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Dos teorías sobre la democracia
Aunque defensor intransigente de las democracias liberales, Popper era no obstante un crítico vigoroso de aquellas teorías que tradicionalmente se han asociado a la democracia, en particular de las que definen la democracia como el régimen fundado en el gobierno del pueblo, o de las mayorías, o de la así llamada «soberanía popular». Popper comenzó a darse cuenta de que estas teorías de la «soberanía popular» petenecen a una tradición que define el mejor régimen político en términos de la mejor respuesta a la pregunta «¿quién debería gobernar?».
Pero esta pregunta, seguía diciendo Popper, siempre conducirá a una respuesta paradójica. Por ejemplo, si el mejor régimen es definido como aquel en el cual un individuo —quizás el más sabio, el más fuerte o el mejor— debe gobernar, entonces ese individuo particular, de acuerdo a la definición de mejor régimen, puede confiar el poder a unos pocos o a muchos, dado que su obligación es decidir o gobernar. Aquí alcanzamos una paradoja: una decisión tomada en concordancia con la definición de mejor régimen conduce a la destrucción de ese mismo régimen. Esta paradoja se dará con independencia de cuál sea la respuesta a la pregunta «¿quién debería gobernar?» (uno, algunos o todos unidos en un colectivo). La paradoja resulta de la naturaleza de la propia pregunta, que demanda una respuesta acerca de gente y no acerca de las reglas que permitirán la preservación del mejor régimen.
La teoría de la democracia de Popper proviene por tanto de la respuesta a oto tipo de pregunta: no sobre quién debería gobernar, sino más bien sobre cómo prevenir la tiranía, cómo permitir un cambio de gobierno sin violencia. Así pues, los medios para alcanzar este fin consistirán en un conjunto de reglas que hagan posible la alternancia de propuestas rivales en el ejercicio del poder, al mismo tiempo que impidan la existencia de propuestas que una vez en el poder puedan abolir las reglas que les permitieron alcanzar el poder. Por ello, el gobierno representativo o democrático se presenta como aquel y solo aquel que protege dichas reglas, entre las cuales se incluyen la separación de poderes, controles y contrapesos, garantías legales; dicho más brevemente, un gobierno constitucional o limitado por la ley.
Como en The Federalist Papers o en la obra de Edmund Burke, según la teoría de Popper de un gobierno representativo y responsable, este es concebido como un instrumento para limitar el poder, y no como una fuente de poder absoluto que pueda ser transferido a uno, a algunos o a todos. Hay aquí una analogía clara con la teoría del conocimiento de Popper, donde ninguna fuente de conocimiento conserva ninguna autoridad última, poniéndose todo el énfasis en el control mutuo de conjeturas rivales, esto es, en el intento de refutación mutua entre conjeturas rivales.
Por esta razón, Popper también argumentó que el sistema electoral más adecuado para esta vision de la democracia es un sistema de mayorías basado en circunscripciones uninominales (a menudo conocidas en los países de habla inglesa como «first-past-the-post»). Ello hace posible un mayor control de los elegidos por parte de los electores; permite mayor autonomía de los elegidos en relación a las burocracias de parido; facilita la formación de mayorías, con lo que favorece el control mutuo entre un gobierno fuerte y una oposición consistente; y previene de la fluidez de gobiernos y oposiciones basados en coaliciones1.
Ingeniería social: fragmentaria versus utópica
El gobierno limitado de Karl Popper no es sin embargo un gobierno pasivo cuyas funciones deban ser rígidamente establecidas de antemano. En el marco de los límites constitucionales con los que se pretende prevenir la tiranía, las funciones y políticas específicas de cada gobierno serán objeto de controversia racional y de ensayo y error. Aun así, esta apertura al método del ensayo y error impone una limitación al tipo de intervención gubernamental: solo una intervención fragmentaria, y no una global o utópica, es compatible con la actitud científica de experimentación y de ensayo y error.
