Democracia, soberanía y pueblo

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[…] Teoría de la democracia, soberanía, pueblo
La expresión «Teoría de la Democracia» aplicada a la obra de Popper es del propio Popper; de hecho, es el título de su breve texto Zur Theorie der Demokratie1. Aunque está lejos de resultar claro en qué medida su aportación configura, en efecto, una teoría de la democracia diferente a las existentes –como intentaremos demostrar, no va más allá de la teoría liberal de Locke o Mill, si bien la exposición de Popper carece de la coherencia de aquellas– aquí seguiremos esa convención terminológica. Popper la introdujo en La sociedad abierta y sus enemigos2, y, casi medio siglo después, la retomó prácticamente intacta, añadiendo además que, en buena medida, su enfoque «apenas ha sido bien entendido»3.

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Popper parte de una crítica a lo que él denomina la «teoría de la soberanía». El responsable original de la misma fue Platón, quien promovió una seria y duradera confusión en la filosofía política al expresar el problema de la política bajo la forma: «¿quién debe gobernar?», o bien, «¿la voluntad de quién ha de ser suprema?»4, etc. Una vez planteada así la cuestión, es evidente que la respuesta solo puede consistir en señalar el soberano correcto, sea este el pueblo, la voluntad popular, la mayoría, los obreros o cualquier otra respuesta que quiera deslizarse. La misma pregunta ya configura el tipo de contestación y, señala Popper, cualquier respuesta a esa cuestión resulta completamente inútil5, y ello porque las respuestas se cancelan lógicamente entre sí. En sus propias palabras:

«Todas las teorías de la soberanía son paradójicas. Por ejemplo, supongamos que hayamos escogido como la forma ideal de gobierno el gobierno del más sabio. Pues bien, el más sabio puede hallar en su sabiduría que no es él sino el mejor quien debe gobernar, y el mejor, a su vez, puede encontrar en su bondad que es la mayoría quien debe gobernar»6.


Esta antinomia consustancial al enfoque propio de la soberanía se refleja en tres paradojas, la de la libertad, la de la tolerancia y la de la democracia7. Las tres comparten un mismo sustrato lógico: si permitimos una libertad absoluta, un tirano será absolutamente libre de someternos; si lo toleramos todo, toleraremos también a los que nos esclavicen; si damos todo el poder a la mayoría, la mayoría puede decidir cederlo a un déspota. A juicio de Popper, sólo podemos escapar de las aporías de la soberanía abandonando los presupuestos de la misma teoría de la que es consecuencia, esto es, modificando la pregunta platónica inicial.

No se trata, así, de averiguar quién debe ser el soberano. «Toda teoría de la soberanía omite la consideración de un problema mucho más fundamental, esto es, el de si debemos o no esforzarnos por logar el control institucional de los gobernantes mediante (…) otras facultades ajenas a ellos». A la siempre errada teoría de la soberanía opone Popper una «teoría del control y del equilibrio». La pregunta correcta no es aquella que formuló Platón, sino la siguiente: «¿De qué forma podemos organizar las instituciones políticas a fin de que los gobernantes malos o incapaces no puedan ocasionar demasiado daño?»8.

Popper responde que la mejor alternativa consiste en instaurar mecanismos –especialmente las elecciones generales– que posibiliten que podamos desembarazarnos de los malos gobernantes sin necesidad de violencia. Esta crítica a las teorías de la soberanía ha recibido ya algunas críticas por parte de teóricos de la política9.2 A ellas se puede añadir, además, que todo el planteamiento popperiano peca de cierta inconsistencia. El concepto de soberanía alude, como es sabido, a aquel poder por encima del cual ya no impera ningún otro poder. Esto es, soberano es aquel que no rinde cuentas a nadie y cuya voluntad se convierte en ley. «El más alto, absoluto y perpetuo poder sobre los ciudadanos y súbditos en una comunidad política», en palabras de Bodin10.

Siendo ello así, no parece posible zafarse de la cuestión sobre su identidad. Al sustituir la pregunta de Platón por la suya propia, Popper refleja esta imposibilidad de un modo evidente, incluso en un nivel meramente lógico-sintáctico. Cuando a Platón –«¿quién es el soberano?»– Popper le opone un escueto «instalemos controles» parece obvio que no se está haciendo justicia a la noción de soberanía. A un soberano, por definición, no se le puede controlar… ¿quién podría hacerlo? La propia lógica de la soberanía asumirá que ese nuevo controlador será el verdadero soberano, y que por tanto el soberano al que se controla, una contradictio in terminis, nunca lo había sido, en realidad.

