La renovación de la escultura

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Maillol es, junto con Rodin, el gran renovador de la escultura figurativa. Los dos franceses fueron clave para que la escultura decimonónica, de un academicismo decadente, reviviera para dar fruto a un nuevo ideal escultórico que podría dialogar con las propuestas artísticas más vanguardistas que traería el siglo XX.

En los siglos precedentes, XVII y XVIII, los artistas, especialmente los escultores, habían reivindicado un papel que transcendiera la artesanía, rechazando que se les considerara meramente trabajadores manuales, y lucharon porque el público captara la verdadera dimensión de su obra. Esto hizo que se preponderara la inteligencia desplegada en el desarrollo de las obras más que la habilidad en la manufactura. Las teorías de los filósofos alemanes tendrán en Francia, en el siglo XIX, una profunda influencia sobre la evolución de la noción de arte y sobre el comportamiento de los artistas, a través del movimiento literario del arte por el arte. El romanticismo alemán de fines del siglo XVIII y el romanticismo francés de comienzos del XIX van a hacer resurgir al artista del Renacimiento, ser de excepción o semidiós1.

En la Academia, donde predominaba la estética y el lenguaje neoclásico, se insiste en una formación de talante humanístico, lo que conduce a la escultura a una recuperación de temas mitológicos como muestra de cultismo. Al entender la inteligencia como un aspecto fundamental en la creación, era necesario que el artista conociera y comprendiera el desarrollo histórico del arte, para poder crear a partir de la interpretación de los modelos heredados del pasado, especialmente del mundo clásico. Así, durante el siglo XIX, la escultura transita de la herencia ideológica y formal del siglo XVIII a los intereses historicistas del último tercio del siglo. En este periodo, comienza a extenderse la idea de que el trabajo manual es indigno y que la verdadera obra de arte nace exclusivamente del intelecto. Los escultores, mayoritariamente, preferirán el trabajo del modelado en barro, y dejarán la tarea del paso a piedra o bronce en manos de los artesanos, de tal modo que el escultor, libre de las intensas jornadas y de la ardua tarea que supone el desbastado de la piedra o los procedimientos de fundición, puede dedicarse a la lectura de los clásicos, la contemplación o el disfrute de la música y la poesía.[…]

Para este nuevo paradigma de la escultura la influencia de los escritos de Winckelmann sería decisiva, ya que popularizó que la escultura adquiriera en la sociedad un estatus que anteriormente no tenía. A través de su nueva concepción de la historia del arte, se desarrolló la estética neoclásica con una exaltación de los valores clasicistas y la mitología, lo que con el tiempo condujo a una escultura reaccionar contra la frivolidad del decorativismo del rococó. Este cambio estuvo apoyado por los ideales de la ilustración, que surgían del racionalismo, y, en un creciente interés científico por la antigüedad clásica, provocó excavaciones arqueológicas y la formación de importantes colecciones públicas y privadas así como la publicación de estudios sobre el arte y la cultura grecorromana. […]

Las grandes transformaciones que había venido experimentando la pintura en el siglo XIX, desde los «plenairistas» hasta el Impresionismo, hacían aún más evidente el lamentable estado de la escultura y la urgente necesidad de renovación. […] La decadencia de la escultura a lo largo del siglo XIX deviene una situación insostenible. Por un lado, los escultores quieren proclamarse con todo derecho artistas del más alto nivel, por encima de cualquier connotación artesanal, pero, en cambio, la «intelectualización» de los escultores no trajo consigo un desarrollo artístico comparable al que se estaba produciendo en la pintura. La escultura siempre ha avanzado de manera más lenta que la pintura, pero en este siglo, al menos en lo plástico, lo que se produjo fue una involución, ya que los modelos recuperados del pasado no aportaban nueva vida a la escultura, únicamente transmitían el gusto de la época por la recuperación del pasado, pero sin adentrarse realmente en la esencia más íntima del arte clásico, de forma que resulta un clasicismo cadáveres del pasado. […]

