Echegaray: Una interpretación global

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POLÍTICA, LITERATURA, CIENCIA Y ECONOMÍA

Conviene recordar, en principio, que la fama y el reconocimiento de los que Echegaray pudo disfrutar en vida fueron realmente asombrosos. Por ceñirnos tan solo a los últimos años, tras obtener el Premio Nobel de Literatura, recibe un homenaje nacional, estrena aún con éxito algunos dramas y ocupa el Ministerio de Hacienda durante unos meses —todo ello en 1905—, mientras se dispone a iniciar sus clases de doctorado en la Universidad Central y preside la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales y otras corporaciones científicas. No resulta extraño, por tanto, que Echegaray aparezca, en mayo de 1912, en una encuesta realizada entre los lectores de ABC, como una de las diez personas más influyentes de la historia reciente, junto a Prim, Cánovas, Ramón y Cajal o Pérez Galdós.

Probablemente, la variedad de ocupaciones y de intereses intelectuales que se dan cita en torno a Echegaray explica, en parte, las dificultades para valorar correctamente su significado. Por esta razón, lo primero que debemos tener en cuenta es que entre estas diferentes tareas existe una clara jerarquía. Echegaray no siente, desde luego, idéntica estima por todas ellas ni les concede el mismo valor. A pesar de participar activamente en los acontecimientos y de ocupar diversos ministerios en el Sexenio Democrático Echegaray muestra, por ejemplo, muy poco aprecio por la política. Prefiere considerarse a sí mismo, en sus Recuerdos, como un simple observador y no como un protagonista destacado: “Con raras excepciones, más he sido un espectador interesado en la tragicomedia de la cosa pública, que un actor que se inspira en su papel” (1910a: 26). Manifiesta un absoluto desinterés por las componendas de los partidos en las elecciones —“Me presentaron porque quisieron, sin que yo lo solicitase” (1909: 88)— y traza un retrato muy negativo incluso de su paso por los ministerios: “Un ministro es un pordiosero de sí mismo: siempre está tendiendo la mano derecha, y la izquierda siempre la rechaza” (1910b: 47-48). Y, tras ocupar el Ministerio de Hacienda por última vez, en 1905, llega a decir que durante esos meses le ha parecido sufrir una “pesadilla” y que ha creído volver “al periodo de mi vida más difícil y más desagradable” (1917, 2: 257)1.

La relación que Echegaray guarda con la literatura tampoco resulta del todo placentera. Los éxitos en el teatro halagan su vanidad y le proporcionan unos ingresos económicos más que suficientes. Pero suponen también una fuente de continuos sinsabores. La escena implica someterse a los criterios del público, soportar los comentarios a veces impertinentes de los críticos o atender sobre todo a los caprichos e imposiciones de los actores, que son al mismo tiempo los empresarios. El enojo que le provoca el teatro lo comenta Echegaray en diversas ocasiones, en sus cartas y en sus memorias: “Yo escribo dramas para el público y de estos unos agradan y otros no; escribo algunos para mí y esos no gustan nunca”; “¡Qué me importa a mí esto! —señala a propósito de Comedia sin desenlace—, ¡ni qué ilusión tengo yo por esa tontería, que es mayor tontería desde que me obligaron a variar el final!” (Menéndez y Ávila, 1987:218). Y en este sentido cabe interpretar algunos escritos como el relato que el propio Echegaray hace de una pesadilla recurrente. En ella, tras recoger las ganancias obtenidas por la representación de sus dramas en el extranjero, pierde el dinero y es acosado por una multitud de muñecos de cristal: sus personajes, probablemente. Brillantes en apariencia, actúan como si fuesen personas, rodean al escritor y se burlan de él en el sueño hasta que el propio Echegaray, enfurecido, los destruye a golpes (Fornieles y López, 2013).

