NAVEGACIÓN: Monografía independiente de la línea secuencial principal. Para salir utilice «TODAS las SECCIONES»
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Documento:Mediterránea/A. Maillol - IMAGEN
Documento:Mujer inclinada/Duchamp-Villon - IMAGEN
Documento:Torso de mujer pensativa grande/Lehmbruck - IMAGEN
Documento:Hombre joven alzándose/Lehmbruck - IMAGEN
Documento:Balzac, estudio como atleta/Rodin - IMAGEN
Documento:El hombre/Lehmbruck - IMAGEN
Documento:Cabeza de mujer/Picasso - IMAGEN
Documento:La Diosa/Josep Clarà - IMAGEN
Documento:Mujer acurrucada/Maillol - IMAGEN
Documento:El portador de reliquias/Minne - IMAGEN
«Rodin estaba solo antes de su fama. Y la fama que llegó quizás le hizo estar aún más solo». Con estas palabras comienza Rilke la biografía de Rodin que reflejan la experiencia de su admirado amigo y que, al mismo tiempo, retratan en negativo la realidad de la escultura después de Rodin. El escultor que había luchado durante tres décadas para ver reconocido su trabajo, que nunca puso en duda su talento ni su arte y que había madurado de manera autodidacta, sin contar con el apoyo de academias y salones, alcanzó en el fin de siglo un éxito sin precedentes que vería concretado en la magna exposición individual del pabellón de l’Alma, una retrospectiva de toda su obra presentada en el contexto de la Exposición Universal de París en 1900. La retrospectiva de la plaza de l’Alma atrajo a un público numeroso y a artistas de todas partes, y precedió a una larga serie de exposiciones europeas que no harían sino aquilatar esa fama internacional que, desde entonces, no ha cesado. Muy diferente, sin embargo, sería la impresión de los escultores que empezaban a crear mirándose en Rodin.[…]
París, capital de las artes
Desde finales del siglo XIX la capital francesa había ejercido un enorme poder de atracción sobre artistas de todo el mundo. En el caso de la escultura, el gran éxito cosechado por Rodin con su exposición del pabellón de l’Alma le catapultó al panorama internacional permitiendo que su obra se difundiera en el resto de Europa y Estados Unidos; y a la vez sirvió de resorte para hacer del arte escultórico una práctica artística deseada entre los artistas más jóvenes, quienes, desencantados de la escultura academicista, hallaron en Rodin un inexcusable punto de referencia; desde aquel momento los escultores tendrían que definir su posición en relación con él, tanto si aceptaban su influencia como si la rechazaban. En este sentido podríamos recordar las palabras de uno de sus alumnos, Émile-Antoine Bourdelle: «Por haber recorrido su obra, ¡cuántos franceses, cuántos estudiantes venidos de todas las naciones han extraído gestos, flexibilidades, impulsos de ese océano de obras! […] Sí, todos los contemporáneos hemos sufrido el ímpetu de la obra de nuestro hermano mayor; todos hemos adoptado maneras tomadas de sus creaciones».
