Transformaciones políticas e ideológicas

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En la edad contemporánea, el principal instrumento para la realización de la política son los partidos políticos, tanto los que ejercen el poder o participan del mismo, como los que se oponen de una u otra forma con proyectos alternativos […]. García­Pelayo sitúa históricamente el concepto «Estado de partidos» en la época de la Constitución alemana de Weimar, añadiendo que «tiene como supuestos la democracia de partido y como corolario, la pretensión, por algunos autores, de su reconocimiento formal por el Derecho constitucional». Para Radbruch «el Estado de partidos es necesariamente la forma de Estado democrático de nuestro tiempo… los electores no seleccionan entre los candidatos individualmente considerados, sino entre los partidos» […].

Ciertamente, la cuestión está estrechamente unida a la de las ideologías. Los partidos son el ente colectivo –dejamos aparte la familia– que mayor carga ideológica tiene porque por su naturaleza son portadores de proyectos alternativos de sociedad y gobierno que suponen una conceptualización ideológica más o menos elaborada; son también, habitualmente, vehículos de transmisión entre el Estado y sus aparatos y entre éstos y el entorno social en que están insertos: clases y grupos sociales, movimientos, grupos profesionales, etc. Pero los partidos no agotan el número y categoría de grupos sociales que pueden incidir en la política, por vía más indirecta por lo general, y que emergen de la sociedad civil; nos referimos a organizaciones profesionales de clase (sindicatos de trabajadores, asociaciones patronales, mutuas de previsión, cooperativas, etc.) y a aquellas otras que sin tener la estructura organizativa rígida expresan corrientes de opinión encabezadas al logro de un fin, ya total o ya parcial, ya duradero o ya coyuntural. Son los movimientos sociales, que carecen de normativa de organización, aunque no carezcan de algún órgano de dirección no decisorio.

Movimientos y partidos no son incompatibles, incluso las formas flexibles de acción concertada de los primeros pueden servir bien para crear en su seno organizaciones de partido o preferentemente para dejarse llevar (a través de algunos miembros de su dirección, de reuniones conjuntas de órganos de prensa, etc.) para que el movimiento se convierta en la masa o ejército de una vanguardia que sería el partido […]. No es lo mismo, «organizaciones auxiliares» (¡qué crudeza de expresión!) y organizaciones de masas, aunque también éstas pueden ser instrumentalizadas. Inútil decir que partidos políticos y movimientos sociales (desde el poderoso sindicato hasta la modesta biblioteca circulante o el orfeón del barrio) forman una enrevesada madeja, no siempre fácil de devanar, pero sumamente atractiva para el historiador […]. La época frentepopulista, de los comités antifascistas, movimientos pacifistas, etc. es rica también en movimientos sociales, algunos de los cuales merecen ya el calificativo de nuevos, más propios, desde luego, para los que surgen tras la segunda guerra mundial. Pensemos igualmente en los movimientos escolares (más estructurados orgánicamente, es verdad) que libran batalla ideológica, desde el de las Escuelas del Padre Manjón hasta las racionalistas del anarquismo o del republicanismo radical y otros muchos más […]. La evolución de los movimientos sociales es un evidente signo de modernización que debe reclamar nuestra atención; por el contrario, en los sindicatos se trata de su evolución hacia normas de estructura más rígidas, a la creación de servicios permanentes, a la creación de fondos importantes de solidaridad, previsión, asistencia, etc. e incluso la marcha hacia la burocratización. Hay casos específicos de movimientos sociales campesinos de notorio alcance; por sólo citar uno o dos, nos referimos al de la Unión de Rabassaires de Cataluña y la Confederación Nacional Sindical Agraria, estrechamente entrelazada con la Acción Católica Nacional de Propagandistas, con la Unión Patriótica, y luego con la CEDA. Es imprescindible señalar que falsearíamos la realidad funcional de los partidos políticos si no tuviésemos en cuenta, con verdadero rigor, la tupida red de intercambios ideológicos y materiales que los unía con una pluralidad de movimientos sociales.

Lo antedicho no serviría para mucho si no tuviésemos en cuenta que lo político y lo ideológico no son líneas paralelas que están cerca, pero que jamás se encuentran, sino entrecruzadas, repercutiéndose e influenciándose recíprocamente. Sus relaciones, que pueden revestir las más diversas modalidades, constituyen la columna vertebral de la historia política. Política e ideología están insertas en un entramado mucho más complejo (la producción, la tecnología, las relaciones de producción, las mentalidades –valores, sentimientos, creencias–).Por último, las transformaciones ideológicas y políticas (o la ausencia de ellas) son los puntos de referencia que nos permiten detectar la presencia de la modernización: la auténtica ha de ser, a la vez, tecnológica, económica y política. Como hecho e idea globales se opone a la tradición. Sin embargo, la historia no presenta con mucha frecuencia sociedades enteramente tradicionales ni enteramente modernizadas; la realidad es que se dan modelos complejos de sociedad que suelen coincidir parcialmente y diferir del mismo modo a la manera de círculos secantes […].

Las ideologías pueden tener la suficiente autonomía para oponerse frontalmente en una coyuntura histórico­concreta y condicionar una serie de comportamientos. Un caso palmario es el que ha sido puesto de manifiesto por José María Jover Zamora en su trabajo La imagen de la Primera República en la España de la Restauración […]. Esa imagen –no de simple impresión, sino conceptual– es puesta de manifiesto por Jover sirviéndose de La Tribuna de la Pardo Bazán, el Blasco Ibáñez de La bodega y la visión galdosiana de la primera república, en dos tiempos, la de las Novelas Contemporáneas y la de los últimos Episodios. Y no se trata de obras poco relevantes, sino de grandes tiradas editoriales. Jover, al hablar de éstas y otras transformaciones ideológicas –«resurrección de una utopía» les llama–, añade «proceso de una realidad», que se inicia a finales del decenio de los ochenta Fortunata y Jacinta, La Regenta, edad de plata, pero también desarrollo, del partido socialista, creación de la UGT y de la II Internacional. Concluyamos: la supervivencia autónoma de una ideología puede convertirse en factor crítico de una posterior realidad frustrante.

También es posible el caso opuesto: una ideología que incide por sobre determinación y obra como freno de una realidad socio­histórica más dinámica a la que opone unos contravalores; un ejemplo claro es el de la revista y equipos de Acción Española, ideología antidemocrática, evocadora de una tradición que, al querer actualizarla, se convierte en arma arrojadiza contra la Segunda República. Las ideas que surgieron de condiciones sociales concretas al anclar en la conciencia de las gentes y de los grupos sociales, cobran vida propia y reinciden, por así decirlo, sobre la conflictividad, realidad socio­política, económica e incluso tecnológica: ¿No es verdad, pues, que en ciertas coyunturas de conflictividad social ha sido muy difícil emplear la maquinaria agrícola más moderna o también se ha reducido su empleo por el abundamiento y abaratamiento de la mano de obra campesina? Estos ejemplos y muchos más nos obligan a reflexionar sobre cuánta complejidad tiene y cuántas matizaciones exige un proceso de la llamada modernización.

PERIODO 1898-1914

El Estado español tiene una Constitución, la de 1876, inspirada por el doctrinarismo pactista entre el poder del monarca y la soberanía nacional (fórmula de freno que no es ninguna novedad desde 1845 («La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey»). Cánovas, inspirador de la Constitución, lo fue también del sistema de partidos turnantes, basados en la elección mayoritaria por distritos unipersonales. La elección fue censitaria hasta promulgarse en 1890 la ley de sufragio universal para los varones mayores de 25 años. En apariencia, parecía que Cánovas se inspiraba en el sistema británico. En la práctica no fue así; frente a la Constitución legal estaba la constitución real basada en el caciquismo, que permitía que la cúspide (corona y gobierno) prefabricasen las elecciones, que eran completamente adulteradas y con ellas todo el sistema representativo del país. La modernidad política, brilló, pues, por su ausencia a finales del siglo XIX y comienzos del XX.

Una sociedad ruralizada como la española, con acusadas diferencias de distribución de la renta y de nivel de vida y un notable atraso económico, estaba, sin embargo, en una coyuntura de despegue de inversión de capitales (retomo de capitales tras la pérdida de Cuba); en pleno ascenso sidero­metalúrgico, la electrificación vino a echar las bases de una nueva era tecnológica y económica: la transformación de corriente continua en alterna, de alto voltaje, y la consecuente posibilidad de transportar a larga distancia la energía eléctrica, abrió insospechados horizontes con la aplicación del motor eléctrico en la industria, en el alumbrado de las ciudades, los edificios y luego el interior de las casas; igualmente en los transportes, empezando por los tranvías urbanos que a los pocos años de empezar el siglo ya habían sustituido a los de tracción animal. Todo esto engendró una coyuntura de grandes inversiones hidroeléctricas entre 1907 y 1913, con gran participación de la banca, pero también de capitales extranjeros.

