El legado de Brecht

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Bertolt Brecht es sin duda uno de los grandes escritores literario­dramáticos de este siglo, pero también un extraordinario poeta, un narrador preciso y paradójico, un ensayista perspicaz sobre cuestiones que afectan a los seres humanos en sus relaciones sociales más diversas, el sentido de la producción cultural, el devenir de la historia o el significado de la justicia o de la ciencia.

Nació al teatro cuando el cine alcanzaba su mayoría de edad expresiva, cuando las formas del capitalismo decimonónico entraban en crisis y arrastraban a Europa y Estados Unidos hacia tormentosos avatares, cuando amplios sectores de la sociedad pugnaban por su emancipación económica y cultural, cuando el tableteo de las vanguardias barría el campo de la práctica artística con perfiles dispares.

Todas estas circunstancias emergen en sus obras iniciales y se enriquecen después con nuevas indagaciones sobre la guerra, la alienación, la función social del saber, etc. Reflexionó además sobre una forma nueva de hacer teatro, en la que se superara la empatía entre el actor y el personaje, así corno entre el espectador y el espectáculo. Escribió a propósito de todo ello numerosos ensayos en los que proponía un nuevo lugar y sentido para el teatro, una forma diferente de concebir la representación.

No se limitó, sin embargo, a la pura elaboración de nociones, sino que las aplicó a una práctica problemática en sus comienzos, casi imposible en su período de exilio y ejemplificadora en sus últimos años, cuando impulsó la creación del Berliner Ensemble y su posterior desarrollo.

Los avatares históricos que le tocó vivir, sus complejos aunque evidentes pronunciamientos políticos, el cinismo y ferocidad de la mayor parte de quienes le denigraron, a veces aun sin conocerlo, ha restado en muchas ocasiones la adecuada perspectiva a su biografía y su obra.

[…] Quizá sea [ahora] ocasión propicia para leerlo y valorarlo nuevamente con ojos limpios de añagazas y falsedades, para descubrir todo lo que aportó, lo que descubrió y lo que propuso. Quedarán siempre sus denigradores: quienes temen y tiemblan ante un ser humano capaz de hacer un correcto uso de la razón, de la crítica responsable, de la capacidad de dudar, porque saben que, en el túnel de la historia, su existencia es más peligrosa para sus privilegios y la sordidez del mundo que les conviene, que diez divisiones blindadas.

Brecht no fue un táctico útil en coyunturas circunstanciales, sino un estratega del mejoramiento de la condición humana.

Itinerario juvenil

Nació Eugen Berthold Brecht ­el Bertolt vendría más tarde­ en Habsburgo, el 10 de febrero de 1898. En su familia se proyectaba la sombra de un abuelo, pastor evangelista; no en vano dirá más tarde que uno de los libros cuya lectura más le ha impresionado es La Biblia, y ése fue el título de su primera obra fechada en 1914. Su aprendizaje vital e intelectual lo inicia en la urbe del sur de Baviera en que vino al mundo.

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A partir de 1917, estudia en Múnich Ciencias Naturales, Medicina y Literatura, pero frecuenta habitualmente los cafés, los estadios deportivos, las ferias populares, el circo, los tingladillos del cabaret.

Con la guitarra en bandolera anima las jaranas estudiantiles; es un torbellino vital que elucubra con grandes proezas. Su actividad creadora se inició en la senda del expresionismo progresista representado por Kaiser, Toller y Wedekind. Pertenecía a una generación de jóvenes que vio arrasado el sistema de valores que le habían instituido, por la avasalladora sordidez de una guerra devastadora.

Sus primeras obras, como Baal (1918), Tambores en la noche (1918­1920), En la jungla de las ciudades (1921­1924), La boda (1923), etc., se inscriben con matices diferentes en dicha concepción estética y estilística. Por las tres primeras recibe, en 1922, el premio literario Kleist. En 1924 se instala en Berlín, en donde trabaja como dramaturgista en el Deutches Theater que dirige Max Reinhardt.

Hacia 1925 inicia sus formulaciones de un teatro épico. Lo concibe como opuesto a todo psicologismo en la interpretación, radicalmente anti-naturalista en su estética, y propone la lucidez del espectador rechazando la empática disolución de su conciencia objetivadora y crítica en el espectáculo que contempla. «El público nunca debe perder la convicción de que está en el teatro», escribirá años después de forma explícita.

