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Las cualidades indispensables al cultivador de la investigación son: la independencia mental, la curiosidad intelectual, la perseverancia en el trabajo, la religión de la patria y el amor a la gloria. De atributos intelectuales no hay que hablar, pues damos por supuesto que el aficionado a las tareas del laboratorio goza de un regular entendimiento, de no despreciable imaginación, y sobre todo de esa armónica ponderación de facultades que vale mucho más que el talento brillante, pero irregular y desequilibrado.
Afirma Carlos Richet que en el hombre de genio se juntan los idealismos de Don Quijote al buen sentido de Sancho. Algo de esta feliz conjunción de atributos debe poseer el investigador: temperamento artístico que le lleve a buscar y contemplar el número, la belleza y la armonía de las cosas, y sano sentido crítico capaz de refrenar los arranques temerarios de la fantasía y de hacer que prevalezcan, en esa lucha por la vida entablada en nuestra mente por las ideas, los pensamientos que más fielmente traducen la realidad objetiva.
INDEPENDENCIA DE JUICIO
Rasgo dominante en los investigadores eminentes es la altiva independencia de criterio. Ante la obra de sus predecesores y maestros no permanecen suspensos y anonadados, sino recelosos y escudriñadores. Aquellos espíritus que, como Vesalio, Eustaquio y Harveo, corrigieron la obra anatómica de Galeno, y aquellos otros llamados Copérnico, Kepler, Newton y Huyghens, que echaron abajo la astronomía de los antiguos, fueron sin duda preclaros entendimientos, pero, ante todo, poseyeron individualidad mental ambiciosa y descontentadiza y osadía crítica extraordinaria. De los dóciles y humildes pueden salir los santos, pocas veces los sabios. Tengo para mí que el excesivo cariño a la tradición, el obstinado empeño en fijar la Ciencia en las viejas fórmulas del pasado, cuando no denuncian invencible pereza mental, representan la bandera que cubre los intereses creados por el error.
¡Desgraciado del que, en presencia de un libro, queda mudo y absorto! La admiración extremada achica la personalidad y ofusca el entendimiento, que llega a tomar las hipótesis por demostraciones, las sombras por claridades.
Harto se me alcanza que no es dado a todos sorprender a la primera lectura los vacíos y lunares de un libro inspirado. La veneración excesiva, como todos los estados pasionales, excluye el sentido crítico. Si después de una lectura sugestiva nos sentimos débiles, dejemos pasar algunos días, fría la cabeza y sereno el juicio, procedamos a una segunda y hasta a una tercera lectura. Poco a poco los vacíos aparecen, los razonamientos endebles se patentizan, las hipótesis ingeniosas se desprestigian y muestran lo deleznable de sus cimientos, la magia misma del estilo acaba por hallarnos insensibles, nuestro entendimiento, en fin, reacciona. El libro no tiene en nosotros un devoto, sino un juez. Este es el momento de investigar, de cambiar las hipótesis del autor por otras más razonables, de someterlo todo a crítica severa.
Al modo de muchas bellezas naturales, las obras humanas necesitan, para no perder sus encantos, ser contempladas a distancia. El análisis es el microscopio que nos aproxima al objeto y nos muestra la grosera urdimbre del tapiz; disípase la ilusión cuando salta a los ojos lo artificioso del bordado y los defectos del dibujo. Se dirá acaso que, en los presentes tiempos, que han visto derrocados tantos ídolos y mermados u olvidados muchos viejos prestigios, no es necesario el llamamiento al sentido crítico y al espíritu de duda.
Cierto que no es tan urgente hoy como en otras épocas, pero todavía conserva la rutina sus fueros, aún se da con harta frecuencia el fenómeno de que los discípulos de un hombre ilustre gasten sus talentos, no en esclarecer nuevos problemas, sino en defender los errores del maestro. Importa notar que también en esta época de irreverente crítica y de revisión de valores, la disciplina de escuela reina en las Universidades de Francia, Alemania e Italia, con un despotismo tal, que sofoca a veces las mejores iniciativas e impide el florecimiento de pensadores originales.
Los que nos batimos en la brecha como simples soldados, ¡cuántos casos ejemplares podríamos citar de esta servidumbre de escuela o de cenáculo! ¡Qué de talentos conocemos que no han tenido más desgracia que haber sido discípulos de un gran hombre! Y aquí aludimos a esas naturalezas generosas y agradecidas, las cuales, sabiendo inquirir la verdad, no osan declararla por no arrebatar al maestro parte de su prestigio, que, asentado en el error, caerá tarde o temprano al empuje de adversarios menos escrupulosos.
Por lo que hace a esas naturalezas dóciles, tan fáciles a la sugestión como pasivas y perseverantes en el error, las cuales forman el séquito de los jefes de escuela, su misión ha sido siempre adular al genio y aplaudir sus extravíos. Este es el pleito-homenaje que la medianía rinde complaciente al talento superior. Ello se comprende bien recordando que los cerebros débiles se adaptan mejor al error, casi siempre sencillo, que, a la verdad, a menudo austera y difícil.
