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EL PAÍS
El Madrid de 1922 es una ciudad sobresaltada por la tensa situación social que asoma, dramática, a las páginas de los periódicos. Los atentados son continuos. Apenas hay día sin que la sangre salpique las calles de alguna ciudad. Barcelona, especialmente, es el escenario de una trágica lucha a la que no se le ve término.
El jefe del Gobierno es don José Sánchez Guerra. Preside el Congreso el conde de Bugalla. El Senado, don Joaquín Sánchez de Toca. De pronto, un día, al comenzar noviembre, un nuevo motivo de inquietud y preocupación salta a los periódicos, para sumarse a la difícil hora política. El jefe del Tercio, coronel don José Millán Astray, publica un extenso documento en el que denuncia la actuación de las Juntas de Defensa. Pide el heroico soldado al Gobierno que se le admita su renuncia al mando de la Legión. El tema llega a la calle, tras la publicación de aquel texto en los periódicos, y las gentes organizan rápidamente manifestaciones y actos de adhesión a Millán Astray y en contra de las Juntas. El Gobierno actúa: disuelve éstas últimas y deja disponible al coronel. ¿Quién será el nuevo jefe del Tercio? Se habla del coronel Valenzuela y del coronel Serrano. «Aún hay quien cree —se lee en un periódico— que sería posible la designación del comandante Franco».
Hay, estos días primeros de noviembre, actos de recuerdo a don José Canalejas —asesinado hace diez años— y de conmemoración del armisticio que puso fin a la guerra mundial, terminada en 1918. La vida política europea se apasiona ahora ante el nacimiento de un nuevo movimiento, el fascismo, que rápidamente ha llegado al poder en Italia.
MADRID SE DIVIERTE
La temporada teatral está en Madrid en un gran momento. Se representa el Tenorio en tres escenarios. Hay revista en Apolo—Arco Iris—y en el Reina Victoria —El príncipe se casa—. Un sacerdote, que firma con el nombre de José María Granada, acaba de obtener un resonante éxito con su obra El niño de oro, en la Comedia. En el Palace Hotel se le ofrece un banquete por el triunfo. La tarjeta de asistencia cuesta veinte pesetas. Al final del acto se hace una cuestación entre los comensales para que pueda repatriarse una bailarina granadina, viuda de un oficial ruso, que formaba parte de la escolta del zar y que ha sido asesinado. El escritor, al agradecer luego el banquete y los elogios que allí se han hecho de la obra y de su autor, dice que él ofrece ese homenaje a su ciudad, Granada, a su madre y a la Virgen de las Angustias.
En el Teatro de la Zarzuela ha sido estrenado un drama que firman un curtido y batallador periodista, Luis Antón de Olmet, y un joven escritor bohemio, Alfonso Vidal y Planas. La obra se titula El señorito Ladislao. Muy pocos años después, en el saloncillo del Teatro Eslava, Vidal y Planas matará a tiros a su colaborador de esta obra, cuyo éxito han recogido ahora juntos.
En un pequeño teatro de la calle de Carretas, Romea, actúa una compañía de comedias, y los directores de ella anuncian unos «jueves especiales para señoras». Esos días, además de la obra que se represente, habrá una charla a cargo de un escritor, y un desfile de modelos, comentados por el humorista Manolo Vico.
Hay variedades en el Teatro Maravillas. En un mismo programa nada menos que Pastora Imperio, La Goya, La Yankee y Pompoff, Tedy y Emig.
Poco más de media docena de salas de cinematógrafo cuenta ahora Madrid: Royalty, el Real Cinema, el Príncipe Alfonso, el Ideal, el Cinema España, el Salón Doré, el Cinema X. Las películas de estos días son La hija de Napoleón, Lady Hamilton, El capitán Kid, Los tres mosqueteros…
Además: Patinaje con orquesta en el Palacio de Hielo, abierto hace poco. La Séptima de Beethoven, por la Orquesta Sinfónica, en el Teatro del Centro, el más reciente de Madrid. Se anuncia, para el domingo, 12 de noviembre, a las tres y cuarto de la tarde, un partido de campeonato entre los primeros equipos del Real Madrid y la Real Sociedad Gimnástica Española. En el cabaret Versalles —Atocha, 68—hay varietés y, a las siete y media, «aperitivo-tango». Por la noche, terminado el espectáculo, «supertango».
