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Introducción
[…] durante las últimas décadas, los historiadores de la ciencia han prestado cada vez más atención a la práctica científica. Esto ha supuesto un interés especial por la experimentación y en particular por los instrumentos científicos utilizados para este tipo de actividades, tal y como reflejan numerosas publicaciones recientes, como las de Van Hekden & Hankins1, Daston2 y Taub3. No en vano, la historia de una disciplina no puede entenderse sin los instrumentos y los objetos que la conforman, integran y condicionan. […]
El objetivo de este texto es justamente el de tratar de adentrar al lector en la cultura intelectual en la que se desarrolló la Historia Natural desde el siglo XVII hasta el XX a través de algunos de los instrumentos científicos más destacados del cultivo de esta disciplina. En particular, se prestará atención a los principales objetos que permitieron desarrollar prácticas experimentales en el ámbito de las ciencias de la vida. […]
Nuevas técnicas al servicio de las ciencias de la vida
La primera mitad del siglo XX se caracterizó por la aplicación de diferentes técnicas, principalmente físicas, al ámbito de las ciencias de la vida, con el fin último de obtener la mayor cantidad de información posible para poder comprender en profundidad las estructuras biológicas. Buenos ejemplos son la difracción de rayos X, la tecnología de radar, el uso de isótopos radiactivos, la ultracentrifugación y la microscopía electrónica. En particular, Chadarevian4 ha mostrado cómo el desarrollo de la biología molecular en Gran Bretaña tras la Segunda Guerra Mundial se construyó a partir de tres tradiciones experimentales existentes que trabajaban en los efectos de la radiación sobre el cuerpo y los usos de isótopos radiactivos, así como técnicas de difracción de rayos X y tecnología de registro desarrollada a partir de la investigación de radar.
La importancia que paulatinamente adquirieron los instrumentos asociados a estas técnicas debe entenderse a partir del contexto específico de las primeras décadas del siglo XX, en el que diversos genetistas angloamericanos exploraron la idea del gen unitario. De hecho, lo que acabó conociéndose como genética clásica surgió en la década de 1910, gracias a los esfuerzos del biólogo americano Thomas Hunt Morgan5 por conectar las leyes de la herencia y la conducta de los cromosomas en el proceso de la fertilización. Junto a sus discípulos, Morgan fue capaz de crear correlaciones que mostraban dónde estaba situado aproximadamente cada gen en su cromosoma.
Sin embargo, entre los puntos débiles de la genética clásica se encontraba su falta de explicación acerca de la esencia del código genético. Elucidar la naturaleza de este código requería ideas y técnicas nuevas. Hacía falta información para establecer cómo una sustancia química podía duplicarse con la precisión requerida para poder transmitir copias idénticas de una célula a otra. Y se necesitaba toda un área nueva de investigación para conectar los procesos bioquímicos que tienen lugar en los genes en las primeras etapas del desarrollo embrionario.
¿Cómo hacía el código químico para copiarse a sí mismo y, en diferentes circunstancias, desencadenar una cascada de transformaciones químicas complejas que influirían en el modo como se formaban las células del embrión?
Las técnicas físicas pronto se erigieron en herramientas fundamentales para profundizar en este tipo de cuestiones. Tal y como hemos mencionado, podemos encontrar diferentes ejemplos de técnicas e instrumentos aplicados a los estudios biomédicos, como la ultracentrífuga desarrollada en 1926 por Theodor Svedberg6, que permitía separar moléculas biológicas de gran tamaño. Este instrumento, que como muestra Creager7 fue empleado para estudiar la forma y el tamaño de moléculas en solución –como proteínas, carbohidratos y algunos polímeros–, tuvo diferentes significados para distintos grupos de científicos, lo que inevitablemente hizo que en su construcción se prestara atención a diferentes aspectos y que su diseño variara en función del significado que se le otorgaba a este instrumento, tal y como Elzen8 ha demostrado.
Otra técnica destacada, sobre la que han realizados trabajos desde una perspectiva histórica algunos autores como Kay9, fue la electroforesis, con la que se podían separar proteínas (y posteriormente fragmentos de ADN), desarrollada por Arne Tiselius10, discípulo de Svedberg.
La difracción de rayos X, aplicada por William Henry Bragg11 y su hijo William Lawrence Bragg12, habría de jugar también un papel crucial. El efecto de la difracción de los rayos X al atravesar estructuras cristalinas había sido observado en la Universidad de Múnich por un equipo dirigido por Max von Laue13. Este fenómeno sería equivalente al modo en que la luz sufre una difracción en el experimento de la doble rendija, pero con una longitud de los rayos X mucho menor y un espaciamiento entre las capas de átomos que forman un cristal adecuado para observar semejante efecto. Sin embargo, estos investigadores no fueron capaces de deducir inmediatamente detalle alguno sobre cómo se relacionan estas pautas con la estructura de los cristales a través de los que experimentan su difracción los rayos X.
