NAVEGACIÓN: Monografía independiente de la línea secuencial principal. Para salir utilice «TODAS las SECCIONES»
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Un pintor que se dirige al público no para presentarle sus obras, sino para revelarle alguna de sus ideas sobre el arte de pintar, se expone a numerosos peligros. En primer lugar, como soy consciente de que muchas personas se complacen en contemplar la pintura como algo dependiente de la literatura y en exigir que exprese no las ideas generales que convienen a sus medios, sino aquellas otras específicamente literarias, temo que se acepte sin el suficiente asombro el que el pintor se arriesgue a inmiscuirse en el dominio del hombre de letras; soy plenamente consciente, en efecto, de que la mejor demostración que puede dar su estilo será la que resulte de sus cuadros.
Sin embargo, artistas como Signac, Desvallieres, Denis, Blanche, Bernard, escribieron páginas que reprodujeron las revistas. En lo que a mí respecta, intentaré exponer simplemente mis sentimientos y mis deseos de pintor sin preocuparme por la escritura. Pero otro peligro que ahora entreveo es el de parecer que me contradigo. Siento vivísimamente el lazo que une mis cuadros más recientes con los que pintó en el pasado. Sin embargo, no pienso exactamente lo que pensaba. O mejor, en el fondo mi pensamiento no ha cambiado, pero ha evolucionado y con él mis medios de expresión. No repudio ninguno de mis cuadros y no hay ninguno que no rehaga si es preciso. Tiendo siempre hacia el mismo objetivo, pero concibo de manera diferente el modo para llegar hasta él.
En fin, si se me ocurre citar el nombre de tal o cual artista será sin duda para resaltar lo que su estilo tiene de diferente del mío, y por ello se concluirá que hago poco caso de sus obras. De esta manera me arriesgaré a ser tachado de injusto frente a pintores cuya evolución quizá comprenda mejor o cuyas realizaciones disfruto más intensamente, a pesar de que utilizaré su ejemplo, no por atribuirme ninguna superioridad sobre ellos, sino para resaltar más claramente, al mostrar lo que han hecho, lo que yo he intentado hacer por mi parte.
Lo que persigo por encima de todo es la expresión. A veces se me ha concedido cierta sabiduría al declarar que mi ambición era limitada y que no iba más allá de la satisfacción de orden puramente visual que puede proporcionar la contemplación de un cuadro. Pero el pensamiento de un pintor no debe ser apreciado al margen de sus medios, porque sólo vale cuando está auxiliado por medios que deben ser tanto más completos (y por completos no entiendo complicados) cuanto que su pensamiento sea más profundo. No puedo distinguir entre el sentimiento que tengo de la vida y el modo como la expreso.
La expresión, para mí, no reside en la pasión que aparecerá en rostro o que se afirmará por un movimiento violento. Consiste en la disposición de mi cuadro: el lugar que ocupan los cuerpos, los vacíos en torno a ellos, las proporciones, todas estas cosas tienen un significado. La composición es el arte de combinar de manera decorativa los diversos elementos con los que el pintor cuenta para expresar sus sentimientos. En un cuadro, cada parte será visible y jugará el papel que le corresponda, principal o secundario. Todo lo que no tenga utilidad en el cuadro será. por eso mismo, nocivo. Una obra comporta una armonía de conjunto: todo detalle superfluo ocupará, en el espíritu del contemplador, el lugar de otro detalle esencial.
La composición, que debe tender a la expresión, se modifica con la superficie que se ha de cubrir. Si cojo una hoja de papel de un tamaño determinado, haré un dibujo que tendrá una relación necesaria con su formato. No repetirá ese mismo dibujo en otra hoja cuyas proporciones sean diferentes, que sea, por ejemplo, rectangular en vez de cuadrada. Tampoco me conformaría con agrandarlo si debiera trasladarlo a una hoja de forma parecida, pero diez veces más grande. El dibujo debe tener una fuerza de expansión que vivifique las cosas que le rodean.