El camino que Popper toma para intentar saltar por encima de las paradojas de la soberanía no parece, en efecto, conducir a ningún lado. En su propia formulación, el verdadero problema es «el de si debemos o no esforzarnos por logar el control institucional de los gobernantes» (cursiva nuestra). Pero, ¿quién es ese «nosotros» que la propia estructura sintáctica de la frase asume? ¿Quién es el sujeto de la acción por la que se controla a los gobernantes? ¿Quiénes debemos, o no, esforzarnos?

Es evidente que para tal cuestión solo hay una respuesta, la que asume prácticamente toda la filosofía política desde la modernidad: «nosotros, el pueblo», tal y como célebremente plasman las tres primeras palabras de la Constitución de los Estados Unidos. O, en otras palabras, la soberanía popular. Pero Popper no quiere llegar hasta ahí, por lo que sencillamente ignora la contradicción, saltando por encima de ella. Este salto lógico en el vacío, mediante el que pretende zafarse de modo inconsistente de la noción de soberanía –probablemente la noción central de toda la filosofía política moderna– le sirve luego para profundizar en lo que podemos denominar su teoría de la vaguedad. Así, unas páginas más adelante, en un pasaje que será muy citado, afirma lo que sigue:

«No estoy en todos los casos y circunstancias contra la revolución violenta. Creo, al igual que algunos pensadores medievales y del renacimiento cristiano que justificaban el tiranicidio, que puede no haber otra salida, bajo una tiranía, que una revolución violenta. Pero también creo que una revolución tal debe tener por único objetivo el establecimiento de una democracia, y no entiendo por democracia algo tan vago como "el gobierno del pueblo" o "el gobierno de la mayoría", sino un conjunto de instituciones (entre ellas, especialmente, las elecciones generales, es decir, el derecho del pueblo de arrojar del poder a sus gobernantes) que permitan el control público de los magistrados y su remoción por parte del pueblo, y que le permitan a éste obtener las reformas deseadas sin empleo de la violencia, aun contra la voluntad de los gobernantes. En otras palabras, sólo se justifica el uso de la violencia bajo una tiranía que torna imposible toda reforma sin violencias, y ésa debe tener un solo fin: provocar un estado de cosas tal que haga posible la introducción de reformas sin violencia»11.


Este pasaje es muy significativo porque atrapa perfectamente la clase de contradicción en la que Popper parece incurrir, y lo hace además –lo que, si bien no es especialmente necesario para el tipo de objeción que se está formulando aquí, resulta muy revelador– trayendo a colación la cuestión de la violencia, que no por casualidad ha sido siempre uno de los elementos característicos de la noción de soberanía. Sin renunciar a las citas literales –y creemos que sin introducir de modo falaz una argumentación o una ilación que realmente no está en el texto– el texto precedente afirma, sin solución de continuidad, lo que sigue: «No entiendo por democracia algo tan vago como “el gobierno del pueblo” (…) sino (…) el derecho del pueblo de arrojar del poder a sus gobernantes».

Toda su crítica a las paradójicas teorías de la soberanía puede resumirse en esa frase. Pero, como parece evidente, en un estado de cosas tal hay un soberano claro: no los gobernantes, sino el pueblo, que se articula como una instancia que se sitúa por encima de ellos y los revoca –y coloca– a voluntad. La mencionada relación de consustancialidad entre los conceptos de soberanía y violencia, cristaliza de modo ineluctable también en la otra justificación que ofrece para la violencia. En sus propias palabras:

«Sólo existe otro caso en las querellas políticas en que podría justificarse el uso de la violencia. Me refiero a la resistencia, una vez alcanzada la democracia, a todo ataque (ya provenga del interior o del exterior del Estado) contra la constitución democrática y el uso de los métodos democráticos. Cualquier ataque de este tipo, especialmente si proviene del gobierno que detenta el poder o si es tolerado por éste, debe ser resistido por todos los ciudadanos leales, aun cuando deban recurrir al uso de la violencia. (…) los ciudadanos no sólo tendrán el derecho, sino también la obligación de considerar delictivos estos actos del gobierno y delincuentes a sus autores. Pero también sostengo que esta resistencia violenta contra toda tentativa de derrocar la democracia debe ser inequívocamente defensiva. No debe quedar ni la sombra de una duda de que el único fin de la resistencia es salvar la democracia»12.


