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Fichas biobibliográficas: Mario Praz
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Juro que si, desde Italia, no me hubiesen informado que el treinta de noviembre pasado se cumplía el vigesimoquinto aniversario de la muerte de Oscar Wilde, aquí en Inglaterra no me habría dado cuenta. La ausencia de todo tipo de comentarios en los diarios ingleses no es de por sí un indicio suficiente de falta de interés.
Un vigesimoquinto aniversario significa mucho para un autor como Charles Lamb, que cuenta entre sus adoradores a personas de hábitos académicos y simposíacos. Se supone que estos responsables devotos la menor circunstancia para embaderar un Club Dinner conmemorativo, con aquel infaltable lechoncito asado y aquel plum pudding tan nostálgico. Uno puede imaginarse un Lamb Club, ¡pero Dios nos libre de imagina un Wilde Club!
Los devotos de Oscar Wilde, si alguna vez los hay, se encuentran en ambientes muy distintos, en los ambientes en los que fechas y ceremonias significan muy poco. Habrá algún Udergraduate de Oxford, recién salido de la Public School, encaprichado con De Profundis o Intentions; habrá algún dependiente de comercio que, habiendo elegido un Dorian Gray del montón de libros usados ofrecidos a un chelín la pieza —pobres libros ajados, exiliados a un baratillo al aire libre, fuera de la vitrina— encantará sus horas de ocio con el espejismo de un mundo fantástico refinado; habrá, por último, algún maduro coleccionista de ediciones de lujo, de gustos añosos, al cual se dirigen evidentemente las adornadas reimpresiones hechas este año por Methuen y por Lae, respectivamente, de la Ballad of Reading Gaol y del Picture of Dorian Gray (la primera impresa en Munich).
En resumen, en menores proporciones, en Inglaterra sucede ahora con Wilde lo que con Byron a mediados del siglo pasado: sus libros se encuentran sólo en manos de lectores excéntricos, o inexpertos o atrasados. Para el gran público, e incluso para los literatos y los críticos al día, no para los profesores de universidad que, inútil es decirlo, nunca están al corriente, el nombre de Wilde hoy significa muy poco. Por lo tanto si prueban a preguntarle a alguien del puesto ocupado por Wilde en la literatura inglesa, oirán invariablemente contestar —después de una pausa dedicada a relacionar ideas sobre un tema tan a trasmano—: practically none.
Sería un error buscar la razón de esta impopularidad en el famoso escándalo. Claro que es de no buen gusto aludir en público a la figura moral del autor de Dorian Gray, y si, por ejemplo, a uno le diese por observar un curioso parecido entre un señor conocido y el mal afamado prisionero de Reading, uno se cuida mucho de decir palabra de esto a alguien; pero eso es natural y quizás pasaría también en otros países que no son Inglaterra. Por lo tanto, puede decirse que el escándalo, al conferir a Wilde un halo de leyenda, contribuyó durante un tiempo (hasta comienzos de la guerra del 14), sobre todo en centros universitarios como Cambridge, a mantener vivo el interés por un personaje que, con todo su éxito, nunca había sido tomado en serio.
Los lectores continentales no están muy, o nada, al corriente, y es que, al tiempo de la publicación de los Poems de Wilde en 1881, se representaba una opereta satírica de Gilbert y Sullivan, Patience, destinada a hacer época. Hacia 1880 se había vuelto tan común en ciertos círculos intelectuales la afectación de las ropas extravagantes, de las flores excepcionales y de las poses decadentes —efecto de la propaganda prerrafaelita, y en especial de la poesía de Swinburne, de la escuela decorativa de Morris y de los libros de Walter Pater (1873) y de J. A. Symonds (1875) sobre el Renacimiento italiano— que la sátira sobre aquellos atuendos estaba, por decirlo así, en el aire.
Patience (que, en cuanto a valores literarios es, por cierto, menos notable que su análogo francés, Les Deliquescences d’Adoré Flouppette, de 1885) vino a fijar en forma definitiva los lados de la escuela estética. La lamentable tragedia de la carrera de Wilde está toda aquí: después de 1881 siguió dando un ejemplo conspicuo de dengues eficazmente marcados por la parodia, y obtuvo tanto éxito precisamente porque en vez de ser tomado en serio, fue mirado como la más perfecta encarnación de la popularísima caricatura de Gilbert.
Es de Wilde la paradoja: la naturaleza imita al arte. Pero la vida misma de Wilde ilustró una paradoja mucho más divertida, es decir: la realidad imita a la literatura. Hay ciertos versos al final de Patience, familiarismos para los ingleses, que han plasmado definitivamente para los contemporáneos y para los que vienen después la figura de Oscar Wilde:
…If you walk down Piccadilly with a poppy or a lily in your mediaeval hand…
… A greenery-yallery, Grosvernor gallery Foot-in-the-grave young man…
La primera asociación de ideas que se le ocurre a un inglés actual, ante el nombre de Wilde, está constituida por estos versos.
Antes de 1881 era disculpable que se hablase con arrobod de flores imposibles, de guantes verde limón y de otras exquisiteces; pero después de Patience seguir ostentando enormes crisantemos amarillos en el ojal, y caer en éxtasis ante la idea de tulipanes negros o de rosas azules era, debemos aceptarlo, un abierto desafío al ridículo.