Sin duda alguna España posee ya en 1910­1913 unas zonas de industrialización importantes (Cataluña, Vizcaya y en cierta medida Asturias). Tampoco se puede hablar de inmovilismo demográfico. En 1910 Madrid y Barcelona rondaban los 600.000 habitantes, Valencia contaba más de 230.000 y Bilbao con sus casi cien mil habitantes había multiplicado por diez su población desde mediados del siglo XIX. Pero aglomeración urbana no quiere decir todavía ciudad moderna racionalizada. Por añadidura, no es posible ignorar el volumen de la emigración al extranjero, que entre 1901 y 1911 supuso el 10% del total (del cual 8% era población rural). Esta emigración, que así desviaba el mercado de trabajo hacia el exterior, prueba que la capacidad de demanda de la mano de obra era todavía limitada.

La historia de los partidos no ofrece sino transformaciones poco importantes. Los turnantes perdieron a sus jefes (Cánovas había muerto en 1897, Sagasta en 1903). Los partidos conservador y liberal continuaron su monótono rito del turno, solamente turbados en las grandes ciudades como Madrid, Barcelona y Valencia. Incluso en Bilbao las candidaturas socialistas no constituyeron ya un problema para los partidos de tumo (que actuaban allí en un solo bloque).

Hay dos políticos del bloque dominante que intentan salvar el sistema: Antonio Maura, por los conservadores, y Canalejas, por los liberales. Ambos se dan cuenta de la crisis orgánica del sistema. El primero sucumbió políticamente al no querer aceptar la repulsa de la opinión por la represión de la semana trágica y el segundo, que demostró sus cualidades de hombre de Estado para una nueva época burguesa, sucumbió políticamente ante al continuismo cerril de los aparatos de Estado y físicamente bajo las balas de un fanático que ya entonces confundía la revolución social con el asesinato del adversario.

Partiendo del bloque dominante se produjo un intento de replanteamiento parcial del sistema de partidos, unido a un intento de recuperación de intelectuales; nos referimos al partido reformista de Melquiades Álvarez. El intento fracasó, muy probablemente por la agudización de contradicciones y conflictos en el seno del partido reformista, conduciendo al fracaso del proyecto político de aquél, que acabará integrándose en un lugar muy secundario del bloque de poder y perdiendo a la mayoría de los intelectuales de prestigio. Mientras esto sucedía, el bloque de poder, los del turno, se van desintegrando en pequeñas fracciones: Maura, Dato, Cierva entre los conservadores; Romanones, García Prieto, Alba, Alcalá Zamora entre los liberales; a la vez que pierden sensiblemente prestigio en la opinión. Los equipos de notables, de tal manera reducidos, van perdiendo cada vez más prestigio ante el cuerpo electoral. La falta de respeto a la democracia, las inmoralidades del caciquismo, son otros tantos factores de lo que ya puede llamarse crisis ideológica o de hegemonía, aunque no se manifieste netamente hasta después de 1917.

La operación melquiadista tendía a renovar la correlación de fuerzas dentro del bloque socialmente dominante y a revitalizarlo por otra en sentido ideológico, susceptible de atraer hacia el régimen a nuevos sectores de la población; la experiencia no dio resultado, como lo probaron la marcha de Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos y, por fin, de Azaña. Había, sin embargo, otros partidos; dentro de la legalidad lo estaban todos, salvo casos de ilegalización temporal (ejemplo de la C.N.T.) A la izquierda del régimen se encontraban los partidos republicanos, poco coherentes y reducidos también a comités de notables. El partido federal había virtualmente desaparecido tras la muerte de Pi y Margall. El partido radical acaudillado por Lerroux (extraño personaje) era el de mayor implantación republicana, sobre todo en Barcelona y Valencia. Interclasista, con acentuado matiz populista, capaz de movilizar masas, con implantaciones en las barriadas (casas del pueblo, «damas rojas»); en algunos lugares era difícil saber qué frontera le separaba del anarquismo. Hasta el segundo decenio fue sobre todo un partido de Cataluña, pero punta de lanza contra el catalanismo.

Hasta 1910 el lerrouxismo, sobre todo en Cataluña y País Valenciano, se caracterizó por su propaganda agresiva, anticlerical, siempre demagógica y por sus planteamientos de corte populista. Pero al mismo tiempo, estudiosos de Lerroux y su partido han señalado el carácter modernizador que tuvieron en el primer decenio del siglo: la existencia de cuadros políticos y profesionales, las Casas del Pueblo con sus servicios sociales, la maquinaria electoral encuadrada por militantes del partido, eran elementos innovadores en el funcionamiento y estructura de los partidos españoles. El profesor José Álvarez Junco, probablemente el mejor conocedor de este tema, no desdeña esos elementos modernizadores, pero apunta al mismo tiempo a otros rasgos del lerrouxismo poco o nada modernizantes: el anticlericalismo primario, la ausencia de programas coherentes, sustituidos por recursos emotivos, los tratos con militares siempre en busca de pronunciamientos. Convengamos en que el lerrouxismo es bifronte hasta 1912. Luego será un partido republicano más que busca su base principal en la burguesía media y acabará (mal) como aliado de la derecha.

En efecto, su red de «Casas del Pueblo», que constituye la base real del partido, estaba inspirada en el modelo de «La maison du peuple» de Bruselas. Era un típico ejemplo de conexión partido­movimiento. Podría apuntarse también el alcance de su organización de «damas rojas» y de su organización juvenil, los desaforados «jóvenes bárbaros». Además, tenía una base que podríamos llamar sindical. Cullá señala que, solamente en Barcelona, contaba con veintitrés sociedades de oficio. Este complejo sistema dirigido personalmente por un caudillo, Alejandro Lerroux, se llamó partido radical (aunque su constitución oficial con tal nombre data de 1908), creció fulgurantemente desde 1904 y se distinguió en su lucha contra la solidaridad catalana.

Desde 1910, Lerroux trasladó el centro de su política a Madrid y al Congreso de los Diputados; fue entonces cuando su base de masas empezó a ser de pequeña burguesía, menestrales y diversas capas medias. En la extrema derecha son otros los partidos que rechazan la legitimidad del régimen: el carlismo (del que ya se había separado el integrismo, a finales de siglo) se presenta muy virulento; al término de la guerra mundial sobreviene en su seno una polémica entre Don Jaime, acusado de simpatías aliadófilas, y Vázquez de Mella, que impugnó su Manifiesto. La discrepancia sirvió de pretexto para cubrir una diferencia más honda; la de los carlistas que se sentían atraídos por la Unión de Derechas –con los alfonsinos, naturalmente–, y otro sector inclinado a apoyar los movimientos proautonomías que tomaban nueva fuerza en País Vasco y Cataluña; dos políticos carlistas de la talla de Víctor Pradera y Vázquez de Mella experimentaban gran recelo ante esa corriente, matizada de nacionalismo, en la que veían un serio peligro para la unión de la derecha y la unidad nacional.

En la extrema izquierda el PSOE con la UGT representaban la instalación del socialismo en el triángulo Madrid/Vizcaya/Asturias. Esta primera fase de implantación no fue superada hasta el segundo decenio del siglo; entonces, contará ya con un diputado, Pablo Iglesias, elegido siempre por Madrid, con un periódico diario desde 1913, una central sindical en zonas industriales y en ferrocarriles; participa responsablemente en muchos equipos municipales, así como en el Instituto de Reformas Sociales; sin embargo, su implantación en el campo era todavía relativamente escasa hasta mediados del segundo decenio. Lenta, pero seguramente, van surgiendo las Casas del Pueblo y los Centros Obreros, sobre todo en el litoral del Norte, punto iniciático de una cultura obrera y socialista. Desde 1910 van llegando los intelectuales: Núñez de Arenas, creador de la «Escuela Nueva», F. de Velasco, Araquistain, Besteiro, García Cortés, Fabra Ribas o autodidactas de tan alto vuelo como Indalecio Prieto. También los jóvenes (Saborit, Egocheaga, Lamoneda) que en 1913 crearán, con otros, la «Escuela Societana».