La eclosión de las vanguardias se le viene encima y entra en contacto con el dadaísmo revolucionario a través de los manifiestos de Grosz y los hermanos Heartfield; también con el constructivismo que emana de la Unión Soviética y de la Bauhaus. Sus obras adquieren un carácter discontinuo en el relato, una progresión a saltos en su temporalidad y espacialidad, un radical anti-psicologismo, un lenguaje en donde se conjugan la paradoja humorística y un escueto lirismo, una interpolación de canciones que interrumpen con frecuencia la acción y comentan o contradicen los hechos que se muestran, etc.

Un hombre por otro hombre (1925) es la primera aportación a lo que denomina teatro épico. Contiene notorias argucias dadaístas y utiliza el montaje como técnica del relato escénico. Su primer poemario se publica en 1926, bajo el título perturbador de Devocionario doméstico.

Con diferentes matices, esta línea va a proseguir en sus incursiones operísticas: La Pequeña Mahagonny (1927), primero, después La ópera de perra gorda (1928) y Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny (1928­1929).

Frente al concepto de música ilusionista y ópera culinaria, opone los principios de la música épica que no se utiliza para ocultar el texto sino para resaltarlo.

Obras didácticas

Entre 1929 y 1934, escribe una serie de obras a las que denomina Lehrstück, cuyo objetivo es ante todo didáctico. Otros escritores, como Döblin, abordaron propuestas similares, pero Brecht fue quien lo desarrolló con más eficacia. En ellas pretende mostrar lo contradictorio de los comportamientos y la capacidad de decidir de los seres humanos respecto a las circunstancias que les rodean, la necesaria desaparición de lo individual cuando están en juego los intereses colectivos, los principios de una moral que rechaza la sensiblería y se erige abruptamente como defensora de lo necesario.

Brecht ha dado un paso más en su búsqueda de la epicidad, elaborando estas obras de escueta estructura, con canciones interpoladas igualmente y no destinadas la mayor parte de las veces a su representación por actores profesionales.

Desde unos años antes, el escritor había comenzado a estudiar el marxismo. Sus conocimientos en la materia alcanzaron sin duda un alto nivel; basta recordar que a finales de 1932 participa en un curso que imparte el filósofo Karl Korch sobre Lo vivo y lo muerto del marxismo, en el marco de Estudios del Marxismo Crítico. Paralelamente, se reúne en su casa con el propio Korch, Döblin, Dudow, Von Brentano, Elisabeth Hauptmann, Hanna Kosterlitz, etc., para estudiar conjuntamente la dialéctica materialista.

Además de los elementos muy particulares del marxismo brechtiano que emergen en los Lehrstück, su concepción toma como modelo remoto la experiencia de las representaciones apologéticas realizadas en los colegios de jesuitas durante el siglo XVI, destinadas a formar militantes de la Contrarreforma. Igualmente se apropia de recursos escénicos del teatro NO japonés y de las propuestas plásticas, accionales y musicales procedentes de las vanguardias.
Hay que subrayar que el nacimiento de estas obras didácticas está unido estrechamente a la existencia de los encuentros de música de cámara creados por Hindemith y Heinrich Burkard, que se trasladaron a Baden­Baden en 1927.

Además de incluir en sus programas a notables músicos alemanes, de ser el espacio en que Kurt Weill ganó su prestigio, Milhaud, Stravinsky y otros compositores extranjeros participaron igualmente en dichos eventos. A partir de 1927, las preocupaciones sociales y estéticas del momento comenzaron a reflejarse en las obras presentadas. La música funcional Gebrauchsmusik y la música de aficionados Gemeinschaftsmusik fueron el eje estructural de los encuentros a partir de entonces.

La música de películas, la música mecánica, la radiofónica, la destinada a gente joven, la de aficionados, la ópera de pequeño formato, etc., constituyen la nómina de sus manifestaciones predominantes. Brecht, con Weill corno compositor, escribió La Pequeña Mahagonny para el festival de 1927. Hindemith, Wagner­Regeny, Walter Leigh, realizaron composiciones para elencos musicales juveniles.

Todo ello sirvió no sólo de acicate para el nacimiento de los Lehrstück y de la ópera escolar, sino también para que Brecht contactara con coros escolares, obreros. Para el festival de 1929, compuso El vuelo de Lindberg, con música de Hindemith, a la que más tarde cambió el título por el de El vuelo oceánico, así corno el Badener Lehrstück von einverstadnis, con Weill, que puede traducirse como Obra didáctica de Baden sobre estar de acuerdo.

