La penicilina

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Comienza la guerra a los microbios
Escondido entre las montañas del este de Francia, hay un pueblo que se llama Arboís. Estamos en el mes de octubre de 1831. Arbois es un pueblo laborioso, fabrica papel, tiene molinos de aceite, serrerías de madera, y produce buenos vinos. Entre las peñas de las montañas próximas brota un agua cristalina y helada, como a una legua del pueblo, y forma un rápido torrente que corre presuroso hacia Arbois; rodea el poblado, se precipita luego en tumultuosa cascada y prosigue después su curso a lo largo de vergeles y prados al pie de las montañas cubiertas de viñas. Así es el río cuíssance, que pasa bajo el puente de Arbois, cerca del cual, Juan José Pasteur se gana la vida curtiendo pieles y recordando sus tiempos de soldado de Napoleón.

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El curtidor iba todos los domingos a la vecina ciudad de Besançon, ataviado con una bien cepillada levita, en cuya solapa ostentaba la cinta roja de la Legión de Honor, ganada en la pasada campaña. Mucho piensa el curtidor sobre el porvenir de su hijo Luis, quien muestra unas raras disposiciones para el dibujo, y ahí está para demostrarlo el retrato que hizo de su madre en cierta mañana, que iba al mercado, tocada con su cofia blanca y con su chal escocés y verde por los hombros. La fama de artista que en el pueblo tenía el pequeño Luis no halagaba a su padre.

Un número muy reducido de amigos visitaba la casa del curtidor. Entre ellos figuraba el Director del Colegio, M. Romanet, que tuvo influencia decisiva en el porvenir del pequeño. Este, como es natural, no desdeñaba las correrlas con los compañeros, ni las partidas de pesca por las orillas del Cuissance. También acudía a la puerta de la herrería, cuando ante ella se agolpaban las gentes, y de la que sallan gritos humanos y olor a carne quemada. Se trataba de algún desgraciado campesino a quien el herrero cauterizaba, con un hierro candente, las heridas hechas por los colmillos y las garras de algún lobo rabioso.

¡Qué cosa más extraña era la rabia! Tal vez era un demonio lo que se introducía en el cuerpo del lobo Y pasaba luego a los desgraciados mordidos. La sensibilidad de artista del pequeño Luis, le hacía quedar taciturno después de tales escenas, y por mucho tiempo recordaba los terribles alaridos y el olor a quemado de la carne del campesino Nicole desgarrada en plena calle del pueblo por un lobo rabioso de fauces cubiertas de espuma.

¿Qué era entre tanto de los microbios? El sueco Línneo se esforzaba en clasificarlos entre los demás seres vivos, Y el alemán Ehremberg sostenla que eran unos seres muy dignos de atención y discutía si eran animales o vegetales. Pero nadie se ocupaba en serio de su estudio. Son muy pequeños y confusos, decía Linneo, los pondremos en una clase que llamaremos Caos.

Luis Pasteur era el primer alumno del colegio y seguía dibujando. En agosto de 1840 se graduaba de Bachiller en Besançon, en cuyos exámenes tuvo respuestas «buenas en Griego, sobre Plutarco; en Latín, sobre Virgilio; buenas también en Retórica; medianas en Historia y Geografía; y muy buenas en Ciencias». Fue enviado a París a seguir estudios en la Escuela Normal, donde explicaba Química el gran Dumas, de cuya clase salió Luis un día llorando de emoción y decidido a ser químico. Y lo fue. El 20 de marzo de 1848, a los veintiséis años de edad, leyó en la Academia de Ciencias su primera comunicación científica. En enero del año siguiente fue nombrado profesor de Química de Estrasburgo, en competencia con colegas tres veces más viejos que él. Un día escribió una carta a la hija del Decano de la Facultad, uno de cuyos párrafos decía: «Nada hay en mí que pueda llamar la atención de una mujer, pero mi experiencia me dice que los que me han conocido bien, me han querido mucho». Y se casaron. Su mujer le comprendió. Pasteur escribía: «Estoy al borde de muchos misterios, el velo se vuelve cada vez más tenue, las noches se me hacen demasiado largas; Mme. Pasteur me riñe con frecuencia, pero yo la aseguro que la conduciré a la fama». Y así fue.

Y comenzaron los descubrimientos. Había sonado la hora del comienzo de la cacería de microbios. Estudiando las «enfermedades» de los destilados de alcohol, encontró como causa unos microbios… y salvó el vino y la cerveza, cuyos fabricantes se ahorraron muchos miles de francos siguiendo los consejos de Pasteur; ya no tenían que tirar cubas enteras echadas a perder por introducirse en ellas aquellos «Seres vivientes subvisibles» que transformaban la marcha de las fermentaciones.

Un buen día le nombraron Director de estudios científicos de la Escuela Normal de París. Y allí siguió sus trabajos coronando el estudio de las fermentaciones y descubriendo microbios que eran capaces de vivir sin aire; y vio que los microbios eran la causa de la putrefacción de la carne, y demostró su existencia en el aire. Otro día le requirió su maestro Dumas para que viese lo que ocurría en Allais, su pueblo natal, donde se perdía la cosecha de capullos de la seda. Los gusanos enfermaban, se ponían como secos y acartonados y se morían a millones.

Pasteur descubrió la causa de la enfermedad de los gusanos: Un microbio. Y dio unos cuantos consejos que salvaron la cosecha de la seda. Dio entonces el grito de alarma: ¡Atención a los microbios; pueden dar lugar a enfermedades! Por entonces sufrió una hemorragia cerebral que le dejó paralítico del lado izquierdo. Sucedía esto a los cuarenta y cinco años de su vida.

De nuevo se estremece Europa con otra guerra: la franco-prusiana de 1870. No se podía trabajar en Paris, los trastornos de la guerra no lo permitían. El hondo patriotismo de Pasteur sufría terriblemente con las derrotas de Francia, y es entonces cuando nace su odio a Alemania y devuelve a la Facultad de Medicina· de Bonn el título de Doctor honoris causa que le había otorgado. El día 5 de septiembre se marcha de París y se refugia en Arbois donde se da intensamente a la lectura. El toque de corneta con que el pregonero de Arboís anunciaba las noticias de la guerra, turbaba sus horas de estudio y las de descanso con su mujer y su hija: el hijo estaba en la guerra. El 18 de septiembre comienza el sitio de París por los prusianos. Llegan noticias a Pasteur de los destrozos que la artillería hace en sus laboratorios. Por una carta de Bertin se entera de que el estudio del piso bajo está ocupado por 120 artilleros, y de que en su propio laboratorio hay 40 guardias nacionales.