Esta distinción, de la mayor importancia para Popper, en buena medida resulta de la distinción que introdujo entre racionalismo crítico y racionalismo dogmático o comprehensivo (al cual volveré más tarde). Mientras que en el primero la razón actúa a partir de problemas fragmentariamente o asunto por asunto, en el segundo a la razón se le asigna la función omniabarcante de proporcionar fundamenos y rediseñarlo todo a partir de ellos2.
De manera similar, la ingeniería social fragmentaria contrasta soluciones fragmentarias a problemas fragmentarios. Por el contrario, la ingeniería social utópica asume que los problemas fragmentarios solamente pueden ser encarados rediseñando la sociedad como un todo. Este rediseño estará basado en la formulación de planes globales (blueprints) que apunten hacia una sociedad diferente.
El error fundamental en lo que concierne a la utopía social fragmentaria consiste en ignorar los efectos no intencionados de toda acción humana. Por definición, estos efectos no pueden ser conocidos de antemano; solamente serán conocidos por ensayo y error, y deberían llevar por lo tanto a una corrección constante y gradual, y posterior reformulación, de las políticas públicas. Esta posibilidad de corrección gradual viene asegurada por la democracia liberal y su ingeniería social fragmentaria, siempre sujeta a la crítica por parte de propuestas rivales, así como sujeta al escrutinio público de los resultados obtenidos.
Por otra parte, la ingeniería social utópica no será capaz de mostrar la misma capacidad de aprendizaje. Considerando que trabaja sobre la base de un blueprint global, todos los fallos fragmentarios serán atribuidos al hecho de que el blueprint no ha sido todavía alcanzado de forma plena. Cada fallo o falta de éxito conducirá entonces a la aceleración del radicalismo en las políticas ensayadas, y nunca a su revisión. Este mecanismo, inherente a la propia naturaleza comprehensiva de la ingeniería social utópica, llevará hacia la intransigencia revolucionaria y la violencia. Estas serán entonces utilizadas, en el nombre de la razón, contra todos aquellos que presuntamente se resistan a la liberación racional de atavismos sociales o de intereses privados. Popper denunció que en la esencia de estas políticas supuestamente racionales subyace una visión dogmática, que es lo opuesto a la actitud experimental del ensayo y error3.
Popper enfatizó, sin embargo, la visión activa de la ingeniería social fragmentaria respecto a mecanismos descentralizados, tales como el mercado o la propiedad privada. De acuerdo a Popper, estos mecanismos tienen que ser protegidos y estimulados como parte de una visión activa de la política, que reconozca estos mecanismos como los más adecuados para alcanzar ciertos fines: por ejemplo, la garantía de que el sistema económico estará al servicio de los consumidores, no de los productores. En esta perspectiva, Popper criticó el concepto de «no intervencionismo universal» y subrayó que el propio libre mercado requiere una protección adecuada, incluso a veces la intervención desde el estado. Las intervenciones apropiadas, cuando sean necesarias, han de ser indirectas e institucionales, no directas y personales.
Por último, Popper sostuvo que la ingeniería social fragmentaria de la sociedad abierta debe estar inspirada por un principio negativo que consiste en «minimizar el dolor». En cierto sentido, estamos tratando con una versión negativa del principio utilitarista de «maximizar el placer». La versión negativa es preferible por la misma razón por la que en política es preferible combatir males concretos que promover bienes abstractos. Primero, porque es más fácil definir objetivamente el sufrimiento que la felicidad. Segundo, el sufrimiento de los otros es susceptible de producir una apelación moral directa, cosa que no ocurre necesariamente con la promoción de la felicidad de los otros. Finalmente, la promoción de la felicidad de los otros requiere frecuentemente interferir en sus vidas privadas e imponerles una jerarquía de valores, lo cual es innecesario o necesario solamente de manera excepcional cuando se trata de aliviar el sufrimiento o combatir males conocidos.
