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Todos eran mis hijos, de Miller, se ha repuesto […] con honores de estreno. A los espectadores de la primera noche nos fue ganando la emoción hasta atenazarnos. La ovación final fue enorme. Visiblemente conmovidos también, los intérpretes la recibieron desde el escenario durante largos minutos. A la salida le dije a mi joven compañero Carlos Muñiz, mientras nos dirigíamos a un café para terminar allí la velada:
Brecht no tiene razón
No eran palabras de adversario y por eso las proferí sin matizaciones. Muñiz, que tradujo hace años Madre Coraje, conocía bien las vanas tentativas llevadas a cabo, más tarde, para estrenar mi propia versión de esa obra. Los dos admiramos a Brecht y a los dos nos preocupa, como a él, la responsabilidad social del teatro. Pensamos, como él pensaba, que el teatro no debe adormecer, sino despertar. Pero ¿precisamente, y exclusivamente, mediante la «distanciación» crítica en obras, interpretaciones y montajes ¿Sustituyendo siempre el drama -la acción- por la épica -la narración? La emoción dramática arrolladora, pero lúcida, de ciertos estrenos que todos recordamos; la de esta misma obra de Miller, que funde en comunión emotiva a los espectadores sin que por ello deje de promover, con gusto o a desgana, pero, inevitablemente, su condición crítica, son hechos que ponen en tela de juicio las teorías del autor alemán.
Un gran autor, sin duda. Y también un gran teórico. Pero una teoría, por grande que sea, resulta siempre, por su misma condición racional, más discutible que una gran obra de arte. Desde que se difundieron, a las teorías de Brecht no les han faltado objeciones y reservas, no ya de enemigos, sino de admiradores de su teatro. Tampoco a mí, desde que las conozco y las medito, me ha sido posible aceptarlas en su totalidad. Su prestigio es, sin embargo, cada vez mayor. Y en nuestro propio país, muchos de los que exigen al teatro la responsabilidad social de que hablábamos, así como nutridos sectores juveniles, consideran hoy a las teorías brechtianas como las «verdaderas» o «únicas» que debe sustentar un teatro socialmente responsable.
Ahora bien: dada la escasa difusión de la bibliografía que las estudia y las dificultades con que la representación del teatro de Brecht tropieza en España, yo diría que esta boga no es del todo auténtica; más que una posición consciente y madura se asemeja a un simple fenómeno reactivo y de protesta. Y si lo segundo dista de parecerme desdeñable, creo que si no se le añade lo primero, para la adhesión, mas también para la crítica, no podrá facilitar a nuestro teatro evoluciones realmente fecundas. Conviene por ello insistir en el examen de las teorías de Brecht, para que su boga no se quede en simple epidemia o en una especie de «acné» adolescente sin mayores consecuencias.
Por lo que tiene de «acné», es más bien negativa: suscita la tendencia a juzgar al resto del teatro y a todo otro autor desde los criterios del que está de moda. Nada tendría esto de recusable si se hiciese con el debido tino, y es natural, al fin y al cabo, que los grandes creadores determinen la orientación general de su arte. Pero una «moda» es más agobiante, justamente porque actúa con mayor ligereza. Y no sólo predica los méritos y aciertos de la gran figura, sino que difunde sus errores como virtudes. Permítaseme un ejemplo personal: últimamente me dicen con alguna frecuencia, y en son de elogio, que mis más recientes obras son «brechtianas» y «épicas»; como no creo en la originalidad absoluta y opino que los influjos y parentescos literarios son tan necesarios por lo menos como el acento personal, nada me molestan tales asertos mientras advierto que sólo son relativos. Mas también oigo a menudo que la insuficiencia de mi teatro, como la del de otros autores, estriba en no ser del todo «brechtiano». Yo suelo contestar en broma, aunque en el fondo muy de veras, que espero conservarme lo bastante lúcido como para no llegar a ser totalmente «brechtiano». Que es lo que el mismo Bertolt Brecht logró en sus obras mejores: no llegar a serlo totalmente.
Esta paradoja requiere explicación, pues es claro que el Brecht más auténtico será siempre el de sus obras más importantes. La cuestión es la siguiente: ¿responden éstas sin contradicción a las concepciones teóricas de su autor?