Se baila también en el Forteen Club, en la calle del Barco. Uno de estos días ha habido allí una verdadera batalla: entró en la sala, con ánimo de pendencia, un hombre de ademán levantisco y lanzó al aire una botella, que fue a dar a un teniente de la Legión que tomaba tranquilamente una copa ante una mesa, convaleciente aún de las heridas de África. Al ver herido al oficial, otros legionarios que estaban en mesas distintas salen en busca del agresor. Se interrumpe el baile, calla la música, y voces, gritos, golpes, carreras llenan el local. «¡A mí la Legión!», se oye.
En una de esas noches de noviembre —la del jueves día 10— llega a las redacciones de los periódicos una noticia que emociona y alegra. Ha sido concedido el premio Nobel de Literatura a don Jacinto Benavente. La noticia llega tarde y apenas hay tiempo sino para darla escuetamente, al día siguiente, en unas cuantas líneas más. «El premio asciende este año—añade el telegrama enviado desde Estocolmo— a más de medio millón de francos.»
LAS RAZONES DEL VIAJE A AMÉRICA
Benavente pasa, estos últimos años, por una etapa de crisis. Está cansado, desengañado. Más que de escribir, de luchar: de reticencias, de ataques, de injusticias. Aún se habla en los medios literarios y teatrales de los duros artículos que Ramón Pérez de Ayala dedicó a su teatro, unos años antes. En la primavera de 1920 ha estrenado su última obra: Una pobre mujer. Después, ha dejado de escribir para el teatro. Esa renuncia suya aparece en los periódicos. «No escribiré más comedias, exceptuando la que tengo ofrecida a la gran actriz americana Nance O'Neil y que se estrenará en inglés». Ella es la actriz que le había representado en Estados Unidos La malquerida.
El escritor dice que quiere vivir tranquilo. Acaso escriba alguna novela. «Pero para el teatro, mientras pueda vivir sin él, no volveré a poner sobre las cuartillas una sola palabra». A estos motivos —cansancio y desazón ante actitudes que él estimas injustas— se añade otro, más profundo: la muerte de la madre, a quien tan unido había estado siempre. «Mi madre cerca siempre, más cerca cada día, nunca más cerca que después de su muerte; en sueños la veo y despierto la sueño». Todo ello contribuye a fijar su propósito de alejarse por algún tiempo de España: de cambiar de escenario y atmósfera. La ocasión para ello le es brindada por la actriz Lola Membrives, que le ofrece la dirección artística de su compañía para la próxima campaña en América. Base de esta campaña será el repertorio benaventiano. El primer actor será Ricardo Puga, el que había estrenado, quince años antes, el personaje de Crispín en Los intereses creados.
Embarca don Jacinto. La campaña se inicia en Buenos Aires, donde se estrena —agosto de 1922— un nuevo drama del comediógrafo, Más allá de la muerte. Ese mismo mes, en Montevideo, se estrena el monólogo Por qué se quitó Juan de la bebida, que interpreta Ricardo Puga. La campaña tiene, a la vez, brillantez artística y buenos resultados económicos. Alguna vez, el propio don Jacinto interpreta el Crispín de sus Intereses. Da también algunas conferencias: La moral en el teatro, Filosofía de la moda, Algunas de las mujeres de Shakespeare…
GALDÓS Y EL PREMIO NOBEL
Ya en alguna ocasión se había hablado de él como candidato al premio Nobel. Él lo agradeció, pero, al mismo tiempo, lo lamentó. «Tengo conciencia de mi significación para alejar de mí esas pretensiones.» Estimaba que el premio debería ser concedido a Galdós. «Cuantos me conocen, cuantos me hayan oído, saben cuánta es mi admiración por el que he proclamado siempre como maestro. En sus novelas aprendí a escribir comedias antes que en modelos extranjeros por los que se me ha juzgado influenciado.»