Son, por tanto, los ciudadanos los que deben recurrir a la violencia, si es necesario, para salvar la democracia. Esto, en teoría política, quiere decir que ellos son los soberanos. Popper no puede escapar a la noción de soberanía, de la que su pensamiento –como seguramente todo pensamiento político– permanece, lo quiera o no, prisionero. Es una revolución violenta la que establece la democracia, y son los ciudadanos los que, en última instancia, no sólo pueden sino que deben defenderla, arriesgando su vida si es preciso. En ambos momentos –la instauración de la democracia y su mantenimiento– es por tanto el pueblo el soberano.

Las tres paradojas de la soberanía que Popper enuncia no son, por lo demás, tales cuando se contemplan en relación con otra noción fundamental de la teoría política, la de constitución, si bien entendida no tanto en el sentido moderno de código escrito o norma fundamental como en el griego (o antiguo, en general) de régimen de una polis. Tomemos la tercera de tales paradojas, la de la democracia. Una democracia ilimitada puede desembocar en una cesión voluntaria por parte del pueblo de todo el poder a un tirano, en efecto. Cuando eso ocurre, el teórico de la política, desde Platón, no observa paradoja alguna, sino tan solo un cambio de régimen. Esto es, una polis que antes estaba constituida de modo democrático –que tenía una constitución democrática, diríamos hoy– ha pasado a constituirse de modo tiránico –a ser una tiranía. Un cambio constitutivo o constitucional… ¿qué tiene eso de paradójico?

Nada, mientras nos mantengamos en un nivel teórico, como meros observadores de hechos empíricos. La paradoja solo aparece cuando descendemos a lo político –o a lo moral, si se quiere– porque, en ese plano, los tres ideales encarnados en cada una de las paradojas –libertad, tolerancia y democracia, nada menos– corren peligro de desaparecer. Solo desde la asunción, completamente subjetiva, de que tal desaparición es perniciosa, podemos advertir como paradójico el hecho de que los tres ideales puedan morir de éxito, por así decir. Pero esa paradoja es la del demócrata –y Popper lo era– no la del científico de la política13.

Popper, Locke y el principio de mayoría
Es precisamente la necesidad de Popper de sostener, en última instancia, toda su construcción política en el pueblo la que explica que, a la postre, haya de desembocar igualmente en una asunción más o menos explícita del principio de mayoría. Aquí, con todo, la contradicción es más obvia. Con la soberanía nos encontramos con una argumentación que defiende de modo literal y razonado que tal concepto es inexistente pero que, a la vez, parece introducir subrepticiamente la necesidad del mismo, o darlo por hecho de modo inconsciente. Con la regla de la mayoría, sin embargo, la contradicción no lo es entre una afirmación explícita y un presupuesto inconsciente, sino entre afirmaciones que resultan contradictorias en el propio nivel discursivo.

Popper parece afirmar, sin solución de continuidad, que la democracia no es el gobierno de la mayoría sino que es un conjunto de instituciones que permiten derrocar a los gobernantes… por mayoría. Aquí, por ejemplo, se refiere a la insostenible situación en la que desembocan «todos aquellos demócratas que adoptan, como base última de su credo político, el principio del gobierno de la mayoría u otra forma similar del principio de la soberanía», ya que puede ocurrir que la mayoría elija a un tirano y entonces:

«Por un lado, el principio por ellos adoptado les exige que se opongan a cualquier gobierno menos al de la mayoría, y, por lo tanto, también al nuevo tirano. Pero por el otro, el mismo principio les exige que acepten cualquier decisión tomada por la mayoría y, de este modo, también el gobierno del nuevo tirano. La inconsecuencia de su teoría les obliga, naturalmente, a paralizar su acción. Aquellos demócratas que exigimos el control institucional de los gobernantes por parte de los gobernados, en especial el derecho de terminar con cualquier gobierno por un voto de la mayoría, debemos fundamentar estas exigencias sobre una base mejor de la que puede ofrecernos la contradictoria teoría de la soberanía14».


En Popper conviven, por un lado, un evidente y explícito recelo del gobierno de la mayoría y, por otro, el reconocimiento –también explícito– de la necesidad de incluir algún tipo de mecanismo mayoritario como fundamento de los dos elementos que configuran el núcleo de su teoría de la democracia, esto es, el control de los gobernantes y su destituibilidad sin sangre. Existen sólidas razones teóricas por las que Popper está abocado a ello. De hecho, se trata en buena medida de una consecuencia lógica de la contradicción de la soberanía examinada antes. A su juicio, «lo único decisivo es la destituibilidad del gobierno sin derramamiento de sangre. Existen diferentes métodos para llevar a cabo esa destituibilidad. El mejor método es el de una votación»15. Como ya hemos visto, solo hay un sujeto que puede protagonizar la votación, el pueblo. Y ello porque no parece posible escapar a la noción de soberanía. Pero, además, solo hay un principio capaz de darle sentido a tal votación, la mayoría. Y ello por muchas razones.