Sus seguidores incondicionales -los «brechtianos» ejercitantes, dicho sea de paso, de una incondicionalidad, por fascinada, bien poco brechtiana- lo afirman sin vacilación, apoyándose en aquellas salvedades respecto a la emoción que el mismo Brecht, consciente del aspecto más objetable de su teoría, hubo de formular. Dialéctico más fino que sus discípulos llega a admitir, es sabido, el ingrediente emotivo. Los efectos de distanciación, vino a decir, no anulan la emoción; sustituyen una emoción hipnótica, socialmente «alienada», por la que puede desprenderse de una correcta versión de las realidades sociales.
Salvedad tal no es, sin embargo, deducible en principio de su famosísimo código comparativo del «teatro épico» y el «dramático», que Brecht nunca desautorizó y que sigue siendo, para sus partidarios, la clave de su pensamiento.
Si esa clave resulta demasiado esquemática; si no es bastante «dialéctica» y no refleja por ello con la debida exactitud la compleja realidad de la creación teatral, que el mismo Brecht experimenta y consigue en sus más grandes obras hay contradicción entre éstas y la teoría, y es la teoría la que falla. O bien se contradice consigo misma, si consideramos fundamentalmente incluidas en ella aquellas otras observaciones posteriores del autor acerca de la emoción admisible. Pues, en efecto, aunque se base en consideraciones críticas, toda emoción escénica es religadora. El espectador se identifica con la situación, o con el personaje, y los compadece, aunque los censure; igual que se identifica a sí mismo y se compadece, sin ignorar sus propias limitaciones ni dejar por ello de autocriticarse con dureza, cuando su vida llega por acaso a situación realmente trágica. Pero si Brecht admite ciertos modos de emoción, no acepta que arrastren, ni siquiera de momento, al conjunto de los espectadores, que deben convertirse ante todo en observadores críticos y jueces distanciados del relato escénico.
Frente a la propensión irracional del fascismo -él lo ha dicho- acentuó así Brecht la tendencia racionalizante del teatro. Fue, en palabras de Lukács a él dedicadas, provocador de «crisis saludables». Pero se trataba de una reacción asimismo exagerada que requiere posterior reajuste: el de comprender sencillamente que la forma «dramática» no tiene por qué ser «alienante» en cualquier caso, y que, a su través, la unión de la emoción religadora con la reflexión distanciada es una condición normal de las grandes obras.
Aunque, según veremos después, la comprensión de esta verdad puede rastrearse en Brecht, sus adictos de hoy suelen aún estar ciegos para ella, y como él repudió la tragedia y el héroe individual, cualquier dramaturgo que los defienda es ya para ellos sospechoso de reaccionario. Pero ocurre que al dramaturgo «social» también le importan el hombre concreto y sus acaeceres, pues es en los hombres concretos y en sus singularidades -pasionales, familiares, psicológicas- donde lo social adquiere su humana fisonomía; y en ellas es, además, donde las determinaciones sociales se matizan y enriquecen con el problema de la libertad.
Como creador, Bertolt Brecht sabe mucho de esto: rechaza la tragedia, pero sus mejores obras son tragedias, aunque ello se niegue por consideraciones ideológicas que suponen a la tragedia, muy discutiblemente, fatalista, carente de salidas y sobrada de emociones hipnóticas. Probablemente, tampoco le faltó a Brecht la intuición de que la tragedia había descubierto ya, no sólo los efectos «dramáticos», sino aquellos otros de «distanciación» con los que él quiso caracterizar al «teatro épico». Pues, ¿acaso no se pueden considerar como «épicos» y de distancia encaminados a facilitar sociales madureces, ciertas ironías de la tragedia helénica, algunas de sus relaciones de sucesos, algunos de sus estásimos corales, la situación de su acción en el pasado, el carácter simbólico de sus máscaras y danzas?
Y en la escena clásica española, inglesa o alemana, volvemos a encontrar gran parte de ellos, que llegan hasta el antecedente inmediato de Brecht: hasta Piscator. Al no querer ver esto, la «moda» brechtiana peca de exclusivismo; pero es el pecado mismo de Brecht en su código comparativo de los dos teatros al dar al «dramático» características que lo empobrecen y deforman para mejor refutarlo.
