Klint, Mahler y el Friso de Beethoven

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Audio: Quinta Sinfonía - Mahler


La última década del siglo XIX significó para el ámbito vienés, un momento de ruptura e inflexión con respecto a todos los estatutos y motores que regulaban su estabilidad y coherencia social. No resulta azaroso concebir esta circunstancia como un síntoma, que venía dispersándose por todo el orbe europeo desde una década atrás. Este movimiento acuñó como sello distintivo el atributo de la «juventud», como el único capaz de «sanear» en cierto sentido, todos los vicios y visiones retrógradas, que enturbiaban aquel paradigma de la modernidad decimonónica, estandarte incontrovertible del progreso positivista.

Josep Casals demuestra de forma clara, en su obra Afinidades Vienesas: Sujeto, lenguaje, arte, este fenómeno en el espacio cultural vienés: «La juventud, el estado germinal, emergen como valores contrapuestos a la tradición racionalista liberal. Los nuevos escritores se alejan del naturalismo dando vida a la Jung Wien, y los pintores desafían el academicismo de la asociación oficial de artistas (…) Esta nueva visión de un mundo fluidificado e inaferrable es imposible de reducir a un fundamento. Como había mostrado Nietzsche, el mundo ya no se puede representar según relaciones unilaterales a las que el sujeto confiere significado»1.

De tal forma, podemos apreciar cómo en la Viena de finales del siglo XIX, se respira una atmósfera saturada de valores estéticos y críticos del perfil cristiano-burgués, que se armoniza con un arraigado sentimiento antisemitista, acompañado por un espíritu que sublimaba los más profundos sentimientos imperialistas. Esta es una época compleja y heterogénea, en la que los deseos por romper con el fallido discurso de la modernidad y su estática visión de mundo heredera directa del pensamiento de la Ilustración, se mezcla con sentimientos de nostalgia y de pérdida de la inocencia primaria del ser.

En este momento histórico nos movemos en un área cultural constituida por un variado mosaico de posturas: los ecos de la revolución musical wagneriana, la filosofía nihilista de Schopenhauer, el enfrentamiento y consecuente unión entre lo apolíneo y lo dionisíaco del no menos mítico pensamiento nietzscheano, la palabra y la voz de Mallarmé, Oscar Wilde, Huysmans, Rilke, Maetherlink, el gesto arcaico y clásico de la danza de Isadora Duncan, al lado del explorador de las más profundas oquedades del inconsciente Sigmund Freud junto al primer estadio de la filosofía del lenguaje de Ludwig Wittgenstein.

Nacidos con dos años de diferencia, Gustav Klimt (1862-1918) y Gustav Mahler (1860-1911), son dos personajes que encarnan un singular papel en la historia del arte del Occidente de finales del siglo XIX e inicios del XX. Ambos son el producto de esta marejada imparable que puso en tela de juicio todos los valores positivistas occidentales planteados y ejecutados como remanentes optimistas de la Revolución Francesa a inicios del siglo XIX. Estos dos creadores surgen en la escena con un destino enfocado en la ruptura de patrones y asunciones no solo sociales, sino que existenciales, que encontraron toda una pléyade de ecos y susurros orquestados de antemano, como ya hemos mencionado, por pensadores como Friedrich Nietszche, músicos como Richard Wagner y filósofos como su compatriota Wittgenstein, entre otros no menos importantes.

Tanto Klimt como Mahler se consideran como figuras rupturistas, avocadas a trascender el sistema de ideas y actitudes establecidas por el discurso de esta primera modernidad occidental. En 1897 Gustav Klimt se separó de la tradicional Casa de los Artistas, entidad que podríamos catalogar como el centro académico de las artes, siendo la única asociación de artistas de Viena que organizaba temporalmente exposiciones para mostrar las creaciones de sus miembros, exposiciones que contaban con un jurado que seleccionaba a los artistas que participaban, algo muy similar al Salón de los Artistas francés, en el cual no había espacio para ideas renovadoras, persistiéndose en un estilo academicista y conservador.

La iniciativa de Klimt fue seguida por un nutrido grupo de artistas visuales austríacos, quienes se agruparían inicialmente en lo que se denominó la Asociación de Artistas Vieneses. Este acto conocido como el movimiento secesionista tuvo su antecedente directo con el suscitado en la ciudad de Munich, Alemania en 1895. Klimt liderará en primera instancia este movimiento que ha sido considerado como una revuelta estética más que como una sublevación de artistas que han sido marginados. Al respecto, para algunos autores este hecho encarna más una crisis o una especie de conflicto generacional. Ya para 1898 el grupo poseía sus propias instalaciones proyectadas por el arquitecto Joseph Maria Olbrich, de singular diseño con una esfera dorada coronando el edificio y en su acceso la sentencia que encarna el discurso fundamental del grupo: «A cada tiempo su arte, a cada arte su libertad».