Pasa la tormenta, torna Pasteur a París, pone en orden sus laboratorios y reemprende sus trabajos. Y es en este momento cuando comienza una nueva etapa de la historia de los microbios, es entonces cuando Pasteur da el alerta al mundo: muchas enfermedades son producidas por microbios, y vuelve a decir que estos seres son un peligro para la humanidad. Es en aquel tiempo cuando hace sus memorables trabajos sobre el carbunco, descubre los microbios de la supuración, se rodea de ayudantes médicos –Emilio Roux y Chamberland– y emprende el estudio de numerosas enfermedades. Hace también un descubrimiento de enorme transcendencia: el microbio del cólera de las gallinas y la vacuna preventiva de esta enfermedad de las aves. Todo esto abría nuevos caminos para curar y evitar las enfermedades infecciosas; y prepara la vacuna contra el carbunco. Demuestra así que los propios microbios que producen la enfermedad sirven para evitarla, y se sientan las bases de preparación de vacunas preventivas y curativas.

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Culminan sus descubrimientos y su fama con sus estudios sobre la rabia, aquella enfermedad demoniaca que hacía congregar a las gentes a la puerta de la herrería de Arboís. Descubre todo el mecanismo de producción a partir de la mordedura del perro, provoca experimentalmente la enfermedad en centenares de perros, que tiene en jaulas en sus laboratorios. Buscando el microbio de la rabia en la saliva de un niño atacado encuentra otro microbio que más tarde había de identificarse como causante de la pulmonía del hombre. Aquellos pacientes trabajos, hechos casi a ciegas, sin ser médico y sin saber medicina, orientado por sus ayudantes, especialmente por Roux, exponiéndose cien veces al contagio con la saliva de los perros en que provocaba la rabia, le condujeron al descubrimiento de la vacuna preventiva de esta enfermedad que ha librado a la humanidad de tan terrible azote.

Pero las cosas iban bien en perros. Los animales vacunados aguantaban impunemente las inoculaciones de médula espinal de los muertos de rabia y que determinaban la enfermedad en los no vacunados; pero, ¿qué sucedería con esta vacuna en el hombre? Los designios de la Providencia iban a aclarar pronto este enigma.

En la tarde del 6 de julio de 1885 se produce en los laboratorios de Pasteur un hecho transcendental para los humanos: Pasteur aplica su vacuna antirrábica a un niño de nueve años. En aquella misma mañana, este niño, José Meister, había sido llevado a Pasteur por su madre, quien le cuenta que cuando el niño iba a la escuela en Meissengott (Alsacia) se abalanzó sobre él un perro y le derribó; un albañil que por allí pasaba ahuyentó al animal con una barra de hierro y recogió al niño que presentaba hasta catorce heridas por mordedura y desgarramientos. Llevado al médico de Villé, Dr. Weler, para que lo curase, recomendó a la madre que lo llevase a quien, sin ser médico, tenía en sus manos la salvación del niño. Y la madre se lo llevó a Pasteur. Este no se decidía, un ser humano no era un perro en quien experimentar. Recurre en sus vacilaciones a dos médicos eminentes, Vulpian y Oranches, quienes ante la gravedad de las mordeduras, deciden hacer por la tarde la primera inyección de la serie que había de salvar la vida del niño. La rabia dejó en ese día de ser un azote para la humanidad […].

En la tarde del 24 de marzo de 1882, Kürten, el veterano bedel del Instituto de Fisiología de Berlín, está de mal humor. Es un día lluvioso de comienzo de la primavera. Ya hace años que Kürten presta sus servicios en aquel edificio de la Doroteenstrasse, en el cual, en un pequeño salón, celebra sus reuniones la Sociedad de Fisiología de Berlín. Allí se leen y discuten comunicaciones, y es el bueno de Kürten el que se encarga de ayudar a montar aparatos, microscopios, tubos, sujetar animales, etc., que tales son las cosas que los comunicantes utilizan en sus demostraciones. Pero aquel día no se ha contado con él. En aquella tarde no hay más que una comunicación y la va a leer un médico del Servicio de Sanidad, que hasta hacia bien poco tiempo era médico de aldea. Este hombre estaba en el salón de conferencias montando unos microscopios y sé habla llevado para ello dos de sus ayudantes. No se necesitaba para nada a Kürten, cuando el propio Rodolfo Virchow, Director del Instituto, requería siempre su ayuda al hacer sus comunicaciones. Ahora se habían despreciado sus servicios. Tal era la causa de su mal humor en aquel día lluvioso de comienzo de la primavera. ¿Y de qué iba a tratar aquel comunicante? El trabajo no tenía más que este título: «Sobre la tuberculosis».

Ha llegado la hora de la sesión. Se han encendido las luces del salón de conferencias. Entra Virchow, se pueblan los asientos, y un secretario lee el título de la comunicación y el nombre del autor. En este momento se dirige a la tribuna un hombre de regular estatura, de unos cuarenta años de edad, cráneo pequeño, pelo hirsuto, cejas pobladas y barba puntiaguda, unos lentes cabalgan sobre su nariz; viste de negro, levita cerrada, estrecho pantalón y botas negras. Tiene un cierto aire de militar vestido de paisano. Ha ocupado su sitio, ha desenrollado unos papeles y comienza a leer bajo la luz amarillenta de los mecheros de gas. Sin que los papeles le tiemblen en la mano, sin modificar el serio gesto de su fisonomía, sin mirar a sus oyentes, ha leído la comunicación. Los rostros de los que escuchan revelan estupefacción: aquel hombre no ha dicho, ni más ni menos, que ha descubierto el bacilo de la tuberculosis. Aquella sesión pasaba a la historia, en aquel momento el nombre del comunicante pasaba a la inmortalidad y al día siguiente era conocido de todo el mundo. Aquel hombre se llamaba Roberto Koch.