PERSEVERANCIA EN EL ESTUDIO
Ponderan con razón los tratadistas de lógica la virtud creadora de la atención, pero insisten poco en una variedad del atender que cabría llamar polarización cerebral o atención crónica, esto es, la orientación permanente, durante meses y aun años, de todas nuestras facultades hacia un objeto de estudio. Infinitos son los ingenios brillantes que, por carecer de este atributo que los franceses designan esprit de suite, se esterilizan en sus meditaciones. A docenas podría yo citar españoles, que, poseyendo un intelecto admirablemente adecuado para la investigación científica, retíranse desanimados de una cuestión sin haber medido seriamente sus fuerzas, y acaso en el momento mismo en que la Naturaleza iba a premiar sus afanes con la revelación ansiosamente esperada.
Nuestras aulas y laboratorios abundan en estas naturalezas tornadizas e inquietas, que aman la investigación y se pasan los días de turbio en turbio ante la retorta o el microscopio; su febril actividad revélase en el alud de conferencias, folletos y libros, en que prodigan erudición y talento considerables; fustigan continuamente la turba gárrula de traductores y teorizantes, proclamando la necesidad inexcusable de la observación y estudio de la Naturaleza en la Naturaleza misma, y cuando tras largos años de propaganda y de labor experimental se pregunta a los íntimos de tales hombres, a los asiduos del misterioso cenáculo donde aquéllos ofician de pontifical confiesan ruborosos que la misma fuerza del talento, la casi imposibilidad de ver en pequeño la extraordinaria amplitud y alcance de la obra emprendida, han imposibilitado llevar a cabo ningún progreso parcial y positivo.
He aquí el fruto obligado de la flojedad o de la dispersión excesiva de la atención, así como del pueril alarde enciclopedista, inconcebible hoy en que hasta los sabios más insignes se especializan y concentran para producir. Pero sobre los vicios de la voluntad trataremos más adelante. Para llevar a feliz término una indagación científica, una vez conocidos los métodos conducentes al fin, debemos fijar fuertemente en nuestro espíritu los términos del problema, a fin de provocar enérgicas corrientes del pensamiento, es decir, asociaciones cada vez más complejas y precisas entre las imágenes recibidas por la observación y las ideas que dormitan en nuestro inconsciente, ideas que sólo una concentración vigorosa de nuestras energías mentales podría llevar al campo de la conciencia. No basta la atención expectante, ahincada, es preciso llegar a la preocupación. Importa aprovechar para la obra todos los momentos lúcidos en nuestro espíritu, ya la meditación que sigue al descanso prolongado, ya el trabajo mental supraintensivo que sólo da la célula nerviosa caldeada por la congestión, ora, en fin, la inesperada intuición que brota a menudo, como la chispa del eslabón, del choque de la discusión científica.
Casi todos los que desconfían de sus propias fuerzas ignoran el maravilloso poder de la atención prolongada. Esta especie de polarización cerebral con relación a un cierto orden de percepciones afina el juicio, enriquece nuestra sensibilidad analítica, espolea la imaginación constructiva y, en fin, condensando toda la luz de la razón en las negruras del problema, permite descubrir en éste inesperadas y sutiles relaciones. A fuerza de horas de exposición, una placa fotográfica situada en el foco de un anteojo dirigida al firmamento llega a revelar astros tan lejanos, que el telescopio más potente es incapaz de mostrarlos; a fuerza de tiempo y de atención, el intelecto llega a percibir un rayo de luz en las tinieblas del más abstruso problema.
La comparación precedente no es del todo exacta. La fotografía astronómica limítase a registrar actos preexistentes de tenue fulgor, mas en la labor cerebral se da un acto de creación. Parece como si la representación mental obstinadamente contemplada, emitiera, al modo de un amibo, apéndices invasores que, después de crecer en todos sentidos y de sufrir extravíos y detenciones, acabaran por vincularse estrechamente con las ideas afines.
La forja de la nueva verdad exige casi siempre severas abstenciones y renuncias. Convendrá durante la susodicha incubación intelectual que el investigador, al modo del sonámbulo, atento sólo a la voz del hipnotizador, no vea ni considere otra cosa que lo relacionado con el objeto de estudio: en la cátedra, en el paseo, en el teatro, en la conversación, hasta en la lectura meramente artística, buscará ocasión de intuiciones, de comparaciones y de hipótesis, que le permitan llevar alguna claridad a la cuestión que le obsesiona. En este proceso adaptativo nada es inútil: los primeros groseros errores, así como las falsas rutas por donde la imaginación se aventura, son necesarios, pues acaban por conducirnos al verdadero camino, y entran, por tanto, en el éxito final, como entran en el acabado cuadro del artista los primeros informes bocetos.