Las dos actividades que le proporcionan a Echegaray sus mayores triunfos en la vida pública —el teatro y la política— son valoradas en ocasiones de forma muy negativa. ¿Cuál es entonces —cabe preguntarnos— el núcleo sobre el que se asienta la personalidad de Echegaray? Entre las diversas facetas que nos ofrece, la fundamental gira, sin duda, en torno a su formación académica como físico y matemático. A mediados de siglo, cuando Echegaray inicia sus estudios como ingeniero, la Escuela de Caminos es realmente una excepción por su rigor y por las exigencias que impone a sus estudiantes. Ejerce una influencia decisiva entre quienes se acercan a la Escuela y les proporciona un sello de identidad preciso (Fornieles, 1989: 31-59). El ingeniero de Caminos, Canales y Puertos se introduce en la vida pública como una figura destacada por sus conocimientos y por la importancia de sus cometidos en un momento en que se quiere transformar la economía y se acomete la mejora de las infraestructuras del país y el establecimiento de la red de ferrocarriles. El propio Echegaray se siente vinculado en todo momento a los valores establecidos en la Escuela de Caminos y a sus compañeros de profesión, los únicos casi a los que considera, en cierto modo, sus iguales. Y, sin duda, los ingenieros de Caminos le han correspondido, puesto que este colectivo ha sido uno de los pocos que ha procurado mantener viva su memoria como demuestran los homenajes, las conferencias, las exposiciones y las publicaciones que han realizado (Echegaray, 1905a; 2006).

Podríamos decir que, para Echegaray, la única actividad realmente importante es la que se relaciona con su dedicación a la ciencia y que las demás tareas las considera como distracciones que lo apartan del camino principal. “Mi primera afición, la más intensa, la perdurable —afirma en los Recuerdos— ha sido siempre la que me llevaba y me lleva hoy mismo, al estudio de las matemáticas puras y, por extensión de estas, al de la Física matemática” (1917, 1: 401).

Dentro de la ciencia, la tarea de Echegaray se corresponde, según Sánchez Ron, con la de un buen divulgador en el campo de la física y de la matemática. No realiza aportaciones originales, pero su dedicación, como han apuntado en fechas muy diversas García de Galdeano o Sánchez Ron, sí adquiere especial relieve cuando tenemos en cuenta la ausencia de precedentes y el deficiente contexto en que se insertaba la mayor parte de la ciencia española (Sánchez Ron, 1990, 2016). No obstante, con independencia de sus méritos en este terreno, para Echegaray siempre estuvo claro que el único prestigio duradero, indiscutible, era el que le proporcionaba la ciencia. Solo allí se encontraba ante unos criterios objetivos de valoración, a salvo de las presiones de la política o de los vaivenes de la crítica y de los espectadores.

Y, al igual que ocurre con los ingenieros de Caminos, hay que decir que la valoración de Echegaray se mantuvo en el ámbito de la ciencia cuando su labor en el teatro o en la política empezaba a ser seriamente cuestionada. García Galdeano o Rey Pastor muestran su sincero reconocimiento en los primeros años del siglo XX. Y, fuera de los círculos matemáticos, es precisamente Ramón y Cajal quien promueve la medalla Echegaray en la Academia de Ciencias Exactas y reitera en varias ocasiones su admiración. A diferencia de lo que ocurre con las restantes actividades, los trabajos científicos de Echegaray abrazan toda su trayectoria como intelectual. Antes de la Restauración, sus primeros libros Introducción a la geometría superior, Tratado elemental de termodinámica, Memoria sobre la teoría de las determinantes, Teoría matemática de la luz, dan cuenta de su dedicación nada más concluir los estudios. Muy pronto ingresa en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, una institución en la que los ingenieros en estos primeros años adquieren un relieve especial y en la que Echegaray va a ocupar un puesto sumamente destacado.

La labor como difusor de la ciencia prosigue en la Revista Contemporánea, Revista Hispanoamericana, Revista de los Progresos de las Ciencias, o en diarios como El Imparcial o El Liberal durante la Restauración. Mientras se considera a sí mismo como un “literato tardío”, “de ocasión”, sus vínculos con el mundo científico se mantienen firmes hasta el final de sus días. A partir de 1906, libre ya de los compromisos con la política o el teatro, la tertulia a la que prefiere acudir es la que forman sus compañeros de carrera, los ingenieros de Caminos, en el Ateneo. Las tareas de Echegaray se centran en publicar sus clases y en atender a los alumnos en la cátedra de Física Matemática en Madrid, y en presidir tanto la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales como las nuevas instituciones que acogen a estos profesionales: la Real Sociedad Española de Física y Química, fundada en 1903, y la Real Sociedad Matemática Española creada en 1911. Y no es extraño, por tanto, que sea la Academia de Ciencias la que reciba los dos grandes tesoros de Echegaray como intelectual: el diploma con el Premio Nobel y su biblioteca particular.