Llegaban dispuestos a formarse en sus escuelas y talleres y procuraban aprovechar los canales comerciales que comenzaban a abrirse para darse a conocer. Convivían en una misma búsqueda y coincidían en la necesidad de formular su propio lenguaje escultores franceses y extranjeros que se ayudaban entre sí, compartían sus aspiraciones y su penuria en edificios destartalados como el Bateau-Lavoir, en Montmartre, o en alguno de los doscientos talleres de La Ruche, en Montparnasse, y malvivían gracias a los pocos marchantes y coleccionistas que se arriesgaban con estos artistas noveles e innovadores en una época en la que los grandes encargos de la Administración para edificios públicos y ornamentación urbana empezaban a escasear. Para los llegados de fuera, París sería su residencia definitiva o semipermanente, como sucedió con Pablo Picasso y Julio González, para otros fue un espaldarazo a sus carreras antes de la guerra; para autores franceses, como Maillol, sólo fue una etapa mientras volvía a su pueblo natal, y para otros una estación de paso camino a otros destinos. Entre los artistas están el propio Picasso, González, Josep Clarà y Bernhard Hoetger (alemán), que viajan a París en 1900; un año después se instala Manuel Hugué –conocido como Manolo–, amigo de Picasso; en 1904 llegan, de Cataluña, Enric Casanovas y Picasso, el rumano Constantin Brancusi y Elie Nadelman, polaco; Pablo Gargallo vive por temporadas entre 1903-1904, 1907 y 1912; Jacob Epstein, angloamericano, reside en París de 1902 a 1905; en 1908 se establece el ucraniano Alexander Archipenko, que la abandona al estallar la guerra, igual que el alemán Wilhelm Lehmbruck, llegado en 1910; un año antes había ido desde Londres, donde estudiaba, Ossip Zadkine, bielorruso, quien, salvo el exilio forzoso durante la Segunda Guerra Mundial, permanecería en París el resto de su vida.
A la explosión de talento creativo de estos autores se debe que la escultura saliera de su estancamiento, de perpetuarse como un arte celebratorio, antes de la Primera Guerra Mundial. Con voluntad se apartaron del arte académico oficial, el arte de los pompiers, que imponía una unidad de estilo e inundaba los salones de mármoles y yesos blancos, magistrales en cuanto a la técnica, pero reiterativos y vacíos de contenido, cuyos títulos basta enumerar para imaginar su carácter trasnochado: frioleras, estremecimiento o suspiros de primavera, ninfas, bustos de obispos y políticos. La evolución de la escultura consistía en reemplazar un academicismo por otro, podían cambiar los temas pero no las reglas, preconizaba la imitación de los antiguos y la idealización de la naturaleza. El arte de Rodin, que era deudor del canon clásico, había llamado la atención hacia problemas referidos al acto de esculpir; era sabida su aversión a las escuelas de Bellas Artes y retaba a los aspirantes a desarrollar sus capacidades «trabajando»: «El medio más enérgico que pueden adoptar es realizar prácticas para ganarse el jornal […]. Yo no recibo alumnos. Si fuera usted aprendiz, habría podido tomarle aquí en calidad de tal y retribuirle».
Quizá su más importante descubrimiento fuera defender que el artista era independiente de la academia y que podía hacer su trabajo al margen de la misma; éste fue el germen de una revolución en la escultura equivalente a los pintores que decidieron transitar su propio camino por encima de las críticas y los rechazos. Esta independencia no los apartó de los salones. Salvo el caso de Picasso, que rehusaba participar en ellos, la mayoría de los autores estuvieron presentes en los salones que se celebraban: el de la Sociedad de Artistas Franceses, de la Sociedad Nacional de Bellas Artes, de los Independientes y el de Otoño. Era un medio de darse a conocer ante crítica y público a pesar de las reacciones adversas que pudieran suscitar.
Autonomía y sentido
Esta renovación se caracteriza por una diversidad de opciones dentro de la escultura figurativa: la respuesta que cada artista encuentre para desarrollar su trabajo será la que ayude a definir su propio estilo, es por eso que se producen varias soluciones estéticas […] El principio de este cambio radica, entonces, en una nueva manera de concebir la escultura y en proponer una forma de percepción diferente. Se persigue el principio original, la esencia; decía Maillol: «Yo trabajo como si nunca hubiera existido nada, como si nunca hubiera aprendido nada. Soy la primera persona que jamás haya hecho escultura». Wilhelm Lehmbruck manifestaba una creencia semejante: el arte debía contener «algo de los primeros días de la Creación, del sabor de la tierra». La intención sería «purificar la forma» y conferir unidad a la obra, en palabras del gran teórico del momento Adolf von Hildebrand, que desde El problema de la forma en la pintura y la escultura (1893), ejercería un magisterio directo sobre los jóvenes creadores: el artista debía adoptar un punto de vista «arquitectónico», un «armazón interior» que servía como «elemento ordenador del espacio». Esta depuración formal va a concretarse en una colección de piezas refinadas, de superficies suaves y pulidas, de rasgos serenos a menudo dotados de un fuerte poder de introspección, como si el escultor hiciera que la obra se replegara sobre sí, pero que no deja de sentirse como una presencia única. La escultura constituía un mundo autónomo, con sus propias leyes y principios.