El artista que quiera trasladar una composición de un cuadro a otro más grande debe, para conservar la expresión, concebirla de nuevo, modificar sus apariencias, y no simplemente encuadrarla. Se puede obtener mediante los colores, basándose en su afinidad o en sus contrastes, efectos felicísimos.
Frecuentemente, cuando me dispongo a trabajar, en una primera sesión percibo sensaciones frescas y superficiales. Hace algunos años, ese resultado me solía bastar. Si me conformase con eso en la actualidad, cuando creo ver más allá, se produciría un vacío en mi cuadro: habría registrado las sensaciones fugitivas de un momento que no me explicaría completamente y que apenas reconocería en el futuro. Quiero llegar a ese estado de condensación de sensaciones que produce el cuadro. Podría bastarme simplemente una obra esbozada, pero me causaría inmediatamente, y prefiero retocarla para poder reconocerla más tarde como una representación de mi espíritu.
En otra época no toleraba mis cuadros colgados en la pared, porque me recordaban momentos de sobreexcitación y no me agradaba contemplarlos en calma. En la actualidad pretendo infundirles calma y no los abandono hasta que no la consigo. Tengo que pintar un cuerpo de mujer: en primer lugar, procuro darle gracia, encanto, y hay que pretender algo más. Trato de condensar la significación de ese cuerpo investigando sus líneas esenciales. El encanto será menos aparente en una primera visión, pero irradiará a lo largo de la nueva imagen que haya obtenido y tendrá una significación más amplia, más plenamente humana. El encanto será menos visible, al no constituir la única característica, pero no dejará de existir, contenido en la concepción general de mi figura. El encanto, la ligereza, la frescura, sensaciones fugaces. He conseguido un cuadro de primera mano y lo retoco. La tonalidad indudablemente se recarga. La tonalidad que había obtenido será sustituida por otra, que, al ser más densa, la reemplazará ventajosamente, aunque sea menos seductora para el ojo.
Los pintores impresionistas, Monet y Sisley en particular, tienen sensaciones finas, poco distantes entre sí; de lo que resulta que todos sus cuadros se parecen. El término «impresionismo» se ajusta perfectamente a su estilo, porque consiguen sensaciones fugitivas. No puede valer, sin embargo, para designar a ciertos pintores más recientes que eluden la primera impresión y la consideran engañosa. Una trasposición rápida de un paisaje sólo expresa uno de sus momentos. Prefiero, insistiendo sobre su carácter, exponerme a perder el encanto y ganar más estabilidad.
En esa sucesión de momentos que compone la existencia superficial de los seres y de las cosas y que les reviste de apariencias cambiables, que desaparecen rápidamente, se puede buscar algo más veraz, más esencial, a lo que se aferrará el artista para proporcionar una interpretación más durable de la realidad. Cuando visitamos las salas de escultura del XVII o del XVIII en el Louvre y contemplamos, por ejemplo, un Puget, percibimos que la expresión está forzada y se exagera hasta llegar a inquietar. Algo muy distinto ocurre si vamos al Luxemburgo: la actitud en la que se inspiran los escultores es siempre la que comporta el mayor desarrollo de los miembros, la tensión más fuerte de los músculos.
Pero el movimiento así concebido no corresponde a nada en la naturaleza: cuando la sorprendernos mediante una instantánea, la imagen resultante no nos recuerda nada que hayamos visto. El movimiento considerado en su acción carece de sentido para nosotros si no aislamos la sensación presente de la que le precede y de la que le sigue. Hay dos maneras de expresar las cosas: una es mostrarlas brutalmente y otra evocarlas artísticamente. Al alejarse de la representación literal del movimiento conseguimos más belleza y grandeza.