Junto a la política, la ciencia o la literatura, la economía política fue otra de las actividades en las que Echegaray muy pronto destacó. Al concluir sus estudios, las Armonías económicas de Frédéric Bastiat y las ideas librecambistas le proporcionaron un esquema de pensamiento que le permitió analizar los problemas políticos y sociales del momento y criticar con dureza las contradicciones del sistema isabelino (Fornieles, 1989: 61-138). A mediados del XIX, el librecambio en España suponía una opción minoritaria, digna de ser considerada, pues intentaba reformar un mercado interno muy reducido y excesivamente manipulado por las interferencias de la política. Frente a las especulaciones, los abusos de los impuestos sobre el consumo y los intereses particulares de quienes utilizaban el Gobierno en su propio beneficio, el librecambio representaba, en esos momentos, la aspiración de que el mercado introdujese un cierto control y racionalizara la economía.

Con estos planteamientos, Echegaray destacó pronto en los mítines librecambistas y esa fama le aupó nada más producirse la Revolución de Septiembre, en 1868, a la Dirección General de Obras Públicas por recomendación del nuevo ministro de Hacienda, Laureano Figuerola. Más tarde, la familiarización con las lecturas de los economistas le llevó a formar parte del reducido grupo de políticos que podía situarse al frente del Ministerio de Hacienda. En sus orígenes, el interés de Echegaray por el librecambio y por las obras de Frédéric Bastiat está vinculado una vez más con el mundo de la Escuela de Caminos y con las matemáticas. Quien lo introduce en la economía política es un profesor de la Escuela, Gabriel Rodríguez, con el que edita, en 1856, la revista El Economista. Y el ardor con que defiende sus ideas en el campo de la economía proviene de la vecindad que Echegaray encuentra entre la economía y el rigor de las ciencias exactas. “Todo lo que dice es exacto, es indiscutible, es matemático —comenta en sus Recuerdos a propósito de Bastiat—, no puede combatirse más que con sensiblería hueca o con palabrería, hoy muy de moda” (1917, 1: 371-72). No le importan, por ello, las críticas recibidas por su devoción librecambista ni la extrañeza que esta provoca a principios del XX —la entrevista de Morote en 1904 resulta en este sentido muy significativa—, cuando el socialismo se abre paso con facilidad entre las inquietudes de los intelectuales. “Pero es que hace treinta años —llega a decir— demostraba yo que la suma de los tres ángulos de un triángulo vale dos rectos, y hoy defiendo lo mismo” (1917, 3: 26). De ahí que, a finales de siglo, Echegaray manifieste sobre todo su interés por autores como W.S. Jevons y L. Walras, e intente destacar precisamente los nexos que se establecen entre la economía política y las matemáticas.

HACIA UN ENFOQUE INTERDISCIPLINAR

Por regla general, las diferentes actividades cultivadas por Echegaray solemos enjuiciarlas por separado. En realidad, lo que deberíamos hacer es justo lo contrario: buscar los lazos de unión, los nexos que existen entre ellas, para interpretarlas adecuadamente. De entrada, algunos ejemplos nos permiten apreciar los vínculos indudables que se establecen entre la política, la economía, la ciencia o la literatura. Durante los primeros años de la Restauración la presencia activa de Echegaray en los grupos de la oposición gubernamental se impone a la imagen que ofrecen las restantes ocupaciones, y muchos de los ataques y de los elogios que recibe como dramaturgo tienen su origen en su trayectoria como político. De hecho, la prensa usa a veces algunos títulos de sus obras para comentar determinadas situaciones en la política. O adapta en las caricaturas las escenas más populares de sus obras —las sospechas del marido en El gran Galeoto, por ejemplo, al escuchar las murmuraciones sobre su esposa— para apuntar humorísticamente los desencuentros en el primer Gobierno de Sagasta.

Como político estrechamente vinculado a los logros y los fracasos de la Revolución de Septiembre, el teatro de Echegaray cuenta, por este motivo, con las simpatías de diarios como El Imparcial o El Liberal, para los que el Neorromanticismo puede ser visto como un eco de la energía y de las libertades perdidas tras la Restauración. Esa es en concreto la postura de Leopoldo Alas cuando celebra sus dramas como una muestra del “libre examen”, por su atrevimiento al revisar la moral o las costumbres establecidas (2004). Pero también el teatro de Echegaray recibe, a cambio, las censuras de La Época o de la Revista Contemporánea, de quienes, tanto a su derecha como a su izquierda, ven en sus obras un signo de la irresponsabilidad, la falta de freno y de sentido común, que había conducido a los desórdenes de la Primera República y que había hecho luego ineludible la Restauración (Fornieles, 2017).