Hacía mil ochocientos sesenta y tantos, cuando Pasteur había lanzado ya al mundo sus primeros descubrimientos, Roberto Koch terminaba sus estudios de medicina en la Universidad de Gotinga. Después de un breve ejercicio en Hamburgo, por cuyos muelles paseó nostálgico viendo partir los vapores que iban a Oriente y soñando con la India y cacerías de tigres, se estableció en el campo y a los 28 años era médico titular de Wollstein. Allí su mujer, le regaló el día de su santo un microscopio y este acontecimiento fue decisivo para su vida.

Comenzó a poner bajo las lentes de su aparato gotas de sangre de vacas y ovejas muertas de carbunco y que le facilitaba el carnicero del lugar. Por aquel entonces comenzaban a tener lugar los espectaculares experimentos de Pasteur sobre el carbunco, que eran seguidos con ansiedad por Europa entera. El microbio del carbunco había sido descubierto por el veterinario francés Davaine, y Pasteur había preparado su vacuna antícarbuncosa que le valió un gran triunfo primero, y un ruidoso fracaso después. Y Koch descubrió en su aldea la causa de este fracaso: los esporos de la bacteridia carbuncosa. Sobre la base de este descubrimiento se perfeccionó la vacuna de Pasteur y se salvó la vida de rebaños enteros. Esto que Pasteur tomó como lección del alemán Koch, abrió una herida en su amor propio. Se iniciaba así la rivalidad de estos dos grandes hombres de ciencia, de la que tantos beneficios había de obtener la humanidad.

Pero el despacho de la casa de Koch en Wollstein, situada en la Weisser Berg («Montaña blanca»), que así se llamaba la calle, estaba cada vez más vacío. Materialmente embriagado con sus estudios, iba abandonando sus enfermos. ¿Y qué adelantamos, decía poco más o menos, con ver un niño muriéndose de garrotillo, si no podemos tratarlo por no saber la causa de esta enfermedad? ¿Cómo vamos a hacer un tratamiento eficaz desconociendo esta causa?… Unos años más tarde, en Berlín, uno de sus discípulos, había de ser el elegido para hacer este descubrimiento.

Entre tanto ha ido reuniendo todos los resultados de sus trabajos sobre el carbunco y redacta una Memoria, «Contribución a la etiología del carbunco», y la envía a Breslau, al Director del Instituto de Fisiología. Al recibirse en Breslau este trabajo, es invitado a ir allí, donde hace una brillante demostración práctica de sus hallazgos. Conheírn, el famoso patólogo, se entusiasma con Roberto Koch y hace que todos sus discípulos acudan a contemplar las demostraciones. Allí están las preparaciones, los cultivos y los ratones inoculados que proclaman la verdad de los hechos.

Pero la máxima autoridad científica de Alemania era Rodolfo Virchow, sabio de renombre mundial. Sólo él podía dar el espaldarazo a Koch, y como alguien le hablase de éste, da su consentimiento para que fuese a verle y le expusiese sus trabajos. Cómo se deslizó esta entrevista, es cosa que no se sabe bien, pero lo cierto es que Roberto Koch se volvió a Wolstein amargado y descorazonado. Más tarde, cuando ambos sabios se encontraron en Berlín, siempre se trataron con frialdad. Una sola palabra de Virchow habría bastado para que Koch hubiese sido llamado a Berlín, pero esa palabra no se pronunció.

Las peticiones de Breslau al Ministerio alemán de que se concediese a Koch una cátedra en aquella Universidad fracasaron. Sólo se le nombró médico de aquella ciudad y a ella se trasladó el matrimonio Koch. Sólo tres meses duró la estancia en Breslau, pues el sueldo corto y el dedicarse a sus estudios, sin cultivar adecuadamente el ejercicio de la profesión, determinaron su vuelta a Wolstein. Allí vuelve a sus trabajos, crea la Técnica bacteriológica, fotografía las bacterias, sienta las bases de las inoculaciones experimentales a los animales, estudia los microbios que hacen las infecciones de las heridas… En suma, realiza una labor que ahora nos asombra, por estar hecha en aquel ambiente y con aquellos medios. Sus amigos de Breslau no le olvidan, hacen que sus trabajos se conozcan en Berlín donde al fin se le llama para nombrarle médico de la Sanidad Central. Es el 5 de julio de 1880.

Ya en Berlín, tiene laboratorio bien dotado de medios, ayudantes y, sobre todo, puede dedicar a sus investigaciones todo el tiempo que quiera. Crea allí la Escuela de bacteriología, que tantos nombres gloriosos iba a dar, frente a la de París dirigida por Pasteur que ya estaba dando días de gloria a Francia.
Comienza entonces una época decisiva en la historia de los microbios. París y Berlín hacen descubrimientos y más descubrimientos. Se averigua la causa de muchas enfermedades, de descubren sueros que curan y vacunas que evitan. Se comienza a combatir las epidemias con armas racionales, y muchas enfermedades epidémicas desaparecen de los países civilizados.

Se descubre el bacilo de la difteria, de la fiebre tifoidea, los gérmenes de la fiebre puerperal, de la tuberculosis, del cólera, de la pulmonía, de la meningitis, del paludismo, del tétanos, de la fiebre de Malta, de la sífilis, etc. Y se cura la difteria con el nuevo suero naciendo así la seroterapia especifica de las enfermedades infecciosas que tantos millones de seres humanos ha arrancado a la muerte. Ahora suman ya millares los hombres que, en todos los países del mundo, se dedican a la lucha implacable contra los microbios. Se sabe cómo son, dónde están, qué caminos siguen para pasar del enfermo al sano, de qué medíos se valen para producir la enfermedad, por dónde penetran en el organismo humano, dónde se refugian en él, cómo éste los elimina… y las enfermedades contagiosas se llaman ya «evitables».

En todos los países del mundo se organiza oficialmente la lucha contra los microbios y la protección del hombre contra ellos. Y en marcha triunfal van pasando los nombres de Roux, Ehrlich, Chamberland, Behring. Kitasato, Yersin, Metchnikoff, Bruce, Laveran, Ross, Grassí, nuestro Ferrán, que es el primero que vacuna contra el cólera, y tantos otros hombres beneméritos más, que borran de los países civilizados las terribles epidemias que hasta entonces devastaban el mundo.

