El Fauvismo

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Uno de los momentos más confusos en el desarrollo del arte contemporáneo es el que se sitúa entre el fin del impresionismo y el surgimiento de las vanguardias. Ciertamente la confusión que puede padecer la historiografía artística para dar una explicación convincente de este periodo está en relación directa a su complejidad: éste no es sino el periodo en el que se está comenzando a producir el arte contemporáneo o, si se quiere, lo más característico de él.

Pues bien, la confusión o la indecisión para afrontar este momento se ponen de manifiesto en el fácil recurso con que muchos manuales lo definen como «postimpresionismo», rehuyendo, mediante una simplificación semejante, la amplísima gama de posturas y matices que evidentemente se producen durante toda esta crisis artística. Así, cuando, dentro de esta genérica advocación de postimpresionismo, descendemos a los detalles, la unidad de sentido de lo que aparentemente respondía a una especie de movimiento se rompe en mil pedazos, que reflejan no sólo la fuerza de algunas personalidades individuales, como Van Gogh, Gauguin o Cézanne, sino también una infinidad de grupúsculos de muy diversa significación, como el de los puntillistas, nabis, neotradicionalistas, modernistas, simbolistas, expresionistas, etc.

Bien es cierto que entre esta multiplicidad de variaciones, ya entonces se imponía una complicidad decisiva para identificar y valorar a cualquier artista: la de estar a favor o en contra de lo moderno. Pero fuera de esta petición de principio, extraordinariamente vaga, muy poco más se puede decir del espíritu común de la creación artística de este momento. Estamos en plena exploración de las fronteras de un mundo nuevo cuya presencia se siente irreversible, pero del que apenas se sabe nada…

Ahora bien, si el postimpresionismo es el recurso del que se sirve cierto historicismo académico para amalgamar la complejidad de derivaciones del arte de fines de siglo, al fauvismo se le emplea con parecida intención para hacer verosímil el arranque de las vanguardias. Por ello, para no caer de nuevo en el mismo tipo de simplificación, sobre todo cuando por razones funcionales nos vemos obligados a manejamos con las clasificaciones tradicionales, lo primero que hay que hacer es tomar conciencia de sus límites precisos, lo cual, en el caso de los fauves, rompe por completo con la idea de un movimiento formal y doctrinalmente coherente.

Para demostrar esa falta de coherencia del grupo bastaría, en primer lugar confrontar la personalidad, obra y destino de sus principales protagonistas: Marquet, Friesz, Van Dongen, Dufy, Derain, Vlaminck, pero también Matisse y, en cierta medida o en cierto momento, Rouault, Braque y hasta el propio Picasso expresionista. También se podría observar cómo el nacimiento del grupo se produce por adiciones sucesivas de amigos: los discípulos del taller de G. Moreau —Matisse, Rouault, Marquet. Manguin, Camoin y Guérin—; Derain y Vlaminck, procedentes de Chatou; Friesz y Dufy, de El Havre…

El lugar de confluencia será la famosa galería de Berthe Weill, y sus momentos estelares como grupo las exposiciones del Salón de Otoño de 1905 y 1906. En la segunda de las cuales el crítico Vauxcelles, ante una escultura de Marque, que ocupaba el centro de una sala en la que colgaban sus cuadros Matisse y sus compañeros, pronunció una frase que resultaría histórica: «Donatello au milieu des fauves!». Lo de fieras venía por la violencia y la arbitrariedad de los colores empleados, aunque también tenía que ver con cierta disposición de ánimo llamémosla «expresionista», con cierto aire de denuncia y provocación.

Sin embargo, el pertenecer a un mismo talento fauve no genera necesariamente una doctrina estética común; tan sólo, como en seguida veremos, un ámbito de afinidades y simpatías. Entre estas últimas estaba desde luego el convertir al color en el protagonista principal del cuadro, así como el reaccionar frente al ornamentalismo modernista y frente a la mixtificación literaria del simbolismo. Pero, en realidad, la cohesión ideológica del grupo, cuya manifestación pública no había ido más allá de un par de exposiciones, nunca fue lo suficientemente poderosa como para elaborar un programa.

Algunos historiadores del arte utilizan a Matisse como ese elemento de cohesión estética que siempre faltó al fauvismo, lo cual —extrapolando— evidentemente sirve para salvar casi todos los puntos oscuros del movimiento. Así, siguiendo la interpretación fauve de Matisse. Se consigue llegar a interpretaciones muy precisas sobre el alcance y la significación de esta filosofía revolucionaria del color. Argan, por ejemplo, nos dice al respecto que trataban de «resolver el dualismo entre sensación (el color) y construcción (la forma plástica, el volumen, el espacio), potenciando la constructividad intrínseca del color. El principal objetivo de su investigación era, pues, la función plástico—constructiva del color, entendido como elemento estructural de la visión».