Cuando Benavente escribe esto, el Nobel acaba de ser concedido a Mauricio Maeterlinck. El premio lleva diez años de vida, y en ese tiempo ha sido otorgado a Sully Prudhomme, a Mommsen, a Bjornsterne Borjson, a Echegaray y Federico Mistral, a Sienkiewicz, a Carducci, a Rudyard Kipling, a Eucken, a Selma Lagerloí, a Pablo Heyse. Y ahora —1911 — al poeta belga de La Reina Silencio. Benavente insiste en su fervor galdosiano.
«Hagan el Gobierno español y cuantos puedan cuanto esté en su mano para que el premio del año próximo sea para Pérez Galdós. Sea el premio Nobel la coronación del homenaje nacional, que debe anticiparse, porque no estaría bien que confiáramos al extranjero el pago de una deuda nacional».
Pasan, sin embargo, los días sin que aquel benaventino deseo en favor de Galdós desemboque en una realidad. Se continúan concediendo los Nobel a escritores de todo el mundo: a Hauptmann, a Rabindranath Tagore, a Romain Rolland, a Weiner Heidesten, a Karl Gjellerup, a Spitteler. Ningún escritor de España se añade a la ilustre lista.
Un día de 1920 llega a Madrid la noticia de que la Academia sueca —es la entidad encargada de discernir el galardón— quiere conceder ese año el premio a Jacinto Benavente. La fuente de la noticia merece crédito: el representante español en Estocolmo se lo ha dicho al músico José Lassalle, que llegaba a Suecia desde Rusia, donde ha conocido los sufrimientos de la guerra y la revolución. El ministro —el carácter de la información no permitía un cauce diplomático— pedía a Lassalle que se ocupase en España de la tramitación conveniente para la formalización del premio.
Ya en Madrid, el músico habló de ello a don Antonio Maura, como director de la Academia Española. Don Antonio se apresura a realizar los trámites adecuados para que la concesión sea hecha en firme. La prensa se hace eco de la importante noticia. Y el diario ABC —21 de marzo de 1920— publica una breve información sobre lo que está, al parecer, en marcha, y termina diciendo:
«Enviamos nuestra cordialísima felicitación al insigne Benavente, que con tanto esplendor ha sabido llevar la literatura patria más allá de las fronteras».
Todo acaba ahí, en esa información del diario madrileño. Cuando acaba el año se hace pública la lista de los Nobel. El de Literatura se ha concedido a Knut Hamsun, el autor de Pan. En 1921 el premio es para Anatole France, que se acerca ya a los ochenta años. Benavente, entre tanto, ilusionado con la oferta que Lola Membrives le ha hecho, embarca para América, enteramente desentendido del Nobel. Olvida —entregado al mundo teatral, que tanto le apasionó siempre— dolores y melancolías. Representa, da conferencias, se divierte. Se siente muchos días actor, profesional de esa «envidiable profesión, la más libertadora de nuestra realidad».
EL VUELO DE UNA MARIPOSA BLANCA
En el itinerario de las actuaciones por tierras de América figura la ciudad de Mendoza, al pie de los Andes. El día anterior al señalado para la presentación, los actores se hallan en una localidad llamada Rufino, por la que a la madrugada pasará el expreso que viene de Buenos Aires y se dirige a aquella otra ciudad. Los comediantes están instalados en un pullman que hay sobre una vía muerta en la estación, y que luego, cuando el expreso llegue, será enganchado al convoy. Benavente ha cenado esa noche con Lola Membrives. A los postres se ha derramado sobre el mantel el vino de un vaso. La actriz se contraría. «No hay que apurarse —dice don Jacinto—. Esto es alegría y buena suerte.» La intérprete y el comediógrafo, riendo, mojan sus dedos en el vino y se humedecen luego las frentes, como manda la tradición. En torno a la cabeza del escritor está volando una mariposa blanca. Parece que quiere posarse sobre él. Benavente la ve, la sigue en el vuelo con la mirada y anuncia: «Hoy tendremos noticias. Y noticias buenas.»