Y entramos en el siglo XX. Y prosigue sin tregua la lucha contra los microbios. Se les conoce cada vez mejor. La Microbiología médica, que naciera de las manos de Pasteur, que no era médico, es ya una ciencia familiar a todos los estudiantes de todas la Facultades de Medicina del mundo. Pero toda esta obra está cimentada por aquellos dos hombres geniales: Louis Pasteur y Robert Koch. Los humanos les cubrieron de honores, distinciones y condecoraciones como pobre expresión de la gratitud inmensa que se les debía. Pasteur es jubilado y en solemne acto que con tal motivo se organiza en París el día 27 de diciembre de 1892, dice estas palabras dirigiéndose a los estudiantes que llenaban el salón y lo atronaban con sus aplausos: «Jóvenes, jóvenes, confiaros a los métodos seguros y fecundos cuyos primeros secretos apenas conocéis. Cualquiera que sea vuestra carrera, no os entreguéis jamás al escepticismo estéril y denigrante, no os dejéis abatir por los reveses que vuestra Patria sufriera. Vivid en el tranquilo ambiente de los Laboratorios y las Bibliotecas. Preguntaos ante todo: ¿Qué he hecho por instruirme? Y cuando hayáis progresado decíos, ¿qué he hecho por mi patria? Así alcanzaréis quizá la inmensa dicha de saber que contribuisteis al bienestar y el progreso de la humanidad. Mas cualquiera que fuese el resultado de vuestros esfuerzos, siempre debéis estar en condiciones de decir: he hecho cuanto he podido».

La vida de Pasteur se extingue en 1895. Roberto Koch muere en 1910. Pero los dos crearon escuela, los dos dejaron discípulos que siguieran la obra, muchos de ellos pasaron a la inmortalidad, pero otros pagaron con la vida sus intentos de desentrañar nuevos misterios, que así se vengan los microbios, al menor descuido, de quien se dedica a su caza.

Pero no es posible desvelar todos los misterios, ni resolver los innumerables problemas. Queda aún tarea para largo, aquella concepción optimista de los primeros tiempos: un microbio para cada enfermedad y una vacuna y un suero contra cada microbio, no se confirma; hay microbios que producen enfermedades distintas, otros no se prestan a la obtención de sueros ni vacunas: han pasado sesenta y dos años desde que se descubriera el bacilo de la tuberculosis y aún no hay ni suero curativo ni vacuna preventiva, a pesar de que centenares de hombres especializados en esta investigación vienen dedicando años y años a resolver tan inquietante problema. Todavía hay enfermedades infecciosas en las que, conociéndose el microbio productor, no hay remedios eficaces y aún sucumben muchos seres humanos a ellas.

Se descubren microbios más invisibles aún, puesto que no se ven ni con los mejores microscopios, y cuya existencia se conoce por los trastornos que producen en los organismos y por los resultados de la inoculación de productos patológicos de los enfermos a los animales de experimentación. Se forma con ellos el grupo de los «virus invisibles», el campo se ensancha y los bacteriólogos se lanzan por los nuevos caminos. Y se inventan microscopios más potentes, como los electrónicos y ya se ven y se fotografían estos microbios que antes permanecían ocultos.

Los bacteriólogos buscan todavía más microbios, los métodos de caza alcanzan perfecciones y exactitud que ni Pasteur ni Koch podían soñar. Sobre las nuevas bases, los clínicos diagnostican más pronto y mejor las enfermedades, y los químicos y farmacólogos encuentran nuevos remedios y muchas enfermedades se curan. Y así se llega a la Edad Contemporánea de esta Historia, en la que hay dos descubrimientos más: uno, las sulfamidas que curan de modo sorprendente enfermedades que hasta ahora no obedecían bien a los tratamientos; el otro marca la cumbre de la lucha contra los microbios, a los que arrebata nuevas víctimas: la penicilina.

El descubrimiennto de la penicilina
El día que Roberto Koch fue de Wollstein a Breslau, a demostrar ante Conheim sus descubrimientos sobre el carbunco, estaba entre los que asistieron a las demostraciones un hombre diez años más joven que Koch y que se convirtió en un fanático admirador de éste. Se llamaba Paul Ehrlich. Este hombre siguió rápidamente las nuevas doctrinas que emanaban de las Pasteur y de Koch; se contagió de la manía de los microbios, pero no se puso a descubrir microbios nuevos, sino que empezó a discurrir la manera de matarlos: tenemos que inventar «balas mágicas» para matar microbios, decía. Hacia 1892 entró a trabajar en el Instituto Roberto Koch, de Berlín, y allí comenzó las experiencias que habrían de abrirle de par en par las puertas de la inmortalidad. Consistieron sus trabajos en ensayar la acción de sustancias químicas colorantes. Pensaba Ehrlich que si estos colorantes, al hacer preparaciones microscópicas, determinaban la muerte de los microbios, que después se teñían brillantemente, estos mismos efectos mortales podrían producirse en el organismo vivo y, en este caso, el resultado sería la curación de las enfermedades por los microbios producidas.

La gran variedad de materias colorantes, ensayadas sobre ratones previamente inoculados con los microbios, y lo mismo los conejillos de indias, dieron particular aspecto al laboratorio de Ehrlich. En los estantes hay frascos con polvos y líquidos de todos los colores del arco iris, jaulas y más jaulas llenas de ratones y conejillos que se pasaban el día chillando, docenas de libros, revistas y papeles ocupaban todos los lugares posibles: mesas, sillas, armarios, y hasta apilados en el suelo, que es fama que los pocos visitantes que Erhlich recibía no tenían donde sentarse.

Así era también el laboratorio de Fráncfort, donde se trasladó después. En esta ciudad estaba la· fábrica de productos químicos más importante de Alemania. Eran verdaderos magos aquellos químicos que producían materias de todos los colores imaginables. Tuvo allí de ayudante a un japonés llamado Shiga, cuyo nombre habría de pasar a la historia al descubrir el microbio de la disentería epidémica. Con este médico oriental, pacienzudo y expertísimo en las inoculaciones y manejo de los animales de experimentación, capaz de resistir el humo de los puros que, uno tras otro, fumaba Ehrlich sin cesar, y con los químicos de la fábrica vecina, estaba éste en su elemento, y así pudo poner las bases del gran descubrimiento que iba a matar el microbio productor de una terrible y repugnante enfermedad.