¿Cuáles podrían ser esos diferentes métodos no violentos que Popper apunta para proceder a la destitución de los gobernantes? Podríamos pensar en el que históricamente ha venido siendo habitual en prácticamente todas las organizaciones políticas que, desde el Neolítico, conocen la agricultura: el dinástico. La herencia se configura, en efecto, como el procedimiento pacífico por excelencia mediante el que unos gobernantes sustituyen a otros. Emperador, Sha, Faraón, Zar, Rey… a todos les suceden los hijos, en una disposición cuyo fundamento descansa sin duda en la prevención frente a la potencial violencia que se despertaría si no hubiera un heredero claro al poder. La sangre evita la sangre. Pero Popper no puede admitir un expediente semejante, precisamente porque ahí la soberanía no reside en el pueblo, sino en el monarca absoluto.

Lo mismo ocurrirá con cualquier otro procedimiento pacífico que pudiéramos plantear. Pensemos, por ejemplo, en la recurrente hipótesis del buen autócrata. Un inmejorable ejemplo histórico lo tenemos en Pisístrato, de quien dice Aristóteles en su Constitución de los atenienses que «gobernaba los asuntos de la ciudad moderadamente, y más como ciudadano que como tirano. En general, era humano, suave e indulgente (… y) quería que todo se rigiera según las leyes, sin concederse a sí mismo ningún privilegio»16.

Popper no acepta una posibilidad semejante: «la aceptación de una mala política en una democracia (siempre que perdure la posibilidad de provocar pacíficamente un cambio en el gobierno) es preferible al sojuzgamiento por una tiranía, por sabia o benévola que ésta sea»17. Además, incluso bajo esa hipótesis, no parece posible resolver el problema de designar al sucesor de ese hipotético buen tirano18. Solo existen dos procedimientos compatibles con la democracia –esto es: con la soberanía popular– mediante los que proceder a esa destituibilidad incruenta que Popper persigue. Ambos han sido puestos en práctica históricamente, y Popper –experto en la Grecia clásica– los conoce bien. Uno es el sorteo, el método habitual mediante el que, en la asamblea ateniense, se decidían la mayor parte de los cargos, y sobre el que más adelante volveremos. El otro es la elección. Y la elección, como él mismo asume explícitamente, solo puede ser decidida por mayoría.

La contradicción entre, por un lado, el hecho de que Popper rechace el gobierno de la mayoría y, por otro, introduzca el voto de la mayoría para destituir gobiernos parece señalar en su tratamiento de la cuestión dos concepciones diferentes de la voz mayoría. Utilizando las dos denominaciones que acabo de emplear, el gobierno de la mayoría aludiría a la capacidad total de una mayoría de tomar cualquier tipo de decisión. Es inmediata la conexión de esta idea con la asamblea ateniense y, por descontado, con la soberanía del pueblo. Estamos ante una mayoría soberana, poseedora de un poder absoluto, ilimitado. Esta es la concepción de mayoría que Popper rechaza.

Es precisamente para poder controlar ese poder para lo que Popper introduce la otra mayoría, el voto de la mayoría. Esta aparece únicamente para destituir gobiernos. Pero no gobiernos entendidos al modo ateniense, dotados con una soberanía ilimitada, sino gobiernos en sentido moderno o, si se quiere, en sentido liberal. Esto es, gobiernos que forman parte de un denso entramado institucional en el que a su vez existen otros poderes diferentes a ellos –el legislativo y el judicial, básicamente– que los limitan. Podemos denominar a esos gobiernos gabinetes, para distinguirlos del gobierno de la mayoría propio del modelo asambleario ateniense.

