflación verbal eran propicios al análisis de las estructuras, pero no todavía al de las funciones del nuevo poder, y postulaban sobre todo la necesidad del abandono de un discurso crítico paralelo o ajeno al del poder. No se podía ser a la vez el poder y la crítica de este poder. Y era difícil abandonar esta función fiscalizadora adquirida o perfeccionada en la lucha contra el régimen de Primo de Rivera. Por otra parte, la incipiente dialéctica de la ambición funcionalista, para quien, como Azaña, hacía falta «cambiar el sistema político y la política del sistema» chocaría, en un momento de creciente disgregación de los partidos mayoritarios y de nueva agregación de intereses económicos, contra los círculos agrarios, las asambleas católicas y los grupos patronales, es decir, contra otras elites que no habían perdido el poder económico y volvieron a recuperar el aparato del Estado con el segundo bienio, llamado a veces curiosamente por los historiadores «bienio rectificador», como si la historiografía tuviera por misión, como la política, rectificar el pasado, ponerlo derecho, según lo proponía el apócrifo de Machado, Juan de Mairena. En buena medida pues los intelectuales son víctimas de una tradición elitista descuartizada entre la incultura y la reacción, pero lo son también de sus propias ilusiones.

LOS INTELECTUALES SON VÍCTIMAS DE SU PROPIO DISCURSO
Si no se podía transformar el mundo social cambiando, como antes, el conocimiento que de él se tenía, tampoco era posible hacerlo modificando tan sólo su representación ideológica o política (parlamentaria), en un momento de creciente agudización de los problemas sociales, nueva versión aquélla de la desilusión finisecular formulada por Costa: «La libertad se había hecho papel pero no se había hecho carne». El consabido dilema entre la reforma y la revolución se estaba transformando bajo el peso de las circunstancias, en alternativa entre revolución y contrarrevolución, que provocaba el retraimiento de unos y la radicalización de otros.

Poco importaría entonces la confusión inicial de las situaciones y de las actitudes; era demasiado tarde para seguir reflexionando sobre la esencia y los fundamentos de un poder que hacía falta ejercer al mismo tiempo. Quizá la disolución de la Agrupación al Servicio de la República, el 13 de octubre de 1933, reduciendo la interpretación de su papel a la lucha pretérita por el advenimiento de la República y la convocatoria de unas Cortes Constituyentes, simbolice aquella desilusión de unos intelectuales bien intencionados frente a la realidad política, que volverían con sus artículos y sus conferencias a dirigirse a la opinión pública, pero abandonarían cualquier responsabilidad política. La difícil postura de Fernando de los Ríos (el intelectual que sin duda encarne mejor el período en las Cortes Constituyentes y, con la excepción de Azaña, el primer bienio), incapaz de dudar de la validez de la vía democrática que había preconizado para llegar al socialismo y deseoso de estar al lado de sus compañeros frente al drama que presiente tras la ruptura de la conjunción y la radicalización del PSOE, representa, con la súbita y efímera metamorfosis de Araquistain en teórico revolucionario, el fin del intelectual tradicional que firma manifiestos o redacta leyes. Y confirma, sobre todo, la difícil adecuación del discurso ideológico de los intelectuales a una realidad que estaban convencidos de haber creado, pensando tener una vocación prioritaria para describirla e interpretarla. (Lo cual viene a recordarnos que no hay realidad objetiva, hechos o sucesos brutos no mediatizados).

Lo que muchos ilustrarían con una huida, elegante o no a partir del verano del 36, frente a unos acontecimientos que les impedían tomar partido. Esto no significa que tanto la República en guerra como el régimen de Burgos no tuvieron sus intelectuales. Pero es otra historia. Al querer identificarse con el nuevo régimen, los intelectuales tenían que responsabilizarse tanto de los éxitos de éste como de sus fracasos. Y cabe preguntarse si esta «República de los intelectuales» no fue víctima de los límites de un discurso que pretendía haberla constituido pero tenía dificultades para definirla, y no bastaba para hacerla funcionar.