La viuda del banquero Speyer le dio una crecida cantidad de dinero, con el que se montó un Instituto (Fundación Speyer), bien dotado de medios, con numerosos laboratorios donde químicos y microbiólogos llevaban a cabo las experiencias que Ehrlich ideaba, llenando montones de cuartillas con fantásticas fórmulas químicas de nuevas sustancias que los laboratorios de química tenían que fabricar y los de bacteriología ensayar sobre centenares de animales. Pero los colorantes no condujeron al fin práctico que Ehrlich se imaginó. A tal conclusión se llegó después de centenares de experiencias: La «bala mágica» para matar microbios no aparecía. Pero así nació la moderna quimioterapia.

Un buen día llegan a Ehrlich noticias de que con un medicamento llamado «atoxil» (que quiere decir «no venenoso»), se mata el microbio de la enfermedad del sueño, allá en África, lográndose la curación de muchos enfermos. Pero lo sorprendente era que uno de los cuerpos que entraban en la composición de este medicamento nuevo era el arsénico, ¡uno de los venenos más fuertes que se conocían!, y, sin embargo, el compuesto había dejado de ser venenoso. Y a partir de este momento es cuando comienzan los químicos a hacer juegos malabares con los átomos, y cogen moléculas y las escinden como quien desgaja una naranja, y separan átomos, y los cambian de sitio, y los sustituyen por otros… Y cada vez sale un producto nuevo, y así docenas y docenas de ellos.
Se logró modificar el atoxíl, sus seis átomos de carbono, sus cuatro de hidrógeno, el amoniaco y el óxido de arsénico, que tales son sus componentes, son manejados por los químicos de la fábrica como las pelotas por los malabaristas chinos de los circos. Con tales productos se curaban ratones inoculados de un microbio muy parecido al de la enfermedad del sueño. Y se ensayan cinco centenares de productos nuevos, y se llega así a uno que hacia el número «606»… ¡La bala mágica! Era el año 1909, Paul Ehrlich iba por la cincuentena cuando su nombre llegó a todos los rincones del mundo.

¿Qué había pasado? Nada más ni nada menos que esto: el «606» curaba la sífilis. Le había llegado la vez al microbio de esta terrible y repugnante enfermedad. Ehrllch lo había cazado con su bala mágica. Se trataba, pues, de un nuevo compuesto de arsénico que, no sólo no era venenoso, sino que curaba a los sifilíticos. He aquí el flamante nombre con que le bautizaron los químicos: «p.p­díhidroxidíamínoarsenobenceno».

El día 31 de agosto de 1909, curó Ehrlich unas úlceras sifilíticas producidas experimentalmente en el conejo. Bertheim fue el químico malabarista que habla hecho aquellos seiscientos seis cuerpos. Conrado Alt fue el médico que inyectó el «606» al primer hombre sifilítico. Pero el nombre químico del nuevo medicamento no se prestaba a decirlo de corrido, y su descubridor le llamó entonces «salvarsán». Pero cuando el uso del salvarsán se extendió por el mundo, Y comenzaron a producirse sorprendentes curaciones se produjeron también algunos accidentes desagradables: algún enfermo sucumbió a una extraña crisis que aparecía después de las inyecciones. De nuevo los juegos malabares, Y surge el «neosalvarsán», que es lo que actualmente se utiliza aún en el tratamiento de la sífilis. Quedó fundada la quimioterapia de las enfermedades infecciosas. Los microbios tenían nuevos enemigos, y muchos investigadores se lanzaron por los nuevos caminos en busca de más balas mágicas.

Otra vez se estremece el mundo con el fragor de una guerra. Ha comenzado la primavera de 1914 […] Los campos se van poblando de toscas cruces de madera de las que pende un casco de guerra. Muchos de estos muertos lo son por la terrible gangrena gaseosa que se desarrolla en las grandes heridas que abre la metralla. Pero es que estos trozos de metralla salen de la tierra, donde profundizó y reventó el proyectil, y los trozos se impregnan de tierra… y en esta tierra van unos microbios que desarrollándose luego en la torturada carne de los heridos, la pudren. Brazos y piernas exhalan el hedor de la putrefacción, y el veneno producido por tales microbios en las heridas se difunde por todo el cuerpo y acaba con la vida de los infelices soldados.

Y comienza la caza de estos microbios. Se prepara el suero anti-gangrenoso, que no cura la gangrena, pero la evita. Torrentes de suero se inyectan sistemáticamente a todos los heridos, sea cualquiera la clase y localización de sus lesiones, y la gangrena no aparece. El sombrío reino de la gangrena gaseosa se ilumina con luz intensa: se conocen bien los microbios, sus venenos, y se preparan los sueros; pero, además, tanto material humano no deja de aprovecharse para buscar nuevas balas mágicas.

En 1917, en plena guerra, unos cazadores de microbios, Twort y D'Herelle, trabajando separadamente, descubren que también entre los microbios hay guerra: han visto que el bacilo de la disentería es atacado por otro microbio todavía más pequeño que él, y es deshecho rápidamente. Guiados por este descubrimiento, otros bacteriólogos encuentran el mismo sutil enemigo en otras bacterias. Es un microbio tan pequeño que no se le ve con los más potentes microscopios. Habían de pasar más de veinte años para que se inventase el microscopio electrónico y se le pudiese ver y fotografiar. Como este dímínutísimo microbio parece comerse materialmente las bacterias, se llama «bacteriófago».

En seguida se cae en la cuenta de que la observación de la existencia de guerra entre los microbios no es nueva. Pasteur había visto ya que el bacilo del pus azul, un microbio que fabrica una vistosa materia colorante que tiñe de color azul verdoso las gasas que cubren las heridas, era un enemigo feroz del de la difteria, y que allí donde se desarrollaba aquél no podía vivir éste. También vio Pasteur con Joubert, ya en 1877, que si en los cultivos del microbio del carbunco se introducían ciertos microorganismos, anulaban el desarrollo del carbuncoso.