A la autonomía de la forma puede ir asociado un sentido, una función expresiva y poética que emana de la propia escultura. Para Archipenko la escultura debía contener un sentido intrínseco: «La fuerza espiritual de las obras de arte procede sobre todo de la esfera metafísica […], la mayor dificultad estriba en la justa correspondencia entre noción abstracta y materialidad». Zadkine ambicionaba la comunicación con el público, de nada servía una obra que no irradiase un sentimiento: «No nos interesa el objeto modelado o tallado que no lleve a cabo intercambio alguno con el espectador. No nos interesa el objeto esculpido que no sea capaz de despertar ningún eco; que no sea capaz de despertar en el corazón del espectador los átomos de un mundo desconocido, irreal; que no sea capaz de llevar al espectador a descubrir dentro de sí mismo el ‘otro lado’ de las presencias». Maillol, por ejemplo, logra arrancar ese impulso vital aboliendo la sensación de movimiento en la escultura para devolvernos el silencio de su interior y recuperar la inocencia; confesaba a su modelo Dina Vierny: «Quiero esculpir lo impalpable». Émile-Antoine Bourdelle abogaba por crear en un estado de adolescencia, por resistirse a cualquier disciplina intelectual hecha de dogmas muertos y animaba a los artistas a dejarse llevar por «el sentido del devenir siempre cambiante, obraréis como lo hace la naturaleza, que reanuda incesantemente su obra». Y Nadelman reconocía en el material una vida plástica, que sería «la intención que posee la materia en sí misma. Una simple piedra debe ser considerada siempre como un cuerpo vivo por parte del artista». Por eso es posible que determine la actividad del escultor, que debe estar alerta para descubrir la forma que la materia encierra.
El torso como principio y fin
Uno de los rasgos diferenciadores es la individuación del torso como obra artística completa, la emancipación de la escultura de su dependencia de lo natural. Kosme de Barañano entiende que al tomar el torso como motivo, la escultura pasó de la mímesis de lo natural a la mímesis de lo artificial, es decir, dejó de copiar a la naturaleza para copiarse a sí misma. El torso como obra acabada, el empleo del fragmento en calidad de pieza definitiva, es una aportación indiscutible de Rodin, que ha sido llamado por esta razón el padre del torso como motivo artístico. Cuenta Albert E. Elsen que poco antes de su muerte Rodin realizó un molde de su mano derecha en yeso en el que colocó un diminuto torso femenino que, en opinión del crítico, dramatizaba cuánta vida había en su arte frente a una reproducción mecánica. Este torso de apenas unos centímetros simbolizaba lo que quería legar a los futuros escultores: la autenticidad del arte. De esta manera, el torso se transforma en un tema que practican todos los escultores, de Lehmbruck a Maillol o Duchamp-Villon, que le confieren una personalidad auténtica, un medio de experimentar con el cuerpo humano y hacer explícita su centralidad; algunos torsos alcanzan una dimensión reservada antes a la figura completa, como la Mujer inclinada (1907), de Duchamp-Villon, o el Torso de mujer pensativa grande (1913-1914), de Lehmbruck, que miden más de un metro de alto a pesar de carecer de cabeza y de parte de las piernas. Cristoph Brockhaus explica que Maillol sentía un gran interés por el torso: renunciaba a la cabeza y a los brazos para no comprometer la claridad y la unidad rítmica; Lehmbruck, en cambio, fragmentaba sus esculturas con una lógica inversa: aislaba la cabeza, el busto o el torso para comprobar la perfección de la figura entera ya elaborada.