Enemigos de la sociedad abierta: el historicismo
En su libro de 1945, La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper lanzó un ataque poderoso contra las obras de tres grandes filósofos que él consideraba los principales enemigos de la sociedad abierta: Platón, Hegel y Marx. El primer volumen del libro está dedicado casi exclusivamente a Platón, y sigue siendo el más controvertido a día de hoy. El segundo volumen está dedicado principalmente a Marx, con un solo capítulo sobre Hegel, revelándose una simpatía hacia las motivaciones de Marx que está completamente ausente en lo relativo a Platón y Hegel. Esta apertura a las motivaciones morales de Marx —es decir, a su supuesto disgusto moral por el sufrimiento de la clase trabajadora— contrasta con la rudeza de Popper hacia la doctrina marxista. Este dualismo ha sido considerado por muchos como la explicación del profundo impacto de la crítica de Popper sobre muchos jóvenes intelectuales marxistas que dejaron de ser marxistas bajo la influencia de Popper.
Sería imposible resumir aquí todas las críticas detalladas a Platón y Marx que contiene La sociedad abierta. Y sería igual de imposible reproducir el vigor y la energía contagiosas con que Popper escribe en ese libro. Así pues, optaré por un intento de reconstruir el argumento de Popper contra la actitudes intelectuales que él consideraba enemigas de la sociedad abierta, y solo de manera tangencial las conectaré con los puntos de vista específicos de Platón, Hegel o Marx. En cierto modo, se trata de honrar el ingenio intelectual de Popper detectando ideas hostiles a la sociedad abierta pero dejando un margen interpretativo para decidir si tales ideas han sido defendidas o no por los autores que él criticaba; margen que considero especialmente justificable en el caso de Platón.
El primer enemigo de la sociedad abierta de Popper, y el más obvio, es sin duda el historicismo. Fue precisamente de un trabajo inicial sobre la crítica al historicismo de donde emergió de forma no intencionada La sociedad abierta, tras lo cual retomó su trabajo inicial para escribir La miseria del historicismo4. Popper entiende el historicismo como una actitud intelectual —que puede estar presente en varias doctrinas particulares— que atribuye a la historia un sentido predeterminado y no susceptible de ser alterado por los individuos. Así como el final de una película que estemos contemplando está contenido en el celuloide que queda por proyectar, así el futuro de la historia humana estaría ya definido en el presente, de igual modo que el presente habría estado definido en el pasado.
De acuerdo a esta visión determinista de la historia, la verdadera libertad humana no consiste en tratar de dirigir los acontecimientos de forma ilusoria. La verdadera libertad consistiría en conocer las leyes necesarias del progreso humano —la libertad es la conciencia de la necesidad, establecieron Hegel y Marx— hasta el punto de ser capaces de contribuir a su cumplimiento y, de ser posible, a su aceleración. Acelerar o retrasar las aplicaciones de las leyes de la historia es todo lo que pueden hacer los individuos con su libertad.
Contra esta visión de la historia, Popper argumentó en primera instancia que es imposible predecir el futuro. Existe una razón puramente lógica para esta imposibilidad. Deriva del reconocimiento de que nuestro futuro conocimiento técnico y científico influenciará en gran medida el futuro de nuestras sociedades. Pero también hemos de reconocer que no podemos conocer hoy cuál será nuestro futuro conocimiento técnico y científico; de otro modo, ese conocimiento futuro dejaría de serlo y se convertiría en su lugar en conocimiento presente. Por lo tanto, concluyó Popper, no podemos conocer el futuro.