Cuando se reflexiona sobre la curiosa propiedad que el hombre posee de cambiar y perfeccionar su actividad mental con relación a un objeto o problema profundamente meditado, no puede menos de sospecharse que el cerebro, merced a su plasticidad, evoluciona anatómica y dinámicamente, adaptándose progresivamente al tema. Esta adecuada y específica organización adquirida por las células nerviosas produce a la larga lo que yo llamaría talento profesional o de adaptación, y tiene por motor la propia voluntad, es decir, la resolución enérgica de adecuar nuestro entendimiento a la naturaleza del asunto. En cierto sentido no sería paradójico afirmar que el hombre que plantea un problema no es enteramente el mismo que lo resuelve, por donde tienen fácil y llana explicación estas exclamaciones de asombro en que prorrumpe todo investigador al considerar lo fácil de la solución tan laboriosamente buscada.
¡Cómo no se me ocurrió esto desde el principio! –exclamamos–. ¡Qué obcecación la mía al obstinarme en marchar por caminos que no conducen a parte alguna! Si, a pesar de todo, la solución no aparece y presentimos, no obstante, que el asunto se acerca a su madurez, procurémonos algún tiempo de reposo. Algunas semanas de solaz y de silencio en el campo traerán la calma y la lucidez a nuestro espíritu. Esta frescura del intelecto, como la escarcha matinal, marchitará la vegetación parásita y viciosa que ahogaba la buena semilla. Y al fin surgirá la flor de la verdad, que, por lo común, abrirá su cáliz, al rayar el alba, tras largo y profundo sueño, durante esas horas plácidas de la mañana que Goethe y tantos otros consideraron propicias a la invención.
También los viajes, al traernos nuevas imágenes del mundo y remover nuestro fondo ideal, poseen la preciosa virtud de renovar el pensamiento y de disipar enervadoras preocupaciones. ¡Cuántas veces el rudo trepidar de la locomotora y el recogimiento y soledad espiritual reinante en el vagón (el desierto de hombres, que diría Descartes), nos ha sugerido ideas que justificó ulteriormente el laboratorio!
En los tiempos que corremos, en que la investigación científica se ha convertido en una profesión regular que cobra nómina del Estado, no le basta al observador concentrarse largo tiempo en un tema: necesita además imprimir una gran actividad a sus trabajos. Pasaron aquellos hermosos tiempos de antaño en que el curioso de la Naturaleza, recogido en el silencio de su gabinete, podía estar seguro de que ningún émulo vendría a turbar sus tranquilas meditaciones. Hogaño, la investigación es fiebre, apenas un nuevo método se esboza, numerosos sabios se aprovechan de él, aplicándolo casi simultáneamente a los mismos temas y mermando la gloria del iniciador, que carece de la holgura y tiempo necesarios para recoger todo el fruto de su laboriosidad y buena estrella.
Inevitables son, por consecuencia, las coincidencias y las contiendas de prioridad. Y es que, lanzada al público una idea, entra a formar parte de ese ambiente intelectual donde todos nutrimos nuestro espíritu, y en virtud del isocronismo funcional reinante en las cabezas preparadas y polarizadas para un trabajo dado, la idea nueva es simultáneamente asimilada en París y en Berlín, en Londres y en Viena, casi de idéntico modo, y con similares desarrollos y aplicaciones. La invención crece y se desarrolla, al modo de un organismo, espontánea y automáticamente, como si los sabios quedasen reducidos a meros cultivadores de la semilla sembrada por un genio. Todos entrevén la espléndida floración de hechos nuevos, y todos desean, naturalmente, acaparar la espléndida cosecha. Esto explica la impaciencia por publicar, así como lo imperfecto y fragmentario de muchos trabajos de laboratorio. El afán de llegar antes nos lleva a veces a incurrir en ligerezas, pero ocurre también que el ansia febril de tocar la meta los primeros, nos granjea el mérito de la prioridad.
En todo caso, si alguien se nos adelanta, haremos mal en desalentarnos. Continuemos impertérritos la labor, que al fin llegará nuestro turno. Ejemplo elocuente de incansable perseverancia nos dio una mujer gloriosa, Madame Curie, cuando, habiendo descubierto la radiactividad del torio, sufrió la desagradable sorpresa de saber que poco antes el mismo hecho había sido anunciado por Schmidt en los Wiedermann Annalen; lejos de desanimarle la noticia, prosiguió sin tregua sus pesquisas, ensayó al electroscopio nuevas sustancias, entre ellas cierto óxido de urano (la pechblende) de la mina de Johanngeorgenstadt, cuyo poder radiactivo sobrepuja en cuatro veces al del uranio. Y sospechando que aquella materia tan activa encerraba un cuerpo nuevo, emprendió, con el concurso de M. Curie, una serie de ingeniosos, pacientes y heroicos trabajos, cuyo galardón fue el hallazgo de un nuevo cuerpo, el estupendo radio, cuyas maravillosas propiedades, provocando numerosas investigaciones, han revolucionado la química y la física.