Lentamente, el mismo desarrollo industrial y tecnológico del país –aunque todavía no ha tomado todo su alcance– y el proceso de urbanización, la progresión y modernización evidentes de las grandes ciudades desde mediados del segundo decenio, van transformando la producción y el mercado de trabajo; el oficio artesanal de siempre, aquel en que la relación entre el obrero y el producto consiste en una fase completa (el carpintero, el cerrajero, el zapatero, el tonelero, etc.) que remata su obra, pero sin contacto con otros trabajadores, va siendo sustituido por los metalúrgicos, los mineros, los ferroviarios y de otros servicios que pertenecen a sistemas más complejos de producción y van sintiéndose solidarios de lo que ya es más una industria que un oficio. Será el comienzo de un proceso de transformación, desigual y lento sin duda, pero muy importante, desde la antigua «sociedad de oficio hasta el moderno sindicato de industria». He aquí un signo de modernización más consistente que algunas retóricas al uso.

Nos falta por examinar el anarquismo o más exactamente el anarcosindicalismo. Adversarios por principio del Estado nunca se consideraron partido, ni cuando fueron ministros. Sin embargo, hay que reconocer que la organización sindical C.N.T. escapa a su clasificación dentro de movimientos sociales o de organizaciones obreras sin más. A pesar de sus protestas aspira al poder y es capaz de ejercerlo; no sólo en 1936-­39, sino en su participación en el poder obrero de Asturias en 1934. Ahora bien, antes de 1911 es difícil hablar del anarcosindicalismo como organización (pese a su importante participación en la semana trágica de Barcelona). Desde 1913 fuerza será considerarlo como realidad política; desde 1926 en unión de la F.A.I. La persistencia del anarquismo no era ciertamente un signo de modernización; sin embargo, la adaptación del sistema de «sindicatos únicos de industria», las importantes manifestaciones de una subcultura específica, nos obligan a tener también en cuenta los aspectos modernos del protagonismo libertario.

El anarcosindicalismo se apoya sobre todo en los medios obreros de Barcelona y alrededores, de Valencia, Sevilla y Zaragoza: Su tradición agraria la mantiene todavía en parte de Andalucía (Cádiz, Córdoba, Sevilla, Granada, Málaga) sin que sea verificable que se trate de un voluntarismo milenarista. Sus huelgas por reivindicaciones concretas en el llamado «Trienio bolchevique» ponen en tela de juicio esa hipótesis, así como su posterior estancamiento en el campo.

En resumen, no es exagerado decir que cuando llega la guerra mundial los partidos menos estructurados y con mayores divisiones internas son los de los mecanismos del poder del sistema; el gobierno Dato es sólo el producto de una manipulación más y su partido es un conjunto de círculos, casinos y clubs de gentes adineradas, muchas de ellas con poderes decisorios en la economía nacional. No resisten la menor comparación con el Partido Conservador británico, ni siquiera con la derecha francesa. Hay que señalar la importancia que tuvieron en Cataluña y el País Vasco, desde comienzo del siglo, los dos partidos nacionalistas: la Lliga, en Cataluña, dirigida por Prat de la Riba y Francesc Cambó, partido de corte pluriclasista, marcadamente conservador y católico, con cuadros de dirección de alta y media burguesía, tendía a identificarse con una comunidad catalana, con lazos más estrechos que los que se tienen con la sociedad; es el mismo caso del Partido Nacionalista Vasco (PNV) creado por Sabino Arana a finales del siglo XIX, con acentuado carácter independentista y católico, cuyas bases eran mesocráticas y rurales, si bien pronto se le unieron relevantes capitalistas como Sota, Chalbaud y Epalza, y que, sin embargo, tenían marcadas diferencias políticas con el bloque oligárquico de la Restauración. Su implantación popular sobre el terreno, a base de los batzokis (círculos recreativos), resultó muy eficaz.

Entre los movimientos sociales convergentes (algunos eran más que eso) figuraban la organización de mujeres (Emakume), la de montañeros (mendigoitzales), y también la de los caseros no propietarios (inquilinos) […]. En el caso de la Lliga ésta no era oficialmente sino una sociedad de Barcelona, que dirigía el movimiento general; no se hacían adhesiones individuales sino a las distintas entidades y grupos adheridos a su política. La adhesión era más una aceptación a la política general de la Lliga regionalista de Barcelona que el establecimiento de un vínculo orgánico. La dirección auténtica del partido recaía en la Comisión de Acción Política nombrada por la Junta de la Lliga barcelonesa. En esas condiciones las tendencias oligárquicas de la dirección son difíciles de soslayar. A partir de 1916­17 y siguiendo el ejemplo catalán estos partidos irán concretando sus reivindicaciones en forma de proyectos de Estatuto de autonomía, presentados primero por los catalanes, luego por los vascos.

MOVIMIENTOS Y ORGANIZACIONES SOCIALES

El regeneracionismo es la constatación de un fracaso, el del sistema canovista, expresado en un movimiento heterogéneo de clases medias, en el que no faltan intelectuales. Pero no mira al porvenir, mira más al pasado (los caminos de herradura, la exportación de vinos) aunque contenga principios generales de renovación («Escuela y Despensa»). La Liga de productores, el movimiento de las Cámaras de Comercio y la fallida Unión Nacional de 1901 son exponentes de movimientos sociales de la época. Naturalmente, hay también que considerar movimientos sociales a las centrales sindicales UGT y, desde 1911, CNT y SOV. Desde 1909 pueden considerarse en el mismo renglón los sindicatos católicos, muy controlados por la jerarquía, y los primeros agrarios.

A otro nivel, muy próximo a la generación y difusión ideológicas (sin olvidar su faceta de praxis) se sitúan la Asociación Nacional de Propagandistas de Acción Católica (1909), la Escuela Nueva (1911), de impronta socialista, y la Liga de Educación Política (1913), con lazos con el partido reformista de entonces. Son movimientos sociales de carácter intelectual preocupados por los nuevos planteamientos políticos. Pero sería erróneo limitar las organizaciones sociales (de clase) a obreros y los movimientos sociales a las clases medias urbanas y rurales. En los primeros años del siglo surgen la Confederación Patronal en las capitales más importantes, la Asociación de Patronos Mineros, la Asociación de Agricultores de España. De tiempo atrás existían el Círculo de Mineros de Vizcaya, la Liga de Productores Vizcaínos, el tradicional Fomento del Trabajo Nacional de Barcelona… la lista no es exhaustiva, sino más bien una simple muestra… pensemos también en los Círculos Mercantiles, en los casinos de labradores de las agro-ciudades andaluzas…

MEDIOS DE COMUNICACIÓN

Este cuadro harto somero de las fuerzas políticas y sociales en presencia debe completarse con referencia a los medios de comunicación. La difusión de diarios era importante sobre todo los de Madrid (un periódico por 1.914 habitantes) y de Barcelona (uno por 3.535). La Correspondencia de España, El Imparcial, El Liberal, La Vanguardia de Barcelona eran diarios de tiradas en torno a los 100.000 ejemplares y con empresas fuertes. Todo ello a pesar de las altas tasas de analfabetismo. A ellos hay que añadir ABC, que salió en 1903, y como diario en 1905 apoyándose en el éxito de la revista gráfica Blanco y Negro decenios antes… El Imparciall, El Liberal y Heraldo de Madrid constituyeron la Sociedad Editorial España (el trust, le llamaban), presidida por Miguel Moya. Contó además con El Liberal de Sevilla, Bilbao y Murcia, El Defensor de Granada y El Noroeste de Gijón. Podríamos añadir en la derecha El Diario de Barcelona y La Época. En 1913 sale El Debate, con la Editorial Católica de base financiera y Ángel Herrera de director. Citemos, en fin, la prensa socialista y la anarquista, la carlista, la de nacionalismos (La Veu de Catalunya y Euzkadi. Como prensa de la Iglesia (orientada hacia la extrema derecha) La Gaceta del Norte de Bilbao y El Siglo Futuro de Madrid. Lo que resulta evidente es la importancia de la prensa como medio de comunicación de masas y el alcance de la política (33%) del total de los editados.