Hay una diferencia considerable entre el enfoque de Popper –que no parece ser consciente de la mencionada distinción, y se mantiene por ello en una superficie expositiva en buena medida contradictoria– y el tratamiento de la cuestión otorgado por los clásicos de la soberanía –como Hobbes o Bodin– y los del liberalismo, como Locke19. Este último, por ejemplo, a pesar de abogar por una estructura política caracterizada por la separación de poderes y el control del gobierno (en el sentido de gabinete), asumía que toda su construcción –todo ese denso entramado institucional, tal y como antes lo hemos denominado– se basaba en su aceptación por una mayoría inicial, que era la que legitimaba todo el proceso ab initio y sin la cual su propuesta política –el liberalismo, básicamente, y por simplificar– no podría existir. Esto es, Locke asume que toda la construcción se basa en que hay una mayoría constitutiva que legitima el proceso, como deja claro en el capítulo octavo de su Segundo tratado sobre el gobierno civil, y muy especialmente en el epígrafe 96:

«Pues cuando un número cualquiera de hombres, con el consentimiento de cada individuo, ha formado una comunidad, ha hecho de esa comunidad un cuerpo con poder de actuar corporativamente; lo cual sólo se consigue mediante la voluntad y determinación de la mayoría. Porque como lo que hace actuar a una comunidad es únicamente el consentimiento de los individuos que hay en ella, y es necesario que todo cuerpo se mueva en una sola dirección, resulta imperativo que el cuerpo se mueva hacia donde lo lleve la fuerza mayor, es decir, el consenso de la mayoría. De no ser así, resultaría imposible que actuara o que continuase siendo un cuerpo, una comunidad, tal y como el consentimiento de cada individuo que se unió a ella acordó que debía ser. Y así, cada uno está obligado, por consentimiento, a someterse al parecer de la mayoría. Vemos, por lo tanto, que en aquellas asambleas a las que se ha dado el poder de actuar por leyes positivas, cuando un número fijo no ha sido estipulado por la ley que les da el poder, el acto de la mayoría se toma como acto del pleno; y desde luego, tiene capacidad decisoria, pues tiene el poder del pleno, tanto por ley de naturaleza como por ley de razón»20.


Locke distingue ahí entre una mayoría inicial, originaria, que es la que constituye propiamente el cuerpo político, y otras mayorías –las de aquellas asambleas a las que las leyes positivas confieren unos u otros poderes para actuar– que actúan tan solo tras esa constitución y por tanto bajo las normas que ella misma positiviza. Hay, por tanto, una política constituyente y una ordinaria21. Y la mayoría, como mecanismo de decisión, opera en ambas22. La cuestión, por tanto, no es si el gobierno de la mayoría –en abstracto– es o no legítimo. Cuando Popper opone su teoría del equilibrio (controles) a la teoría clásica de la soberanía (mayoría) pasa por alto que los controles que él estima necesarios para controlar al poder son ellos mismos producto de una decisión mayoritaria23. Afirma que «el principio de la política democrática consiste en la decisión de crear, desarrollar y proteger las instituciones políticas que hacen imposible el advenimiento de la tiranía»24, pero no parece consciente de que esa misma decisión solo puede tomarse: (a) por el pueblo, y (b) por mayoría.

Proporcionalidad vs. mayoría
Como hemos visto, los controles y equilibrios que articulan la teoría de Popper se sustancian sobre todo en el de las elecciones generales, el mecanismo político por antonomasia para destituir pacíficamente a los gobernantes. Si en 1945, cuando escribió La sociedad abierta y sus enemigos, no se ocupó de la cuestión sobre cómo organizar esas elecciones generales (si bien ya asumía, como hemos visto, que era el principio de mayoría el involucrado), en sus dos breves ensayos de los años 80 va a descender a los detalles. Entre las dos grandes posibilidades existentes, sistemas electorales de distritos uninominales y sistemas electorales proporcionales, defiende con una extrema dureza la preeminencia de los primeros25. El tono de su crítica no deja lugar a dudas: los sistemas proporcionales se asientan en «una teoría ya superada de la democracia como gobierno del pueblo (que por su parte retrocede hasta la llamada teoría de la soberanía del estado). Esa teoría falta a la moralidad y es incluso insostenible. Ha sido superada por la teoría del poder de destitución de la mayoría»26. A su juicio, la representación proporcional es la consecuencia institucional inevitable de la creencia de que la democracia consiste en que el pueblo gobierne. Según esa concepción, todo el pueblo se encuentra representado en el parlamento por los diferentes partidos que compiten por el voto, en proporción al número de electores que los hayan votado. Esa imagen del parlamento como espejo del pueblo se fundamenta en la creencia previa en la soberanía popular y en el gobierno del pueblo. Las críticas que Popper dirige contra esta concepción pueden dividirse en dos grandes grupos.