El «brechtiano» olvida, además, otro hecho decisivo. Si no es atribuible por esencia a la forma dramática la condición alienante, sino sólo en función de sus contenidos, la forma racional último sentido del teatro épico que Brecht propone tampoco garantiza por sí sola desalienación alguna. Pues, dada la condición en cada momento provisional y superable de todo raciocinio presuntamente verdadero y la tendencia humana a convertir en materia emotiva los hallazgos de la razón discursiva, también se suscitan de continuo adhesiones arrobadas y poco racionales a determinadas formas de raciocinio en realidad objetables. No sólo hay una embriaguez de la emoción; existe asimismo la embriaguez -emotiva- de la razón. El fetichismo, si vale la palabra, de la racionalidad, que vuelca entusiasmos absolutos sobre razonamientos relativos.
En el fondo, las teorías de Brecht nos replantean un tema fundamental de la estética: ¿puede o no puede ser entendido el arte como un vehículo de conocimiento de lo real atenido a intuiciones no racionalizables?
La cuestión es enorme. Si la transparencia del arte a la razón fuese completa, las personas de raciocinio más hondo y riguroso habrían de ser asimismo los más grandes artistas, lo que no es de ningún modo la regla. A veces se especula acerca de un futuro de hombres plenamente realizados y «desalienados», en los que la mayor inteligencia racional coincidiría con la mayor capacidad de creación artística. Mas es evidente que no se trata de un futuro real, sino de una idea abstracta: un límite de perfección, imaginable como resumen final de la evolución humana en un tiempo infinito.
Por su condición propia, el objeto artístico no es ni puede ser explicable por entero en un momento dado, aunque pueda admitirse la posibilidad teórica de su racionalización absoluta, si contamos asimismo con un tiempo infinito. Por exhaustiva que pueda llegar a ser, la explicación de «Las Meninas» nunca equivaldrá a «Las Meninas». Las racionalizaciones y descripciones de ese cuadro en cada momento tampoco representan la verdad enteramente válida, si bien provisional, del cuadro para ese momento, porque nunca pueden suplantar del todo al cuadro mismo.
Entonces, y sin perder de vista ahora que un drama es también un objetivo artístico, ¿es o no es el arte un modo propio de conocimiento intuitivo?
Brecht proclamaría que el arte teatral es una forma de conocimiento: sólo que, de acuerdo con la etapa de la filosofía marxista que le toca vivir y que profesa, se referiría al conocimiento racionalizado y desdeñaría todo lo posible ese resto -que es inmenso, sin embargo- de inadecuación momentánea al raciocinio que siempre guarda la obra de arte. Por otro lado, insistiría en la significación activa de la misma.
Traduciéndola al plano artístico, Brecht se presenta como mantenedor de la más famosa de las «Tesis sobre Feuerbach»: aquella que, a la comprensión de la realidad, añade y opone en cierto modo la necesidad de transformarla. Según ella, a un conocimiento que habría incurrido en desviaciones especulativas a lo largo de la historia de la filosofía, habría que enfrentar el conocimiento verdadero, si bien incompleto, que se va determinando por la práctica y que la determina a su vez. Esta génesis mutua informa todo producto humano y, por consiguiente, también el arte teatral; es transformadora de la realidad y el teatro, por lo tanto, también ha de serlo.
Mas para ello, podemos preguntar ahora: ¿debe atenerse a la glosa racional de conocimientos provisionales procedentes de otros campos, o aventurará su propia y a menudo oscura -por intuitiva- indagación de los conflictos y personajes que estudia e imagina?
Si es un vehículo de conocimiento y de transformación, no puede regateársele su condición intrínseca de explorador con medios propios; su entidad como forma de expresión humana que, en tanto que artística, permite la equivalencia de la noción de conocimiento a la de una contemplación no agotable por explicaciones discursivas, a no ser que las desarrollemos idealmente a lo largo de un proceso sin fin. Pero la palabra «contemplación» suele ser sospechosa de estatismo y de irracionalidad; por eso Brecht, y otros escritores marxistas, prefieren cargar el acento en la de «transformación». El arte, como medio de transformación social.