La mayoría de lo que se publicaba giraba en tomo a la línea política de los partidos dinásticos o bien se trataba de diarios de estricta obediencia católica. La Asociación de la Buena Prensa contabilizó 1.300.000 de ejemplares de hojas parroquiales en España. Sin embargo, es imprescindible señalar un hecho y una fecha: la aparición del diario El Sol, de Nicolás María Urgoiti, con un mentor de la talla de José Ortega y Gasset y una pléyade de intelectuales en tomo a ellos. El Sol es producto de la ruptura interna de El Imparcial y representa la negación del sistema canovista que aún pugnaba por sobrevivir; negación del tumo de partidos dinásticos (de hecho, ya roto, por impotencia de los mismos), de la adulteración del sistema político por el caciquismo y otras corruptelas. El Sol no va más allá en los momentos de su aparición. Pero cada vez irá siendo más representativo de una burguesía liberal e ilustrada, proclive al europeísmo y a la dimensión universal de la cultura que, más tarde, acabarán llevándole al enfrentamiento abierto con la dictadura de Primo de Rivera y con la monarquía de Alfonso XIII.

No es desdeñable tampoco la publicación por aquellos años de relatos cortos en grandes tiradas de hasta 60.000 ejemplares: El cuento semanal, Los contemporáneos, El libro popular figuran entre los primeros de una producción que dominará el mercado durante una veintena de años. Su contenido, vario y contradictorio, va desde el inconformismo más desgarrado hasta la aceptación de la moral más tradicional; desde el machismo hasta el feminismo, desde el miserabilismo sentimental hasta el costumbrismo fácil. Como ha señalado José Carlos Mainer, durante los tres primeros decenios del siglo el mensaje escrito –que no fuera de carácter político o sindical– era de simple género crítico, con frecuencia populista, anclado en la conciencia pequeño­burguesa y en muchos casos con aceptación implícita de valores de las clases dominantes.

LA CONFLICTIVIDAD DE LA MODERNIZACIÓN

En este período los tipos de conflictividad más acusados que se dan son: el colonialismo versus el militarismo que engendraba, desde la guerra de Cuba hasta la de Marruecos, un estado de ánimo en los miembros de los aparatos de defensa (a menudo estimulados por el Rey) incitándoles a desplazar su función hacia la de los centros decisorios del Estado. Este conflicto militarismo/civilismo no hará sino crecer durante todo el tiempo que estudiamos (hasta 1936). Las agresiones militares contra la prensa catalana y el subsiguiente voto de la Ley de Jurisdicciones (1906), bajo toda clase de presiones, haciendo dimitir a M. Ríos y formando un gobierno Moret, marcaron una acentuación de la influencia militar en las decisiones políticas.

La concesión a España del protectorado de una pequeña parte de Marruecos dio lugar a que en 1913 lo que se llamaba pacificación fuera una ocupación militar que pronto degeneraría en una guerra crónica. Empieza a surgir el militar africano con una mentalidad sui generis de mando sobre el poder civil. Este conflicto, ya permanente, será doblado por otro, el que opone clericalismo a secularización: las tensiones entre el gobierno liberal y la jerarquía aumentaron durante los gobiernos liberales del primer decenio (sobre matrimonio civil en 1906 y sobre limitación del número de nuevas órdenes religiosas en 1910). La Iglesia emprendió una vasta ofensiva ideológica durante los tres primeros lustros, centrándose sobre todo en la enseñanza secundaria a cargo de congregaciones religiosas. En este sentido puede decirse que en el otro polo del conflicto se sitúa el esfuerzo del Estado, al encargarse de la remuneración de los maestros, tras la creación del Ministerio de Instrucción Pública. Se creó a nivel superior la Junta para Ampliación de Estudios y la Residencia de Estudiantes, ambas combatidas por la Iglesia. Esta presidió la creación de la Editorial Católica, de periódicos ya citados (El Debate, La Gaceta del Norte) y de la revista jesuita Razón y Fe, y se crea en Andalucía la vasta red de escuelas primarias del Padre Manjón…

El conflicto a nivel pedagógico se expresa también en el enfrentamiento con las escuelas racionalistas (del tronco de la Escuela Moderna de Ferrer). Varios autores (Josep Benet, Ulmann) han hecho ver cómo los ataques más violentos en la semana trágica de Barcelona lo fueron contra instituciones religiosas de orden escolar además de los conventos, etc. (No se olvide el fuerte anticlericalismo de los radicales que participaron muy activamente en estos hechos). El tema de la semana trágica nos lleva a otro conflicto básico, el social. Los primeros avances de la industrialización en algunos enclaves acarrean mayores concentraciones de clase obrera y, tras el inevitable proceso ideológico y a veces de toma de conciencia, al reforzamiento de las organizaciones obreras; como hemos dicho más arriba, éstas serán primero sociedades de oficio, de resistencia. La ideología anarquista desempeña un papel importante por la obsesión en declarar huelgas generales «revolucionarias» (La Coruña, 1901, Barcelona, 1902), que quebrantan duramente las sociedades obreras. Pero otras huelgas, como la de Mieres (1906), «la huelgona», fueron de orientación socialista y también de mal resultado para el sindicato minero, en este caso.

La huelga semi-insurreccional de Barcelona (Semana Trágica) fue más que un conflicto social ordinario; fue el enfrentamiento de los trabajadores contra la política de guerra en Marruecos del gobierno Maura, a la vez que una explosión anticlerical y antiestatalista. Fue una revolución acéfala condenada a fracasar. Sería imposible relatar ni siquiera los grandes conflictos sociales (los de Vizcaya, sobre todo con la conquista de la nueva jornada de trabajo por los mineros, la prolongada huelga de Riotinto, la de ferrocarriles, etc.). Conflictos marcados por reivindicaciones de jornada, salario o por el reconocimiento de la personalidad sindical. A través de esos conflictos en zonas más industrializadas los sindicatos o sociedades de oficios se fueron convirtiendo en sindicatos de industria abarcando a todos los trabajadores de un ramo industrial.

En fin, el cuadro de conflictos básicos se completa por el que se da, cada vez con mayor fuerza, entre los partidos nacionalistas de Cataluña y País Vasco y sus seguidores y electores, y el poder central. No obstante, los catalanes consiguieron que el gobierno central aceptase las bases de una Mancomunidad de Cataluña que unificaba servicios administrativos, docentes, técnicos, etc. de las cuatro provincias catalanas (abril de 1914).

En resumidas cuentas, la política española (del Estado, los partidos, la sociedad civil) no aceptó sino formalmente las pautas de modernización del siglo: Estado de soberanía compartida, donde la representación nacional era una farsa, en la que colaboraban los jefes de los partidos y su aparato básico. La tendencia a la intervención por parte del aparato militar era una disfunción permanente, que no había de favorecer en nada la modernización. Los partidos del régimen, en plena crisis de hegemonía y de disgregación orgánica, que anunciaba la próxima crisis del Estado, no habían alcanzado un grado medio de europeización. La Iglesia, que aceptaba de mal grado la pérdida de su hegemonía ideológica, seguía viendo enemigos luciferinos en los gobiernos liberales o conservadores (más en los primeros, desde luego) y temía el anticlericalismo de republicanos lerrouxistas o de Blasco, así como de la clase obrera (en estos medios aumentaba la secularización de actos de la vida civil). Ese mismo anticlericalismo denotaba cierto arcaísmo en los movimientos obreros […].

PERIODO 1915-1923

LA GUERRA MUNDIAL Y LA POLÍTICA ESPAÑOLA: LA POSTGUERRA

La guerra tuvo dos repercusiones muy directas en España; la primera, económica. Una España que lentamente despegaba hacia su modernización, pero sin poder aún vencer las resistencias del antiguo régimen, se encontró súbitamente inmersa en los grandes dilemas de la sociedad del siglo XX. Año tras año se agudizaron en nuestra patria las ganancias de unos (los menos, pero más poderosos) y la dureza de vida de los otros, contradicción ésta que vino a sustituir a las disputas sobre los beligerantes en el primer plano de las preocupaciones españolas. Más que nunca, los que vivían de vender su fuerza de trabajo, al nivel que fuere, tomaron conciencia de lo que podía calificarse de agresión social, el contraste entre los sueldos y salarios por un lado y las exorbitantes ganancias de empresarios y especuladores por otro.

La industria y el trabajo, la acumulación de capital, las concentraciones demográficas e incluso múltiples aspectos de la vida cotidiana fueron cambiando para los españoles entre 1912 y 1923; años en que tímidamente irá cobrando importancia la circulación automóvil, el cine pasa de las barracas a las salas de espectáculos; el fútbol va tomando carta de naturaleza como espectáculo, sobre todo desde el sensacional triunfo en la Olimpiada de Amberes (1920); la mujer recortará tímidamente sus faldas y ya no será atractivo especial de jóvenes ver cómo las chicas mostraban el tobillo al subir al tranvía (además, en Madrid hay Metro desde 1919 y pronto lo habrá en Barcelona); esas señoritas se bañan ya en las playas del Norte con indumentarias que entonces parecían atrevidas; son los años en que empieza un fenómeno de urbanización paralelo al cambio de la correlación entre el mundo urbano y el mundo rural. El desplazamiento de la población hacia los sectores de la industria y servicios (sobre todo en Barcelona, Madrid y Bilbao). Sobre estos cimientos van a desarrollarse los cambios de mentalidades y comportamientos.