Al iniciarse la Restauración, la bandera de los ideales del Sexenio Democrático parece descansar ante todo en Galdós y Echegaray. Mientras el joven Alas celebra la obra de ambos por este motivo, otros críticos censuran en ellos la tendencia a insertar sermones a favor de la libertad. Entre estos últimos, Mañé y Flaquer alaba precisamente a Castelar por haber sabido renunciar a las antiguas teorías tras la experiencia de la Primera República; y critica, por esta razón, el afán de Galdós por “plantear y resolver ecuaciones sociales” en Gloria y Doña Perfecta. Y recrimina, asimismo, a Echegaray por “su papel de apóstol”, por querer siempre demostrar una tesis preconcebida como corresponde a un hombre dedicado a las fórmulas matemáticas (Mañé, 1889). Mañé y Flaquer se hacía eco así de las consideraciones expuestas por Manuel de la Revilla, catedrático en la Central y uno de los críticos más influyentes en los primeros años de la Restauración. En esta etapa, Revilla apela al Neokantismo en la Revista Contemporánea como único medio de eliminar los comportamientos “irreflexivos”, la grandilocuencia y la retórica huera de los políticos del Sexenio tras la decepción sufrida como republicano. Y desde esta perspectiva examina con recelo el éxito creciente de Echegaray en los escenarios. Para Revilla, los dramas de levita de Echegaray se colocan fuera de las normas y preceptos, se convierten a veces en “la perversión más radical y completa del arte dramático”. No sin razón en parte, como veremos, encuentra el origen de estos defectos en su condición de hombre de ciencia, en el gusto de Echegaray por aplicar los razonamientos deductivos de la matemática, propios de su profesión, a una esfera tan influyente como la del teatro en la que debe predominar, según Revilla, la observación de la realidad y el análisis cuidadoso de los sentimientos.

En el ambiente de respeto por los logros pausados de la ciencia, que promueve la Revista Contemporánea, y con el recuerdo siempre presente de lo ocurrido en la Primera República, Revilla llega a considerar las obras de Echegaray como un peligro por exacerbar las pasiones y por traer a la memoria los últimos dislates del Sexenio Democrático (Revilla, 1876; Fornieles, 2017). Al margen de la influencia que la política ejerce sobre su valoración como dramaturgo, otros ejemplos nos permiten analizar cómo se mezclan las distintas actividades de Echegaray de forma en ocasiones difícil de reconocer.

En 1881 se estrena El gran Galeoto, el drama de Echegaray que tuvo, sin duda, más éxito. Tras la representación los espectadores lo aclamaron y lo acompañaron entre vítores a su casa, y la misma escena se repitió durante varios días en Madrid. Sin embargo, Echegaray estaba muy preocupado por la obra. Y uno de los espectadores que asistió al estreno, Clarín, buen amigo de Echegaray, nos cuenta cómo llegó a temer lo peor ante los primeros murmullos de los espectadores, que se formara en el teatro un gran escándalo en contra del escritor. Ambos tenían buenos motivos para estar preocupados. El gran Galeoto era en parte una continuación de otra obra, Cómo empieza y cómo acaba, que fue considerada no sólo inverosímil, sino hasta ‘repulsiva’ e ‘inmoral’ por parte de la crítica. Y El gran Galeoto resultaba un drama aún más peligroso. En ella se nos presenta a un joven brillante, Ernesto, que vive en la misma casa que su protector, don Julián, y la esposa de éste, Teodora. La gente empieza a comentar que Ernesto y la joven mujer de don Julián están enamorados. Y la obra termina con la muerte del marido, don Julián, y con Ernesto imprecando a los que murmuran, pero abandonando, al mismo tiempo, la escena con Teodora en los brazos y tras mostrar su pasión escondida. Fácilmente se podía temer, en consecuencia, que la obra fuera interpretada por los espectadores como una exaltación de la pasión y casi del adulterio.

Echegaray estaba tan preocupado por El gran Galeoto que no esperó a la publicación del drama para defenderse de las críticas recibidas como en otras ocasiones. Esta vez colocó un prólogo en prosa dentro de la propia obra para explicar el sentido de la misma. En dicho prólogo, el supuesto autor de El gran Galeoto, del drama que se está representando, aparece en el escenario e indica a los espectadores que su intención es señalar como las murmuraciones, los hechos pequeños, a los que no damos importancia, pueden producir, por un encadenamiento de circunstancias, grandes consecuencias: “Yo solo pretendo demostrar que ni aun las acciones más insignificantes son insignificantes ni perdidas para el bien o para el mal, porque, sumadas por misteriosas influencias de la vida moderna, pueden llegar a producir inmensos efecto” (Echegaray, 2002: 78).