En segundo lugar, las profecías historicistas sobre el sentido inevitable de la historia no son por lo general susceptibles de ser contrastadas. Este es el caso flagrante del marxismo, que predijo el advenimiento inexorable del socialismo y el comunismo sin adscribirles un horizonte temporal determinado; y al mismo tiempo reivindicó un estatuto científico para su propia profecía. Mas esta profecía no puede tener carácter científico, argumentó Popper, ya que ningún test —el cual siempre tiene lugar, si es que tiene lugar, «en el presente»— puede refutar una teoría que siempre anuncia que su materialización ocurrirá «en el futuro». Por consiguiente, la «predicción» marxista acerca del inevitable advenimiento del socialismo en el futuro no es más que una creencia o superstición. De hecho, las únicas predicciones específicas de la profecía de Marx que podían ser contrastadas han sido contrastadas y debidamente refutadas: (1) el socialismo nunca se ha implantado en los países donde la teoría predijo que lo haría (en los países del capitalismo avanzado), sino en aquellos países donde no debería haberse implantado (en los países pre-capitalistas o con un capitalismo incipiente); (2) en los países del capitalismo avanzado no se ha dado una expansión de la pobreza, sino un desarrollo decisivo de las clases medias; (3) estos países han experimentado de hecho la mayoría de reformas sociales que según Marx solo hubieran sido posibles después de una revolución socialista; (4) las economías de mercado no han sufrido una disminución en la tasa promedio de beneficios y por ende no han sido un obstáculo a la innovación; (5) pero lo más grave de todo es que, después de 1989, el socialismo en el centro y el este de Europa ha sido sustituido por el capitalismo democrático, lo cual era imposible de acuerdo a la teoría de Marx.
Aun así, los creyentes en la profecía marxista pueden seguir diciendo que el socialismo será inevitable en el futuro. Esto es una muestra clara, concluye Popper, de que estamos ante una creencia, y no ante una teoría científica susceptible de ser contrastada5. Sin embargo, fue precisamente en nombre de esta profecía historicista —el así llamado «socialismo científico»— como el marxismo atrajo la imaginación de los intelectuales y propició algunos de los regímenes políticos más violentos del siglo XX.
El impulso humanitarista y moral del socialismo original fue reemplazado por el historicismo supuestamente científico, sostuvo Popper, y ello se debe a que el mensaje moral del historicismo es profundamente relativista. Al proclamar que todos los principios morales y valores son relativos al contexto histórico, a la época, el historicismo marxista vació la moral de todo posible contenido autónomo, haciéndola depender por completo de la doctrina del éxito histórico. Una rápida consecuencia sobrevino: liberado de todo escrúpulo moral absoluto o atemporal, el marxismo teórico dio lugar al marxismo realmente existente; aquel que produjo las dictaduras más sangrientas6.
Enemigos de la sociedad abierta: el colectivismo
El colectivismo es otra actitud que vacía a la moral de contenido autónomo. Consiste en atribuir una «esencia» al colectivo, independientemente de los individuos que lo componen. Pero resulta, subrayó Popper, que el colectivo no es un sujeto moral: el colectivo no piensa, actúa ni siente placer o dolor. Por lo tanto, como el colectivo es en realidad una colección de individuos, el colectivismo implica que un individuo tendrá que hablar en nombre del colectivo. Al atribuirse una existencia al colectivo independientemente de los individuos que lo componen, el colectivismo abre la puerta a la tiranía, al líder que habla en nombre de la masa; y en nombre de la masa aplasta a todas y cada una de las oposiciones individuales.
A un nivel moral, el colectivismo priva al individuo de toda responsabilidad moral, es decir, de la carga de tener que ser responsable de las propias acciones. Esta carga de libertad y responsabilidad individual es por lo tanto aliviada y transferida a una entidad colectiva mítica. Por último, el colectivismo corrompe el altruismo moral, que según Popper tiene que ser siempre individualista. El colectivismo prioriza la lealtad a la tribu. En este sentido, genera una especie de egoísmo colectivista. Opuesto a él, el individualismo altruista solicita ayuda para aquellos individuos que necesitan ayuda, sin importar la tribu a la que pertenezcan. Popper subraya la contribución esencial del cristianismo a la emergencia del individualismo altruista. Recuerda que Jesucristo dijo «ama a tu semejante» y no «ama a tu tribu».