Medida y equilibrio
Otra de las normativas académicas que se cuestionan es el canon de proporciones basado en el modelo de la estatuaria clásica griega y establecido por teóricos como Leon Battista Alberti, Leonardo da Vinci o Durero a finales del siglo XV. La escultura figurativa debía respetar un sistema de proporciones, establecido a partir de la medida de la cabeza, y resaltar la armonía del cuerpo humano, haciendo que todas sus partes guardaran una simetría y una proporcionalidad geométricas. Lo que encontraremos a partir de 1905 es una escultura proporcionada según las necesidades compositivas de cada obra en particular. Maillol, siempre tan seguro de su arte, aseguraba que el canon era una regla que variaba con cada artista, «Yo tengo la mía». En su obra escultórica sublima una figura-tipo, de proporciones constantes, inspirándose en las mujeres mediterráneas de su pueblo natal, Banyuls-sur-Mer, en la costa catalana; a Maillol le apasionaban esas muchachas jóvenes de complexión ancha, torsos cortos, generosas curvas y extremidades robustas que va a revisitar en cada nueva obra hasta convertirse en el tema exclusivo de la misma.
Los intentos de redefinición del canon vinieron también de la mano de Nadelman, quien creía en una perfección y una belleza absolutas que rindieran homenaje al artificio intelectual; su figura está calculada con una precisión geométrica, pero sus volúmenes son absolutamente personales. Por su parte, Duchamp-Villon impone firmeza, claridad y economía al canon renacentista. Para Lehmbruck, al hombre moderno le correspondía una nueva medida en escultura; poco antes de su muerte escribía: «Todo arte es medida. Medida contra medida, eso es todo. Las masas, o las proporciones de las figuras, determinan la impresión, determinan el efecto, determinan la expresión física, determinan la línea, la silueta, todo. Por eso una buena escultura debe percibirse como una buena composición, como un edificio, en el que las medidas se corresponden entre sí». Este principio arquitectónico, llamado también tectónico, determina la grandiosidad de obras como la Mujer pensativa grande (1913), pero también marca el alargamiento y estilización que llenan, durante la Primera Guerra Mundial, la última parte de su obra.
En su búsqueda de un lenguaje menos amanerado, los creadores de principios de siglo van a fijarse en la escultura primitiva, designación muy amplia que abarca piezas de culturas periféricas, como Oceanía o la América indígena, del arte africano, egipcio y asirio, del arte ibérico e incluso del arte románico; en síntesis, son culturas ajenas a los modelos imperantes en Occidente desde la Antigüedad. Los artistas ven en estas obras unas cualidades estéticas que posibilitan la ruptura del canon; la diferencia de materiales, de formas y de proporciones o la gran expresividad y condición de objeto autónomo de estas piezas que, sacadas de contexto, pierden su condición original –a menudo con un sentido religioso o totémico– serían fuente de inspiración para el primitivismo que cultiva el laboratorio artístico de la vanguardia escultórica. Pero no todos pensaban igual, Maillol, por ejemplo, que visitó las salas del Museo Británico en 1904, no renunciaba al clasicismo y criticaba este resurgimiento primitivo: «El arte negro contiene más ideas que el arte griego. Lo que es asombroso en él es la invención extraña de objetos, una faceta imaginativa y un sentido decorativo extraordinario, difícil de explicar. Nosotros no sabemos tomarnos libertades como ésas que los negros sí han logrado. Somos demasiado esclavos del pasado. Los que hacen arte negro entre nosotros se equivocan. ¡Estamos en Francia!».