Byron se había permitido el lujo de lucir la excentricidad de los dandies, ya que en Byron había algo más que eso; pero Wilde, fuera del dandismo estético, del cual era el más representativo divulgador, sólo podía ofrecer otra mercadería: su ingeniosa conversación. Que esta última nos haya sido conservada en el teatro, lo debemos sólo a una circunstancia exterior, la rumbosa imprevisión de Wilde en asuntos económicos. Llegado a un punto y habiendo comprobado que sus éxitos de esteta sólo le suministraban demasiadas invitaciones a comer y muy pocas entradas en efectivo. Wilde, habituado a gastar sin miramientos, se decidió a escribir para el teatro. Si no hubiese sido por esta imprevisión de derrochador, habría conservado lo peor de sí mismo en libros, dispersando lo mejor en charlas, con el resultado de que hoy ninguna de sus obras sería popular.
En cambio, a cualquiera que le preguntemos qué es lo muerto y qué es lo vivo de Wilde, nos contestará que el estilo de sus libros está decididamente fuera de moda (it dates), pero que sus comedias, sobre todo The Importance of Being Earnest (título intraducible por el implícito juego entre Ernest-earnest) gozan todavía de una popularidad que no da muestras de marchitarse.
¡Curiosa analogía entre la carrera de Byron y la de su hermano menor florecido a fines de siglo! En tono menor, la vida de aquel romántico fin-de-siècle que es Wilde ofrece un interesante pendant con la del romántico de comienzos del siglo; pero justamente en tono menor, como correspondía a tiempos idílicos y más refinados —estaba de por medio nada menos que toda la época victoriana—; ambos, Byron y Wilde hacen penetrar el arte en la vida práctica, conciben la vida como una obra de arte y la obra de arte como un acto práctico, ambos expían esta contaminación con un escándalo clamoroso, ambos escriben sus mejores cosas cuando, abandonada la pose teatral —satánica en uno, estética en el otro— reflejan en el arte, uno su propia y natural inspiración de ingenioso escritor de cartas, en el Don Juan, el otro el mágico don de ingenioso conversador en The Importance of Being Earnest; y es más curioso aún observar cómo tanto aquella epopeya burlesca como aquella comedia artificial se relacionan con la tradición literaria del siglo XVII, porque The Importance of Being Earnest hace pensar en seguida en Congreve. Así la procesión literaria inglesa del siglo XIX puede considerarse introducida por un dandy y cerrada por otro: el dandy Byron por un lado y el dandy Wilde por otro, con decorativa simetría. Un glorioso récord en los anales del dandismo.
Fuera de las comedias, los ingleses de hoy conocen poco y poco se interesan por la obra literaria de Wilde. He dicho: su estilo dates. Un oído inglés no lo puede soportar con más paciencia que aquella con la que un oído italiano soporta el peor y más artificial D’Annunzio. A propósito de esto es extraño observar cómo son precisamente los continentales los que elogian el hermoso inglés de Wilde: del mismo modo no es difícil oír a un inglés, incluso de gustos sobrios y razonables, poner por las nubes el hermoso italiano de D’Annunzio. Un estilo que tuvo su época, el de Wilde, demasiado adornado, demasiado colorido, asiático, barroco, como lo definen algunos críticos; un estilo de apariencia y no de sustancia, todo lentejuelas y abalorios, un estilo, en resumen, de mal gusto. ¿Y qué decir de los temas? También ellos han pasado de moda, y sólo a la vista de ciertos títulos un inglés de hoy se pone a bostezar.
En realidad pocos índices son más significativos que los de los Poems de Wilde: Athanasia… Panthea… Quia Multum Amavi… Taedium vitae… The Harlo’s House… Symphonie in Yelow… En el índice tenemos la poesía de Wilde in nuce. De recorrer el índice del Intermezzo di Rime o del Isotteo dannunzianos se llegaría a las mismas conclusiones. «¡Te conozco, mascarita!», es todo lo que se le ocurre decir a un italiano ante el índice dannunziano. Lo mismo dice un inglés ante el de Wilde. ¿The House of Pomegranates? Basta con el título, ya entendimos, dice un inglés de hoy. ¿Y los italianos no vemos acaso en el mismo título de los Romanzi di Melograno asumida cierta atmósfera estética considerablemente añosa? The Ballad of Reading Goal tuvo su cuarto de hora de celebridad sensacional: hoy sólo se ve en ella una pobre imitación de la Ballad of the Ancient Mariner de Coleridge, hecha por un autor de oído poco sensible.
De las demás poesías de Wilde las únicas todavía legibles son ciertas Impressions et Fantaisies décoratives, muy inferiores, por lo demás, a las francesas que imitan. Sólo los continentales se toman en serio De Profundis y la Ballad of Reading Goal. En realidad, la moda de estas obras de Wilde en el continente, como de algunas de las obras peores de Byron, tiene algo de teratológico, y puede justificarse pensando que, en verdad, no es tanto la obra como el hombre, y sobre todo el mito, lo que los continentales han tenido en la mira.
Leí hace años la historia de un oscuro escritor napolitano muerto en la miseria después de haber gastado gran parte de su vida en traducir a Wilde; y de un amigo suyo que, no teniendo con qué comprar flores para esparcir sobre su tumba, esparcía sin la menor intención de ironía… precisamente los manuscritos de aquellas traducciones, ¿privando así de ellas a la posteridad reconocida?
Se puede decir que en Italia Wilde siempre ha sido tomado en serio y en Inglaterra nunca. Y no sería raro ver a alguno de nosotros cometer el garrafal error de perspectiva parecido al que llevaba a agrupar en un mismo título a André Chevrillon, Kipling, Galsworthy y… Shakespeare.
Mario Praz, «Oscar Wilde» [1925], El pacto con la serpiente. Paralipómenos de «La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica», trad. Ida Vitale, Fondo de Cultura Económica, México, 1988, pp. 211-215

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