En España, donde la pereza es, más que un vicio, una religión, se comprenden difícilmente esas monumentales obras de los químicos, naturalistas y médicos alemanes en las cuales sólo el tiempo necesario para la ejecución de los dibujos y la consulta bibliográfica parecen deber contarse por lustros. Y, sin embargo, estos libros se han redactado en uno o dos años, pacíficamente, sin febriles apresuramientos.
El secreto está en el método de trabajo, en aprovechar para la labor todo el tiempo hábil, en no entregarse al diario descanso sin haber consagrado dos o tres horas por lo menos a la tarea, en poner dique prudente a esa dispersión intelectual y a ese derroche de tiempo exigido por el trato social, en restañar, en fin, en lo posible, la cháchara ingeniosa del café o de la tertulia, despilfarradora de fuerzas nerviosas (cuando no causa disgustos), y que nos aleja, con pueriles vanidades y fútiles preocupaciones, de la tarea principal.
Si nuestras ocupaciones no nos permiten consagrar al tema más que dos horas, no abandonaremos el trabajo a pretexto de que necesitaríamos cuatro o seis. Como dice juiciosamente Payot, «poco basta cada día si cada día logramos ese poco». Lo malo de ciertas distracciones, demasiado dominantes, no consiste tanto en el tiempo que nos roban, cuanto en la flojera de la tensión creadora del espíritu y en la pérdida de esa especie de tonalidad que nuestras células nerviosas adquieren cuando las hemos adaptado a determinado asunto. No pretendemos proscribir en absoluto las distracciones, pero las del investigador serán siempre ligeras y tales que no estorben en nada las nuevas asociaciones ideales. El paseo al aire libre, la contemplación de las obras artísticas o de las fotografías de escenas, de países y de monumentos, el encanto de la música y sobre todo la compañía de una persona que, penetrada de nuestra situación, evite cuidadosamente toda conversación grave y reflexiva, constituyen los mejores esparcimientos del hombre de laboratorio. Bajo este aspecto será bueno también seguir la regla de Buffon, cuyo abandono en la conversación (que chocaba a muchos admiradores de la nobleza y elevación de su estilo como escritor) lo justificaba diciendo: «Estos son mis momentos de descanso.»
En resumen, toda obra grande es el fruto de la paciencia y de la perseverancia, combinadas con una atención orientada tenazmente durante meses y aun años hacia un objeto particular. Así lo han confesado sabios ilustres al ser interrogados tocante al secreto de sus creaciones. Newton declaraba que sólo pensando siempre en la misma cosa había llegado a la soberana ley de la atracción universal, de Darwin refiere uno de sus hijos que llegó a tal concentración en el estudio de los hechos biológicos relacionados con el gran principio de la evolución, que se privó durante muchos años y de modo sistemático de toda lectura y meditación extrañas al blanco de sus pensamientos, en fin, Buffon no vacilaba en decir que «el genio no es sino la paciencia extremada». Suya es también esta respuesta a los que le preguntaban cómo había conquistado la gloria: «Pasando cuarenta años de mi vida inclinado sobre mi escritorio.» En fin, nadie ignora que Mayer, el genial descubridor del principio de la conservación y transformación de la energía, consagró a esta concepción toda su vida.
Siendo, pues, cierto de toda certidumbre que las empresas científicas exigen, más que vigor intelectual, disciplina severa de la voluntad y perenne subordinación de todas las fuerzas mentales a un objeto de estudio, ¡cuán grande es el daño causado inconscientemente por los biógrafos de sabios ilustres al achacar las grandes conquistas científicas al genio antes que al trabajo y la paciencia! ¡Qué más desea la flaca voluntad del estudioso o del profesor que poder cohonestar su pereza con la modesta cuanto desconsoladora confesión de mediocridad intelectual! De la funesta manía de exaltar sin medida la minerva de los grandes investigadores sin parar mientes en el desaliento causado en el lector, no están exentos ni aun biógrafos de tan buen sentido como L. Figuier. En cambio, muchas autobiografías, en las que el sabio se presenta al lector de cuerpo entero, con sus debilidades y pasiones, con sus caídas y aciertos, constituyen excelente tónico moral. Tras estas lecturas, henchido el ánimo de esperanza, no es raro que el lector exclame: Anche io sono pittore.
PASIÓN POR LA GLORIA
La psicología del investigador se aparta un tanto de la del común de los intelectuales. Sin duda, le alientan las aspiraciones y le mueven los mismos resortes que a los demás hombres; pero en el sabio existen dos que obran con desusado vigor: el culto a la verdad y la pasión por la gloria. El predominio de estas dos pasiones explica la vida entera del investigador, y del contraste entre el ideal que éste se forma de la existencia y el que se forja el vulgo resultan esas luchas, desvíos e incomprensiones que en todo tiempo han marcado las relaciones del sabio con el ambiente social. Se ha dicho muchas veces que el hombre de ciencia, como los grandes reformadores religiosos o sociales, ofrecen los caracteres mentales del inadaptado. Mora en un plano superior de humanidad, desinteresado de las pequeñeces y miserias de la vida material.