Observemos una estatua egipcia: nos resulta envarada, sentimos, sin embargo, en ella la imagen de un cuerpo dotado de movimiento y que, a pesar de su envaramiento, está animado. Los antiguos griegos también eran serenos: un hombre que lanza disco será visto en el momento en que se contrae sobre sí mismo, o al menos, si está en la posición más forzada y precaria que supone su gesto, el escultor la simplificará con un modelado que restablecerá el equilibrio y evocará la idea de duración. El movimiento es, por su propio carácter, inestable y no conviene a algo duradero como es una estatua, a menos que el artista haya sido consciente de toda la acción de la que sólo representa un momento.
Es necesario que precise el carácter del objeto o del cuerpo que quiero pintar. Para conseguirlo estudio mis medios de manera concisa: si grabo con un punto negro una hoja blanca, por muy lejos que mantenga la hoja, el punto permanecerá visible: esto es una escritura clara. Pero si al lado de ese punto coloco otro, luego un tercero y así indefinidamente, se produce confusión. Para que conserve su valor se precisa que lo agrande a medida que añada otro signo en el papel.
Si en un lienzo blanco disperso azul, verde, rojo, a medida que añada toques, cada uno de los que haya dado anteriormente pierde su importancia. Tengo que pintar un interior: ante mí hay un armario; me da la sensación de un rojo muy vivo y pinto un rojo que me satisface. Se establece una relación entre ese rojo y el blanco de la tela. Si pinto un verde al lado y el suelo de amarillo, se producirán entonces, entre ese verde o ese amarillo y el blanco del lienzo, relaciones que me agradarán. Pero esos distintos tonos se disminuyen mutuamente. Es preciso que los diferentes signos que emplee estén equilibrados de tal manera que no se destruyan entre sí. Para ello debo ordenar mis ideas: la relación tonal se establecerá de modo que los vertebre en vez de destruirlos. Una nueva combinación de colores sucederá a la primera y producirá la totalidad de mi representación. Me resulta imprescindible hacerlo y por eso es por lo que se piensa que mi cuadro ha cambiado completamente cuando, tras sucesivas modificaciones, el rojo ha sustituido al verde como dominante. No me es posible copiar servilmente la naturaleza cuando me veo obligado a interpretarla y a someterla al espíritu del cuadro. Una vez conseguidas las relaciones tonales, se debe producir una viva unidad de colores.,una armonía análoga a la de una composición musical.
Para mí todo radica en la concepción. Es, pues, necesario tener, desde el principio, una clara visión de conjunto. Podría citar un gran escultor que nos ofrece admirables fragmentos, pero para él una composición no es sino una agrupación de partes y el resultado es una confusión en la expresión. Contemplad, por el contrario, un cuadro de Cézanne: en él todo resulta bien combinado; a cualquier distancia y sea cual sea el número de personajes, distinguiréis con claridad los cuerpos y comprenderéis cómo se acoplan los miembros entre sí. Si hay en el cuadro tanto orden y claridad se debe a que desde un principio ese orden y esa claridad existían en el espíritu del pintor o que el pintor tenía consciencia de su necesidad. Los miembros pueden cruzarse, mezclarse; sin embargo, cada uno se mantiene siempre vinculado, para el espectador, al mismo cuerpo y participa de la idea de cuerpo: toda confusión ha desaparecido.
La tendencia dominante del color debe consistir en servir lo mejor posible a la expresión. Pinto mis tonos sin perjuicio alguno. Si a primera vista, y posiblemente sin tener conciencia de ello, un tono me ha seducido o detenido, constataré, por lo general, que una vez terminado el cuadro he respetado ese tono mientras que he modificado y transformado progresivamente todos los restantes.
El lado expresivo de los colores se me impone de manera puramente instintiva. Para conseguir un paisaje de otoño no intentaré recordar cuáles son los colores adecuados para esa estación, me inspiraré exclusivamente en la sensación que me proporciona: la pureza helada del cielo, que es de un azul agrio, expresará la estación tanto como el matiz de las hojas. Mi propia sensación puede variar: el otoño puede ser dulce o cálido como una prolongación del verano, o, por el contrario, fresco, con un cielo frío y árboles amarillo limón que dan una impresión de frío y ya anuncian el invierno. La elección de mis colores no responde a ninguna teoría científica: está basada en la observación, en el sentimiento, en la experiencia de mi sensibilidad.
