¿Por qué «genocidio»?

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«Existe Auschwitz, por tanto no puede haber Dios».
Esta afirmación de Primo Levi pone de manifiesto, mejor que cualquier condena, la significación excepcional de los genocidios que se suceden a lo largo del siglo XX, de los cuales la shoah representa la culminación y el emblema.

La historia de la humanidad se encuentra sembrada de matanzas y en muchas de ellas pueden detectarse las raíces de las registradas en el pasado siglo. Incluso en los aspectos que llamaríamos técnicos de estas últimas, caso de la deportación criminal de los armenios en Turquía o de los actos de aniquilamiento serbios en Bosnia (Srebrenica), persisten formas propias del Antiguo Régimen. La diferencia reside en que los genocidios del siglo XX se inscriben en la era de la razón. Suponen la puesta en práctica de una elección suficientemente madurada por parte del colectivo ejecutante, de acuerdo con unos supuestos ideológicos, que no son la expresión de atavismos, sino producto de una modernidad, la cual asimismo marca los modos de proceder a la aniquilación. La seudocientífica teoría de las razas constituye el emblema de esa adaptación actualizada de lo irracional.

De nuevo la shoah ofrece el ejemplo más claro, pero no cabe olvidar que la decisión de los Jóvenes Turcos en 1915 contra la población armenia responde a una inspiración nacionalista o que los asesinatos masivos ordenados por Stalin y sus secuaces durante el Gran Terror tienen lugar nada menos que en nombre de un proyecto revolucionario de emancipación de la humanidad.

La invención y el reconocimiento del concepto de genocidio son el resultado del esfuerzo de Rafaël Lemkin, universitario judeopolaco que hacia 1921 decidió ocuparse del estudio del derecho al tomar conciencia del sufrimiento y de la destrucción experimentados por el pueblo armenio en Turquía, a lo que seguirá en la siguiente década el interés por las matanzas de judíos en la Ucrania zarista. A partir de ese momento, su carrera universitaria estará presidida por otras cuestiones, siempre en el mismo sentido: la vulneración del derecho en la Rusia soviética y el ascenso del antisemitismo en Alemania y en Polonia.

En los años 30, Lemkin vuelve sobre el tema ucraniano, pero esta vez para analizar la gran hambruna sufrida por el país como instrumento de una política de sumisión y exterminio, que arranca de las deportaciones a Siberia de los intelectuales y la liquidación del clero, dirigida a hacer desaparecer la cultura y la identidad ucranianas. Y como en el caso armenio, las autoridades de la URSS negaron siempre la evidencia.

La innovación de Lemkin consiste en su apreciación de que tales actos de «vandalismo» y de «barbarie», destrucciones de los hombres y también de su cultura, han de ser vistos desde una perspectiva internacional, por afectar a intereses que van más allá de los de un simple Estado. Conciernen a toda la humanidad y en calidad de tales han de ser juzgados.

En su estudio preliminar a ¿Qué es un genocidio? de Lemkin, Jean-Louis Panné reconstruye puntualmente su itinerario intelectual. Así, el memorando enviado a la Asamblea de Derecho Penal reunida en Madrid en octubre de 1933 contiene ya el núcleo de la doctrina propuesta por él en 1946 a la ONU sobre el genocidio: quien por «odio hacia una colectividad racial, confesional o social, o con el propósito de exterminarla» emprenda acciones contra «la vida, la integridad corporal, la libertad, la dignidad o la existencia económica de una persona perteneciente a aquella, se hace acreedor, por acto de barbarie (sic) de una pena…».

Los componentes de la definición del delito de genocidio están ya ahí: a) la comisión del acto criminal de masas como base material; b) la causa primera, el odio o la voluntad de exterminio de un grupo humano; c) la caracterización de éste por rasgos étnicos (raciales), religiosos o «sociales». El «acto de barbarie» considerado no es una simple explosión de violencia, sino la aplicación de unas ideas y actitudes que lo preceden y explican.

La experiencia nazi no hará sino confirmarle en esta hipótesis. El tratamiento por Hitler de los pueblos conquistados y de los judíos se basa en su concepción expansiva y destructora del interés de Alemania. En 1943 Lemkin escribe Europa ocupada bajo el poder del Eje, donde propone por vez primera el término «genocidio» para expresar los inmensos efectos de devastación provocados por el nazismo. El «crimen sin nombre» de que habló Churchill ya tenía uno.

La trayectoria seguida por su reconocimiento se explica porque en este caso el derecho sigue a la historia, tropezando con el principio de no retroactividad de la norma. De ahí que la calificación de «genocidio» para los crímenes de guerra nazis fuera utilizada en el curso del proceso de Núremberg, pero no figurase en las sentencias.