En el festival de 1930, trasladado a Berlín, estrena después su primera ópera escolar, El que acepta, o El que dice sí, con música de Weill. Fue un gran éxito y se representó ampliamente en las escuelas alemanas antes de 1933. Tan amplia y entusiástica fue la acogida, que Brecht, tras diversas discusiones políticas y las críticas recibidas de sectores comunistas que dudaban de la pertinencia de la aceptación, escribió una segunda parte, El que no acepta o El que dice no, para que se representaran juntas de forma consecutiva.

Los Lehrstückes fueron concebidos para escenificarse en tablados, salas de conferencias o estrados de conciertos, más que para teatros propiamente dichos. Su objetivo fundamental era que quienes intervenían aprendieran y contrastaran opiniones sobre los acontecimientos representados. «El valor práctico de una ópera escolar consiste precisamente en su aprendizaje», escribió Kurt Weill.

No se pretendía proporcionar a nadie ninguna experiencia emotiva. La función de los espectadores en este caso era menos relevante, dado que lo fundamental residía en la experiencia y discusión entre todos aquellos que actuaban de un modo u otro. Es evidente que la existencia de una clase obrera organizada, politizada y ansiosa de posesionarse y desarrollar una cultura que se integrara en los procesos de emancipación por los que combatía, constituyó un territorio propicio para llevar a cabo experien­cias semejantes.

A lo largo de este periodo, Brecht escribe, en 1930, La decisión, con música de Eisler, y La excepción y la regla. Después, tres obras de formato grande y de mayores exigencias interpretativas: La madre (1930), a partir de la novela de Gorki, así corno Santa Juana de los mataderos (1931) y Cabezas redondas, cabezas puntiagudas (1931­1933), de diferente aunque palpable trasfondo shakespeariano. Más tarde, otra ópera escolar para niños sobre la dialéctica, Los Horacios y los Curiacios (1933­1934). Quedan además fragmentos de obras inconclusas, de los que destacan por su extensión El egoísta Fatzer y La panadería.

Si bien con tonalidades diferentes, la estética de este periodo se prolonga y percibe en Terror y miseria del tercer Reich (1935­1938), Los fusiles de la madre Carrar (1937) e incluso en la obra radiofónica El juicio de Lúkullus (1938­1939).

Exilio y retorno

El 28 de febrero de 1933, al día siguiente del incendio del Reichstag, Brecht, junto a su mujer Helene Weigel y sus dos hijos, abandona Alemania. Se inicia así un largo exilio que le llevará a Suiza y París (1933), Dinamarca (1934­1939), Suecia (1939­1.940), Finlandia (1940­1941) y, finalmente, cruzando el territorio de la Unión Soviética y después el Pacífico, acabará recalando en Estados Unidos.

Las dificultades materiales fueron numerosas. En su singladura europea contó casi siempre con la solidaridad de amigos literarios de nítida militancia antifascista. En América trabajó para el cine en algunos guiones y sólo vio representada Terror y miseria del tercer Reich (1945) y Galileo (1947).

Fueron años difíciles sin duda. No obstante, fue éste también la etapa más fructífera de su vida corno escritor. Las obras que constituyen su repertorio más conocido se compusieron en estos años. La primera versión de su Vida de Galileo data de 1938 y la segunda, de 1947; le siguen después Madre Coraje y sus hijos (1939), La buena persona de Se­Chuan (1938­1941), El señor Púntila y su criado Matti (1940), El círculo de tiza caucasiano (1944­1945), etc.
Sin abandonar sus concepciones del teatro épico, recuperó lo típico e individual de los personajes. Los insertó en crónicas y parábolas; es decir, en obras que narraban con estructuras discontinuas el derrotero de los personajes en un ámbito social concreto y específico, como es el caso de Madre Coraje, o construcciones ficcionales declara connotación histórica y social, como La buena persona de Se­Chuan o El círculo de tiza caucasiano, que relatan unos acontecimientos a los que el espectador debe darles su sentido contemporáneo, estableciendo analogías a partir de sus propios referentes y la realidad que le circunda.

Todas las crónicas, sin embargo, tienen una dimensión de parábolas y éstas, a su vez, se exponen como crónicas. En noviembre de l947, tras ser interrogado por el Comité de Actividades Antinorteamericanas que preside el siniestro senador McCarthy, abandona Estados Unidos y vuelve a Europa. Fija momentáneamente su residencia en Zúrich, en donde dirige en 1948, con Neher, su adaptación de Antigona y se escenifica poco después Púntila.