Con todo eso, el sabio sincero y de vocación permanece profundamente humano. En el amor a sus semejantes excede a los mejores. Irradiando en el tiempo y en el espacio, esta pasión comprende a propios y extraños, y se dirige lo mismo a la humanidad actual que a la futura. Gracias a esos singulares talentos, cuya mirada penetra en las sombras del porvenir, y cuya exquisita sensibilidad les fuerza a condolerse de los errores y estancamiento de la rutina, es posible la evolución social y científica. Sólo al genio le es dado oponerse a la corriente y modificar el medio moral, y bajo este aspecto es lícito afirmar que su misión no es la adaptación de sus ideas a las de la sociedad, sino la adaptación de la sociedad a sus ideas. Y como tenga razón (y la suele tener) y proceda con prudente energía y sin desmayos, tarde o temprano la Humanidad le sigue, le aplaude y le aureola de gloria. Confiado en este halagador tributo de veneración y de justicia, trabaja todo investigador, porque sabe que, si los individuos son capaces de ingratitud, pocas veces lo son las colectividades, como alcancen plena conciencia de la realidad y utilidad de una idea.
Es vulgarísima verdad que, en grado variable, el afán de aprobación y aplauso mueve a todos los hombres, y preferentemente a los dotados de gran corazón y peregrino entendimiento. Empero, cada cual busca la gloria por distinto camino, uno marcha por el de las armas, tan celebrado por Cervantes en su Quijote, y aspira a acrecentar la grandeza política de su país, otros van por el del arte, ansiando el fácil aplauso de las muchedumbres, que comprenden mucho mejor la belleza que la verdad, y unos pocos solamente en cada país, y singularmente en los más civilizados, siguen el de la investigación científica, el solo derrotero que puede conducirnos a una explicación racional y positiva del hombre y de la naturaleza que le rodea. Tengo para mí que esta aspiración es una de las más dignas y loables que el hombre puede perseguir, porque acaso más que ninguna otra se halla impregnada con el perfume del amor y de la caridad universal.
Se ha expuesto muchas veces el contraste existente entre la figura moral del sabio y la del héroe. Puesto que vivimos en un país que ha sacrificado demasiado en el altar a sus héroes (guerreros, políticos o religiosos), y desamparado cuando no perseguido a sus pensadores más originales, séame permitido exagerar aquí el encomio en contrapuesto sentido. Ambos, el héroe y el sabio, constituyen los polos de la energía humana, y son igualmente necesarios al progreso y bienestar de los pueblos, pero la trascendencia de sus obras es harto diversa. Lucha el sabio en beneficio de la Humanidad entera, ya para aumentar y dignificar la vida, ya para ahorrar el esfuerzo humano, ora para acallar el dolor, ora para retardar y dulcificar la muerte. Por el contrario, el héroe sacrifica a su prestigio una parte más o menos considerable de la Humanidad, su estatua se alza siempre sobre un pedestal de ruinas y cadáveres, su triunfo es exclusivamente celebrado por una tribu, por un partido o por una nación, y deja tras sí, en el pueblo vencido, estela de odios y de sangrientas reivindicaciones. En cambio, la corona del sabio otórgala la Humanidad entera, su estatua tiene por pedestal el amor, y sus triunfos desafían a los ultrajes del tiempo y a los juicios de la Historia: sus únicas víctimas (si pueden llamarse tales los redimidos de la ignorancia) son los rezagados, los atávicos, los que medraron con la mentira o el error, todos, en fin, los que en una sociedad bien organizada debieran ser proscritos como enemigos declarados de la felicidad de los buenos.
No faltan, afortunadamente, en nuestra patria altos ingenios que cifran su dicha en conquistar el aplauso de la opinión, mas, por desgracia, y salvadas contadas y honrosas excepciones, nuestros talentos prefieren ganar el lauro siguiendo la senda del arte o de la literatura. Empeño en que fracasan o se esterilizan la inmensa mayoría de ellos, pues exceptuando unos cuantos genios artísticos y literarios muy elevados, cuya obra es apreciada y aplaudida en el extranjero, ¡cuán pocos de nuestros pintores y poetas serán consagrados por la posteridad! ¡Cuántos que luchan en vano por crearse una reputación mundial como literatos u oradores podrían alcanzarla, sin tantos esfuerzos quizá, como investigadores de ciencia! ¡Qué difícil la originalidad en un terreno en que casi todo está apurado por los antiguos, los cuales, dotados de maravillosa intuición para la belleza literaria y la forma plástica, apenas dejaron nada que espigar en el campo del arte!