Enemigos de la sociedad abierta: el positivismo ético y el relativismo
Un tercer enemigo de la sociedad abierta es el naturalismo ético, la actitud que consiste en tratar de reducir las normas a hechos7. El punto de partida del positivismo ético radica con frecuencia en la observación de que hay una gran variedad de normas morales a lo largo de diferentes épocas y diferentes culturas. A partir de ahí, el naturalismo ético concluye que las normas morales son arbitrarias, y que la única manera de superar esa arbitrariedad consiste en transformar las normas en hechos. Paradójicamente, sostiene Popper, este rechazo monista al dualismo de hechos y normas acaba produciendo un relativismo ético sin límites.
Popper distingue varias formas de naturalismo ético: naturalismo biológico, positivismo ético y naturalismo psicológico. A lo largo de su trabajo, el positivismo ético se revela como el más importante y recurrente objeto de sus críticas. Popper entiende el positivismo ético como una forma particular de naturalismo ético que «mantiene que no hay otras normas que las leyes que han sido efectivamente establecidas (o postuladas) y que por ello mismo han tenido una existencia positiva. Las demás normas son consideradas imaginaciones irreales»8.
El problema obvio con esta teoría es que imposibilita cualquier tipo de desafío moral a las normas existentes. Si no hay otras normas morales que las postuladas por la ley, entonces la ley que existe de hecho es la ley que debe existir. Esta teoría conduce al principio de que el poder es lo correcto. Como tal, se opone radicalmente al espíritu de la sociedad abierta, que está fundado en la posibilidad de criticar y alterar gradualmente leyes y costumbres. El positivismo ético, al proclamar la no existencia de valores morales aparte de los incluidos en las normas legales que de hecho existen, conduce a la amoralización de la sociedad, y por tanto a la abolición del concepto de libertad y responsabilidad moral del individuo.
Este es quizás uno de los aspectos que más frecuentemente ha sido malinterpretado en la obra de Popper y en su concepción de la sociedad abierta. La idea de «apertura» fue secuestrada por corrientes intelectuales relativistas y por teorías que en realidad Popper había condenado como enemigas de la sociedad abierta. Como contemplara crecer este fenómeno delante de sus ojos —y a veces en nombre de su obra—, el valiente filósofo decidió en 1961 incuir una adenda a La sociedad abierta de 1945, titulada «Hechos, normas y verdad: Una crítica adicional del relativismo». En este ensayo vigoroso y denso, Popper comienza por decir que «La principal enfermedad filosófica de nuestra época es el relativismo intelectual y moral, el segundo basado, al menos en parte, en el primero»9.
El relativismo, argumenta Popper, consiste en negar la existencia de la verdad objetiva y en afirmar que la elección entre dos teorías en conflicto es arbitraria. Con el propósito de refutar este punto de vista, Popper comienza por establecer una distinción entre normas y criterios. Una proposición es verdadera, dice Popper, si y solo si se corresponde con los hechos. Esta es la norma de verdad (o estándar de verdad) para una proposición, que es completamente objetiva: una proposición es verdadera o no verdadera, esto es, se corresponde o no se corresponde con los hechos independientemente de nuestro conocimiento sobre si es verdadera o no verdadera. Solo esta concepción de la verdad es capaz de dotar de sentido al concepto de error. Cometemos un error cuando consideramos que una proposición falsa es verdadera, o viceversa. De hecho, cometemos errores frecuentemente sin darnos cuenta de ello. Uno de los principales motivos por los cuales cometemos errores proviene del hecho de que no hay criterios completamente fiables para averiguar en cada situación si una proposición se corresponde o no con los hechos. Así pues, hay una diferencia entre la falibilidad de los criterios y la objetividad de la norma de verdad. Esta diferencia es la razón por la cual la libertad para criticar es tan importante, permitiéndonos detectar fallos en la aplicación de los criterios, y de este modo ayudándonos a acercarnos a la verdad objetiva. Esta actitud, que combina la defensa de la existencia de una norma de verdad objetiva y absoluta con el reconocimiento de la falibilidad de los criterios para identificar la verdad, fue denominada por Popper absolutismo falibilista.