Es ésta una idea —el hecho de que algo pequeño puede producir efectos devastadores— utilizada por Echegaray en otras obras y en varios discursos con las mismas imágenes incluso. ¿De dónde procede? Su origen no se encuentra en el campo literario sino en otro ámbito: la economía política, las obras de Bastiat y los mítines de los economistas liberales en los que Echegaray participa activamente en torno a 1860. Para Bastiat, en libros como Lo que se ve y lo que no se ve, el gran problema de los librecambistas reside en que los males del proteccionismo no se aprecian al principio sino a largo plazo; y para captar los inconvenientes que genera una política de ayudas a las industrias deficitarias es preciso seguir los efectos en el tiempo. Por ello, los partidarios del librecambio, como el protagonista y como el autor ficticio de El gran Galeoto, deben luchar muchas veces contra las opiniones equivocadas de toda la sociedad; y tienen que recurrir a modelos deductivos, a exageraciones que pongan de relieve lo que puede ocurrir: las graves consecuencias tras los aparentes beneficios que proporcionan las ayudas a las empresas nacionales.

La revista El Economista, que Echegaray funda con Gabriel Rodríguez en 1856, nos muestra con frecuencia cómo sus redactores incurren en esas exageraciones llenas de ingenio y acidez. Si las obras públicas son siempre convenientes, ¿no deberíamos derribar entonces todos los edificios de la Puerta del Sol —se preguntan irónicamente— para favorecer el trabajo? Las exageraciones y los razonamientos al absurdo no significan para estos ingenieros apartarse de lo que dictan la razón o la lógica. Al contrario. “Si admitís el microscopio en las ciencias naturales —advierte El Economista—, no rechacéis en economía política ese otro microscopio al que dais el nombre de exageración; dejadnos que aumentemos la magnitud de ciertos hechos sociales para hacerlos perceptibles a los miopes” (Rodríguez y Echegaray, 1856: 63). A esta luz, la fantasía desbordada o la falta de rigor que algunos críticos observan en el teatro de Echegaray alcanzan un sentido completamente diferente para el escritor. Contra lo que puede parecer a quienes lo critican, en sus dramas Echegaray afirma seguir “la más implacable lógica” (1876: 8). Lo que intenta es aplicar unos procedimientos al menos vagamente relacionados con la lógica y con los métodos de las ciencias sociales. Para Echegaray, en El gran Galeoto se limita, de acuerdo con sus explicaciones, a convertir la mente, la inteligencia, en el microscopio del que hablaba El Economista, en una “lente que traiga al foco luces y sombras, para que en él broten el incendio dramático y la trágica explosión de la catástrofe” (2002: 84). Desde esta perspectiva, Echegaray no considera que esté incumpliendo las normas generales que establece la ciencia. Desarrolla una hipótesis, encadena a continuación unos razonamientos y aplica esa lente de aumento para demostrar lo que una experiencia insuficiente sobre determinadas costumbres, los peligros de la murmuración en este caso, no nos permite percibir de forma adecuada (Fornieles, 2017).

SITUACIÓN DE ECHEGARAY COMO INTELECTUAL

Los planteamientos y las actuaciones de los demócratas monárquicos recogen las aspiraciones de una parte importante de los intelectuales que surgen con fuerza en la vida pública en la segunda mitad del XIX. Sus discursos enuncian sus intereses y méritos, así como los cambios que consideran necesario introducir para lograr un encaje adecuado en las nuevas relaciones sociales. Ahora bien, en el caso de Echegaray hay que valorar, asimismo, otros factores importantes que modulan su participación dentro de este grupo de intelectuales. En primer lugar, Echegaray no es el intelectual que vive de la política o que hace méritos en el periódico, y al que la literatura le ofrece un cierto prestigio social para ocupar luego un puesto en la Administración del Estado. Llega a la vida pública con un sólido prestigio profesional y con unos ingresos económicos escasos pero garantizados.