Superficie y color
La superficie de la escultura después de 1900 vive un proceso de afinamiento que se opone a la pretendida espontaneidad y aspereza del modelado de Rodin o del italiano Medardo Rosso, considerados por el naturalismo de sus creaciones. Las huellas que dejan los dedos en la arcilla al modelar no volverán a testimoniar la actividad del artista, que ahora prefiere una epidermis lisa y pulida, con una porosidad disimulada mediante pátinas que asemejan la textura del mármol o el bronce, que sigue siendo uno de los materiales deseados para lograr la pieza final; o bien se conserva el aspecto mate y poroso del cemento –un material de emergencia que terminaría convirtiéndose en uno de los favoritos del arte contemporáneo–, pero manteniendo el estiramiento de la superficie. Se reviste a la escultura de una piel que no imita ni refleja la carne, los músculos o los huesos del cuerpo humano como preconizaba el canon académico. Por el contrario, el artista tensa hasta el extremo el modelado o, en su caso, la talla, eliminando toda animación o nervadura que puedan llamarse humanas. La piel y la carne de la escultura eran la materia que la constituía, no el cuerpo que la inspiró que, en el mejor de los casos, era sólo un recuerdo. La aplicación de pátinas, lacas y ceras para impregnar de color las esculturas de materiales como el yeso, la madera o el cemento sólo se utilizó en la escultura académica como solución transitoria entre los estudiantes para dar una apariencia más refinada y permitir la conservación de sus obras de aprendizaje. La academia se manifestaba en contra del uso del color, porque entendía que ocultaba el genio del escultor y acentuaba su falsa imitación de la vida; se enseñaba a los estudiantes a respetar el color intrínseco de la piedra. Tampoco Rodin era partidario de colorear las obras o de utilizar piedras de colores, porque el color surgía para él de los juegos de luces y sombras de los relieves. Sin embargo, sí coloreó algunos bronces con pátinas conseguidas mediante interacciones químicas con el metal en caliente; así, después de 1900, sus esculturas se tiñen de marrones y verdes con la intención de emular las alteraciones que sufre el metal con el paso del tiempo.
El juego entre estilo y nuevos materiales va a potenciar un salto cualitativo en el desarrollo de la escultura moderna. Gracias al bajo coste del cemento y a su resistencia se popularizó su uso para la ornamentación urbana en el siglo XIX. Pero aún estaba lejos de convertirse en un material de referencia en las artes plásticas. Su auge llegaría en la década de 1910, cuando los jóvenes artistas recurren a un material que resulta económico y versátil. Es en la obra de Lehmbruck donde el cemento alcanza una de sus expresiones más logradas. A pesar de preferir el vaciado de la obra final en bronce, se vio abocado a utilizar el cemento y logró hacerlo con una gran perfección y sutileza, empleando conglomerados de una composición muy fina con tintes de diferentes colores que provocaban variaciones de tonalidad y matices tan delicados como los de Torso femenino inclinado (1913), o bien optaba por tonos oscuros y muy pulimentados, como en Hombre joven alzándose (1913-1914), que nos hace dudar del material utilizado por parecer tan semejante al bronce. Para otros artistas el cemento poseía unas cualidades estéticas por descubrir, de ahí que lo trabajaran desde el inicio o reprodujeran piezas previas, jugando con colores y texturas hasta dar con diferentes resultados. Zadkine solía sacar réplicas de sus esculturas en madera o piedra con un conglomerado gris mezclado con esquirlas de piedra incrustadas que llamaba “granulita”; tenemos un ejemplo en Busto de muchacha (1914) […].