Tras discutir y trabajar el problema con su padre, William Lawrence Bragg descubrió las reglas que hacían posible predecir exactamente dónde se producirían las zonas brillantes en una pauta de difracción cuando un haz de rayos X con longitud de onda determinada choca con un ángulo de incidencia conocido contra una red cristalina que tiene un espaciamiento concreto entre sus átomos. Esta relación, conocida como la ley de Bragg, hizo posible determinar la longitud de onda de los rayos X a partir del espaciamiento de las zonas brillantes obtenidas en el espectro (y conociendo el espaciamiento entre los átomos dentro del cristal), así como averiguar el espaciamiento de los átomos del cristal a partir de la longitud de onda de los rayos X, si bien la interpretación de los datos resultaba tremendamente complicada para estructuras orgánicas complejas. Desde un punto de vista técnico, la mayor dificultad radicaba en obtener buenos cristales y buenas fotografías de difracción de rayos X de los especímenes a estudiar, para tratar de dilucidar así las posiciones atómicas.
La aplicación de nuevas técnicas físicas al ámbito de las ciencias de la vida estaba motivada, entre otras razones, por la convicción de que las funciones fisiológicas de la célula podían entenderse exclusivamente a partir de la estructura dimensional de sus componentes. Ahora bien, lejos de aceptar los nuevos instrumentos asociados a estas técnicas de manera inmediata, algunos científicos se mostraron, en un primer momento, escépticos en relación con los posibles usos de algunas de estas nuevas técnicas, como en el caso del microscopio electrónico, un instrumento originalmente ideado para realizar estudios de óptica electrónica y cuyas aplicaciones se adivinaban, en sus inicios, en el ámbito de las ciencias de los materiales.
Con todo, pese a las reticencias originalmente expresadas por muchos científicos, la aparición del microscopio electrónico en la década de 1930 habría de cambiar radicalmente la naturaleza de los estudios microscópicos, dando la oportunidad a los investigadores médicos de escrutar las estructuras más pequeñas hasta entonces vistas, tal y como han explicado Rasmussen14 y Strasser15.
El primer microscopio electrónico de transmisión fue construido por Max Knoll16 y Ernst Ruska17 en Berlín. Basado en la interacción de una muestra con un haz de electrones que se enfoca mediante un sistema de lentes electromagnéticas, su introducción en el ámbito de las ciencias de la vida fue inicialmente concebida como una manera de completar los estudios de difracción de rayos X que tanto éxito tenían.
En general, podemos diferenciar dos tipos de microscopios electrónicos: los de transmisión, en los que un haz de electrones pasa a través del espécimen y forma una imagen sobre una pantalla fluorescente o una película fotográfica (los electrones son deflectados por los átomos del interior del espécimen sin absorción alguna, de modo que crean un patrón de sombras en función de la mayor o menor transmisión de electrones), y los de barrido, basados en el paso de un haz de electrones sobre la superficie del espécimen de forma regular, permitiendo la reconstrucción posterior de la imagen de la superficie de la muestra (la interacción del haz con la superficie del espécimen produce diferentes intensidades en los electrones que son registrados por un detector situado cerca de la muestra). Todos ellos tienen una fuente de electrones, una columna que ha de recorrer linealmente el haz de electrones, lentes electromagnéticas a lo largo de la columna, así como bombas de vacío para el alto grado de vacío que se necesita y componentes electrónicos para mantener constante el voltaje del haz y la corriente precisa para el funcionamiento de las lentes.
Los microscopios electrónicos dependen por tanto de la propiedad que tienen los campos magnético y eléctrico de alterar el camino que recorre el haz de electrones, según las leyes de la óptica.
La primera micrografía electrónica de un espécimen biológico fue obtenida por Ladislaus Laszlo Marton18 en abril de 1934. Poco después se iniciaron en Norteamérica y diferentes países de Europa diversos proyectos independientes vinculados al desarrollo del microscopio electrónico. De hecho, durante esta década de 1930 y la siguiente comenzó la producción, con fines comerciales, de microscopios electrónicos con la aparición de los primeros modelos por parte de las casas alemanas Siemens & Halske y Allgemeine Elektrizität Gesellschaft (AEG) y posteriormente la norteamericana Radio Corporation of America (RCA).
Mediado el siglo XX, los modelos comerciales eran capaces de obtener resoluciones de más de cinco nanómetros e incluso algunos, en las condiciones más favorables, de dos nanómetros. A pesar de algunas limitaciones por la aberración esférica presente en lentes tanto magnéticas como electrostáticas, el éxito de las observaciones bajo el microscopio electrónico terminó por convertir, durante la segunda mitad del siglo XX, a este instrumento en todo un símbolo del progreso científico y un objeto central de la nueva biología molecular.
Pedro Ruiz-Castell, «Instrumentos para el estudio de la Historia Natural: del microscopio óptico al microscopio electrónico», Memorias Real Sociedad Española de Historia Natural, 2ª época, Nº 11. 2013, págs. 127-135.
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