Partiendo de los datos del Censo de 1920 se puede estimar que la población obrera alcanzaba 1,4 millones de personas, a las que habría que añadir los trabajadores de servicios. La población agraria activa contaba con algo más de 4 millones, de ellos casi dos de obreros agrícolas. Los funcionarios pasaban de 266.000, sin contar los 40.000 maestros. Entre el personal de servicios destacaba como rasgo obsoleto los 300.000 del servicio doméstico, de los cuales 273.00 eran criadas de servir […]. Sin embargo, en aquella sociedad española que iba cambiando de día en día, sin cambiar en nada aparentemente, los partidos del sistema, los medios influyentes, creían eso último: que no cambiaba en nada. El Gobierno seguía en manos de los partidos de turno, cada vez más averiados. El intento de integrar al reformismo melquiadista en el sistema (o bloque) de partidos del poder se saldó con un fracaso y lo mismo sucedió con la Lliga (pese a la inteligente colaboración ministerial de Cambó en 1918 y 1921). Los partidos, que no habían detectado los signos de crisis de hegemonía, fueron incapaces o no quisieron liberarse del lastre del caciquismo, fueron insensibles al aumento del abstencionismo, no siempre supieron hacer que los aparatos cumpliesen las decisiones del Poder y, naturalmente, no sólo perdieron la autorictas, sino que, por impotencia ante las Juntas Militares de Defensa, entraron casi sin darse cuenta en una crisis de Estado, entre las Juntas, la autonomía de facto de las autoridades en Cataluña (Miláns del Bosch, Martínez Anido), y la no menor autonomía de los generales en Marruecos, pasando por encima del alto comisario (Berenguer), con las trágicas consecuencias a que todo eso dio lugar. Mientras tanto Gobierno y partidos dinásticos también eran casi impotentes ante la protesta organizada y de masas de las organizaciones obreras, y luego ante el pistolerismo desatado en Barcelona y ante los escándalos de la campaña de responsabilidades. Ni Dato, ni Romanones, ni Sánchez Guerra, ni siquiera Maura, estaban en condiciones de conjurar lo que era una coyuntura de crisis total, que permitía la hipótesis de un cambio social.

La crisis de 1917-­21 no llegó a un cambio por ruptura. Intervinieron para impedirlo varios factores:

  1. La frágil alianza con clases medias republicanas de los trabajadores, que a su vez estaban divididos en dos corrientes y luego en tres.
  2. El reflujo de los movimientos revolucionarios en Europa Central.
  3. El desfase entre las huelgas industriales y las de campesinos en Andalucía.
  4. El paro por crisis en 1921­-22 y nuevo desfase de estos movimientos obreros con la derrota de Annual.

No hubo cambio, pero todo cambiaba en tomo a un sistema incapaz de sobrevivirse, y de mantener vigentes las reglas de juego: representación democrática, gobiernos parlamentarios, derechos del hombre garantizados, los privilegios de la democracia liberal, sin referirnos a la función social (previsión, sanidad… ); un gobierno que no podía imponer el respeto del Estado de derecho a los propios españoles y que se encontraba ya desbordado por la presión militar: «se asiste al nacimiento de centros reales de decisión frente a los centros formales».

Los contradictorios procesos históricos que se desarrollan tanto en la Península como en toda Europa –crisis de hegemonía y de Estado aquí, revoluciones en Rusia, Alemania, Hungría. Tratado de Versalles allí–, así como la creación de la Tercera Internacional y de la Internacional llamada de Reconstructores o de Viena y, por fin, la refundición en 1923 de una II Internacional consolidada, conmueven profundamente las ideologías de partidos y movimientos obreros. También los movimientos nacionalistas son sensibles al resurgir estatal de las nacionalidades de Europa oprimidas por los Imperios austro­húngaro, zarista y otomano. En resumen, la gran guerra y las conmociones que acarrea, así como la aparición con ella de nuevos hábitos de vida, determinaron los cambios en los comportamientos humanos. En España la agudización de una lucha de clases, las más de las veces frontal, la crisis ideológica (de hegemonía) y de Estado, la guerra de Marruecos, el fantasma del militarismo cada día más preciso y los métodos de violencia muy generalizados inciden también en las ideologías de partidos y movimientos, en los comportamientos sociales e incluso en cambios o innovaciones de mentalidad.

Varios hechos conviene precisar: primero, la aparición de un fenómeno, el protagonismo de las masas; están ahí, en los ejércitos, en los campos de batalla, pero también en los campos de prisioneros o en los cementerios, donde fueron enterrados los 700.000 soldados alemanes y franceses que murieron en Verdún entre febrero y julio de 1916. Luego, las masas siguieron protagonizando todo: las revoluciones, victoriosas o vencidas; las masas en las grandes huelgas de Francia, de Gran Bretaña (y también de España, puede que por primera vez). Las masas fueron protagonistas, fueron legitimadoras en ocasiones. Pero las masas fueron también un fenómeno sencillamente demográfico: en las migraciones hacia los centros urbanos industrializados o zonas mineras. En todo caso no hay que confundir el protagonismo y la presencia de las multitudes con las doctrinas sobre el hombre/masa de Scheler y Ortega, como equivalentes de mediocridad, de lo vulgar, que viene a expresar el disgusto de ciertas élites por la intervención multitudinaria de gentes sencillas en los hechos de la vida pública e incluso privada (mayor acceso a los espectáculos, el cine como espectáculo artístico de masas; hay quienes se inquietan por las de­ cenas de millares de personas que llenan los estadios como espectadores, pero también por práctica masiva de deportes como el fútbol, el ciclismo, el cross; hasta muy entrado el tercer decenio la práctica de los restantes deportes se consideró reservada a las clases pudientes y a sus hijos).

En segundo lugar, la urbanización. La llegada de Barcelona a un millón, de Madrid casi a un millón, Sevilla a doscientos cincuenta mil, el Gran Bilbao a más de trescientos cincuenta mil, cambian la situación, así como procesos en los ensanches, no siempre bien planteados ni realizados, en el crecimiento desarticulado de las barriadas periféricas, en el mantenimiento de la parte vieja, que es un foco insalubre y de hacimiento de familias pobres en ciudades de importancia media o superior. La gente, ése es el fenómeno; la gente que ya llenaba antes las plazas de Toros en Madrid (de casi 14.000 personas en 1870), pero que en los años veinte llenará campos de fútbol mucho mayores. La gente que va en familia al cine los domingos y más tarde irá a la Sierra o al Alberche o a la Playa de Madrid. Para asombro de cierta burguesía madrileña; las masas llegan hasta las piscinas populares al final del decenio de los veinte. Todos estos hechos, los de fuera y los de dentro, los sociopolíticos y los de la vida cotidiana, produjeron su impacto transformador en las ideologías.

En tercer lugar, otros hechos sociales y políticos juegan análoga función; el mismo crecimiento las organizaciones obreras, PSOE, UGT y CNT, da otras dimensiones a la vida de los trabajadores: la frecuentación de locales propios y la lectura de los periódicos obreros (El Socialista es diario desde 1913 y Solidaridad Obrera poco después) […].

Intentado resumir lo que se refiere al período 1915­1923 (que enlaza o se prolonga desde la última fecha hasta 1930) diremos que puede constatarse lo siguiente: desde 1917 el sistema de partidos de turno empezó a funcionar mal por la imposibilidad en que se encontraban de formar gobiernos homogéneos; a partir de aquel otoño la Corona no puede formar sino gobiernos de concentración. También se intentarán, sin apenas éxito, las operaciones de transformismo ya señaladas, consistentes en integrar en el poder efectivo a la Lliga catalana y al reformismo de Melquiades.