Estarían en primer lugar las teóricas, o de principio: (a) El pueblo no gobierna en ningún lado, los que mandan son los gobiernos y los burócratas. (b) La representación proporcional ha de basarse en los partidos, por ello no es cierto que refleje mejor al pueblo y sus deseos. Un parlamento elegido mediante representación proporcional «no representa al pueblo, sino única y exclusivamente el influjo de los partidos (y de la propaganda) sobre la población el día de las elecciones»27.

A estas razones les siguen después las empíricas, o de resultado: (a) Surgen muchos partidos, y por tanto se dificulta formar gobierno. (b) Los gobiernos son siempre multipartidistas, por lo que no se les puede juzgar: «que un partido pierda aproximadamente el 5 o el 10% de sus votos no es visto por nadie como veredicto de culpabilidad»28. (c) «Aun cuando la mayoría de los electores quiere destituir a un gobierno mayoritario existente, no puede conseguirlo en absoluto»29. La conclusión final es inapelable: la teoría de la representación proporcional falta a la moralidad30.

Son muchas las observaciones que podrían introducirse aquí. Con respecto a las afirmaciones empíricas, lo cierto es que en buena medida son sencillamente falsas en el nivel observacional, esto es, no describen adecuadamente la realidad de los sistemas electorales31.

Con respecto a la perspectiva teórica, pueden adelantarse al menos dos observaciones. En primer lugar, la concreta configuración electoral que Popper defiende –la propia de los sistemas de Gran Bretaña y Estados Unidos– se basa, como el propio Popper reconoce explícitamente, en la representación local. Esto es, parte de un conjunto de distritos territoriales cuya existencia y delimitación no están sujetos ellos mismos a elección. Alguien, no los electores, ha dibujado el mapa de distritos y ha establecido así, con esa concreta división de la ciudadanía, el entramado electoral. Ya en el sigo XIX Mill, desde el liberalismo clásico, se había mostrado muy crítico con este estado de cosas:

«[De acuerdo a quienes defienden la representación local…] las naciones no se componen de hombres, sino de unidades artificiales, creación de la geografía y de la estadística. El Parlamento debe representar ciudades y condados, y no seres humanos. (…) Puede suponerse que las poblaciones y las provincias están representadas cuando lo están sus habitantes. No es posible que existan sentimientos locales sin que alguien los experimente, ni interés del mismo orden sin personas a que afecten. Si los seres humanos que tienen esos sentimientos y esos intereses obtienen la parte que les corresponde en la representación, éstos se hallan representados a la vez que los demás intereses y sentimientos de las mismas personas. Pero no veo por qué razón los intereses y sentimientos que dividen a la especie humana por localidades han de ser considerados como los únicamente dignos de representación, ni por qué la gente a la que otros intereses y sentimientos les inspiran más cuidado que los geográficos han de verse reducidas a éstos como único principio de su clasificación política. La idea de que Yorkshire o Middlesex tienen distintos derechos que sus habitantes, o que Liverpool y Exeter son los verdaderos objetos de la atención del legislador, por oposición a la población de esas ciudades, es un ejemplo curioso de la ilusión producida por las palabras»32.


Esta polémica en torno a la representación o bien de los distritos o bien de la gente puede reformularse hoy a partir de las propiedades normativas la regla de la mayoría. Risse33, ofrece estos cinco bloques argumentativos (los denomina así debido a que de cada uno de ellos surgen o pueden surgir otras razones) que configurarían las principales defensas normativas del principio de mayoría34:

«A) Autogobierno. Con el principio de mayoría el número de personas que se autodeterminan –y por tanto satisfacen sus preferencias– es el mayor posible.
»B) Respeto. El principio de mayoría permite a todos los participantes mantenerse fieles a sus convicciones, y expresarlas con normalidad, a la vez que torna posible la consecución de un objetivo común.
»C) Verdad (o verosimilitud, en términos popperianos). El teorema del jurado de Condorcet establece que, en la medida en que en política existan algo así como lo correcto y lo incorrecto, entonces las decisiones tomadas mediante la regla de la mayoría gozan de una mayor probabilidad estadística de ser ciertas (o verosímiles). Matemáticamente, si cada miembro de un jurado tiene un 50% de probabilidad de estar en lo cierto, entonces la probabilidad de acertar (de dar con una conjetura más verosímil) aumenta conforme el número de miembros del jurado se incrementa.
»D) Teorema de May. Demuestra que, para dos alternativas, la mayoría es el único criterio que garantiza estas cuatro propiedades, cuya deseabilidad es inmediata:

  1. Decisividad. Una alternativa es elegida siempre. No hay empates, ciclos o resultados anómalos que aboquen a un vacío de poder.
  2. Anonimidad. La elección no depende de quién o quiénes sean los que apoyen o estén en contra de cualquiera de las alternativas.
  3. Neutralidad. Ninguna de las alternativas goza de ventaja alguna.
  4. Responsividad positiva. Si inicialmente hay un empate entre A y B, y ocurre que algunas personas cambian de opinión a favor de A, entonces A gana la elección.