Rodin y el rodinismo
Como señala uno de los grandes especialistas en el escultor, Albert E. Elsen: «Para la mayoría de los jóvenes artistas en busca de desarrollo e identidad, el problema era Rodin». Los jóvenes escultores despreciaban su fidelidad al modelo, sus títulos literarios, los gestos apasionados o las huellas de sus dedos en la arcilla. Según Brancusi, estaba demasiado cerca de la naturaleza, de los griegos y de Miguel Ángel, y es conocida su pregunta sobre si podrían crecer árboles nuevos a la sombra de uno viejo y grande. Pero no hay ninguna duda de que la mayor parte de ellos desarrolló un lenguaje escultórico a partir de los nuevos criterios que había establecido el maestro. Toda una declaración de principios estéticos es Balzac, estudio como atleta (1896). Se trata de uno de los muchos estudios preparatorios en desnudo que servirían de armazón a la figura vestida del escritor. Desde que, en 1891, recibe el encargo de la Sociedad de Literatos de realizar un monumento homenaje al escritor, Rodin indagó en figuras vestidas hasta que se centró en el desnudo para dar con la actitud y la postura adecuadas a las que después habría que añadir la cabeza y el ropaje. Finalmente, en 1896 da con la pose que le satisface, un clásico contrapposto, con una pierna sobre la que recae el peso del cuerpo, la otra adelantada y levemente flexionada, para mantener el equilibrio, y un hombro ligeramente inclinado. Es la posición que había dominado en la estatuaria occidental y que Miguel Ángel llevaría a su plenitud con el David (1501-1504); pero Rodin le aporta un matiz innovador al cruzar los brazos, dando una impresión de seguridad que casi roza el desafío y que evidencia la potencia vital y sexual del escritor. El hombre (1909), de Lehmbruck, tiene que ver tanto con este modo de hacer como con la estatuaria griega y renacentista que admiraba. Dialoga, pues, con el gran maestro italiano y se deja llevar por la reinterpretación rodiniana en esta pieza realizada poco antes de trasladarse a París.
También de 1909 es la Cabeza de mujer (Fernande), de Picasso. La escultura fue una faceta más de su talento creativo, para él cualquier medio era viable para expresar su arte, decía: «¿Qué es escultura? ¿Qué es pintura? El hombre se aferra siempre a ideas anticuadas, a definiciones, como si la misión del artista no fuera precisamente aportar otras nuevas». Si sus cuadernos de apuntes están llenos de incontables variaciones formales que evidencian una búsqueda incesante de soluciones a temas concretos, no es de extrañar que Picasso adoptara la escultura como una vía más para conseguir el retrato que perseguía de Fernande Olivier.
A la modelo la conoce en el Bateau-Lavoir, viejo recinto habitado por otros aspirantes a pintor como él mismo; durante los años que estuvieron juntos, hasta 1912, el atelier de Picasso –desordenado, sucio y mal iluminado– se convierte en un lugar de referencia para la bohemia de Montmartre, el tiempo en el que va a transformar los cimientos del arte contemporáneo. Esta Cabeza de mujer es un trabajo que complementa a los más de sesenta retratos pictóricos de Fernande que realizó entre la primavera y el invierno de 1909, a través de los que Picasso reformula la fisonomía humana en los momentos iniciales del cubismo. A su vez se trata de un trabajo muy pendiente del modelado, en el que explora al máximo la escultura impresionista de Rodin y de Rosso.
Mutación
Poco a poco comienzan a encontrar respuesta las dudas que acucian a estos artistas precursores respecto al camino a seguir y se desarrollan las modificaciones que van a marcar los nuevos estilos. En las obras que surgen después de 1900, como resume Catherine Chevillot, «las actitudes se apaciguan, el modelado se tensa, las formas –cada vez más sencillas– se ordenan según esquemas cotidianos». Se huye de todo el artificio y pirotecnia que Rodin había hecho estallar y se persigue un modelo que dé equilibrio y sencillez, una escultura serena que comunique armonía y verdad. Recuerdan los cronistas de la época que, después de visitar a Rodin en su taller de Meudon, tras instalarse en París, Wilhelm Lehmbruck comenzó a trabajar en su Figura grande de pie (1910), la primera figura femenina de tamaño natural que realizaría y que ejemplifica algunas de las cualidades de su arte durante esta etapa parisina: leve inclinación de la cabeza, rostro de expresión sencilla y dulce, brazos retraídos para que nada quede oculto del torso estilizado de una estatua que mantiene el porte clásico en la forma de apoyar las piernas; es también ahora cuando empieza a utilizar el cemento, que sería un material habitual en su trayectoria desde entonces. Al final de su carrera, incapacitado para trabajar como consecuencia de la artritis que padecía, Ambroise Vollard convenció a Auguste Renoir para convertir en esculturas algunos dibujos. Fue él quien le recomendó contratar al escultor francés, de origen catalán, Richard Guino, ayudante de Maillol; Guino presta a Renoir sus manos y, partiendo del dibujo, modela bajo el estricto criterio del pintor, que no le permitía ninguna iniciativa personal. De esta colaboración saldría una veintena de obras; en la Venus Victrix (Venus victoriosa), de 1916, Guino reinterpreta el mismo tipo de mujer opulenta que Renoir había entronizado en sus últimos cuadros, y la recrea bajo la impronta del clasicismo de Maillol –actitud serena, perfiles nítidos– y con las modernas lecciones sobre el tratamiento de forma y superficie bien aprendidas.