Echegaray puede, pues, mirar con cierto desdén las intrigas y las presiones de la política mientras reivindica que los logros obtenidos no han sido fruto del azar o del favor político. Con legítimo orgullo, está probablemente pensando en sí mismo cuando destaca los méritos de Navarro Reverter, también ingeniero, político y escritor. La trayectoria de Navarro Reverter —afirma— no es la un “aventurero de la política”, sino la de alguien que ha llegado a conquistar una posición “con caudal propio y conocimientos de un orden elevado, que no todos poseen” (1914: 422). De ahí también la insistencia con que el propio Echegaray refiere en sus Recuerdos los múltiples compromisos y ocupaciones que le agobian. De este modo, subraya que sus aspiraciones y los reconocimientos conseguidos no provienen de la herencia o de la especulación. Se fundamentan en un saber reconocido, al alcance de pocos, y en el esfuerzo continuo, en el trabajo que lo acompaña desde sus días como estudiante en la Escuela de Caminos.

El trabajo personal, continuo, extenuante, que desarrollan con la inteligencia, se convierte en una noción clave, pues coloca a estos intelectuales en una posición privilegiada para dirigir la sociedad como obreros y, a la vez, como aristócratas del pensamiento. No puede extrañarnos, por tanto, que Echegaray decida resumir su vida en 1904 con una simple frase: “En suma, he trabajado mucho en este mundo, y sigo trabajando” (1904: 4). Ni que recurra a esos mismos valores ante la multitud congregada junto a la Biblioteca Nacional cuando recibe el homenaje por el Premio Nobel: “¡Homenaje a mí! ¡Porque amo el trabajo y tengo fe en el trabajo!” (Homenaje, 1905: 164).

En segundo lugar, Echegaray procede de una familia con escasos recursos económicos, sin más patrimonio que el título académico del padre, Echegaray Lacosta, del que el dramaturgo recuerda precisamente sus méritos y las dificultades que encuentra, sin embargo, para cobrar sus honorarios y abrirse camino en el instituto de Murcia (Fornieles, 1989: 51-53). Echegaray no es, pues, el intelectual que llega a Madrid con unas sólidas rentas familiares o que dispone de una extensa red de influencias por tradición familiar. Su inquietud por los apuros económicos que el sueldo de ingeniero no le permite solucionar se advierte en sus primeros años. Las clases particulares y su ascenso en la política le brindan una salida en principio. Más tarde, esa preocupación, según él mismo indica, le lleva a alejarse de las actividades científicas, a optar por el teatro y a colaborar asiduamente en la prensa:

«Las matemáticas fueron y son una de las grandes preocupaciones de mi vida; y si yo hubiera sido rico, o lo fuera hoy, si no tuviera que ganarme el pan de cada día con el trabajo diario (…) me hubiera dedicado exclusivamente al cultivo de las Ciencias Matemáticas (…) Pero el cultivo de las Altas Matemáticas no da lo bastante para vivir. El drama más desdichado, el crimen teatral más modesto, proporciona mucho más dinero que el más alto problema de cálculo integral; y la obligación es antes que la devoción (1917, 1: 405-406).
» Por lo visto, los libros de ciencia no hacen rico a nadie en España —vuelve a señalar en los Recuerdos— mientras que los artículos de ciencia popular en los periódicos dan algo más “y por eso he escrito y sigo escribiendo tantos (1917, 2: 303)».


Durante toda su vida Echegaray se muestra muy consciente de sus méritos, pero también, como vemos, de los límites y de los peligros que rodean su prosperidad. Resulta quizás hoy difícil captar las penurias y los miedos de la mayor parte de los intelectuales. La vulnerabilidad ante las enfermedades, las tribulaciones de figuras como Zorrilla para sobrevivir o la angustia, años después, de otra gran figura como Pérez Galdós —situación ante la que Echegaray se declara conmovido— no pueden pasar desapercibidas para los intelectuales y les hacen sentir continuamente la distancia que existe entre sus méritos y la recompensa recibida. Para evitar esos peligros, Echegaray trabaja sin descanso y vigila con suma atención sus intereses económicos. Se queja amargamente por no recibir sus derechos de autor en el extranjero. Preside la Asociación Lírico-Dramática; o figura en el consejo de honor de la Asociación de Autores, Compositores y Propietarios de Obras Teatrales, organizada por Fiscowich. Y no dejará de combinar su creciente dedicación a la ciencia en sus últimos años con las colaboraciones en las revistas ilustradas y el trabajo en la Compañía Arrendataria de Tabacos mientras aumenta la indignación de los jóvenes escritores que a duras penas logran sobrevivir.