»E) Compromiso. Las alternativas vencedoras bajo el procedimiento mayoritario suelen situarse en el centro de los extremos preferenciales mantenidos por los ciudadanos».


A la luz de esas propiedades, parece obvio que mientras el liberalismo de Mill trata a todas las alternativas de manera igual, enfrentándolas en igualdad de condiciones a la voluntad de la gente (se respeta, así, el principio de neutralidad), el de Popper sigue anclado en la idea de representación local. Y en esa concepción algunas alternativas –las que representan los intereses específicamente territoriales– se encuentran privilegiadas de modo incuestionable. Desde una perspectiva liberal, en consecuencia, la opción por la representación local no parece defendible, puesto que arrebata a los individuos la capacidad de configurar a su libre y soberano albedrío la ordenación de sus propias preferencias.

Más allá de eso, y en segundo lugar, hay en Mill una asunción obvia, previa, que torna posible todo su razonamiento favorable a representar las opiniones de la gente, y no de los territorios: la gente puede estar representada. Y esa asunción marca la gran diferencia entre su planteamiento y el de Popper. Este último parte del presupuesto de que tal cosa –lo que él denomina «la teoría de la soberanía»– es imposible. En su concepción, lo único importante es la destituibilidad de los gobiernos. Y para ello resulta necesario que los posibles gobiernos sean dos y únicamente dos, el gobierno actual y el de la oposición, ya que «una forma que hace posible el sistema bipartidista es la mejor forma de democracia», puesto que así los electores deciden –el día de las elecciones es el «Día del Juicio»35 y, en la oposición, el partido desbancado del poder se renueva.

Esta reducción de la realidad política a dos únicas opciones ha de entenderse como una consecuencia lógica de su rechazo a la teoría de que el pueblo gobierna. Hemos de huir de la asunción de que existe algo así como la voluntad del pueblo, una asunción que conduce a la representación proporcional. La democracia no consiste en eso. Por eso al principio de su texto de 1987 afirma que apenas ha sido bien entendido lo más importante de la teoría de la democracia que introdujo en 1945. Una teoría de la democracia que, en esencia, consiste en reducir el juego parlamentario a dos alternativas. Lo fundamental de la perspectiva popperiana no es tanto su posicionamiento a favor de los sistemas mayoritarios frente a los proporcionales –un asunto propio de la ciencia política– sino más bien su concepción binaria de la democracia –algo propio de la teoría política–, que él parece entender como mero mecanismo de sustitución de gobiernos36. A su juicio, «los partidos no representan al pueblo, entre otras cosas porque eso supondría asumir que el pueblo tiene soberanía y, al menos indirectamente, gobierna. Por eso la misión de un partido político es proponer un gobierno, o supervisar críticamente el trabajo del gobierno desde la oposición»37, pero nada más. Las diferentes ideologías no han de reflejarse en una multiplicidad de partidos, sino intentar influir con sus diferentes puntos de vista en el interior de los (dos) diferentes partidos.

Aquí entra en juego la primera de las cinco propiedades del principio de mayoría desgranadas por Risse: el autogobierno. Popper nunca interpreta la regla de la mayoría desde el ángulo habitual, esto es, desde la evidencia de que, con tal regla, la satisfacción de las preferencias ciudadanas es la mayor posible. Esa mayor satisfacción presupone una identificación entre el gobierno elegido por mayoría y los concretos votantes que le otorgaron la victoria. Una identificación que puede verse como un hilo que une ambos extremos, el gobierno y sus votantes. Gracias a ese hilo, si bien es cierto que los votantes no gobiernan, sí deciden quién gobierna, lo que supone una influencia considerable en las decisiones políticas que se llevarán a la práctica. Por tanto, indirectamente sí gobiernan. El autogobierno del pueblo siempre es gobierno de una mayoría.