Esta agrupación funda la revista Ver Sacrum en 1898 y en su primer número nos transmite su ideario de una forma mucho más clara: el espíritu de la juventud que atraviesa la primavera, el espíritu de la juventud mediante el cual el presente se convierte siempre en moderno.

Al igual que Gustav Klimt, Gustav Mahler, se vio impulsado a renovar y revitalizar el ambiente musical vienés de fin de siglo XIX e inicios del XX. Sus orígenes judíos le llevaron a recurrir a innumerables estratagemas para sobrevivir y obtener el reconocimiento como creador en un ambiente crecientemente antisemita, que le condujo a abrazar el catolicismo, actitud que muchos biógrafos posteriores han considerado más como una opción de sobrevivencia, que una convicción. Sin embargo, hoy, se concibe este hecho dividido entre la convicción y la necesidad de ser aceptado en el mundo cultural y musical vienés, lo cual en un primer momento le facilitó obtener el puesto de director de la Ópera de Viena, sin embargo, su conversión no le libraría del antisemitismo: Mahler vivió y murió por amor al arte: a él se consagró en cuerpo y alma. «Humanamente, hago cualquier concesión, artísticamente, ninguna», escribiría, «pero vivir y morir para el arte, únicamente un artista sabe cuán difícil es, pero también cuán gratificante».

Mahler fue en el ambiente de la Viena de fin de siglo, el máximo exponente del eclecticismo, de la mezcla de estilos, en la que se movía el decadentismo vienés surgido de las entrañas mismas de la Secesión en el campo de las artes visuales incluyendo la arquitectura.

En cierta manera, Mahler fue un sutil y profundo arquitecto de sonidos totalmente inaceptables para muchos de sus colegas músicos y su auditorio, este hecho le llevó a estar olvidado por mucho tiempo, después de su muerte; no así el caso de las pinturas de Klimt, quien, incluso, llegaría a convertirse en un artista de culto, a tal extremo que ya para finales del siglo XX, sus creaciones fueron y son profanadas visualmente, sumidas en un facilismo comercial que las ha vaciado de contenido. Mientras que la música de Mahler, no dejaba de desconcertar a todo aquel que le escuchaba por primera vez, suscitando una relación de amor-odio entre el que escucha y el que propone ese despliegue de sonidos oscuros, pesimistas, en ocasiones delirantes y delicados, pero siempre con una profunda carga emocional, que en su tiempo no hicieron más que poner en evidencia la crisis y la tragedia de una época decadente y agónica, que desembocaría en la primera debacle mundial en el primer decenio del siglo XX.

La explosión de color que cubre los lienzos de Gustav Klimt, sus dorados, su luz y exotismo que gusta en convertir la figura humana en un ornamento, se suman al sonido postromántico de Gustav Mahler, para quien no bastaba la orquesta convencional para desarrollar los sonidos de su forma musical favorita: la sinfonía. Su fuerte espíritu pretende englobar un sentido de la naturaleza que trasciende los límites terrenales, para adentrarse con un profundo sentido orgánico, que se manifiesta en melodías y armonías cromáticas fuertes pero a la vez serenas. Mientras que cuando este orden natural se ve perturbado, como en el caso del dolor, la muerte o la pérdida, su línea melódica y sus construcciones armónicas, asumen sublimes y trágicas disonancias y distorsiones, que no son más que las confesiones de un espíritu perturbado por la neurosis y la angustia existencial, de una sensibilidad inestable, que ha encontrado en la música el desahogo a todo aquello que su subconsciente lucha por expulsar. Al respecto, la música de Mahler puede considerarse como todo un compendio de sonidos asociados a su propia biografía y a las melodías que acompañan sus recuerdos, de esta forma para los especialistas, sus composiciones consisten en grandiosos «psicodramas»: «las bandas militares y las marchas evocan la muerte; los valses y los landler [lieders], la locura2». La música de Mahler parece enmarcada en los poemas de su compatriota Rainer María Rilke (1875 - 1926), cuando expresa:

No te maravilla el ímpetu de huracán,
tú lo has visto crecer:
los árboles huyen, y su huida crea avenidas marchando solemnes.
Entonces sabes que el que ante ellos huye es aquel con quien tú vas,
y tus sentidos lo cantan
cuando estás asomado a la ventana.