De forma similar, esto puede ser aplicado al dominio de la moral, aunque Popper reconoce que el concepto de «bueno» o «justicia» es obviamente más complicado que el concepto de «verdad» en tanto que correspondencia con los hechos. Ahora bien, sostiene el autor que también en el dominio de las normas morales podemos aprender de nuestros errores, y también podemos perseguir normas moralmente más exigentes. Esta es incluso una característica fundamental del liberalismo, el cual «está basado en el dualismo de hechos y normas, en el sentido de que cree en la búsqueda de cada vez mejores normas, especialmente en el campo de la política y la legislación»10.
Del racionalismo dogmático al relativismo dogmático
Una comprensión cabal del éxito del relativismo y de sus orígenes en los tiempos modernos requiere en examen más detallado del concepto de racionalismo. Karl Popper atribuyó una importancia decisiva a la distinción entre racionalismo crítico y racionalismo no crítico, o comprehensivo, o dogmático. Al presentarse a sí mismo como un racionalista, por decirlo de algún modo, o mejor como un racionalista crítico, Popper condenó las presunciones del racionalismo no crítico: «Podríamos decir que el racionalismo no crítico o comprehensivo corresponde a la actitud de aquel individuo que expresa «que no está preparado para aceptar nada que no pueda ser defendido por medio del razonamiento o la experiencia».
Esto también puede expresarse bajo la forma del principio de que debe desecharse todo supuesto que no tenga el apoyo del razonamiento ni de la experiencia. Pues bien, no es difícil ver que este principio del racionalismo no crítico es inconsecuente, pues dado que no puede, a su vez apoyarse en ningún razonamiento ni experiencia, él mismo nos indica que debe ser descartado. (Este caso es análogo al de la paradoja del mentiroso, esto es, la oración que afirma su propia falsedad.) El racionalismo no crítico es, por lo tanto, lógicamente insostenible; y puesto que esto puede demostrarse con un argumento lógico, el racionalismo no crítico cae derrotado por sus propias armas.
Esta crítica es susceptible de ser generalizada. Puesto que todo razonamiento debe proceder de hipótesis, es evidentemente imposible exigir que todas las hipótesis se basen en el razonamiento. La exigencia de muchos filósofos de que no iniciemos nuestro razonamiento con ninguna hipótesis y que jamás supongamos cosa alguna acerca de la «razón suficiente»; y aun la exigencia menos vigorosa de que tomemos como punto de partida un conjunto pequeño de hipótesis («categorías»), son las dos, desde este punto de vista, inconsecuentes. En efecto, ambas descansan en última instancia sobre la hipótesis verdaderamente colosal de que es posible partir de la nada o, a lo sumo, de unas pocas hipótesis, para obtener los resultados deseados. (En realidad, este principio de evitar todo supuesto no es, como algunos creen, un ideal de perfección sino tan solo una forma de la paradoja del mentiroso)11.
Karl Popper argumentó que es imposible reemplazar todo el conocimiento heredado por conocimiento nuevo y supuestamente libre de toda presuposición. Esto significaría reemplazar en cuestión de una o dos generaciones todo lo que ha ido madurando gradualmente a lo largo de muchas generaciones. Merece la pena recordar las palabras de Popper en este asunto:
«Es una verdad muy simple y decisiva, pero que los racionalistas sin embargo a menudo no comprenden lo suficiente: que no podemos empezar desde cero, que debemos aprovechar lo que se ha hecho antes de nosotros en la ciencia. Si comenzáramos todo de nuevo, entonces al morir estaríamos en la misma etapa que Adán y Eva cuando murieron (o, si lo prefieren, en la misma etapa del hombre de Neanderthal). En la ciencia queremos progresar, y esto significa que debemos apoyarnos en los hombros de nuestros predecesores»12.