En realidad, a través de esa función plástico—constructiva del color se conseguían resolver muchas de las contradicciones que había dejado planteadas el arte de fin de siglo, como la serie de oposiciones entre decoración y expresión, sensación y forma, descomposición analítica y rítmica. Aunque, como hemos advertido, estos planteamientos, en su punto máximo de rigor, más parecen simplemente la interpretación matissiana de lo fauve que la estética real del fauvismo.

No existe un manifiesto fauvista propiamente dicho, ni en general abundan tampoco las declaraciones individuales, todo lo cual viene a demostrar una vez más la ausencia de un programa ideológico común. Pero, entre este escaso material confesional, conviene saber distinguir entre el pensamiento de Matisse —orgánico, metódico, coherente— y las caóticas opiniones de los restantes miembros, muchos de los cuales utilizaron la pintura fauve para liberar ahogos emocionales de carácter anarquista o místico, como Vlaminck o Rouault.

«Los colores llegaron a ser para nosotros cartuchos de dinamita, cuya misión era descargar luz. Acometíamos el color directamente. Era maravillosa, en su frescura, la idea de que podía elevarse todo por encima de la realidad.» Así expresaba Derain la ebriedad apasionada con que entendían la pintura estos fauves: liberar un torrente de sensaciones, que sólo el color en su intensidad más violenta era capaz de expresar. Y hacerlo precisamente frente a toda norma académica, frente a toda convención o interés social.

Este mismo frenesí rebelde, más allá de cualquier pretensión de perfección, será, por su parte, el que hará confesar a Rouault: «Tengo que trabajar siempre, no para llegar a algo perfecto, que los tontos admiran, sino para ser más verdadero y más sabio, para llegar al límite de lo irrealizable.» Pasión indudablemente desmedida la que declara Rouault, pero que expresa a la perfección una de las raíces más creadoras del arte de vanguardia.

Ahora bien, confrontemos estas opiniones con las expresadas por Matisse y podremos comprobar el abismo que separaba profundamente a todos estos fauves. Ciertamente Matisse, en sus famosas Notas de un pintor, nos hablará de que «aquello que persigue por encima de todo es la expresión» y de que «el color debe tender ante todo a servir lo mejor posible a la expresión», declaraciones, por genéricas, perfectamente afines con el resto del grupo; sin embargo, a medida que nos adentramos en las razones con que Matisse avala estas afirmaciones, en la medida que comprendemos su método, resulta imposible reducirlo a los limitados intereses fauves; allí donde éstos acaban comienza Matisse, para decirlo con palabras del propio artista: «La expresión, para mí, no reside en la pasión que aparecerá en un rostro o que se afirmará por un movimiento violento. Consiste en la disposición de mi cuadro: el lugar que ocupan los cuerpos, los vacíos en torno a ellos, las proporciones, todas estas cosas tienen un significado […]. Todo lo que no tenga utilidad en el cuadro será, por eso mismo, nocivo.»

Estamos, pues, ante alguien que ha tomado conciencia de la especificidad pictórica y se exige la precisión de un método, el cual nos será descrito con todo detalle, desde las primeras sensaciones que incitan al pintor hasta la elaboración de la concepción mental del cuadro y su posterior ejecución. De esta manera la «obra bien acabada» —medida— «conseguirá ese arte equilibrado, puro, tranquilizador, sin temas inquietantes ni turbadores, que sirve […] de lenitivo, de calmante cerebral, como una especie de buen sillón que relaje […]».

No hay duda de que Matisse tenía su propio camino, pero ya en 1907 casi no quedaban fauves: Braque y Derain —dos de los miembros más potentes del grupo al margen de Matisse— se harán cubistas y el resto irá derivando hacia otras posiciones con más o menos retórica. El fauvismo no parece, pues, un movimiento, aunque indudablemente puede considerarse en toda la regla un síntoma, el más claro y contundente de la inminencia de la vanguardia y de la creación del lenguaje artístico moderno.

Ángel González García, Francisco Calvo Serraller y Simón Marchán Fiz, Escritos de arte de vanguardia 1900-1945, Istmo. Madrid, 2009, pp. 41-45.


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