Ahora bien, si ese hilo existe, entonces existirá también entre los otros partidos y sus respectivos votantes. Por eso Popper no puede reconocerlo. Por eso jamás habla de la mayoría en términos de autogobierno, sino de ausencia de violencia. La mayoría, para Popper, no es tanto un mecanismo mediante el que el pueblo gobierna (una mayoría del mismo, lógicamente) como un instituto que permite sustituir, sin sangre, un gobierno por otro. Lo cual no deja de suscitar al menos dos problemas que, por lo demás, guardan una estrecha relación entre sí.

El primero, que antes hemos dejado apuntado, es el del sorteo. Si se trata de designar gobiernos sin sangre, el sorteo es el mecanismo obvio. Lo era en Atenas, en cuya asamblea se elegían por sorteo los miembros del ejecutivo (los arcontes), los del legislativo (la boulé) y los del judicial (los tribunales populares)38. Con el sorteo desaparecen los múltiples inconvenientes prácticos que arroja el proceso electoral39 y, por descontado, la violencia está ausente. ¿Por qué razón Popper no alcanza esa conclusión institucional que, desde un punto de vista lógico, parece la obvia estación final de su planteamiento?

Parce lógico suponer que Popper no da ese paso debido a que, frente a lo que ocurría en la asamblea de la Atenas clásica, las sociedades modernas se encuentran divididas por una multiplicidad de intereses. No solo por una pluralidad de visiones o perspectivas teóricas sobre la realidad, sino también por una multiplicidad de intereses materiales contrapuestos. En Atenas había, sin duda, diferencias materiales entre los ciudadanos, pero quedaban en buena medida amortiguadas frente a la existencia de un bien común compartido por todos y entendido por todos, si no de la misma manera, sí al menos de una manera relativamente homogénea. Solo esa destacada igualdad valorativa explica que pudieran recurrir al sorteo para designar los diferentes cargos: todos los ciudadanos compartían una misma visión sobre la gloria de Atenas y sobre los presupuestos de lo que era justo. En un magma social así, igualitario en lo moral –esto es, en lo valorativo– se reproduce una misma igualdad en lo político –esto es, en lo organizativo– y por eso resulta relativamente inocuo quién ejecute las órdenes de la Asamblea, quién prepare las leyes o quién juzgue a los demás, mientras sea un ciudadano y, por tanto, un igual.

Popper, sin embargo, no puede dar ese paso. Por eso tiene que incluir el instituto mayoritario, lo que inevitablemente resulta también problemático: aunque intente defender tal instituto tan solo con el expediente de la ausencia de violencia, sin recurrir al hilo del autogobierno, ese hilo se cuela de modo inevitable en su teoría, pues es consustancial al principio de mayoría. Como si tratara de la imagen en el espejo sin atender al objeto real de la que es reflejo, Popper no habla de lo que podríamos denominar el lado positivo de la mayoría, esto es, del hecho de que la misma instaura un gobierno. Habla siempre del negativo: la mayoría destituye, y lo hace sin sangre. Pero incluso en la destitución existe el hilo que ata al votante con el partido: «cuando uno de los dos grandes partidos recibe en unas elecciones un verdadero revés, suele procederse a una reforma radical dentro del partido. Es una consecuencia de la competitividad y del claro juicio condenatorio de los electores, que no suele pasarse por alto»40. De nuevo asoma aquí la inconsistencia que venimos señalando, que es una y la misma pero adquiere muchos rostros: a pesar de sus infructuosos intentos, Popper no puede escapar ni de la teoría de la soberanía, ni del hecho de que tal soberanía solo puede ser la popular, ni de la necesidad de recurrir al principio de mayoría. Ninguna teoría de la democracia puede hacerlo, pues las tres configuran realidades insertas en la propia etimología del concepto y por tanto en su misma sustancia.

Señalar esta contradicción no ha de entenderse, por lo demás, como una crítica a la filosofía política popperiana en su conjunto. De hecho, su crítica de los males característicos de las sociedades cerradas –el historicismo, el colectivismo y el irracionalismo, básicamente– configura una de las aportaciones más valiosas a la teoría política del siglo XX. Aunque sin duda constituye una simplificación excesiva, lo que el presente artículo vendría a señalar es que, mientras que en lo relativo a lo que podemos denominar «cuestiones epistemológicas relacionadas con la cosmovisión democrática» la perspectiva de Popper fue extremadamente lúcida y fructífera, sus incursiones en el aspecto específicamente institucional de los sistemas democráticos no lograron idéntica profundidad.

Jorge Urdánoz Ganuza, «Teoría de la democracia y principio de mayoría en Karl R. Popper», en Dilemata, año 11 (2019), nº 29, págs. 59-72.

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