Volumen
El volumen de una escultura es la forma que ésta ocupa en el espacio. Abordamos en esta sección el análisis de uno de los conceptos que más poderosamente ayuda a definir el estilo de cada artista. Es el lugar, por tanto, donde podremos apreciar las diferencias más marcadas entre unos y otros y los signos estilísticos de las nuevas tendencias. Y también sus analogías: los escultores de principios de siglo creían en la unidad orgánica de la obra de arte, en su concreción como objeto. Esta voluntad de hacer formas independientes, que no son fieles al modelo, equivale a dar al escultor un pasaporte para que pueda crear sin tener en cuenta ninguna preceptiva. Así es posible que dentro de este afán renovador se pueda dar una revitalización del clasicismo en la obra de Aristide Maillol.
Sobre la Mediterránea dijeron sus contemporáneos que no significaba nada, que era una obra silenciosa de la que sólo hablaba su hermosura. La estatua de yeso de 1905 fue presentada en el Salón de Otoño con otro nombre, Estatua para un parque tranquilo, quizá destinada a ocupar una zona de reposo. La Mediterránea invita a la serenidad y a la calma psicológica, no hay rastro de artificio rodiniano en sus curvas suaves y delicadas, en la quietud que insinúa. Su diseño revela la concepción tectónica que guía la obra del autor: «Yo busco la arquitectura y los volúmenes. La escultura es arquitectura, equilibrio de masas, una composición con gusto. Este aspecto arquitectónico es difícil de alcanzar. […] Siempre parto de una figura geométrica –cuadrado, rombo, triángulo– porque son las figuras que mejor aguantan en el espacio. […] Mi Mediterránea está encerrada en un cuadrado perfecto». A destacar el diálogo formal que establece con La Diosa (1908-1915), de Josep Clarà, una composición estructurada en la misma tendencia de clasicismo mediterráneo de Maillol.
Un juego de volúmenes está en el origen de la Mujer sentada (1914), de Raymond Duchamp-Villon, hermano de uno de los grandes creadores de la vanguardia, Marcel Duchamp. A primera vista nos recuerda a un modelo articulado de taller, el autor ensaya una composición a base de unidades geométricas que podrían asemejarse a las pautas compositivas del cubismo, pero que tiene que ver más con el afán experimentador del artista, como él mismo reconocía: «No deja de ser curioso este placer que siento al hacer obras con simples bloques puestos uno al lado del otro, hasta dar con la relación exacta entre las formas».
Relieve
La modernidad escultórica da al relieve un nuevo protagonismo; la composición sobre plano vive un resurgimiento de la mano de autores como Maillol, Nadelman, Lehmbruck y los españoles Julio González y Manolo Hugué. En contraste con la escultura exenta, cuya ejecución se acomete de forma perimetral, quedando zonas ocultas mientras se realiza, la técnica compositiva del relieve está determinada por la sintaxis escultórica que le otorga la vista de conjunto; por algo se ha llamado «escritura monumental». Son rasgos que coinciden con las teorías sobre la forma de Hildebrand, para quien el relieve era el único modo de representación verdaderamente artístico, aquél donde las figuras aparecen como contenidas entre dos planos ideales paralelos que no rebasan. Según este criterio, no tendrían validez los principios compositivos de Rodin en la Puerta del Infierno, con sus numerosas piezas ensambladas con un virtuosismo barroquista; estuvieron de acuerdo en esto los escultores de principios del siglo XX, que vieron en la obra falta de orden y mesura, una puesta en escena del caos. La nueva generación, en vez de resaltar los elementos de la composición, rebaja gradualmente la distancia entre fondo y superficie.