Luego los intelectuales se fueron física o moralmente. El autor del himno de la República, Manuel Machado, en quien Azorín, que había acuñado la expresión «República de los intelectuales», veía «el maestro de los escritores nacionales», dedicó odas al general Franco. Mientras tanto, Unamuno afirmaba desesperado a Nikos Kazantzakis que la nueva generación se caracterizaba por su odio al espíritu46. Triste epílogo aquél. Gómez de la Serna tuvo que arreglar y fortificar un poco su torre de marfil. Confesó haber puesto «unos colchones en las ventanas de (su) alcoba», haber colocado «la librería del diccionario enciclopédico frente a la puerta, porque no sabía quién podía venirme a matar, aunque yo no intrigué nunca, ni conspiré, ni usé del toma y daca, pues sólo estuve abstraído en mis cosas para ver si podía dar a mis contemporáneos una visión más exacta de la vida y de la ilusión, que fuese original»47. Porque no podía soportar escribir en agosto del 36 con las ventanas cerradas, decidió marcharse a América desde Burdeos con el pretexto de asistir al Congreso de los PEN Club en Buenos Aires48. Gregario Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Claudio Sánchez Albornoz, Eduardo Ortega y Gasset, Luis Buñuel, Carlos Arniches, se valieron de estratagemas parecidas. Salvador de Madariaga, también49, antes de intentar vanamente interceder entre ambos contendientes sin lograr el apoyo de las potencias europeas50.

Manuel Azaña se apiadará de ellos con su ironía feroz: «Republicanos para ser ministros y embajadores en tiempos de paz. Republicanos para emigrar en tiempos de guerra», dirá a propósito de Claudia Sánchez Albornoz a punto de marcharse para dar un curso en la Universidad de Burdeos. El anti intelectualismo tenía pues un gran porvenir tanto entre los partidarios de la insurrección franquista como el profesor Suñer51, que culparía a los intelectuales de todos los males de la patria, como entre los defensores de aquella Tercera República nacida de las urnas del Frente Popular.

Contribuir a la formación de un hombre nuevo, a la creación de una opinión pública, regenerar o vertebrar el país, forjar la unidad nacional, emancipar al proletariado, contribuir al advenimiento de la república: la diversidad de los fines que los intelectuales asignaban a su palabra y a su acción difícilmente podía vencer las paradojas de la vida política española y la ambigüedad sobre la que se fundamentaba el régimen de la Restauración. Aquella burguesía hostil a los intelectuales no dejaba de proclamar que el país necesitaba hombres nuevos. Gustaba de criticar las formas democráticas de gobierno cuyo verdadero funcionamiento ignoraba, al mismo tiempo que se lamentaba por la incultura nacional, sin dejar de denunciar el carácter subversivo de las iniciativas pedagógicas o políticas de los hombres cultos. Por otra parte, estos mismos obreros socialistas, que dudaban de la sensibilidad de los intelectuales, se habían dotado de un líder que era un filósofo neo­kantiano. Pero cualquier intento de explicación de este anti intelectualismo parece sospechoso, sobre todo cuando procede de un intelectual: «¿Por qué este odio al intelectual? Probablemente porque el español medio ve en el intelectual la personificación de lo que más odia: la preocupación de someter a disciplina su espíritu»52.

Estas reacciones paradójicas contra el parlamentarismo y el intelectualismo en un país minado por el caciquismo y el analfabetismo expresan sin duda las contradicciones de una burguesía que no logra adaptar sus costumbres políticas a las exigencias de la democracia en un momento, es cierto, en que el sistema parlamentario experimenta una honda crisis en toda Europa y en que se vive en España una evidente polarización político­cultural en torno a la revolución y a la contrarrevolución. Esta impresión de vivir una crisis generalizada de los valores imposibilita la superación del malestar crónico del intelectual tradicional: «Vivimos en una época de transición y de fluencia. En rincón ninguno de la tierra hallaremos unidad ideológica y sentimental»53, advertía Pérez de Ayala, en 1927, planteando proféticamente la cuestión de la identidad, de la ubicación y del papel del intelectual en la crisis de la sociedad burguesa.

¿Qué son los intelectuales en España? ¿Qué son ante el cambio, ante la Restauración, ante la Dictadura, ante la República? –para atenernos a la temática de este congreso–, pues lo son todo. Son el cambio, son la República. Al menos tales son sus pretensiones. Son quienes escriben la Historia. Consiguen cambiar, si no la historia, siquiera la percepción que de ella se tiene. Logran contar al pueblo su propia historia –epopeya y utopía confundidas–. Es decir, lo que les gustaría que fuera o que éste creyera que fue. Indudablemente la autodefinición inicial suponía la autocrítica y el sufrimiento en este afán elitista o humanista de conseguir, si no una historia inteligente, al menos de vivir una historia inteligible, de alcanzar «la inteligibilidad de la Historia».

Paul Aubert
«Elitismo y antiintelectualismo en la España del primer tercio del siglo XX», Espacio, Tiempo y Forma,
Serie V, Historia Contemporánea, T. 6, 1993, páginas. 109-138.


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