La crisis de Estado era ya evidente: la auténtica rebeldía de las Juntas de Defensa, transformadas desde dentro del Estado en poderoso grupo de presión, la huelga general de agosto de 1917 (primera huelga general política en todo el país, la primera que pone en cuestión la legitimidad del régimen) y la reunión de la Asamblea de Parlamentarios, constituyeron otros síntomas de la citada crisis. Después, las elecciones de 1918 y 1919 demostraron que los partidos dinásticos del turno habían pasado de la pérdida de sus bases sociales a la pérdida de sus clientelas electorales. En Madrid las fuerzas electorales estuvieron igualadas en 1918 y 1919; en 1920 la dispersión de candidaturas de izquierda facilitó el triunfo de los monárquicos, pero ya en 1923 son los socialistas quienes conquistan las mayorías por la capital de España. Al mismo tiempo la abstención crecía vertiginosamente y era más fuerte en las provincias de influencia anarcosindicalista. Dicha abstención confirmaba que el mensaje de los partidos del sistema no llegaba a sus bases sociales y electorales o que éstas se encogían como la piel de zapa. La existencia de 15 gobiernos entre 1917 y 1923 confirmaba la fragilidad del sistema. La situación en Cataluña y en la mayor parte del campo andaluz. donde una durísima represión apenas conseguía mantener un orden en precario, hacía más grave la crisis si se sabe que ese orden público era mantenido utilizando el aparato militar, que uno y otro día invadía la esfera de atribuciones del poder civil.

La apurada situación militar en Marruecos puso aún más en evidencia la fragilidad y disfunciones de aquel Estado. Los rasgos que señala Hirsch para definir la crisis de Estado se estaban cumpliendo en la España de 1923; se llegó a una situación en que el Gobierno no controlaba el aparato militar de Defensa ni en Marruecos ni en Madrid. Mientras tanto en el Parlamento, en la prensa e incluso en las calles crecía el clamor en demanda de responsabilidades, y la tentación militarista era cada vez más fuerte entre muchos jefes del Ejército y a ella tampoco era ajeno el mismo monarca.

PERIODO 1923-1931

Las condiciones estaban dadas para un golpe de Estado y éste lo dio el general Primo de Rivera en complicidad con otros jefes militares y ante la imposibilidad de la Corona, que termina refrendando el golpe (y nos atenemos a los hechos probados)¬.
Comienza la dictadura de Primo de Rivera, dividida en dos períodos: Directorio Militar y Gobierno civil, con ensayos frustrados de Asamblea Nacional, Organización Corporativa del Trabajo, Constitución antidemocrática (inconclusa) y ensayos también frustrados de codificación penal y del trabajo […]. Los partidos y organizaciones obreras habían ascendido notablemente a partir de 1916 hasta 1920; fundamentalmente el Partido Socialista, la UGT y la CNT. Los sindicatos empezaron a ser de industria, aunque aún quedaban estructuras locales de oficio. El anarcosindicalismo conservó rasgos que eran más de movimiento que de sindicato (irregularidad de cotizaciones, confusión en los congresos y asambleas entre la represión policial y el terror blanco en sus centros vitales de Cataluña hasta 1923). Los socialistas detuvieron su ascenso a causa de la escisión (1920 y 1921: de su seno se separaron los componentes de dos pequeños partidos comunistas que se unificarán a finales de 1921); pero, sobre todo, la influencia sicológica de la división de fuerzas primero, y luego el peso de la dictadura, determinaron un notable retroceso de militantes, que sólo se contuvo a partir de 1929. Por el contrario, la UGT, que había llegado a los 240.000 afiliados, se mantuvo con todas sus organizaciones hasta el final de la dictadura (258.000 afiliados en 1929). La CNT intentó reorganizarse clandestinamente desde 1926 y el movimiento libertario encontró la cooperación de la Federación Anarquista Ibérica desde 1926.

La Dictadura de Primo de Rivera dio lugar a la aparición de la Unión Patriótica, algo artificial y casi administrativo, sin cohesión ideológica alguna (como no fueran los tópicos habituales de la derecha) y con personal político tomado de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP) y de la Confederación Nacional Católico Agraria (CONCA), auténticos viveros de cuadros políticos de la dictadura, a los que hay que sumar todos los que procedían del maurismo. La U.P. no llegó a definirse rotundamente como partido, aunque se movió como un partido oficioso o privilegiado (no único, pues con ciertas limitaciones de actuación existían el PSOE y también grupos y círculos republicanos, cuya legalidad dependía del arbitrio gubernamental). La Unión Patriótica surgió por una acción convergente: de un lado la iniciativa de Acción Católica (y concretamente de Ángel Herrera en Valladolid) y por otro el deseo de Primo de Rivera de convertir al Somatén en una imitación de los fascios de Mussolini.

Por su parte, el tradicionalismo carlista apoyará a la dictadura. La Lliga, que abrigó esperanzas en Primo de Rivera cuando el golpe de 1923, se apartó pronto, en cuanto empezaron las medidas anticatalanas del dictador; sin embargo, aumentó un desprestigio que, empezado por su colaboración en los gobiernos conservadores o de concentración de Madrid, acabó por costarle la hegemonía en el catalanismo, posición de la que será al fin desplazada por los nacionalismos de izquierda.

En cuanto al nacionalismo vasco (que había tomado el nombre de Comunidad para patentizar los vínculos orgánicos con la nación), tras la escisión extremista de Aberri en 1920, languidece hasta 1930, en que se reunifican las dos ramas, ahora con el nombre de Partido Nacionalista Vasco. Sin embargo, queda aparte un sector minoritario más de izquierda (y más dispuesto a colaborar con los republicanos) que es Acción Nacionalista Vasca.

¿Cómo evolucionan todos los partidos entre 1923 y 1930? Durante varios años los republicanos se limitan a los partidos de Lerroux y a los escasos grupos federales. Desde 1925 existe Acción Republicana, presidida por Manuel Azaña, que no es todavía un partido sino un grupo de brillantes profesionales que en 1926 ingresa en Alianza Republicana, donde también estaban los radicales, presididos por Lerroux, y el Partit Republicano Catalá, representado por Marcelino Domingo. El programa de Alianza se limitaba a pedir Cortes Constituyentes por sufragio universal y un proyecto republicano extremadamente modesto. Alianza apenas dio signos de vida hasta 1930; para entonces ya se había formado el Partido Republicano Radical Socialista, cuyos directivos más destacados eran Álvaro de Albornoz y Marcelino Domingo y cuyo programa era mucho más avanzado en orden sobre todo a la política social; su reclutamiento mayor se realizó entre periodistas, maestros, comerciantes, técnicos y otras profesiones de clases medias.

El Partido Socialista siguió siendo la mayor fuerza organizada de la izquierda; aunque Pablo Iglesias vivió hasta 1925, el partido estaba ya dirigido por el equipo elegido tras la escisión de los comunistas en 1921, perteneciente al sector moderado encabezado por Besteiro; con esta dirección coincidieron tácticamente durante aquellos años los dirigentes sindicales (Trifón Gómez, Llaneza, Saborit, Lucio Martínez); para todos la cuestión esencial era salvar la organización manteniendo el relativo statu quo con la dictadura de Primo de Rivera. En todo caso se trataba de un partido de masas, que, tras centrar su organización en los mineros, los metalúrgicos y los ferroviarios, consiguió una gran implantación entre el proletariado agrícola de las zonas latifundistas.

Ideológicamente, se distinguieron las corrientes internas influenciadas por el laborismo británico, por el SFIO de Francia y por la socialdemocracia austriaca; los ejemplos y consejos de Kautsky y de Blum pesaron con fuerza en los años veinte y comienzos de los treinta. Pero en el partido se discutía otra opción, o atentismo, para salvar las organizaciones sin salirse de la legalidad o frente de lucha por la República en unión de los republicanos (esta era una minoría de la Comisión Ejecutiva formada por I. Prieto y F. de los Ríos). Paradójicamente el moderantismo de Besteiro (que en 1930 preside a la vez el PSOE y la UGT) se apoya en la tesis de que «la democracia la debe dirigir la burguesía» dejando el protagonismo político de los trabajadores para una remota e imprecisa época de revolución socialista. Revolución que, por cierto, otro dirigente socialista, Largo Caballero, presentó como objetivo inmediato a alcanzar, pero un lustro más tarde (tras su salida del gobierno y el fracaso de la revolución de octubre).

Por su parte, en los mencionados republicanos se observaba desde quienes tenían una idea de la modernización política de España y de su estado (Azaña, Giral, Acción Republicana) y los que seguían, aunque superficialmente, la tradición jacobina francesa (Albornoz, Domingo) o los que preferían la más reciente de la Alemania de Weimar (en primer lugar, la mayoría de los socia­ listas y también muchos intelectuales).