Después de leer las oraciones de Demóstenes y de Cicerón, los diálogos de Platón, las vidas paralelas de Plutarco y las arengas de Tito Livio, se adquiere la convicción de que ningún orador moderno ha podido inventar un resorte absolutamente nuevo para persuadir al entendimiento o mover al corazón humano. El papel del orador actual es aplicar a casos determinados, y más o menos nuevos, los innumerables tópicos de forma y argumentación imaginados por los autores clásicos. ¿Y qué diremos de los que buscan en la poesía o en la prosa artística el prestigio de la originalidad? Después de Homero y de Virgilio, de Horacio y de Séneca, de Shakespeare y de Milton, de Cervantes y Ariosto, de Goethe y de Heine, de Lamartine y Víctor Hugo, de Chateaubriand y Rousseau, etc., ¿quién es el osado que pretende inventar una figura poética, un matiz de expresión sentimental, un primor de estilo que hayan desconocido aquellos incomparables ingenios?
No pretendemos, empero, negar en absoluto la posibilidad de creaciones artísticas, comparables y acaso superiores a las legadas por los clásicos. Los grandiosos monumentos elevados por los polígrafos del Renacimiento, y las sublimes creaciones de la escuela romántica durante el pasado siglo, están ahí para atestiguar que la vena de la originalidad literaria dista todavía de estar exhausta. Afirmamos solamente que las composiciones literarias de sobresaliente mérito son dificilísimas y cuestan más desvelos y trabajos que las producciones científicas originales. Y la razón es obvia: el arte, atenido al concepto vulgar del Universo y nutriéndose en el limitado terreno del sentimiento, ha tenido tiempo de agotar casi todo el contenido emocional del alma humana, las bellezas del mundo exterior y las ingeniosas combinaciones de la imaginación verbal, mientras que la Ciencia, apenas desflorada por los antiguos y totalmente ajena a los vaivenes de la moda como a las volubles normas del gusto, acumula por cada día nuevos materiales y nos brinda labor inacabable.
Ante el científico está el Universo entero apenas explorado, el cielo salpicado de soles que se agitan en las tinieblas de un espacio infinito, el mar, con sus misteriosos abismos, la tierra guardando en sus entrañas el pasado de la vida, y la historia de los precursores del hombre, y, en fin, el organismo humano, obra maestra de la creación, ofreciéndonos en cada célula una incógnita y en cada latido un tema de profunda meditación.
Llevado por mi entusiasmo, acaso caiga en la hipérbole, pero estoy persuadido de que la verdadera originalidad se halla en la Ciencia, y que el afortunado descubridor de un hecho importante es el único que puede lisonjearse de haber hollado un terreno completamente virgen, y de haber forjado un pensamiento que no pasó jamás por la mente humana. Añadamos que su conquista ideal no está sujeta a las fluctuaciones de la opinión, al silencio de la envidia ni a los caprichos de la moda, que hoy repudia por detestable lo que ayer ensalzó por sublime. Al afortunado escrutador de la Naturaleza es sobre todo aplicable el pensamiento de James, para quien el ideal del hombre consiste en llegar a ser un colaborador de Dios.
Ciertamente la gloria del científico no es tan popular ni ruidosa como la del artista o del dramaturgo. Vive el pueblo en el plano del sentimiento, y pedirle calor y apoyo para los héroes de la razón fuera vana exigencia. Pero el sabio tiene también su público. Está formado por la aristocracia del talento y habita en todos los países, habla todas las lenguas y se dilata hasta las más lejanas generaciones del porvenir. Claro que los admiradores del hombre de ciencia no palmotean ni se descomponen con transportes de pasión, pero estudian con amor, juzgan con mesura y acaban por hacer, pese a los ataques pasajeros de la envidia, plena e irrevocable justicia. En punto a reputación, la ventura suprema fuera merecer la aprobación de esos raros espíritus superiores que la Humanidad produce de vez en cuando. Por lo cual compréndese bien la noble altivez con que el matemático y filósofo Fontenelle decía a cierto personaje después de presentarle su tratado de la Géométrie de l’infini: «He aquí una obra que sólo podrán leer en Francia cuatro o seis personas».
Sentidas y nobles son también aquellas conocidas expresiones con que Kepler, radiante de júbilo y palpitante de emoción por el descubrimiento de la última de sus memorables leyes, terminaba su obra Harmonices mundi diciendo:
«Echada está la suerte, y con esto pongo fin a mi libro, importándome poco que sea leído por la edad presente o por la posterioridad. No le faltará lector algún día. Pues qué, ¿no ha tenido Dios que esperar seis mil años para hallar en mí un contemplador e intérprete de sus obras?»