La propuesta plástica de Klimt se acerca a este mismo sentido de lo orgánico, y al mismo eclecticismo que ronda en la música de Gustav Mahler. En Klimt el concepto del revival decimonónico nunca ha estado más presente, el desarrollo de sus formas y conceptos simbólicos se entremezclan con lenguajes remotos pertenecientes a la visualidad antigua y medieval, al lado de resabios sabiamente aplicados del arte oriental, en particular y muy en consecuencia con la época que le toca vivir, del arte japonés. Sus pinturas son pastiches históricos exquisitamente desarrollados y transformados en obras absolutamente personales.

Sin embargo, la obra de Gustav Klimt expresa algo más que la fascinación por la forma ornamental y el gusto lúdico que se plantea entre las líneas onduladas y las formas geométricas que subyacen en su obra. En Klimt, de forma similar a las evocadoras composiciones musicales de Mahler, percibimos una fuerza expresiva, que procede de las mismas oscuras regiones del ser, que también interesaron tanto por esos tiempos a Sigmund Freud y el desarrollo del psicoanálisis, fuerza que encuentra su punto de unión con las ideas de un jovencísimo Ludwig Wittgenstein, en cuya obra Tractatus, Klimt pudo encontrar una vía más clara con respecto al pensamiento de Schopenhauer, un discurso que al lado del de Nieztsche, venía a iluminar el caos de los tiempos de incertidumbre que rondaban por aquellos años a la Europa de finales del siglo, que no hacía más que poner en evidencia la descomposición de las ideas canónicas de la modernidad. Tanto la obra de Klimt como las composiciones de Gustav Mahler, poseen diversos periodos, sin embargo, podemos empezar a vislumbrar aspectos que se remiten a la consolidación de sus propósitos y que son el detonante para la eventual madurez de su estilo y postura ante la vida y el arte.

El Friso de Beethoven expuesto en la decimocuarta muestra de la Secessión, en 1902, viene a ser la obra que consolida el estilo y el discurso perseguido por este pintor vienés. A su lado, durante el mismo año Gustav Mahler inicia la composición de su Quinta Sinfonía, una obra que sería estrenada posteriormente en 1904 en la ciudad de Colonia, Alemania.

Estas dos obras poseen un valor altamente significativo dentro del contexto que comentamos, inspirado entre otras cosas en la Novena Sinfonía de Beethoven, este friso alegórico que resume la unión de las artes plásticas, la música y la poesía. Su exposición pública fue organizada de forma polémica en torno a la escultura de Beethoven realizada por el artista alemán Max Klinger.

Su montaje se concibió como «un lugar sagrado, una especie de templo para un creador como Beethoven convertido en un dios». La exposición se inauguró con la interpretación, ante la escultura, por un pequeño grupo de instrumentistas de viento, de un arreglo –realizado y dirigido por Gustav Mahler- de la Novena Sinfonía de Beethoven. Este acto atrajo enormemente el interés del público e hizo que la exposición fuera una de las más visitadas de las organizadas por la Secession. Para esta exposición pintó Gustav Klimt el Friso, que estuvo rodeado de fuertes polémicas, llegando a ser acusado de reflejar «alucinaciones y obsesiones» y «caricaturas impúdicas de la noble figura humana».

El ideario de Klimt para esta obra se ve reflejado en el anhelo de felicidad, las figuras suspendidas. Los sufrimientos de la débil Humanidad, la niña de pie y la pareja arrodillada. Las súplicas de la Humanidad al fuerte y bien armado, el caballero, la compasión y la ambición como fuerzas internas de los impulsos, las figuras femeninas detrás de él, que le mueven a luchar por conseguir la felicidad. Las fuerzas enemigas. El gigante Tifeo, contra el que incluso los dioses lucharon en vano, el monstruo que se asemeja a un simio; sus hijas, las tres Gorgonas, a su izquierda). La Enfermedad, la locura, la Muerte, las cabezas como de muñecos y la anciana tras ellas. La Lujuria, la Impudicia, la Desmesura, las tres figuras femeninas de la derecha junto al monstruo. La pena aguda, la que se encuentra en cuclillas. Las ansias y los deseos de los seres humanos que se alejan volando por encima. El anhelo de felicidad encuentra reposo en la poesía, las figuras suspendidas se encuentran con una mujer que toca la cítara. Las artes, las cinco figuras de mujeres dispuestas una sobre otra, algunas de las cuales señalan al coro de ángeles que canta y toca, nos conducen al reino ideal, el único en el que podemos encontrar alegría pura, felicidad pura, amor puro. Coro de los ángeles del Paraíso. Alegría, hermosa chispa de los dioses. Este beso para el mundo entero.