En cuanto a la CNT y los libertarios en general, sólo subsistieron legalmente en prensa y reuniones algunos islotes en Galicia y Asturias. También se hallaron divididos sobre diversas opciones: colaborar en las conspiraciones republicanas o no, colaborar en los Comités paritarios o abstenerse. Les faltó siempre cohesión y fueron desde la posición moderada de Pestaña a la centrista de Peiró o al radicalismo de los grupos de acción que ya capitaneaban los Durruti, García Oliver y análogos.

Los partidos dinásticos quedaron todos deshechos, pero algunos de sus líderes o cuadros se plantearon la formación de grupos, todos de carácter más o menos continuista, pero con objeto de derribar la dictadura; entre ellos destacaron los antiguos conservadores Sánchez Guerra, Bergamín y Burgos Mazo, que formaron el grupo de los constitucionalistas. Otros emigraron hacia el campo republicano, donde llegaron a constituir el núcleo del republicanismo conservador (Alcalá Zamora, Miguel Maura, Blanco).

Ciertamente, con excepción de los socialistas y de una minoría de republicanos, no se detectaban entre la oposición corrientes o ideas modernizantes. Sin embargo, la opción que todos hicieron en favor de una República democrática, basada en el sufragio universal y la soberanía popular los llevó a un entendimiento, primero, para una acción, muy poco modernizante, la de colaborar en un pronunciamiento militar que, naturalmente, fracasó (Jaca y Cuatro Vientos, diciembre, 1930), pero también a un entendimiento posterior para coordinar la acción en favor de la República, que contó con la colaboración de todos ellos.

Frente a todos estos partidos y grupos se emplazaban: los restos de la Unión Patriótica, en la llamada Unión Monárquica Nacional (Calvo Sotelo, Guadalhorce); el carlismo, siempre belicoso (usando preferentemente la etiqueta tradicionalista), que también había colaborado con Primo de Rivera y ahora se erigía en defensor de la Religión y la Tradición, apoyado en una sólida red de organizaciones sociales y movimientos con capacidad movilizadora, así como de acción contundente. En la mayoría de los casos se trataba de movimientos social­católicos de defensa del orden establecido: Sindicatos Católicos, como los dirigidos en Valladolid por el P. Nevares, Confederación Católico Agraria, antes citada; la Defensa Social de Barcelona y la Defensa Ciudadana de Madrid, organizaciones sufragadas por el Marqués de Comillas y sus colaboradores. En fin, el Somatén, que fue organización de choque de la burguesía catalana y que fracasó al querer extenderse a toda España en una mala imitación de los fascios de combattimento italianos.

PERIODO 1931-1936

El cambio pacífico de régimen tras las elecciones municipales del 12 de abril, la formación del gobierno provisional de la República y la inmediata promulgación de su Estatuto Jurídico, por el que se autolimitaba a las normas de derecho y la inmediata convocatoria a Cortes Constituyentes confirmaron la crisis del Estado, ya manifiesta durante todo el período de gobierno de Berenguer, y significaron el comienzo de la pérdida del poder político (de los centros de decisión exactamente) por la élite oligárquica asentada en él durante muchos decenios, pero muy desarticulada en los últimos años. El poder político cambió de manos y los aparatos del Estado fueron cambiados en su cúpula, pero nada más. No sólo la riqueza, sino los resortes del poder económico siguieron en manos de quienes ya lo detentaban, engendrándose con ello la primera de las muchas contradicciones que este cambio político inconcluso había de acarrear.

El Gobierno provisional contenía representantes de todos los partidos republicanos (excepto el Federal) y del Partido Socialista. Quedaron en la oposición por la izquierda el Partido Comunista ­que no pasaba de un millar de afiliados –y la poderosa corriente cenetista que si no era un partido, sí que era más que un sindicato–; allí estaba lo que cinco años después se denominará movimiento libertario. Sin embargo, el Gobierno provisional obtuvo un amplísimo margen de confianza por parte de la población, que se confirmó por un aplastante éxito electoral de socialistas, radicales, radical­socialistas, Acción Republicana e izquierda nacionalista catalana. Las Cortes, que fueron elegidas el 28 de junio y se reunieron el 14 de julio, ratificaron en forma de ley los importantes decretos de reformas militares de Azaña, de legislación social de Largo Caballero y de un verdadero despliegue de enseñanza primaria de Marcelino Domingo.

El voto de la Constitución y la subsiguiente formación de un Gobierno presidido por Azaña fueron modelando los cambios políticos e institucionales. Por primera vez se iba a intentar una modernización política en España, país cuya modernización económica no estaba por cierto muy avanzada. El Estado republicano se denominó en el art. 1º de su Constitución «República de trabajadores de toda clase…», y afirmó como principio que «los poderes de todos sus órganos emanan del pueblo». Estableció el sufragio universal igual para las personas de ambos sexos a partir de los 23 años, el sistema de Cámara única y de Gobierno parlamentario con pocas atribuciones para el Presidente de la República. La Constitución sentó también los principios de unidad jurisdiccional, de derechos iguales para acceder a los bienes de la cultura, separación de la Iglesia y el Estado, laicismo en la enseñanza y secularización de todos los actos civiles. Se afirmaban principios sociales, no sólo el derecho al trabajo, sino que se admitía la expropiación forzosa e incluso la socialización de bienes, mediante indemnización y una ley aprobada por mayoría absoluta de las Cortes.

Resumiendo: en cuanto a sistema político, reforma social, laicismo, derecho de familia, cultura, etc. la Constitución respondía a las exigencias de modernidad de la época. Puede afirmarse que la soberanía popular, la secularización, la prioridad dada a la cultura y las reformas sociales eran los grandes rasgos de la Constitución. En todo momento dominó la idea culturalista (procedente de Giner de los Ríos, Cossío y, en general, de la Institución Libre de Enseñanza) que se expresaba en el siguiente postulado, expresado en el preámbulo de los decretos de Enseñanza: «Solamente cuando se haya vencido la ignorancia será España una auténtica democracia». También tuvo la Constitución un matiz anticlerical, que fue mal recibido por la Iglesia y por una parte de católicos; nos referimos, no ya al laicismo en la enseñanza, sino a la disolución de la Compañía de Jesús, la supresión del presupuesto de culto y clero (que no llego a aplicarse) y la prohibición de enseñanza a las congregaciones religiosas. El gobierno inició una reforma agraria de carácter ecléctico (inspirada a la vez en las de México y Checoslovaquia), a la que se unieron medidas de urgencia para aliviar la situación de campesinos sin tierra (yunteros), se legisló sobre asociaciones obreras, contrato de trabajo, arrendamientos colectivos, laboreo forzoso, etc. Digamos, sin tiempo para pormenorizar en estos temas, que España tocaba ya de cerca su modernización, pero que también este esfuerzo entrañaba una acentuación de conflictos puesto que, una vez más, la resistencia de los sectores sociales que otorgaban prioridad a la tradición ponía en marcha la dialéctica del conflicto histórico entre esas dos grandes fuerzas.

Es ya la Segunda República, en su praxis, un Estado de partidos, que son reconocidos si bien de manera indirecta (por sus fracciones parlamentarias) en el art. 62 de la Constitución. Junto al desarrollo de los partidos (tal vez con demasiada dispersión) se asiste al crecimiento e importancia de las centrales sindicales, que reúnen casi al 50% de la población asalariada. Y también florecen toda suerte de movimientos sociales, algunos ya tradicionales y otros precursores del porvenir.

Al observar el fenómeno del proyecto modernizador es indispensable la mención del político y hombre de Estado que de manera más completa encarnó el proyecto de modernización: Manuel Azaña, Ministro de Defensa, dos veces Jefe del Gobierno y, por fin, último Jefe de Estado de la II República, fue el máximo exponente de la corriente liberal, democrática y racionalizadora. Heredero espiritual de la Ilustración y habiendo conocido de cerca la Tercera República Francesa, tomó de ella su modelo político de un Estado soberano, basado en el sufragio universal, verdaderamente nacionalizado, así como su ejército, sin que poderes de facto se entrometiesen en su zona de soberanía. Defendió, ante todo, la civilidad del Poder, la secularización de todos los actos civiles y servicios, la enseñanza laica e igual para todos –«pobres y ricos», decía–. Su experiencia de gobernante le llevó a una superación del liberalismo del siglo XIX, siendo partidario de una política apoyada en las masas y elaborada racionalmente con ellas y, sobre todo, a una integración en el poder político de la clase trabajadora y sus organizaciones, en alianza con los partidos republicanos.