PATRIOTISMO
Entre los sentimientos que deben animar al hombre de ciencia merece particular mención el patriotismo. Este sentimiento tiene en el sabio signo exclusivamente positivo: ansía elevar el prestigio de su patria, pero sin denigrar a los demás. Se ha dicho que la Ciencia no tiene patria, y esto es exacto, mas como contestaba Pasteur en ocasión solemne, «los sabios sí que la tienen». El conquistador de la Naturaleza no solamente pertenece a la Humanidad, sino a una raza que se envanece con sus talentos, a una nación que se honra con sus triunfos y a una región que le considera como el fruto selecto de su terruño. Representando la Ciencia y la Filosofía las categorías más elevadas de la actividad mental y los dinamómetros de la energía espiritual de los hombres, compréndese bien el noble orgullo con que las naciones civilizadas ostentan sus filósofos, sus matemáticos, sus físicos y naturalistas, sus inventores, todos cuantos, en fin, supieron enaltecer el nombre sagrado de la patria.
Fuerza es confesar que los españoles tenemos mayor necesidad de cultivar dicha pasión a causa del desdén con que, por motivos que no hacen ahora al caso, hemos mirado durante muchos siglos cuanto se refiere a la investigación científica y a sus fecundas aplicaciones a la vida. Obligación inexcusable de cuantos conservamos todavía sensible la fibra del patriotismo, más de una vez lastimada por los dardos de la malquerencia extranjera, es volver por el prestigio de la raza, probando a los extraños que quienes siglos atrás supieron inmortalizar sus nombres, rivalizando con las naciones próceres tanto en las hazañas de la guerra y en los peligros de exploraciones y descubrimiento geográficos como en las pacíficas empresas del Arte, de la Literatura y de la Historia, sabrán también contender con igual tesón y energía en la investigación de la Naturaleza, colaborando, al compás de los pueblos más ilustrados, en la obra magna de la civilización y del progreso.
Algunos pensadores, Tolstoi entre otros, inspirados en un sentimiento humanitario tan reñido con la realidad como inoportuno en estos tiempos de crueles competencias internacionales, declaran que el patriotismo es sentimiento egoísta, inspirador de guerras incesantes, y destinado a desaparecer, para ceder su lugar al más noble y altruista de la fraternidad universal. Fuerza es reconocer que la pasión patriótica, exagerada hasta el chauvinismo, crea y sostiene entre las naciones rivalidades y odios harto peligrosos, pero reducida a prudentes límites y atemperada por la justicia y el respeto debidos a la ciencia y virtud del extranjero, promueve una emulación internacional de bonísima ley, en la cual gana también la causa del progreso, y en definitiva hasta de la Humanidad. Bajo este aspecto, son eficacísimos los Congresos científicos internacionales. Porque muchos sabios que en un principio se miraban recelosamente, ya por rivalidad internacional, ya en virtud de la noble y loable envidia aprobada por Cervantes, al ponerse en contacto acaban por conocerse y estimarse cordialmente, y las corrientes de simpatía y de justicia nacidas en las alturas no tardan en filtrarse hasta lo íntimo de la masa social, suavizando progresivamente las relaciones políticas entre los pueblos rivales1. De todos modos, cualesquiera que sean los progresos del cosmopolitismo, el sentimiento de patria conservará siempre su poder dinamógeno y continuará siendo el gran excitador de las competencias científicas e industriales. Emerge de raíz psicológica harto profunda para que los embates del socialismo internacional y las lucubraciones del humanismo filosófico puedan extinguirlo. Pasiones de este género no se discuten, se aprovechan, porque constituyen inapreciables depósitos de energía viril y de sublimes heroísmos. Misión de los Gobiernos e instituciones docentes es canalizar, domar esta admirable fuerza, aplicándola a provechosas y redentoras empresas y desviándola de las algaradas y alborotos del separatismo fratricida.
Muy atinadamente nota P. J. Thomas, en su Educación de los sentimientos:
«La idea de patria, como la idea de familia, es necesaria, como lo son igualmente los sentimientos en ellas implicados. Obran como estimulantes del progreso y garantizan nuestra propia dignidad. Se lucha por la gloria de la patria, como se lucha por el honor de su nombre… La nación, se ha dicho, es un elemento indestructible de la armonía de los mundos, con igual título que la provincia, la familia y el individuo… El género humano debe permanecer diversificado para mantenerse fuerte y desenvolver una actividad sin cesar renaciente».
Aun en la improbable hipótesis de los Estados Unidos de Europa, o del mundo, el hombre amará siempre con predilección el medio material y moral próximo, es decir, su campanario, su región y su raza, y consagrará solamente un tibio afecto rayano en la indiferencia, al medio lejano. Se ha dicho repetidas veces que la adhesión y el cariño del hombre a las cosas del mundo es inversamente proporcional a la distancia de éstas en el espacio y en el tiempo. Y decimos tiempo, porque la patria no es solamente el hogar y el terruño, es también el pasado y el porvenir, es decir, nuestros antepasados remotos y nuestros descendientes lejanos. Con razón ha dicho Bayle: «No son las opiniones generales del espíritu las que nos determinan a obrar, sino las pasiones presentes en el corazón.» Y entre ellas ninguna tiene en sus anales hazañas más gloriosas que el amor a la patria. Poco importa saber si tales sentimientos son justos o injustos, si reproducen o no la fase primitiva y bárbara de la humanidad. Son tónicos morales que deben juzgarse solamente por sus efectos, pragmáticamente, como ahora se dice.