En sus esfuerzos por conseguir la renovación del arte, Klimt está en la búsqueda de una verdad nueva: la verdad del hombre moderno renovado. Y en ese intento, empieza a desvelar la vida de los instintos, y especialmente el mundo del Eros, ese instinto que en el psicoanálisis freudiano se remite al instinto básico de la vida. Como afirma Stephan Koja en su introducción del análisis del Friso de Beethoven y la controversia que suscita: «son los órganos sexuales masculinos y femeninos los que comparecen tras las figuras de “Las fuerzas enemigas”. Por la posición que ocupan en el Friso –en compañía de “Las fuerzas enemigas”– trasladan claramente – consciente o inconscientemente– el ámbito de la culpa hasta el campo de lo sexual. Al mismo tiempo, el plan del Friso está inmerso en una tradición que se remonta hasta los programas ornamentales del barroco: se trata, también en él, de la superación del mal y de las fuerzas hostiles al hombre mediante el bien3».

Por todo ello, el Friso de Beethoven pasa a ser en una de las obras centrales de la nueva evolución artística de Klimt. El artista busca en éste una renovación del lenguaje pictórico, en la que el contenido espiritual nos sea presentado a través de la ornamentación. El Friso de Beethoven constituye toda una declaración sobre el arte como una fuerza con poder frente a lo siniestro y a las fuerzas enemigas de la vida, y, a la vez, como un refugio de la dura realidad de la vida. La mujer es la figura verdaderamente dominante del Friso de Beethoven, porque sólo la mujer está en estrecha unión con la armonía del mundo. Sólo si feminiza su sensibilidad, si sucumbe al abrazo del «eterno femenino, puede el varón aspirar al cumplimiento de sus anhelos». En suma, este es el espejo que refleja la debacle entre la corriente simbolista frente el derrumbamiento de la “razón” en su más preclaro sentido cartesiano:

«La imposibilidad del lenguaje adquirió aquí una expresión vital. La reflexión sobre este problema condujo al psicoanálisis de Freud, a la filosofía del lenguaje de Wittgenstein y al positivismo lógico del Círculo de Viena. Escritores y artistas de la Junge Wien de fines de siglo se encontraron con la imposibilidad de hacer pie en la realidad, ante un mundo en clara descomposición. Cuando Hofmannsthal escribía, en 1905, que era necesario despedirse de un mundo a punto de derrumbarse, donde el artista se enfrentaba a lo innombrable, estaba constatando esta crisis, que encontró un cronista de excepción en Karl Kraus a través de las cáusticas páginas de su revista Die Fackel. No es extraño, por tanto, que para los escritores de la Junge Wien la problemática girase en torno a la crisis el lenguaje, entendida como imposibilidad de expresar el mundo real y la interioridad de un Yo en cuestión, sobre todo si tenemos en cuenta que, en los lustros finales de siglo, en Viena habían tenido amplia repercusión las teorías de disolución del sujeto, surgidas a raíz de la psicofísica4».

La música, al igual que las otras artes, es sensible de captar en su seno las crisis culturales que emanan al seno de sociedades como la europea de finales del siglo XIX en vías de descomposición. Gustav Mahler, como también plantea Gustav Klimt, fue un músico de ruptura, tras sus composiciones escuchamos el eco de lo que sería la música del siglo XX, al lado de lo que fue, como punto de partida el romanticismo decimonónico, convirtiéndose en el referente de los músicos dodecafónicos austriacos de la primera mitad del siglo XX, pese a que en vida su música fue tachada de ser «una excéntrica contradicción».

Nos basta tan solo un ejemplo para validar lo que nos encontramos exponiendo, y efectuar de igual forma un ejercicio de carácter relacional entre el Friso de Beethoven y la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler. Para Theodor Adorno en la música de Mahler: «El deseo de totalidad es tal que, la sonoridad conjunta desciende del cielo igual que una metálica corte de nubes fieras».