Intenta conseguir un pasaporte checo y obtiene finalmente uno austriaco. Piensa primero en instalarse en Salzburgo y luego abandona la idea. Poco después, las administraciones militares de los aliados occidentales rehúsan concederle un visado para Berlín. Vía Praga, consigue llegar al sector soviético de Berlín.

En mayo de 1949, se promulga la Constitución de la República Federal Alemana, cuya capitalidad corresponde a Bonn; días más tarde se constituirá igualmente la República Democrática Alemana, con capital en Berlín. Brecht y su mujer Helene Weigel, son acogidos calurosamente por los responsables culturales de la recién creada república. En septiembre de 1949, ambos crean el Berliner Ensemble, que aunque en principio no cuenta con su propio edificio teatral, recibe toda la ayuda material posible para reunir el elenco con que el escritor y director proyecta poner en práctica sus propuestas teóricas, sus obras y sus concepciones teatrales. En pocos años, el Berliner Ensemble se convierte en una modélica institución teatral de altísimo nivel, que a partir de las representaciones parisinas de 1954, alcanza relieve internacional.

Su trabajo como escritor da sus frutos más ostensibles en algún poemario de escueto y a veces enigmático lirismo, como las Elegías de Bukow, así como numerosos artículos y ensayos sobre asuntos teatrales, políticos y culturales.

Su aportación 1iterariodramática más importante es su Turandot o El congreso de los lavanderos de conciencias, en la que trata sobre la condición, naturaleza y responsabilidad social de los intelectuales. Trabaja igualmente en una profunda adaptación del Coriolano, de Shakespeare.

En cualquier caso, su aportación más genuina e importante en este período fue la configuración del Berliner Ensemble como una institución capaz de abordar un extenso repertorio, plantearse la práctica escénica con un rigor y profundidad inusitados y convertir en hechos escénicos sus formulaciones sobre una nueva manera de hacer teatro.

A las doce menos cuarto de la noche del 14 de agosto de 1956, murió en su casa berlinesa. En el teatro proseguían los ensayos de Galileo, que se vio obligado a abandonar pocos días antes y sería estrenado en breve. El día 17, sus restos fueron inhumados en un cementerio próximo a su casa, cerca de la rumba de Hegel.

La vigencia de su legado

Hay furias que solo pueden provenir del miedo, sea este fruto de la ignorancia o de un conocimiento que descubre intereses contradictorios insoslayables.
¿Por qué causa tanto miedo Brecht?

Pocos han sido los escritores o creadores escénicos sobre los que se han vertido tantos lugares comunes, banalidades, afirmaciones falsas y gratuitas envueltas en solemnes arpegios magistrales. Pocos han sufrido tantas deformaciones e infamias de todo tipo según conviniera.

La raíz de todo ello reposa quizás en el hecho de que Brecht fuera raramente neutral, aunque su astucia le condujo no pocas veces por dédalos sinuosos para hallar salidas convenientes. Se apropió de la dialéctica materialista para convertirla en herramienta articuladora de su trabajo creativo, se situó en las filas de quienes combatían por la emancipación y se implicó en la construcción socialista sin perder su capacidad crítica y la agudeza de sus análisis. Lo demás es casi siempre anécdota, banal, fragmentaria o hiperbólica, las hay para todos los gustos.

Quienes por unas u otras causas no soportan que eso hiciera, le acosan y le condenan como si de una cuestión moral se tratara. Por eso, sobre los lances más nimios o los usos más privados se intentan construir, en su caso ­y en otros­, categorías. La literatura dramática brechtiana, como la de otros escritores, vivió las esperanzas y contradicciones de un tiempo que vio triunfar revoluciones, que asimiló el desarrollo del cine y hubo de replantearse el territorio nuevo y explícito del teatro, que acabó con los criterios de escenificación heredados de la tradición decimonónica y del psicologismo realista.

La vitalidad de su obra y su método radica posiblemente en la claridad y contenido de sus fines político-culturales. En unas cortas líneas que tituló Objetivos para el teatro, escribía:

«El teatro de estas décadas debe entretener, instruir y entusiasmar a las masas. Debe ofrecer obras de arte que muestren la realidad, de modo que permita construir el socialismo. Debe estar, pues, al servicio de la verdad, el humanitarismo y la belleza».


¿Quién puede afirmar que no siguen vigentes dichas propuestas?

Juan Antonio Hormigón, «El legado de Brecht», Clij: Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil, nº 107 (julio/agosto), Barcelona: Editorial Fontalba, S. A., 1988, págs. 25-31.


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