Inspirándose en ciertas páginas de Delacroix, un artista como Signac se preocupa de los complementarios y sus conocimientos teóricos le empujarán a emplear, aquí o allá, tal o cual tono. Yo busco, sin embargo, conseguir colores que expresen mi sensación. Hay una proporción necesaria de tonos que puede llegar a modificar la forma de una figura o a transformar mi composición. Mientras que no lo haya conseguido en todas sus partes, lo sigo buscando y continúo mi trabajo. Más tarde llega el momento en que todas las partes han encontrado sus relaciones definitivas, y desde entonces me sería imposible retocar algo en mi cuadro sin tener que rehacerlo por completo.
En realidad, considero que ni la propia teoría de los complementarios es absoluta. Al estudiar los cuadros de pintores cuyo conocimiento de los colores descansa en el instinto y en el sentimiento, en una analogía constante de sus sensaciones, se podría llegar a precisar en ciertos puntos las leyes del color, modificar los límites de la teoría de los colores tal y como se admite actualmente. Lo que más me interesa no es ni la naturaleza muerta ni el paisaje, es la figura. Es la que mejor me permite expresar el sentimiento religioso, por así decirlo, que tengo de la vida. No me dedico a detallar todos los pormenores del rostro, a revisar uno a uno en su exactitud anatómica.
Ante un modelo italiano cuyo primer aspecto no sugiere sino la idea de una existencia puramente animal, descubro en él, sin embargo, los trazos esenciales, penetre, a través de las líneas de su rostro, en aquellos que traducen ese carácter de enorme gravedad que persiste en todo lo humano. Una obra debe llevar en sí misma toda su significación e imponerla al espectador incluso antes de que conozca el tema. Cuando contemplo los frescos de Giotto en Padua, no me preocupa saber cuál escena de la vida de Cristo tengo ante los ojos, sino que de inmediato comprendo el sentimiento que desprende porque radica en las líneas, en la composición, en el color, y el título exclusivamente vendrá a confirmar mi impresión.
Sueño con un arte equilibrado, puro, tranquilizador, sin temas inquietantes ni turbadores, que sirva para cualquier trabajador, intelectual, hombre de negocios o artista, como lenitivo, como calmante cerebral, como una especie de un buen sillón que le relaje de sus fatigas físicas. Con frecuencia se discute el valor de diferentes procedimientos. Sus relaciones con los diversos temperamentos. Nos gusta hacer una distinción entre los pintores que trabajan del natural y aquellos que lo hacen únicamente con la imaginación. Yo, por mi parte, no creo que haga falta resaltar uno delos dos métodos de trabajo con exclusión del otro. Puede ocurrir que ambos sean empleados alternativamente por el mismo individuo, ya sea porque tenga necesidad de la presencia de objetos para recibir sensaciones y por lo mismo sobreexcitar su facultad creadora, ya sea porque sus sensaciones ya hayan sido dosificadas, y en los dos casos se podrá llegar a ese conjunto que constituye el cuadro. Sin embargo, creo que se puede juzgar la vitalidad y el poder de un artista cuando, impresionado directamente por el espectáculo de la naturaleza, es capaz de organizar sus sensaciones e incluso volver a hacerlo muchas otras veces y en días distintos en un mismo estado de espíritu, prolongarlas: un poder semejante implica hombre lo suficientemente dueño de sí mismo como para imponerse una disciplina.