En tercer lugar, debemos valorar el hecho de que Echegaray ocupa un lugar destacado en la vida pública durante más de cincuenta años. Por lo que se refiere a sus actividades conviene, por tanto, establecer al menos una clara distinción entre varias etapas: la primera, anterior al Sexenio Democrático; la segunda, que se extiende hasta finales 1882 —momento en el que Martos se integra con Izquierda Dinástica en el Gobierno y Echegaray deja de figurar en la primera línea de la política—; y una última, en la que las actividades culturales cobran mayor relieve. Dentro de este periodo tan extenso es necesario valorar, desde el punto de vista intelectual, el salto que se produce entre 1860 y los años iniciales del siglo XX tanto en la ciencia o en la literatura como en la política. Como hemos indicado, Echegaray se incorpora a las crisis que introduce el simbolismo, la física moderna o el socialismo sin variar apenas sus planteamientos de origen. Examina atento los cambios, intenta adaptarse y confía en que tarde o temprano se producirá una conciliación entre las tendencias dispares. Pero la recepción de sus trabajos y opiniones experimenta, lógicamente, un giro decisivo por parte de las nuevas generaciones. Echegaray busca la armonía en todos los órdenes de la vida: en la economía a partir de Bastiat; en la estética, como veremos, entre el idealismo y el realismo; en la política con la conciliación entre las libertades individuales, el derecho y el deber. Ahora bien, a finales de siglo las nuevas promociones lo que observan, en cambio, es una lucha cruenta entre el capital y los obreros que la caridad o el reconocimiento del trabajo no pueden salvar. En este nuevo panorama, la defensa del trabajo, de las libertades individuales y de las normas morales que Echegaray efectúa frente a las corrupciones, las interferencias de la economía en la política o la ausencia de libertades de los Gobiernos de Isabel II o de la Restauración, ha perdido su aureola y suscita cada vez más incomprensión.

Por último, para perfilar la posición de Echegaray, debemos recordar que es ante todo un hombre de ciencia y que su discurso está relacionado con ella y no con el krausismo o la filosofía hegeliana a diferencia de lo que ocurre con Castelar o Nicolás Salmerón. Comparte con ellos la idea de que es posible atrapar la historia en una serie de leyes. Pero en el caso de Echegaray son las matemáticas y las ciencias experimentales las que proporcionan los ejemplos y dan coherencia a los proyectos y a la nueva forma de entender las relaciones sociales que este destacado grupo de intelectuales desarrolla. Echegaray enuncia así estos principios ideológicos con mayor seguridad y ambición que quienes intentan abordarlos desde la filosofía o la historia. La ciencia ofrece, en efecto, un suelo más firme y borra cualquier relación con los intereses económicos o con las disputas en el terreno de las ideas. Al fin y al cabo, no existe el tiempo para la ciencia ni para la ideología en la reconstrucción del mundo que pretende realizar el intelectual. Como subraya Echegaray en su último discurso en la Academia de Ciencias, el científico se sitúa más allá de las disputas y los accidentes temporales y sus obras adquieren, por ello, mayor solidez: los nombres de Newton, Pascal, Laplace, Poincaré, Gauss, Abel, “serán más duraderos que las pirámides de los Faraones; contra ellos es impotente la más potente artillería, porque sus nombres flotan en la región eterna de la verdad, y allí no llegan ni balas ni metralla” (1914b).

Echegaray no olvida en ningún momento el lugar que ocupa precisamente por su condición de científico y, en la medida de lo posible, procura integrar en ella el resto de sus actividades. En la biblioteca de sus personajes se mezclan los autores como Shakespeare o Platón con Newton y Lagrange. Y él mismo nos trasmite en algunas anécdotas la complacencia que siente al observar que ocupa un espacio diferente en el campo literario. Así ocurre, por ejemplo, cuando recuerda, ante los académicos de la Española, el cariño con que Fernández Guerra, tras oír uno de sus dramas, celebra sus conocimientos —“Usted ha leído mucho a Teócrito”—, y él debe refrenarse para no responder: “¿Le sería lo mismo que hubiese leído a Laplace?” (1895b: 46).

Su condición de hombre vinculado a la ciencia le hace aún más consciente de constituir una avanzadilla, de pertenecer a esa élite profesional que políticamente se integra en los demócratas monárquicos. Se trata de una situación que el reducido y selecto auditorio que asiste a sus clases de física y matemáticas en el Ateneo y luego en la Central le recuerda de continuo. Echegaray procura adaptarse a su público y no tiene prisa a la hora de atender a sus alumnos mientras observa con cierta decepción el escaso número de oyentes en sus cursos científicos, según recuerda alguno de los asistentes a sus conferencias en el Ateneo. Pero no olvida tampoco que se mueve en un terreno reservado a unos pocos y así lo enuncia con claridad en sus trabajos académicos: “Como logremos llamar la atención de un lector, de uno solo, sobre el problema matemático filosófico que plantea Mr. Boussinesq, daremos por bien empleado nuestro trabajo” (1886: 2) […].