Esto es particularmente importante porque es aquí donde el racionalismo dogmático o comprehensivo se convierte de forma brusca y paradójica en relativismo dogmático (tal y como predijo brillantemente Edmund Burke en A Vindication of Natural Society, a lo cual volveré en el capítulo sobre Burke). Porque persigue un fin imposible —certeza racional sin supuestos previos, como dice Popper— el racionalismo dogmático destruye poco a poco cada una de las normas que conforman la base de nuestra cultura, hábitos y costumbres. Ninguna norma —no desde luego las palabras sagradas de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, según las cuales «todos los hombres nacen iguales», y mucho menos el código de conducta del caballero inglés— será conservada en la búsqueda del racionalismo dogmático en pos de la certeza sin supuestos previos. Así, a medida que avanza la purga intelectual, y que todas las concepciones previas y las ideas preconcebidas son puestas a un lado, el racionalismo dogmático se aproxima triunfante a su gran meta: establecer sus propios fundamentos sin supuestos previos.
Pero el mundo donde no hay supuestos previos es en realidad el mundo de la ignorancia absoluta. Como dijo Popper, «Si comenzáramos todo de nuevo, entonces al morir estaríamos en la misma etapa que Adán y Eva cuando murieron (o, si lo prefieren, en la misma etapa del hombre de Neanderthal)». El mundo de la ignorancia absoluta es por tanto el mundo del relativismo absoluto. Es el reino de la nada, de la «ausencia de significado», del «¿por qué no?» o del «todo vale». De esta forma, y para su propia sorpresa, el racionalista dogmático finalmente se convierte en un nihilista y un bárbaro, un hombre de Neanderthal que no es capaz de creer en nada, como Popper decía, y menos que nada en su propia razón, dado que su razón comprehensiva ha sido incapaz de encontrar argumentos sin supuestos. De este modo, el sendero del racionalismo crítico llega hasta un cul de sac. Tal y como Karl Popper predijo: «muchos que empezaron como racionalistas, pero que se desilusionaron al descubrir que un racionalismo demasiado comprehensivo se refuta a sí mismo, han capitulado prácticamente ante el irracionalismo»13.
En la adenda de 1961 a la obra La sociedad abierta y sus enemigos de 1945, donde argumentaba que el relativismo era la principal «enfermedad filosófica» del momento, Popper afirmó de nuevo que el racionalismo dogmático conduciría al relativismo: Puesto que por lo general la exigencia básica de una filosofía de criterio no puede satisfacerse, es evidente que la adopción de tal filosofía conducirá, en muchos casos, al desengaño, y al relativismo o escepticismo14.
En otras palabras, la persecución de la certeza, que llevó al racionalista dogmático a destruir cada presupuesto que era incapaz de demostrar sin presupuestos, finalmente le conduce a una certeza general: que nada puede ser establecido acerca de la moral y las moeurs, por no mencionar el deber y el honor, ni siquiera acerca del conocimento científico. Al final hasta la libertad y la democracia liberal devienen meras «narraciones». Si todo es resultado de una voluntad arbitraria, ¿por qué la democracia liberal tendría que ser vista como mejor que sus enemigos? ¿Y por qué tendría que ser defendida la sociedad abierta frente a sus enemigos?