En un memorando dirigido en 1946 a la ONU, Lemkin insistió en la necesidad de adoptar su neologismo: la expresión «crimen de masas» no basta, ya que no incluye un elemento esencial, «el motivo del crimen». (A veces el propio responsable declara de antemano su culpabilidad. Así cuando en la Asamblea bosnia el presidente Izetbegovic anunció la independencia, la respuesta del serbio Karadzic fue inequívoca: «Bien, hacedlo, os exterminaremos»).

A continuación Lemkin plantea otra exigencia, la de distinguir distintas categorías de genocidio, físico, biológico o cultural. Consiste este último en la supresión de las elites, un hecho que contemplara en la Ucrania de entreguerras, mutilando una cultura nacional. Sería el caso actual del Tíbet. En diciembre de 1948, la comisión jurídica de la Asamblea de las Naciones Unidas adopta el texto de la convención contra el genocidio, aun cuando Lemkin no logrará ver reconocido por la Asamblea el «genocidio cultural». Por intervención británica será rechazado también el «genocidio político». En el texto aprobado por la Asamblea el 9 de diciembre de 1948, por genocidio se entiende «el exterminio total o parcial de un grupo nacional, étnico, racial o religioso».

La concepción de Lemkin es más amplia y resulta más operativa para el análisis, al incluir los genocidios políticos o culturales. La caracterización nacional, étnica o racial no ofrece otra dificultad que el previsible solapamiento, en especial entre lo nacional y lo étnico, pero en cualquier forma desde tal planteamiento no existen fisuras para que los crímenes de masas contra judíos, armenios o tutsis dejen de ser incluidos en el espacio del nuevo delito. No obstante, aun cuando la ONU lo rechazara, a inclusión del genocidio político resulta imprescindible, ya que a lo largo del siglo XX, con especial intensidad en la URSS, en China o en la España del 36 la motivación del aniquilamiento del otro es fundamentalmente de naturaleza política.

Y otro tanto sucede con el genocidio cultural, la destrucción de las elites del grupo-víctima, procedimiento una y otra vez empleado en la era contemporánea, incluidos los procesos de colonización europea, y con especial intensidad para garantizar la consumación del genocidio político, (de nuevo Armenia, la URSS y España ofrecen ejemplos de la importancia de este tipo de aniquilamiento cualitativo de un grupo).

Siempre en el último siglo, el genocidio por excelencia es el sufrido por el pueblo judío. No nos detendremos en el mismo por existir una amplísima bibliografía que esclarece sus distintos aspectos, subrayando la importancia decisiva del proceso de gestación, el cual, con el antisemitismo, recuerda de paso otra exigencia, la de no dar por terminado el genocidio cuando cesa, e incluso cuando son castigados los culpables, ya que en todos los casos sigue un efecto bumerán, bien de negacionismo, bien de trivialización, a partir del cual pueden rebrotar las ideas genocidas.

La reaparición del antisemitismo en países como Francia sería una muestra de que las advertencias de Primo Levi siguen vigentes: «Ciertamente no ha muerto la idea, porque nada muere definitivamente; todo reaparece bajo nuevas formas…». Es en este sentido donde adquiere su significado el negacionismo: «Quien niega Auschwitz es precisamente quien estaría dispuesto a volver a repetirlo». No es, sin embargo, la shoah el único genocidio del siglo XX con cientos de miles de vidas humanas perdidas. De ahí la pertinencia de los estudios de casos que a continuación proponemos.

El antecedente armenio

El debate sigue vivo en torno a la existencia de un genocidio que afectó a los armenios de Anatolia en 1915. La visión turca es tajante: no hubo genocidio armenio, sino una deplorable mortalidad debida a las circunstancias de la guerra, eso sin olvidar que también los armenios, como los pontios griegos en la costa del Mar Negro, se sirvieron del terror y de la violencia. En sentido contrario, no son sólo los cientos de miles de muertos, sino la definición de la estrategia homicida por parte del gobierno otomano de los Jóvenes Turcos y su aplicación inexorable desde el primer momento por las autoridades civiles y militares lo que abona tal calificación.

Los antecedentes históricos resultan imprescindibles para entender y calificar lo sucedido en 1915. En primer plano, la propia lógica represiva del Imperio otomano, juzgado como un modelo de tolerancia en la medida que autorizó la supervivencia en su interior y bajo el poder ilimitado del sultán de grupos humanos de los países conquistados, conservando su religión y sus costumbres. Las comunidades (millet) mantenían desde el siglo XVIII un cierto grado de autogobierno bajo la autoridad de sus dirigentes religiosos, designados por el sultán, siempre con primacía de la ley turca. Como contrapartida, toda rebeldía era castigada con el exterminio. Es más, tolerancia o muerte eran gestionadas desde una estricta lógica del poder: cuando Solimán marcha en 1529 hacia Viena, pensando en su conquista, exige un respeto total a los campesinos; al regresar frustrado, ordena la muerte de quienes se encuentren al paso de su ejército.