¿No de contemplación, no de conocimiento, entonces?
Sí; la dialéctica enseña que no puede ser lo uno sin lo otro. Pero la clase de conocimiento o de contemplación a ejercer para el logro de la función transformadora ya no será lo que el arte segregue vivamente; se sacará de la doctrina sociológica que el autor ha asumido y apenas dejará margen a las problematizaciones que el movimiento espontáneo de la intuición artística podría proporcionar. De ese modo, el contenido de la obra de arte será externo, y previo; didáctico. La expresión de las complejidades reales -o imaginadas, mas no por eso menos reales- se vuelve así insuficiente: se teme que podrían resultar atípicas y desorientadoras. Y el arte, de vivo coadyuvante al conocimiento y transformación de lo real mediante su interacción con la sociedad, pasa a ser a menudo, de hecho, y precisamente cuando aspira a ser más activo, mero reflejo muerto de especulaciones sociológicas. Por no ser «atípico» se excede en la generalización y se y vuelve «tópico».
Lo mejor de la obra de Brecht, ya se ha dicho, supera este riesgo; pero conviene ver con claridad por qué lo supera. La elucidación del problema sigue teniendo en nuestros días importancia grande, pues son muchos los escritores y artistas que hoy se lo plantean de manera asaz simple, mediante un dilema que es erróneo como tal: ¿Conocimiento, o transformación? ¿Contemplación, o acción? Tal vez podría decirse que el arte se caracteriza por ser una síntesis superadora de ese aparente dilema: que es una especie de contemplación activa.
Todo arte desempeña, es cierto, una función social. Refleja intereses; difunde opiniones, ideologías; critica situaciones. Pero de qué modo acierta o yerra en el desempeño de esa función es todavía cuestión movediza y oscura como la que más. Consciente de lo primero y receloso de lo segundo, Brecht intenta evitar equívocos y dota a su arte, lo más que puede, del carácter de lección explícita. Desarrolla para ello toda una técnica expositiva que, en las obras, propende a la pedagogía, y en los montajes, al uso de los famosos efectos de distancia. Exalta así uno de los aspectos de toda dramaturgia válida: el de la reflexión crítica. Pero en detrimento inevitable de los demás, no menos importantes. El pensamiento brechtiano, y una parte de su propia obra, es la exacerbación de una cara de la dramaturgia. Cuando a su obra no le faltan las otras, entra en contradicción más o menos relativa con su propia teoría.
Las obras de Brecht que la siguen más a la letra -las que él llamó «obras didácticas»- son, por eso mismo, las más débiles; su supuesta fuerza dialéctica, sustitutiva de la vieja comunión emotiva, incurre en simplismo y sólo convence al que es fácil de convencer o al convencido de antemano. Madre Coraje, Galileo Galilei o El Círculo de Tiza del Cáucaso, convencen a todo el mundo. Es el privilegio de la obra grande; el que le permite resistir al tiempo y al fuego de las ideologías mejor que otras. Y es que tienen también su verdad; no sólo verdades recibidas. En esa verdad artística entra también la emoción religadora, que atrapa en ocasiones hasta al adversario ideológico y sin la que no hay gran teatro desde Esquilo a Miller; desde Esquilo al mismo Brecht.
La gran interpretación obedece a la misma ley, pues es otra obra de arte. La «distancia» que para ella preconiza asimismo Brecht tampoco es incompatible con emociones incluso desgarradoras. Cuando la epidemia Brecht remita, quizá vuelva a decirse que Stanislavsky es más completo, no siendo menos revolucionario. Pero las mejores interpretaciones de obras de Brecht a cargo de sus discípulos, entrañan también más identificación con el personaje que la confesada. He visto un libro, editado por el Berliner Ensemble, donde se comparan dos fotografías de aquel sobrecogedor momento en que Madre Coraje se encuentra con el cadáver de su hija Catalina. Una de ellas, correspondiente a cierta representación francesa, se reproduce como mal ejemplo: la Coraje se muestra convulsa y gesticulante. En la otra, Helene Weigel deja ver su sobrio y recatado gesto.