Caballerosidad y aristocracia de las maneras
La causa moral e intelectual a la que Popper dedicó su vida ganó una segunda victoria bien conocida con el colapso del comunismo soviético en 1989 (la primera victoria fue la derrota de los nazis en 1945). Pero en las mentes de muchos intelectuales occidentales —algunos de los cuales habían simpatizado en gran medida con el comunismo o lo habían apoyado— el concepto de sociedad abierta y de apertura intelectual sufrió tal metamorfosis que se volvió irreconocible. Hoy en día, la cultura de masas que se produce y consume en las universidades ya masificadas y en los medios de comunicación entiende que «apertura intelectual» es un relativismo dogmático basado en la firme creencia de que todos los puntos de vista son equivalentes o arbitrarios. De acuerdo a este relativismo dogmático, la única norma moral fiable es la de que no hay normas; precisamente lo que Popper había criticado severamente en el positivismo ético.
El concepto de «sociedad abierta» es entonces objeto de una distorsión final: se convierte en una sociedad a la deriva, sin normas morales sustantivas, cuya única convicción moral es la negación de las normas y la persecución intelectual de aquellos que las tienen. De una forma escueta e intolerante, estos últimos son acusados de irracionalismo vulgar, de ser gente poco informada o no ilustrada por la sofisticada filosofía del relativismo. La gente común, no ilustrada —aquellos que todavía creen en la importancia de intentar seguir normas de decencia— son de repente acusados de defender la «sociedad cerrada». Hacia el final de su vida, el viejo filósofo estaba conmocionado por esta distorsión del significado original de sociedad abierta. Y todavía trató de combatirla. Lanzó una crítica vigorosa contra la televisión, acusándola de propagar una cultura nihilista, el nuevo «opio de los intelectuales», como lo hubiera llamado Raymond Aron. Incluso avisó de que la televisión —exactamente igual que el nihilismo— puede llegar a ser un peligro para la democracia. Retomando su crítica a Platón y Marx de la década de 1940, Popper argumentó que lo que estaba en juego con el problema de la televisión eran dos interpretaciones diferentes de la democracia y la sociedad abierta. En un breve libro con John Condry, que fue publicado en portugués en 1991, tres años antes de su muerte, Popper escribió:
«La democracia, como he explicado en otros textos, es esencialmente un sistema de protección ante la dictadura, y nada en el núcleo de la democracia prohíbe que los que tengan mayores conocimientos puedan comunicarlos a quienes tienen menos. Por el contrario, la democracia siempre ha tratado de elevar el nivel de educación; esta es su verdadera meta. (…) El espíritu democrático (…) siempre ha consistido en ofrecer las mejores posibilidades y oportunidades a todo el mundo»15.
Detengámonos en las expresiones «los que tengan mayores conocimientos», «elevar el nivel de educación», «mejores posibilidades». Todas ellas contienen un peso valorativo, un sentido de jerarquía, y por todo ello proponen una idea de democracia que ha caído en desuso: la idea de que la democracia, en vez de nivelar por abajo, aspira a generalizar el acceso a lo que es mejor, más elevado, más digno. En este sentido, que es el sentido de Popper, el ideal democrático es el ideal de una aristocracia que se extiende gradualmente y que tiende a ser una aristocracia universal.
Es el caso obviamente de una aristocracia de las maneras y comportamientos, no una aristocracia de clase. Como Popper frecuentemente me recordaba, los ingleses acuñaron la afortunada expresión gentleman (caballero) para designar este tipo de aristocracia; una que no está determinada por la clase social, sino más bien por el carácter y el comportamiento. Se refería a esto Edmund Burke cuando escribió «un rey puede nombrar a un noble pero no a un caballero». Y como Popper me decía una y otra vez, «un caballero es alguien que no se toma a sí mismo demasiado en serio pero está dispuesto a tomarse sus obligaciones muy en serio, especialmente cuando todos a su alrededor hablan solo de sus derechos».
Esta sería tal vez la nueva causa intelectual que Karl Popper ha legado a todos aquellos que se han visto, o se verán, marcados por sus esfuerzos al criticar tanto el dogmatismo como el relativismo.
João Carlos Espada, «Karl R. Popper: La sociedad abierta y sus enemigos», en Dilemata, año 11 (2019), nº 29, págs. 45-58.
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