Tal será la suerte dispuesta para los armenios, en nombre de la exigencia de conseguir una nación turca unitaria, tras los éxitos alcanzados por otras minorías y el trauma de la práctica desaparición de la Turquía europea. La gran guerra y la amenaza rusa ofrecen la oportunidad estratégica para poner en marcha la eliminación de los armenios de Anatolia. Las ideas asesinas responden a la modernidad, la conversión del imperio de dominación otomano en un Estado-nación turco. Contaban asimismo la sensibilización contra la minoría armenia de la población rural, ya materializada en los pogromos de 1895-96, con decenas de miles de asesinados, y el sanguinario comportamiento de todos los ejércitos en las guerras de los Balcanes de 1912-13. El modo del exterminio es en cambio arcaico, deudor del atraso tecnológico del imperio, un camino de la muerte en que confluyen la fórmula musulmana clásica de la ejecución sumaria de hombres y la deportación mortífera de supervivientes masculinos, mujeres y niños.

El rasgo específico que permite hablar del asesinato masivo como genocidio, la voluntad de aniquilamiento previamente adoptada, resulta confirmado en el caso armenio por la acusación del fiscal en el proceso de los dirigentes «jóvenes turcos» en 1919-1920 y por el consentimiento y las órdenes dictadas por Talaat Pachá, ministro del Interior, desde abril de 1915.

Tal y como revela en su informe el citado fiscal, ya en 1914 el centro de dirección joven-turco, Comité Unión y Progreso, crea una organización encargada de eliminar al «enemigo interior». Es así como «una fuerza central organizada afirma el fiscal acerca de los actos criminales-, compuesta por las personas citadas, los ha premeditado y hecho ejecutar [a los armenios], sea por órdenes secretas, sea por instrucciones verbales».

«No había que creer que las deportaciones hubiesen sido decididas apresuradamente, siendo por el contrario resultado de largas deliberaciones», explicó el propio Talaat Pachá al embajador americano Morgenthau (Ambassador Morgenthau’s Story, capítulo 25). Pero más que la orden de deportación de mayo, son los telegramas de Talaat Pachá a los gobernadores regionales los que confirman el carácter del crimen de masas: «El gobierno, por orden del Ittihad (Comité de U. y P.), ha decidido exterminar enteramente todos los armenios que habitan en Turquía», explica el ministro al prefecto de Alepo, el 15 de septiembre de 1915 (documentos del proceso por el asesinato del ministro en Berlín).

Los informes de los mismos cónsules alemanes, y en particular el del pastor Lepsius, publicado en Alemania en plena guerra, confirman la matanza programada, objeto asimismo de una descripción precisa por Leslie A. Davies, un cónsul americano en el centro de Anatolia cuyo informe sólo podrá ser consultado en los años sesenta y publicado como The Slaughterhouse Province en 1989. El hecho de que Estambul estuviera bajo ocupación aliada hizo posible además la salvación de la masa documental recogida por el Patriarca armenio entre 1919 y 1922, base del estudio Le génocide des arméniens, de Raymond H. Kévorkian, Paris, 2006. Los hechos son irrefutables.

El negacionismo turco tuvo en su día una motivación pragmática: reconocer el genocidio era tanto como sentar las bases del Estado armenio que deseara el presidente Wilson y poner bajo acusación a las autoridades del partido Joven Turco que una vez decapitado el vértice –Enver, Djemal y Talaat Pachá- constituían el armazón del nuevo poder nacionalista de Mustafá Kemal. Con la victoria de éste sobre el ejército griego, la causa armenia perdió todo apoyo real, más allá de la “universal simpatía” expresada en 1920 por la Sociedad de Naciones.

La secuencia es, pues, clara en este primer genocidio étnico-religioso: a) designación de los armenios como cuerpo extraño a eliminar y primeras matanzas a fines del siglo XIX; b) soporte ideológico y político de la propensión genocida: c) adopción de una estrategia de exterminio; d) puesta en práctica de la misma mediante asesinatos de masas, con más de un millón de víctimas; e) réplica negacionista, muy violenta hasta hoy, por parte del Estado turco […].

Antonio Elorza, «Genocidios», Hispano Nova. Revista de Historia Contemporánea, Nº 10, 2012.


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