El musicólogo inglés Deryck Cooke (1919-1976) en su compilación de la obra de Mahler en ocasión del centenario del músico en 1960, catalogó la Quinta Sinfonía como: «una obra esquizofrénica», con una duración de una hora y diez minutos, repartidos en cinco movimientos, recibe al auditorio con las vibrantes notas de una trompeta en solitario, sentenciando la base melódica de este primer movimiento, cuya rotundidad sonora es imposible que pueda dejar indiferente a quien la escucha y es testigo de la acumulación de emociones que suscita. Una marcha fúnebre de contornos fatalistas y sumamente grandilocuentes, acentuados por el predominio de los instrumentos de metal, que intentan establecer una armonía con los instrumentos de cuerda, nos sumergen en un remolino de tonos que suben y bajan como la cresta de una ola furiosa.

Desde un punto de vista tanto plástico como cromático, esta obra encuentra su punto de encuentro con el Friso de Beethoven de Klimt, en esa misma sensación de extrañamiento y ambigüedad que produce la obra de Klimt cuando la observamos. Ambas se traducen en alegorías trágico-existenciales, pero como hemos advertido en la obra de Klimt, esta tragedia no puede ser considerada como absoluta, en su Quinta Sinfonía, Mahler guarda espacio para la esperanza y la renovación, patente en el famoso Adagietto del cuarto movimiento, que supone la tranquilidad y el retorno a la calma, en medio de tan sublimes y fuertes atmósferas sonoras que le precedieran.

La plasticidad cuasi sinestésica de su quinto movimiento, no hace más que engarzarse con el anterior movimiento, será la calma tras la tormenta, la luz que abre una optimista esperanza para la humanidad, sin embargo, no nos engañemos, su tono lúdico, no puede más que dejarnos perplejos, como afirma un crítico: Los acentos de triunfo y alegría en este final tienen algo de forzado, como si Mahler quisiera ensalzar lo monumental caricaturizándolo.

Sintetizando, en la obra de Mahler y Klimt estamos ante la presencia de la dualidad humana, las pulsiones freudianas: Eros y Thanatos dos formas instintivas que reflejan la naturaleza de los seres humanos, en el Eros nos situamos ante la necesidad inherente del amor, la armonía, la felicidad; en tanto que el dolor, la agresión y la muerte se compenetran con Thanatos.

Esta dupla existencial ha marcado la obra de estos creadores: repulsión, finitud, oscuridad frente a la sexualidad que promueve la reproducción de la humanidad, la atracción instintiva a la unión y el optimismo por vivir, que en cuanto se fusiona con Thanatos se torna tirante, explosiva y destructiva. Las pulsiones planteadas por Freud desde una perspectiva cultural, se encuentran reflejadas en la obra de Gustav Mahler y Gustav Klimt, se irradian en el sentir de una época que predecía la eclosión y destrucción de la armonía y las certezas racionalistas.

El tremor de la trompeta y una orquesta desbocada, al lado de las figuraciones deformadas, planas, oscuras y sublimes de Gustav Klimt, que pretenden orquestar un homenaje al «Canto de la Alegría» de la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven, promueven un enfrentamiento que desembocará con la muerte de un mundo que parirá otro no menos peor: el siglo XX.

Un nuevo siglo que, contrario a las convenciones, no ve la luz hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, un acontecimiento fatídico, que con premoniciones fantasmales, acechaba la Viena de finales del siglo XIX, perturbando con utópicos anhelos a los espíritus más despiertos de su tiempo, como lo sentenciara más adelante el autor alemán Thomas Mann:

«Octubre comenzó como acostumbran a comenzar todos los meses. Comienzos en sí mismos completamente discretos y silenciosos. Sin signos ni marcas de fuego, se insinúan en cierto modo de una manera que escaparía a la atención si la atención no vigilase rigurosamente el orden. El tiempo, en realidad, no tiene cortes, no hay trueno, ni tempestad, ni sonidos de trompas al principio de un nuevo mes o de un nuevo año e incluso en el alma de un nuevo siglo; únicamente los hombres disparan cañonazos y echan al vuelo las campanas», (La montaña mágica).


Ana Mercedes González Kreysa, «Klimt y Mahler de cara a la crisis de la modernidad», El Artista, núm. 13, diciembre, 2016, Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Pamplona, Colombia, pp. 127-138.

Bibliografía
1. Adorno, Theodor W., Mahler: Una Fisiognómica musical, Barcelona, Ediciones Península, 2002.
2. Candé de, Roland, Historia universal de la música, Tomo 2, Madrid, Editorial Aguilar.:
3. Casals, J., Afinidades vienesas: Sujeto, lenguaje, arte, Barcelona, Editorial Anagrama, 2003.
4. Comini, Alessandra, Gustav Klimt, New York (USA), George Braziller, 1988.
5. Fahr-Becker, Gabiele, El Modernismo, Colonia (Alemania), Konemann, 1996

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