Y fue entonces cuando el hijo del curtidor de Arbois escribe estas proféticas palabras, a propósito de estos fenómenos de antagonismo entre las bacterias: «Tous ces faits autorisent peut étre les plus grandes espérances au point du vue therapeutique». Fue así como Pasteur profetizó la utilidad de esta guerra entre los microbios, algunos de los cuales segregan sustancias que impiden la vida de otros. Es decir, lo que hoy llamamos, dándonos mucha importancia de hombres modernos, los antibióticos. Aquellos químicos malabaristas de átomos que trabajaron con Ehrlich habían abierto una nueva senda y alumbrado un nuevo campo de lucha contra los microbios. Pero ya estaba lejos la época de Leeuwenhoek, ahora los hombres de ciencia publicaban sus trabajos para que otros los siguiesen.

En el Laboratorio de Investigaciones Químicas y Biológicas de Elberfeld (Alemania) hay un hombre que ha seguido los caminos de los químicos de Fráncfort, trabaja con unos compuestos que se llaman «sulfamidas» y estudia su acción sobre un mortífero microbio que tiene aspecto de diminuto rosario: el estreptococo. Se trata de un microbio que introduciéndose por la piel herida, invade la sangre encendiendo una fiebre que sube a 40º por la tarde y baja a poco más de 37º por la mañana: la septicemia. Y así un día y otro, y una semana y otra, hasta que el enfermo muere. Es el microbio que, no sólo hace la vulgar erisipela, sino que mataba muchas mujeres recién dadas a luz, produciendo en ellas la temible «fiebre puerperal», contra la que los sueros y las vacunas nada podían hacer.

Contra este microbio preparó sus baterías Gerardo Domagk, que así se llama el hombre de Elberfeld. El fuego graneado de las nuevas balas mágicas dirigido contra los estreptococos en unos tubos de cultivos no daba resultado; los microbios seguían alimentándose tranquilamente. Lo sorprendente era esto: ratones enfermos por la inoculación de este microbio, que se pone en fila como las cuentas de un rosario, se morían indefectiblemente de septicemia, pero si después de la inoculación, a la hora u hora y media, se les daba por la boca la sulfamida, seguían trepando tranquilamente por la malla metálica de su jaula y continuaban engordando pacíficamente. ¡La sulfamida curaba la septicemia de los ratones! Aquí pasaban las cosas al revés que siempre: hasta ahora las armas contra los microbios se ensayaban primero en los cultivos artificiales y al ver que así se morían se aplicaban luego a los animales. Ahora resultaba que lo que nada hacía en los cultivos era eficaz en el organismo de los animales.

Tres años estuvo Domagk trabajando en secreto y ensayando una sulfamida que llamó «prontosil rubrum», en atención al color rojo que la droga tiene y del que se teñía la piel de los ratones blancos. Pero los químicos dieron al prontosil otro nombre, tan largo como llamativo: 4­sulfo­ namido­2­4­diaminoazobenceno. Este prontosil curaba los ratones, pero, ¿qué sucedería en la especie humana? ¿No sería tóxico para el hombre? Tenemos así un problema análogo al que se planteó a Pasteur cuando la vacuna antirrábica era eficaz en el perro y se le presentó José Meister en el laboratorio.

Pero en esto, los designios de la Providencia hacen que una hija del propio Domagk se pinche un dedo con una aguja impregnada de estreptococos. Rápidamente empiezan los dolores, la inflamación de los tejidos, y los síntomas de la septicemia. Se abre la zona inflamada, pero la obra destructora del microbio continúa. La gravedad de la situación induce a Domagk a ensayar en su hija la nueva bala mágica. No es difícil imaginarse la emoción y la angustia de aquel hombre, que no sabe si el nuevo medicamento, al matar al microbio, tiene o no acción nefasta sobre el organismo. Pero también nos podemos imaginar su alegría al ver cómo la curación sobrevino con una impresionante y espectacular rapidez. ¡Su hija se había salvado de una muerte segura! Comienza así la era de la sulfamidoterapia.

Tal éxito obtenido con un agente químico sobre un microbio no se había logrado desde que, veinticinco años antes, lo consiguió Ehrlich con su salvarsán. Empezaron inmediatamente las aplicaciones clínicas, y se obtienen nuevos éxitos. Los químicos de todo el mundo se lanzan sobre las sulfamidas, las despedazan y encuentran que están constituidas por tres «grupos» químicos, que llaman «amída», «bencénico» y «sulfonamida». Comienza nuevamente el malabarismo, se estudian los grupos por separado para determinar su actividad, se cambian los átomos de posición, se modifican los «enlaces» de los grupos…, y surgen más y más compuestos, de los que unos son activos contra ciertos microbios y otros contra otros. Uno cura la pulmonía, los clínicos ensayan las nuevas drogas contra la erisipela, la fiebre puerperal y bronconeumonías, anginas, peritonitis, blenorragia, osteomielitis…, y las sulfamidas son el medicamento de moda.

Pero hay enfermos sobre los que carecen de eficacia, y, además, en ciertos casos, se producen fenómenos de intolerancia, a veces graves, y el riñón se resiente con facilidad. Unas veces se curan bien enfermos de infecciones; pero otras, aun tratándose del mismo microbio, no se curan. Aparecen los gérmenes sulfamido-resistentes. Hay entonces una retirada a líneas menos avanzadas, y se emprenden nuevos estudios. No obstante, se ha dado un paso formidable, se han salvado muchas vidas y todo con un medicamento que se administra sencillamente por la boca. Los resultados en las meningitis son sorprendentes, Y se arrincona el suero antimeningocócico.

Llegamos al año 1939, y la humanidad asiste despavorida a la explosión del conflicto guerrero más grande de la Historia. Se sabe en seguida de progresos inconcebibles en la perfección y eficacia de las armas de guerra […]. Pero la Providencia Divina vela aún por los humanos, todavía les perdona tales desmanes y decide compensar los millones de muertos mediante la salvación de millones de vidas. En efecto, ha dispuesto que en la brumosa Inglaterra comience el desenlace de la historia de los microbios. Y frente a Hiroshima y Nagasaki desaparecidas, pone a Oxford y Londres. Y un buen día, dominando el fragor de la guerra que se desarrolla en todos los Continentes, se oye la voz de la Providencia: ¡hay un medicamento nuevo mil veces más mortífero para los microbios que todos los· conocidos hasta el momento! Los millones de muertos por la guerra se van a compensar por millones de vidas salvadas con el nuevo medicamento. Lo ha descubierto un inglés que se llama Alexander Fleming: la penicilina.