Faltan aún algunas horas para la llegada del tren. Hay cine en Rufino, y actrices y actores van a ver la proyección de la noche. Los acompaña don Jacinto. Pero está cansado, se aburre en el cine y decide volver a la estación, a acostarse en su litera. Así lo hace. Atraviesa la pequeña ciudad en la noche, bajo un gran silencio, y entra en la estación. Sube al coche. Se acuesta, se dispone a dormir. En el cine, entre tanto, Ricardo Puga se ha dado cuenta de la ausencia de don Jacinto. «Solo por una población desconocida y a estas horas… —lamenta—. Debía haberle acompañado alguno de nosotros». El actor se marcha también. Cruza las calles silenciosas y regresa a la estación. Oye a alguien que pregunta, con unos telegramas en la mano:
—¿Don Jacinto Benavente?
Ricardo Puga se extraña. ¿Quién preguntará por «el padre» —le llaman así los actores— allí, en aquella localidad escondida, a aquella hora? ¿Qué pasará? Él mismo recoge los telegramas y se encarga de hacérselos llegar a don Jacinto. Sube al vagón. El escritor está en su litera, acostado. Le entrega aquellos despachos y se marcha luego, para dormir también. Mas apenas ha salido siente la vocecita de Benavente que le llama, un poco alterada su suavidad de siempre. Se acerca de nuevo el actor. El «padre» está en pie, delgado, menudo, escurridizo, dentro del pijama blanco. Algo le pasa al comediógrafo. Aquellas no son su suavidad, su frialdad, su sonrisa de siempre. Parece un fantasmita un poco emocionado a aquella hora, en aquel sitio, bajo el silencio profundo de la estación en la noche.
—Lee, lee bien… —dice al comediante alargándole unos despachos.
Ricardo Puga lee. Los telegramas dan cuenta de la concesión del premio Nobel de Literatura al escritor. Son mensajes de enhorabuena enviados desde España.
—¡Maestro, champagne! —dice el comediante—. ¡Vamos a bebemos dos botellas de champagne!
Tiene Ricardo Puga a su servicio un criado que parece obedecer órdenes mentales: tan rápida y oportunamente se presenta siempre El actor no necesita sino pensar en él y ya el muchacho está allí, traído por quién sabe qué misterioso conjuro. En seguida, el champagne. El comediógrafo y el intérprete de su Crispín beben por el triunfo con el recuerdo puesto en España.
El tiempo pasa y los actores van regresando del cine. Abrazos, voces, efusiones al enterarse de la extraordinaria noticia. Se canta y se bebe. Se ríe, y entre las risas tiemblan algunas lágrimas felices. El jefe de la estación, medio adormilado, se acerca, sorprendido por la algarabía. «Pero ¿qué le habrá pasado a ese buen señor?», se pregunta.
La noticia ha corrido por Rufino. Muchos españoles que allí viven han ido a buscar a Benavente y le ofrecen una copa de sidra en el local de su círculo. La vida quieta de la pequeña ciudad se ve alterada de imprevisto modo esa noche. Hasta que vuelve el silencio. Las voces van apagándose y todo es otra vez sosiego en el coche ele la compañía teatral.
Cuando a la mañana siguiente los actores despiertan, el tren está llegando a Mendoza. En los periódicos, sobre la primera plana, gritan los grandes titulares: «Se ha concedido el premio Nobel a don Jacinto Benavente, que será hoy huésped de nuestra ciudad».
Fue en noviembre de 1922. Y la noticia apareció en la prensa de Madrid, dentro de la información del extranjero, entre telegramas sobre las elecciones en Estados Unidos, sobre el problema de Oriente, sobre la guerra civil en Irlanda v sobre el fascismo, que entonces nacía.
José Montero Alonso,
«Concesión del Premio Nobel a Don Jacinto Benavente.Como supo la noticia el escritor de Señora Ama»,
Villa de Madrid, números 35 y 36, 1972, páginas 23-26.
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