Los procedimientos más simples son aquellos que permiten al pintor expresarse mejor. Si teme la banalidad, no la evitará representándose con un aspecto estrambótico, entregándose a dibujos enrevesados o colores excéntricos. Sus medios deben derivar casi necesariamente de su temperamento. Debe tener esa simplicidad de espíritu que le inducirá a creer que ha pintado solamente lo que ha visto. Me gusta esa frase de Chardin: «Pongo color hasta que consigo que sea parecido», o esa otra de Cézanne: «Quiero hacer la imagen». Y la de Rodin también: «Copiad la naturaleza.» Vinci decía: «El que sabe copiar sabe hacer.»
Los que hacen del estilo un prejuicio y se apartan voluntariamente de la naturaleza están al margen de la verdad. Un artista debe darse cuenta, cuando razona, que su cuadro es algo fáctico, pero cuando pinta debe sentir que ha copiado de la naturaleza. E incluso cuando se ha apartado de ella, debe conservar la convicción de que lo ha hecho para evidenciarla de manera más completa. Probablemente se me dirá que es lícito esperar de un pintor otros puntos de vista acerca de la pintura y que en definitiva no he salido de lugares comunes. A esto responderé que no hay verdades nuevas. El papel del artista, como el del sabio, se basa en escoger verdades corrientes que le han sido repetidas frecuentemente, pero que adquirirán ante él una novedad y que hará suyas el día en el que haya presentido su sentido profundo.
Si les diese a los aviadores por contamos sus cuitas, por explicamos cómo consiguieron elevarse de la tierra y lanzarse al espacio, nos confirmarían simplemente principios de física muy elementales que los inventores menos afortunados olvidaron. Un artista gana siempre informándose por su propia cuenta, y me congratulo de haber sabido cuál era mi punto débil. El señor Peladan, en la Revue Hebdomadaire, reprocha a cierto número de pintores, entre los que creo que me debo contar, hacerse llamar los fauves («fieras»), y vestirse como todo el mundo, de tal manera que su prestancia no está por debajo de la de los jefes de sección de unos grandes almacenes. ¿Se mide el genio por esa pequeñez? Si sólo se trata de mí, que el señor Peladan esté tranquilo: a partir de mañana me hago llamar Sar y me disfrazo de nigromante. En el mismo artículo, el excelente escritor pretende que no pinto honestamente, y tendría motivos para enfadarme si no se llega a tomar el cuidado de completar su pensamiento mediante una definición restrictiva: «Por honestamente entiendo el respeto del ideal y de las reglas.» La desgracia consiste en que no nos aclara dónde están esas reglas. Bien quisiera que existiesen, mas si fuera posible conocerlas, cuántos artistas sublimes habría.
Las reglas carecen de existencia al margen de los individuos; si así no fuese, ningún profesor sería menos genial que Racine. Cualquiera de nosotros es capaz de decir hermosas frases, pero muy pocos de aquellos que las dijeron entendieron su sentido. Estoy dispuesto a admitir que se desprenda un conjunto de reglas más completo de una obra de Rafael o de Tiziano que de una de Manet o de Renoir, pero las reglas que se hallarán en Manet o en Renoir son las que convienen a su naturaleza, y prefiero la más insignificante de sus pinturas a la de los pintores que se comentan con plagiar la Venus del perrito o la Virgen del jilguero. Estos últimos no engañarán a nadie, porque, de buen o de mal grado, pertenecemos a una época y compartimos sus opiniones, sus sentimientos e incluso sus errores.
Todos los artistas llevan la impronta de su época pero los grandes artistas son aquellos a los que les ha marcado más profundamente. En la que vivimos la representa Courbet mejor que Flandrin. Rodin mejor que Fréniet. Querámoslo o no, y por mucho que nos consideremos exiliados, se produce entre ella y nosotros una solidaridad a la que ni el propio señor Peladan sabría escapar. Porque quizá serán sus libros los que elegirán como ejemplo los filósofos de la estética de] futuro cuando intenten demostrar que nadie de nuestra época comprendió el arte de Leonardo da Vinci.
Henri Matisse, «Notas de un pintor», La grande revue, París, 25 de diciembre de 1908.
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