La trágica coyuntura española hizo imposible que el pensamiento político de Azaña se tradujese en auténtica modernización del país. Muy al contrario, las fuerzas partidarias de resucitar la tradición por la violencia, que coincidían con los sectores sociales más lastimados por la política reformadora de la República, se alzaron en armas contra el régimen democrático, legitimados por una Iglesia que pretendía defender a Dios frente a Luzbel y ayudados por las dos potencias fascistas que entonces había en Europa, dieron fin al primer intento serio de modernización de España.

La crisis de la sociedad española, seguida pronto de la crisis de Estado, generaron una serie de conflictos que no encontraron solución ni con Primo de Rivera, ni con la República. Desde 1917 no se encontró nunca una solución de alternativa coherente, no sólo para ejercer el poder político sino la hegemonía en el orden de las ideas y valores. El cambio político de 1931 tampoco crea la situación de alternativa; los conflictos y con ellos la crisis desgarraron más la sociedad española. Apenas parecía resuelto el dilema Monarquía o República, cuando los conflictos entre secularización y tradicionalismo, entre centralismo y autonomías, entre el kulturkampf de la República y la resistencia conservadora/clerical, y, naturalmente, sobre todo ello, la inevitable cuestión social (conflicto entre empresarios y asalariados, entre propietarios y arrendatarios y colonos, cuando no simplemente –y con caracteres agudos– el de ricos y pobres) venían a tipificar con apariencias múltiples el gran conflicto entre la modernización por un lado, y lo que Amo J. Mayer ha llamado «persistencias del antiguo régimen» por otro.

La República conoció dos grandes partidos políticos de masas, y a la vez, de cuadros: por un lado, el Partido Socialista, que colaboró dos años en el Gobierno, estuvo más implantado que nunca, apoyado siempre en la base de masas de la Unión General de Trabajadores, que desbordó ampliamente el millón de afiliados; entre los republicanos, el partido radical de Lerroux, que llegó a tener importancia en la burguesía media y gobernó aliado a la derecha, se hundió tras el escándalo del straperlo. Los nuevos partidos republicanos no llegaron a tener estructuras sólidas, ni siquiera la Izquierda Republicana de Azaña, creada en 1934 (reemplazando a Acción Republicana y recibiendo la aportación de una fracción de los radicales socialistas).

En cambio, la derecha cristiana posibilista, inspirada por el Vaticano, ambigua en cuanto a la aceptación del régimen, tuvo su gran partido de masas, la CEDA, que colaboró con los gobiernos de Lerroux en 1934­35. Sólidamente apoyada en la ACNP y en la Confederación Nacional Católico­Agraria y con una cúpula política en la que se integraron los dirigentes de esas asociaciones y también de las de grandes propietarios de la tierra; sociológicamente su dirección era oligárquica, pero su base era interclasista, con fuerte participación agraria.

La CEDA fue esencialmente de ideología social­cristiana, con las consiguientes vinculaciones a la jerarquía eclesiástica y a los movimientos del apostolado. Sin embargo, la extrema derecha estaba representada por el Bloque Nacional (monárquicos y tradicionalistas, en rápida evolución hacia el totalitarismo) y los grupos fascistas que buscaban su identidad inspirados por el fascismo mussoliniano.

En la extrema izquierda, un pequeño Partido Comunista, que seguía sin originalidad las consignas de la Internacional, y un sector libertario con notorios matices internos, del sindicalismo al anarquismo puro, pero apoyado en una activa central sindical (CNT) que se aproximaba al millón de afiliados y era partidaria de tácticas violentas.

Las polaridades conflictivas señaladas contribuyeron mucho a que los enfrentamientos que creaban derivasen hacia la irracionalidad y la violencia. Por parte de la extrema izquierda, la violencia utópica, voluntarista, que soñaba en implantar la sociedad libertaria con súbitos golpes de fuerza. El ala izquierda del socialismo (encabezada por Largo Caballero, que contaba con Araquistain como uno de sus teóricos) derivó también hacia el voluntarismo rupturista después de abandonar el poder y perder las elecciones en 1933; la tesis de que la «República burguesa» estaba ya agotada enardecía a los trabajadores del campo (el 50% afiliados a la UGT) y a los jóvenes, que, dirigidos por Santiago Carrillo y un equipo muy joven, pactaron con los comunistas la unificación de sus organizaciones, que repercutió ideológicamente en favor de los partidarios de la Tercera Internacional.

Violencia e irracionalidad, voluntarismo, primado de la emoción sobre la razón se apoderaron de militantes y dirigentes y con frecuencia de las masas. La exaltación por un lado de la revolución soviética, por otro de los nuevos regímenes de Alemania e Italia, el imaginario colectivo de los carlistas, el esquema maniqueo de «Lenin o Luzbel» manejado por la jerarquía católica; contribuyeron a crear el clima de conflicto violento. La exaltación de la Legión y de otros héroes colonialistas, la copia por la extrema derecha de los modelos de milicias de Italia y Alemania, y por la izquierda también de Alemania, pero de sus respectivos correligionarios (los «camisas azules» de la «Rote Fahne» comunistas y los «camisas rojas» del «frente de hierro» social­demócrata), la intolerancia de unos y de otros, la «dialéctica de los puños y las pistolas», ensalzada por José Antonio Primo de Rivera, el «O ellos o nosotros; o España o la anti-­España», lema de las Juventudes de Acción Popular (de CEDA y Gil Robles), todo fue sumándose para otorgar a la emoción el primado sobre la razón. Si Ganivet, pensador reaccionario del 98, proponía «echar un millón de españoles a los lobos», el tipo de español medio de los años treinta, parecía concebir su utopía (revolucionaria o contrarrevolucionaria) a base de «echar», a los lobos a la mitad de sus compatriotas. No se puede decir que habían desaparecido la tolerancia y el diálogo, porque probablemente no habían existido nunca, con excepción de minorías muy restringidas.

Este clima de actitudes mentales e imaginaciones colectivas dio lugar en los años de la República a que las minorías ultraconservadores, que conspiraron en todo momento contra la legitimidad democrática nacida en 1931; produjeran ya una sublevación de importancia en agosto de 1932, con varias cabezas, desde la carlista hasta la de Sanjurjo y la de un grupo de aristócratas. Pero la utopía libertaria no fue menos impaciente, puesto que ya provocó en enero de 1931 una «revolución libertaria», que no acarreó efusión de sangre por expresa decisión del presidente del gobierno, Azaña. Pero los anarquistas persistieron un año justo después y las fuerzas represivas del Estado (cuyos jefes no eran, sin duda, del talante de Azaña) se encargaron de ensangrentar un pueblecito de la provincia de Cádiz: Casas Viejas. Tan sólo diez meses más tarde, so pretexto de que las izquierdas habían perdido las elecciones, los anarcosindicalistas (que por cierto habían recomendado «no votar») desataron otra «revolución» por la Rioja, y hasta Badajoz, con sangrientos resultados, en primer lugar, para todos los sindicatos.

Cuando momentáneamente Largo Caballero y sus amigos. encontraron su «camino de Damasco» (incompresiblemente ayudados por las impaciencias de Prieto, González Peña y otros socialistas moderados, que creyeron se cernía un peligro fascistizante sobre la democracia) e hicieron el intento revolucionario de octubre del 1934, se provocó así una represión feroz (deseada explícitamente por el anterior ministro de la Gobernación, Salazar Alonso, y también por los altos jefes de la CEDA y del Bloque «nacional» –Calvo Sotelo–), que produjo cerca de 3.000 víctimas y 30.000 encarcelamientos. A esta revolución se sumó –cronológicamente– la sublevación, tan espectacular como descabellada, de Companys y su Gobierno en Barcelona (que le costaría la prisión y, a fin de cuentas, la muerte seis años después) […].

No hacemos sino señalar concisamente los rasgos más acusados de múltiple conflicto en que se hallaban enzarzados los españoles y la intolerancia permanente que fue acumulando recíprocos rencores […]. La solución por la vía de la violencia armada en 1936­39, hará retroceder durante largos años las posibilidades de modernización política: abolición y represión de partidos, supresión del sufragio universal, ausencia .de separación de poderes, negación .de derechos humanos: jurisdicciones de excepción o corporativas y, en general, ignorancia del Estado de derecho y de los derechos fundamentales de la persona humana.

Manuel Tuñón de Lara,
«Transformaciones Políticas e Ideológicas de España durante el Primer Tercio del Siglo XX (1898-1936)»,
Historia contemporánea, Nº 4, 1990, páginas. 231-260.


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