¿Sustitución del «pathos» por la «distancia»? Se diría más bien que se opone, a una expresión exagerada a inauténtica que nos deja fríos, la correspondiente a una emoción más fina e impresionante. No creo que Stanislavsky objetase nada a la segunda fotografía.
A lo largo de su vida, tan fecunda por lo demás, la oposición de Brecht a la comunión emotiva resulta trágica. Cuando raya más alto, el dramaturgo la desmiente; pero el teórico, finalmente, llega casi a reconocerlo. En su «Introducción al teatro de Bertolt Brecht», nos cuenta André Gisselbrecht lo que el escritor, quejándose en sus últimos años de que la gente tomara el carácter «épico» de su teatro como categoría estética y no como objetivo social, le dijo a su biógrafo Schumacher: «Me pregunto seriamente si no valdría más renunciar a este concepto del teatro épico»
¿Con qué venía tropezando para tener que decir eso? La experiencia que le llevó a tan honrada duda no puede ser otra que la de la realidad positiva de los efectos dramáticos de participación. Que esa realidad le preocupa, lo acreditan estas otras palabras, dirigidas al mismo biógrafo:
«¿Por qué los hombres, que son capaces de considerar normal la guerra atómica, no habrían de habituarse perezosamente a cosas tan pequeñas como los efectos de extrañeza, sólo para no tener el trabajo de abrir los ojos? Puedo incluso imaginarme que algún día sólo podrán hallar su antigua forma de placer en los efectos de extrañeza».
La duda se disfraza de acusación; los hombres son mediocres porque recaen perezosamente en su afición a la emoción adormecedora. Pero Brecht no puede ignorar que está enunciando un hecho corriente en la historia del arte, al que también podrían referirse, pero con satisfacción, otros «distanciadores»: los impresionistas o Stravinsky, pongo por caso. Un hecho que no es reaccionario, ni tan sólo estético, y que al volver emotivamente familiar la extrañeza inicial ante los movimientos renovadores, les dispensa el triunfo definitivo. Pero Brecht sabe, sobre todo, que ese «algún día» ha llegado ya para su teatro; que sus espectadores reintroducen en cuanto pueden, al presenciarlo, la «antigua forma de placer».
¿Podemos afirmar que no se preguntó ni un solo instante si acertaban procediendo así?
Yo creo que la primera de sus frases equivale en el fondo a esa pregunta, que con ella nos lega en definitiva la honestidad de someter a discusión de nuevo el fundamento básico de su teoría; y que es desde esa perplejidad desde donde se le podrá continuar.
Los brechtianos absolutos, los que afirman tajantemente donde él dudaba, no gustan de inseguridades fecundas y las rechazan en nombre de la eficacia. Se insertan así en una corriente de servidumbre social del arte que, legítima en sus motivaciones, ha venido traduciéndose en errores graves para una parte de las actividades creadoras de nuestro tiempo: la sustitución -que no adición- de lo implícito por lo explícito, de lo singular por el tópico generalizador, de lo poético por lo didáctico. Frente a todas esas demasías, pienso que habría que citar, una vez más, la a menudo citada frase de Engels: «Cuanto más oculta quede la opinión del autor, mejor para la obra de arte».
Procedente de un hombre nada sospechoso de esteticismos asociales, es una sorprendente lección acerca de la forma estética y de cómo debe relacionarse con el contenido para que el arte siga siendo arte. Lección también discutible, lo admito, pero que merece ser recordada y seriamente meditada.
El teatro de Bertolt Brecht, formidable aportación dramática -dramática, sí- a la escena de nuestro siglo, requiere un continuado estudio objetivo que arroje creciente luz sobre los aciertos y fallos de las concepciones teóricas que pretenden justificarlo; estudio que muy bien podría dar paso a justificaciones más certeras, pero acaso menos brechtianas. Mas para ello, como para que un artículo, como el presente, posea entre nosotros plena razón de ser, es necesario que sus obras puedan ser ampliamente representadas en España; cosa por la que yo voto sin reservas.
Antonio Buero Vallejo, «A propósito de Brecht», Ínsula, núm. 200-201 (julio-agosto), 1963.
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