MIRANDO HACIA ADELANTE

En las páginas anteriores hemos intentado reconstruir el marco histórico en el que debemos situar la obra y la figura de Echegaray. Sin embargo, estamos acostumbrados a enfocarlas en un contexto muy diferente. Lo habitual hoy sigue siendo tener en la memoria solo los comentarios negativos que recibió por parte de jóvenes escritores como Azorín o Valle Inclán. Ahora bien, Azorín o Valle Inclán nada tienen que ver con el momento histórico en que Echegaray se forma ni con el grupo social de intelectuales que representa. Los jóvenes ‘airados’ de principios de siglo nos informan sobre una cuestión importante, que es preciso también abordar: la diversa recepción de sus obras por parte del público y de la crítica en diferentes momentos. Pero no pueden ser la referencia con arreglo a la cual tratemos de explicar el teatro de Echegaray ni su trayectoria como intelectual.

El modo en que las obras literarias son juzgadas por los espectadores o por la crítica aporta datos fundamentales sin duda. Ahora bien, el investigador debe primero analizar y situar la realización de la obra y las justificaciones dadas por el autor para establecer la raíz histórica de las mismas. No para recrear la personalidad del autor o para ver cómo se proyecta en las obras, sino para captar cómo se integra, con voz propia, en los conflictos y en los debates a los que el individuo y el grupo social al que pertenece intentan responder de acuerdo con sus intereses.
Interpretar las obras y actividades de Echegaray supone, pues, insertarlas en una coyuntura histórica concreta marcada por procesos sociales, económicos y políticos: el impulso económico y el desarrollo de las actividades empresariales que se produce a mediados del XIX; y la aparición de un nuevo grupo de intelectuales que destacan por el ejercicio de su profesión y que encuentran un camino despejado en los espacios de libertad abiertos por el Bienio Progresista, por la Unión Liberal y, más tarde, por la Revolución de Septiembre. Solo así es posible despejar las aparentes contradicciones que rodean a Echegaray; otorgar, en suma, un sentido preciso al optimismo y a las continuas proclamaciones a favor del individuo, del trabajo y del sentido del deber, que hallamos tanto en su teatro como en el resto de sus obras y actuaciones.

Este año de 2016 se han dado pasos en la correcta dirección. La prensa ha recogido varios artículos recordando el centenario, se han organizado algunas conferencias y se han realizado diversas exposiciones. Pero queda, sin duda, mucho camino por recorrer. Desafortunadamente, su figura permanece aún envuelta en una nebulosa. A pesar de la resonancia de sus obras y de la extraordinaria popularidad alcanzada en vida, Echegaray se ha convertido paradójicamente en un personaje olvidado incluso por los lectores e historiadores profesionales. Continuamos preguntándonos por qué recibió el Premio Nobel en vez de formular otra interrogación mucho más acertada: ¿por qué nos planteamos aún esa extraña cuestión?

Probablemente, se sigue también echando en falta una verdadera exposición dedicada a Echegaray en la que participen varias Academias, el Ateneo, los Colegios profesionales, la Biblioteca Nacional o el Banco de España; en la que podamos ver, junto a las portadas de sus libros, la espléndida galería retratos que se conservan, la medalla del Nobel, los textos manuscritos y los libros de su biblioteca; en la que se expongan los dibujos y las fotos que muestran los escenarios, los rostros o los trajes de los intérpretes, las manifestaciones de entusiasmo de los espectadores, así como las imágenes cinematográficas que se conservan del homenaje realizado en 1905, en las que aparece el propio Echegaray en las escalinatas de la Biblioteca Nacional asistiendo al desfile multitudinario que se celebró en su honor. Ese día, probablemente, conozcamos ya mejor la relación estrecha que existe entre los intelectuales que empiezan su andadura en torno a 1854 y las siguientes oleadas de competentes profesionales que seguirán buscando desesperadamente su lugar en la vida pública a principios del XX; entre ellos, en definitiva, y nuestras propias inquietudes hoy día como profesores, economistas, políticos o científicos.

Javier Fornieles Alcaraz,
«José Echegaray: Una interpretación Global», Editum, Tonos digital, número 32, Universidad de Murcia, 2017.

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