En las postrimerías del siglo, aparecen dos figuras clave que reconducirán esta tendencia decadente de la escultura y la renovarán desde los cimientos para que el siglo XX pueda contemplar un nuevo paradigma escultórico que enriquecerá este arte y lo situará en la vanguardia de las artes. Estamos hablando de Auguste Rodin y Aristides Maillol. Hasta la llegada de estos dos genios, la escultura continuó un revisionismo del pasado que contrastaba con la situación de la pintura, lanzada ya hacia la búsqueda de nuevos registros expresivos. […] La escultura que habría de venir, no obstante, no se erigió sobre la negación de la herencia clásica como se podría pensar, sino que se reveló contra la lectura anodina que se había hecho durante las últimas décadas, pregonando una «verdadera» vuelta al clásico, no a su estética sino a su esencia, una revisión de los valores plásticos de la antigüedad, de su sensibilidad hacia la forma y de su culto a la belleza.

Para el historiador Rudolf Wittkower, el cambio en el nuevo paradigma escultórico se establece a partir de dos corrientes divergentes. Ambas concebían que la necesaria regeneración de la escultura no pasaba por abandonar la tradición, pero evidenciaban claramente que la relación con el pasado no podía ser una limitación como hasta ese momento lo era la rigidez estilística neoclásica, sino que debía ser una escalera que aupara a los nuevos escalones a ver más allá. Estas dos corrientes las personifica Wittkower en los escultores Auguste Rodin y Adolf von Hildebrand. Resulta curiosa la elección del escultor alemán como referente del cambio escultórico, al ser un autor poco considerado y con una obra que no se encuentra entre las más valoradas por la crítica y la historia del arte. Sin embargo, en la propuesta de Wittkower la figura de Hildebrand es totalmente esencial, ya que tanto su obra escultórica como su legado teórico –especialmente su libro El problema de la forma en la obra de arte– ilustran a la perfección una de las dos vertientes hacia las que derivará la escultura finisecular.

La de Hildebrand es una escultura basada en la talla directa, como metodología y como filosofía. No se trata únicamente de la preferencia por el mármol como material, la elección de la técnica es en Hildebrand toda una declaración de intenciones, una visión profundamente teorizada de los procesos escultóricos. En su obra, no hay sitio para la improvisación, para la casualidad, ni para el azar, todo movimiento de su cincel responde a un razonado proceso de construcción de la forma. Su ideario fue reconocido ampliamente y su libro repetidamente reeditado y traducido a diferentes idiomas; su concepción de la forma como un problema casi abstracto nos conduce a una percepción de la anatomía que nos aleja del anecdotismo académico y acercaba la escultura figurativa a la geometría.

El hándicap de la propuesta de Hildebrand es que su labor intelectual profundizó en la esencia de la construcción formal basada en la geometría y el dibujo de los perfiles, pero le alejó de otra de las grandes características del arte griego, su devoción mística por la belleza. Lo que no consigue Hildebrand con su teoría lo consigue Rodin con su sensibilidad. En la argumentación de Wittkower, Rodin es el polo opuesto a Hildebrand. El escultor francés basa su trabajo en el modelado y deja el proceso de talla a sus ayudantes; además, en general, prefiere la fundición en bronce. La diferencia entre la talla directa y el modelado no responde únicamente a una predilección de uno y otro por un proceso de trabajo, el motivo es algo más profundo, es la respuesta a dos concepciones de la escultura bien diferenciadas. Si de Hildebrand destacábamos su profunda intelectualización de la forma y su capacidad de abstracción del proceso de creación, y poníamos en entredicho su falta de sensibilidad y su frialdad, en Rodin veremos claramente lo contrario.

El modelado de Rodin expresa el gesto y la intensidad de carácter, detalles del tratamiento formal que se pierden cuando la escultura se pasa a piedra, pero que se mantienen en su obra vaciada en bronce. Resulta evidente que la escultura de Rodin adquiere su mayor énfasis en el bronce, donde además de los rastros del gesto del escultor a menudo se sumaban los «defectos» producidos por el proceso de vaciado y que el escultor dejaba visibles para incrementar los recursos formales de su lenguaje. Esta concepción de la escultura, fresca, sin tabúes, surgida directamente de las entrañas, fascinó a los pintores de la época, especialmente a los impresionistas, y con ellos llego la admiración posterior del resto del mundo del arte. Las superficies vibrantes de la obra rodiniana entonaban con el puntillismo de la pintura impresionista, y con su intención de captar el momento. Rodin busca el movimiento, el gesto, la intención.