[…] ¿Cómo ha sido esto? ¿Qué es la penicilina? ¿Quién es Fleming? ¿Cómo ha encontrado tan maravilloso medicamento? Tales son las preguntas que el mundo entero se hace.

Fleming, el descubridor, era ya bien conocido en el campo de la Medicina. Trabajó con otro médico famoso en su tiempo, el profesor Wright, que se distinguió por sus estudios sobre el papel de los glóbulos blancos de la sangre en la defensa del organismo contra las infecciones. Formado junto a este bacteriólogo, era natural que él fuese también bacteriólogo y que continuase los estudios de su maestro sobre los glóbulos blancos de la sangre. En sus trabajos vio cómo tales glóbulos acuden al sitio de la infección y cómo entablan una lucha cuerpo a cuerpo con los microbios, a los que engloban y destruyen, siendo éste uno de los mecanismos de la curación de las infecciones. Amplió estos trabajos con ocasión de ensayar antisépticos y desinfectantes sobre las heridas, y encontró que algunos de ellos paralizaban esta beneficiosa acción de los glóbulos blancos, determinándose así efectos contrarios a los que se pretendían.

Sus investigaciones sobre estos medios de defensa del organismo contra los microbios le llevaron al descubrimiento de una sustancia existente en los tejidos y en algunas secreciones, particularmente en las lágrimas, dotada de poder microbicida, y a la que llamó «lisozima». En el curso de sus investigaciones se dedicó a estudiar, de un modo particular, un microbio llamado estafilococo, el cual, además de muchas infecciones, es el productor de los molestos diviesos. Este microbio no se dispone en cuentas de rosario, como el estreptococo, sino que forma grupitos que semejan minúsculos racimos de uvas.

Pues bien, en un día del mes de septiembre del año 1928, […] Fleming está ocupado en comprobar unas curiosas cosas que un colega suyo de Dublín, el profesor Bigger, ha descubierto en los estafilococos. Estos microbios se cultivan artificialmente en un medio especial que se encierra en unas cajitas redondas de cristal que los bacteriólogos llamamos placas de Petri. Sobre el medio de cultivo los microbios forman a modo de pequeñas manchas redondeadas, formadas por millones de ellos, que se llaman «Colonias». Y lo que está comprobando Fleming es que el microbio en cuestión hace colonias en forma y aspecto diferente, sufriendo un fenómeno que se llama variación de las bacterias.

Centenares de placas de Petri llevaba Fleming sembradas con este microbio en el curso de sus investigaciones. Ha apartado el microscopio y con una fuerte lupa está comprobando los hallazgos del colega de Dublín. Pero el incesante trabajo diario ha acumulado en su mesa una gran cantidad de placas. Ya no queda sitio para más y hay que eliminar las que ya no tienen interés. Todos los bacteriólogos saben muy bien que esta operación no debe hacerse sin un cuidadoso estudio del material de que se va a prescindir. Y es ahora cuando va a producirse el sensacional descubrimiento. Bien ajeno está Fleming a que la operación de limpieza de su mesa de trabajo le va a llevar a la categoría de Premio Nobel, y que su nombre va a pasar al catálogo de los inmortales: las repetidas veces que hay que destapar las placas para someter las colonias a· la observación con pequeños aumentos del microscopio, y estudiar así sus caracteres, facilita la penetración de microbios que, cual minúsculos paracaidistas, están en suspensión en el aire deseando encontrar donde posarse…, y acaban por caer en los cultivos de las cajitas de Petri; entre estos paracaidistas hay pequeñísimos esporos de mohos, que todos hemos visto enseñorearse de los medios de cultivo, quedándoles inútiles para el estudio; y todos hemos venido arrojando sistemáticamente las placas con hongos al recipiente a ello destinado, y que llamamos gráficamente en los laboratorios «cementerio».

Y ahora se produce el sensacional descubrimiento […]. El profesor, en lugar de tirar las placas ante la sola vista de unas colonias de mohos, como hacemos todos, las examina también cuidadosamente, y surge así el hecho transcendental: en una de las placas que ha servido para el cultivo del estafilococo se ha desarrollado una colonia de un moho, pero las del estafilococo que se hablan formado en las proximidades de las del hongo están casi borradas, han palidecido, cuesta trabajo distinguirlas; en cambio las que están fuera del alcance del moho, tienen todos sus caracteres habituales: son grandes, blanquecinas, opacas… ; y esta placa, que ya es histórica, no la tira Fleming, y a tal hecho, de apariencia tan trivial, deben hoy la vida millares de seres humanos. Aparta la placa, la estudia, analiza los posibles hechos que han podido producir tan extraño fenómeno, y llega e. esta explicación: el moho en cuestión difunde en el medio de cultivo alguna sustancia capaz de oponerse a la vida del estaruococo. El descubrimiento estaba hecho. ¿Cuántas veces no hemos tenido los bacteriólogos ante nuestros ojos hongos contaminando placas de cultivo? Pero sólo Fleming fue capaz de ver que la presencia del moho no tenía solamente el alcance de una vulgar contaminación de laboratorio. Es verdad que tampoco él tuvo en aquel momento ni la menor idea de la enorme transcendencia que Iba a tener aquella simple observación.

Experimentador sistemático y minucioso, Fleming se propuso provocar por sí mismo el curioso fenómeno para estudiarlo mejor: siembra el hongo de la ya famosa placa y obtiene el primer cultivo del mismo en un poco de caldo. Al cabo de una semana, cuando el moho se ha desarrollado bien, extrae líquido de su cultivo y lo disemina en una placa de Petri en la que previamente había sembrado un estafilococo: lo incuba, y comprueba que, en efecto, el fenómeno de la inhibición del desarrollo del microbio se vuelve a producir. Diluyó luego el líquido del cultivo del moho hasta ochocientas veces, y el fenómeno vuelve a repetirse. Por consiguiente: las sustancias vertidas por el moho tenían un fuerte poder de no dejar vivir al estafilococo, y era capaz de evitar el desarrollo del microbio de una manera mucho más intensa que lo que podía hacerlo el ácido fénico, por ejemplo.