El relieve se mantiene fiel a una serie de temas que giran alrededor de la mujer y la maternidad. Las modelos se suelen representar desnudas, acurrucadas o sentadas y con sus hijos. Esto nos puede llevar a pensar que el relieve estaría destinado a una zona artística más íntima, sin embargo piezas como la Mujer acurrucada (1904-1905) de Maillol o Tres mujeres (1914) de Lehmbruck le dan una inflexión monumental. Diez años después de su llegada a París, Picasso y Manolo Hugué se trasladan a Céret, un pueblo de los Pirineos que antes de la guerra atrajo a un nutrido grupo de artistas –Georges Braque, Henri Mattisse, Juan Gris o Marc Chagall, entre otros–. En un ambiente que propiciaba la creación y en el que germinaría el cubismo, Manolo cultiva la escultura con una idea primitivista –llevado por su interés en el arte egipcio y sumerio–, en una composición muy estructurada en la que la postura de la mujer resalta las partes de su cuerpo, especialmente los brazos, un muslo y los senos.
Línea
Según la concepción escultórica clásica, la interpretación de una obra está determinada por su gestualidad; se creía que el gesto era un movimiento del cuerpo o de uno de sus miembros que expresaba un pensamiento o una emoción. Es decir, en la representación de la figura humana el gesto sería el portavoz de la carga psicológica y el responsable de la capacidad comunicativa de una obra. Uno de los grandes desafíos de la escultura ha sido siempre su habilidad para traducir el movimiento, que se convertiría en una de las claves de las aportaciones de Rodin; el maestro amplificó el catálogo de gestos con un repertorio de movimientos y posturas que poco tenía que ver con el arte tradicional. Los escultores jóvenes aprendieron la lección para realizar sus interpretaciones personales, alejándose de lo que consideraban la gestualidad histriónica que Rodin mostraba en su afán por preservar las numerosas facetas del cuerpo humano.
La biografía del escultor belga George Minne lo sitúa más cerca de Rodin que la mayoría de los artistas de esta muestra, sin embargo, aunque trabó amistad con él y no se sustrajo plenamente a su influencia, su obra manifiesta un nuevo talante que entronca más con la sensibilidad de la generación siguiente –particularmente con Lehmbruck– y con el realismo social del también belga Constantin Meunier, escultor y pintor. El portador de reliquias (1897) es un ejemplo del misticismo que domina parte de su obra: la extrema delgadez del portador, muy marcada por su verticalidad, y su gesto en apariencia indiferente acentúan la acción que realiza, como si la arqueta que soporta, lejos de contener las reliquias de un santo, fuera una pesada carga, en una nueva versión del mito de Sísifo. Resulta sobrecogedora la actitud de la mujer retratada en La arrodillada (1911) obra de Lehmbruck en la que se percibe un cambio en el tratamiento de la figura femenina, construida con una verticalidad rigurosa y con un efecto de alargamiento del torso y de los miembros que difieren del modelo. En estos años en París (entre 1910 y 1914), su propuesta parte de tratar la figura arquitectónicamente: cada elemento y cada gesto son parte de un entramado estructurado con rigor, además, la gestualidad adquiere un significado concreto. En este caso, la iconografía a la que alude remite a los afligidos y desesperados y también se la ha relacionado con la imagen de la Anunciación.
Mercedes Rivas. «Hacia un nuevo lenguaje escultórico», ¿Olvidar a Rodin?, Cuadernº[41, Fundación Mapfre. 2009, pp. 6-49.
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