GUSTO POR LA ORIGINALIDAD CIENTÍFICA
Excelentes son los estímulos del patriotismo y el noble afán de celebridad para mover a la ejecución de grandes empresas. Con todo eso, nuestro principiante correría el riesgo de fracasar si no posee además afición decidida hacia la originalidad, gusto por la investigación y el deseo de sentir las fruiciones incomparables que lleva consigo el acto mismo de descubrir. El elogio de la acción en función de escrutar misterios o de inquirir hechos nuevos se ha hecho muchas veces. Acerca de esto, Eucken, entre otros, ha escrito páginas admirables. Agudamente hace notar «que la acción nos personaliza, llevando al sumo la individuación, apórtanos la grata ilusión de ser reyes creadores y nos proporciona, con la conciencia de una libertad sin trabas, el goce de un poder ilimitado».
Aparte la hipertrofia del sentimiento de la propia estima y la aprobación de nuestra conciencia, la conquista de la nueva verdad constituye, sin disputa, la ventura más grande a que puede aspirar el hombre. Los halagos de la vanidad, las efusiones del instinto, las caricias de la fortuna, palidecen ante el soberano placer de sentir cómo brotan y crecen las alas del espíritu y cómo, al compás del esfuerzo, superamos la dificultad y dominamos y rendimos a la esquiva naturaleza. Fortalecido con ese sentimiento hedonista, el hombre de ciencia desafía hasta la injusticia. En su ánimo no harán mella el silencio deliberado de sus émulos —que muchas veces, como dice Goethe, afectan ignorar lo que desean permanezca ignorado— ni la incomprensión del medio moral, ni el olvido de las instituciones oficiales.
Las consideraciones que el mundo rinde al poder, a la nobleza o al dinero, no son primordial objeto de sus aspiraciones, porque siente en sí mismo una nobleza superior a todas las caprichosamente otorgadas por la ciega fortuna o por el buen humor de los príncipes. Esta nobleza, de la que se envanece con tanto mayor motivo cuanto que es su propia obra, consiste en ser ministro del progreso, sacerdote de la verdad y confidente del Creador. Él acierta exclusivamente a comprender algo de ese lenguaje misterioso que Dios ha escrito en la naturaleza, y a él solamente le ha sido dado desentrañar la maravillosa obra de la Creación para rendir a lo Absoluto el culto más grato y acepto, el de estudiar sus portentosas obras, para en ellas y por ellas conocerle, admirarle y reverenciarle. Aun descendiendo a las miserias del egoísmo humano, todos podemos comprobar que sólo nos estiman y respetan quienes nos leen y tratan de comprendernos.
Según decíamos antes, la emoción placentera asociada al acto de descubrir es tan grande, que se comprende perfectamente aquella sublime locura de Arquímedes, de quien cuentan los historiadores que, fuera de sí por la resolución de un problema profundamente meditado, salió casi desnudo de su casa lanzando el famoso Eureka: «¡Lo he encontrado!» ¡Quién no recuerda la alegría y la emoción de Newton al ver confirmada por el cálculo, y en presencia de los nuevos datos aportados por Picard con la medición de un meridiano terrestre, su intuición genial de la atracción universal! Todo investigador, por modesto que sea, habrá sentido alguna vez algo de aquella sobrehumana satisfacción que debió experimentar Colón al oír el grito de ¡Tierra! ¡Tierra! lanzado por Rodrigo de Triana.
Este placer inefable, al lado del cual todos los demás deleites de la vida se reducen a pálidas sensaciones, indemniza sobradamente al investigador de la penosa y perseverante labor analítica, precursora, como el dolor al parto, de la aparición de la nueva verdad. Tan exacto es que para el sabio no hay nada comparable al hecho descubierto por él, que no se hallará acaso un investigador capaz de cambiar la paternidad de una conquista científica por todo el oro de la tierra. Y si existe alguno que busca en la Ciencia, en vez del aplauso de los doctos y de la íntima satisfacción asociada a la función misma de descubrir, un medio de granjear oro, este tal ha errado la vocación: al ejercicio de la industria o del comercio debió por junto dedicarse2.
Es que, por encima de todos los estímulos de la variedad y del interés, está el goce supremo de la inteligencia al contemplar las inefables armonías del mundo y tomar posesión de la verdad, hermosa y virginal cual flor que abre su cáliz a las caricias del sol matinal. Como dice Poincaré en su hermoso libro La science et la méthode: «La belleza intelectual se basta a sí misma, y sólo por ella, más bien que por el futuro bien de la humanidad, el sabio se condena a largos y penosos trabajos.»
Santiago Ramón y Cajal, «Cualidades de orden moral que debe poseer el investigador»,
Reglas y consejos sobre investigación científica: Los tónicos de la voluntad,
Espasa, 2011, capítulo III.
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