Era preciso, pues, ver qué clase de moho era aquél. Se estudió éste y se vio que era un penicillium, moho muy difundido en la naturaleza, capaz de desarrollarse sobre multitud de cosas: el queso, las harinas, la fruta abandonada, etc. Pero penicillimn hay muchos; había que identificarlo exactamente, cosa no fácil, pues la identificación de las especies botánicas es difícil y hay pocos hombres capacitados, por una larga experiencia para lograrla. Uno de estos hombres es el botánico Charles Thom (que hace muy poco tiempo ha estado en España), y a él le envió Fleming el moho de su placa. La contestación no se hizo esperar: se trataba del Penicillium notatum. Y la sustancia que tenía tan interesante poder de inhibición del desarrollo de los microbios fue bautizada por Fleming: penicilina.

Pero hablan de pasar años para que se supiese bien de lo que era capaz la penicilina en sus aplicaciones a la terapéutica de las infecciones. Recordemos que estamos en 1928. De todos modos ya tuvo Fleming entonces un atisbo de lo que podía ser, pues en 1929 escribe: «Puede ser un antiséptico eficaz para aplicarlo en las heridas infectadas por microbios sensibles a su acción». Escribía así porque comprobó en seguida que el misterioso poder del moho no se ejercía sobre todos los microbios ensayados.

Poca atención se prestó en aquellos años al descubrimiento de Fleming. Pero algunos investigadores se dedicaron al estudio de las sustancias vertidas por el penicillittm notatum en los medios de cultivo. Algunos encontraron un medio de cultivo en que el moho se desarrollaba óptimamente. Era el año 1932. Hasta 1938 no se vuelve a poner sobre el tapete el estudio de la penicilina, y esto se hace por el «equipo de Oxford», constituido por investigadores a quienes se debe el avance definitivo. El patólogo Florey y el químico Chain deciden acometer conjuntamente el estudio, y emprenden unos trabajos que les iba a llevar a compartir con Fleming el Premio Nobel 1945.

Todo el personal del William Dunn Institut of Pathology, de Oxford, se empeñó en la lucha por arrancar al moho su misterio, y es simpático el hecho de que Fleming cita con encomio a todos los colaboradores en la magna tarea, sin olvidar a las muchachas que trabajan a sus órdenes y a las que llama «penicillin girls», Se prepararon cultivos del Penicillium. notatum, se estudian las condiciones de crecimiento y desarrollo del moho, su capacidad para producir penicilina, y se establece el medio de medir la actividad de ésta, creando la «unidad Oxford», y se ponen los jalones para la obtención del producto activo en grandes cantidades.

La empresa era difícil, el moho se resistía a soltar su presa, y la penicilina se producía en cantidades insignificantes. No obstante, el día 12 de febrero de 1941 se aplica por primera vez la penicilina con fines terapéuticos, Y se le inyecta a un hombre enfermo de septicemia estafilocóclea: el resultado fue sorprendente, pero la penicilina se acaba y el enfermo sucumbe. Otros ensayos muestran las excelencias del medicamento, pero era preciso la obtención en grandes cantidades.

Se está entonces en plena guerra, los bombardeos de Inglaterra con los proyectiles volantes alemanes enrarecen la atmósfera de trabajo creando un ambiente totalmente hostil a la investigación científica. Es en este momento cuando entran en escena los técnicos americanos, que habían de dar el empuje final. Los trabajos se paralizan en Oxford por los bombardeos. Se da entonces la orden de mantener el más riguroso secreto acerca de los trabajos y de los ya brillantes resultados que se van obteniendo. Florey y Heatley, colaborador suyo, se trasladan a Norteamérica (1941) y allí enseñan a los americanos todo lo conseguido por ellos bajo la dirección de Fleming. A partir de este momento los progresos son enormes en lo referente a la industrialización de la preparación de la penicilina. Los técnicos americanos, alejados del fragor de la guerra, la estudian, la purifican y dan con los medios de obtenerla en grandes cantidades.

Se trata una septicemia de estreptococos y se obtiene una impresionante curación. Los progresos han culminado en la obtención de la penicilina pura y cristalizada y en la determinación de su estructura química. Se montan fábricas en los Estados Unidos y en Inglaterra, pero toda la producción es absorbida por los hospitales de guerra. La población civil del mundo entero, que ya conoce las maravillas de las curaciones obtenidas, clama por el envío de penicilina. Millares de enfermos graves ven aproximarse la muerte pensando en el nuevo medicamento. Los norteamericanos realizan un gigantesco esfuerzo y se montan fábricas, como la de la «Commercial Solvents Corporation», que cuesta 1.750.000 dólares y prepara 70.000.000.000 de unidades por mes.

Pero ha habido que vencer múltiples dificultades; hay microbios que destruyen la penicilina, formando una sustancia que se llama penicilinasa, que la inactiva rápidamente. Ha habido necesidad de resolver el problema de la inestabilidad del producto. Millares de ratones han sucumbido en las pruebas y experimentos para salvar las vidas humanas […].

La destrucción de las ciudades japonesas por la bomba atómica pone fin a la guerra, y ya las fábricas americanas e inglesas están en condiciones de surtir al mundo, y los médicos de todos los países se apresuran a utilizar el medicamento, que pronto se hace familiar a todos, técnicos y profanos, en forma que no tiene precedentes en la historia del arte de curar. Pero los microbios no se entregan totalmente, hay unos cuantos de ellos que se muestran indiferentes a la penicilina, y así, entre ellos, están aún el bacilo de la tuberculosis, el de la fiebre tifoidea… Los investigadores no se dan por vencidos y continúan la lucha; se encuentran nuevos antibióticos, surge la estreptomicina con la que se da un paso adelante frente a la tuberculosis, pero que aún no resuelve el problema […].

Emilio Zapatero Ballesteros, El descubrimiento de la penicilina (pequeña historia de los microbios), Discurso de apertura del curso 1947-48, Universidad de Valladolid, Casa Martín, 1947.


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