La escultura llega a finales del siglo XIX con la certeza de que el clasicismo de la Academia está caduco y necesita una renovación acorde a las nuevas tendencias exploradas por los pintores y con dos caminos para enfocar ese cambio. El mundo clásico seguirá siendo el punto de partida y el desnudo la piedra de toque, pero la concepción de la forma se liberará por fin de los cánones y explorará nuevos lenguajes, ya sea desde el intelecto o desde la pasión la escultura flirteará con la abstracción y dejará de pretender ser una copia para ser un lenguaje expresivo. Entre la disyuntiva de estos dos caminos aflorará la figura de Aristides Maillol, que será clave para integrar las visiones de Rodin y Hildebrand en una nueva figuración. Punto de equilibrio entre concepto y sentimiento, Maillol será el iniciador del camino por el que la escultura del siglo XX avanzará hacia la abstracción en unos casos y hacia una figuración totalmente moderna en otros2.

La escultura de Maillol tuvo un efecto liberador para la escultura europea. A partir de su obra se podían replantear las ideas de clasicismo y arcaicismo sin miedo a caer en el academicismo; no obstante, la frontera entre el clasicismo académico y la modernidad de Maillol, es a menudo, una línea muy sutil que fácilmente se puede confundir, ya que el peso que en cierto sentido supone el legado del arte griego es, en ocasiones, una carga que cuesta de llevar para escultores e historiadores, que, al quedarse con una interpretación epidérmica de las formas clásicas, no llegan a empaparse del gran mensaje de la Grecia clásica: la exaltación de la belleza hasta el límite de la religiosidad.

Más allá de recuperar el sentido íntimo de la acción escultórica, el regreso a esa comunión entre vida y forma escultórica, la otra gran aportación de Maillol reside en la simplicidad formal y la eliminación de todo aquello que pueda entorpecer la contemplación de la forma, de todo detalle superfluo y toda anécdota ya sea narrativa o formal.

Frente a la fascinación que supuso para los impresionistas la obra de Rodin, había una obra palpitante, con superficies que reverberaban al presentar una superficie llena de irregularidades donde la luz se expandía en infinidad de matices, donde el gesto del escultor y las marcas de la técnica (en sus bronces era un recurso usual el dejar al descubierto las imperfecciones generadas por los moldes) constituían un paisaje rocoso, fascinante, siempre cambiante. Por el contrario, Maillol entiende que estos recursos son anecdóticos, que no aportan, sino que por el contrario distraen, en la contemplación de la forma. El maestro rosellonés propone una escultura limpia, donde nada nos detenga al recorrer la forma, donde la luz repose suavemente y los volúmenes se sucedan de manera orgánica sin accidentes.

Maillol, con su simplicidad, rescata la estética de la escultura griega arcaica. Una escultura con una representación simplificada de la anatomía humana, cercana a las formas geométricas, donde todas las formas tienden a la convexidad, como si estuvieran hinchadas, como si se expandieran de dentro hacia afuera, en las que se mantiene la dosis justa de rigor anatómico para conservar el contacto con las formas vivas, sin exceso de virtuosismo, pero intentando evitar la frialdad o la desconexión con la vida. Maillol pretende un justo equilibrio entre concepto e intuición, entre forma ideal y forma natural3.

Maillol era un hombre no dotado, como Cézanne. Llegaba al arte por conceptos, no por otra cosa. Maillol tenía un sentido eterno de la escultura, era como un griego. Tuvo la suerte de saber jugar a favor del tiempo en que vivía, y, entre sus aportaciones, cabe subrayar el que suprimiera ese sabor a grasa que era la cualidad que más se apreciaba en el siglo pasado. Con Maillol llega una corriente de aire limpio, purificador, que hará que la escultura recupere su sentido primigenio, que la devolverá al origen mismo de la vida.

Adrià Arnau Solsona «La renovación de la escultura figurativa en el cambio de siglo XIX-XX», Fòrum de Recerca, número 20, Universitat Jaume I. Servicio de Publicaciones, 2015, pp. 151-162.

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