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Poblac. Armenia 1915. |
En los últimos decenios del siglo XIX los armenios1 (habitantes de tres imperios: Persa, Otomano y zarista) tuvieron un despertar político, social e intelectual que hizo posible su incorporación al cauce de las ideas occidentales (Zekiyan, 1999).
Su mundo religioso, que los había formado y definido desde su conversión al cristianismo en el siglo IV, fue sacudido por la fuerza de las reformas políticas, la educación moderna y el nacionalismo. Este último era una expresión nueva, moderna, en la cual los armenios intentaron manifestarse y expresarse no sólo como minoría religiosa sino también como nación. El Imperio Otomano, que gobernaba a la mayor parte de quienes se denominaban armenios, no se quedó con los brazos cruzados ante este despertar, sobre todo porque el pueblo turco también transitaba por la misma construcción moderna de nación.
Fue entonces cuando se instrumentó una serie de políticas de control y subyugación articuladas por los gobiernos del sultán Abdul-Hamid II (1876-1909) y de los jóvenes turcos (1908-1918) en contra del despertar y la modernización armenias. Fueron una especie de ensayos similares al pogromo antisemita centroeuropeo: violencia dirigida hacia la población armenia en ciudades identificadas como «revolucionarias». Sin distinción de edad, sexo o filiación política, sino por el hecho de haber nacido armenios y, por tanto, ser acreedores a la causalidad diabólica que suelen animar las minorías; los armenios fueron responsabilizados de los males del Imperio Otomano en desintegración y de las amenazas de injerencia europeas; también eran vistos como los autores de una conspiración o complot que tenía como fin la destrucción del poder Otomano establecido.
Las masacres de 1895-1896 —que produjeron la muerte de entre 100 y 200 mil armenios2 y cerca de 500 mil huérfanos— fueron el inicio de una serie de políticas violentas (de exterminio premeditado) en contra de la minoría armenia. Posteriormente, durante el primer año de gobierno de los jóvenes turcos (tras el derrocamiento del sultán en 1909), éstos permitieron las masacres en la ciudad mediterránea de Adaná, donde murieron entre 20 y 25 mil armenios.
La política de subyugación y exterminio de la minoría cristiana armenia, considerada de segunda clase y conocida como «la cuestión armenia», produjo su internacionalización y logró que las potencias europeas plantearan demandas al Imperio Otomano en busca de mejoras para las minorías, las cuales nunca se cumplieron. Esta situación también ocasionó la emergencia de los primeros partidos políticos armenios de carácter clandestino: el Partido Liberal Armenagán (1885) en Van (Imperio Otomano), el Partido Marxista Hnchakián (1887) en Ginebra (Suiza) y la socialista Federación Revolucionaria Armenia o Tashnaksutiún (1890) en Tiflis (Imperio zarista). Más tarde se crearía el Partido Demócrata Liberal de la burguesía, conocido como Ramgavar (1908) en Constantinopla (Imperio Otomano)3.
La entrada en la Primera Guerra Mundial del Imperio Otomano al lado de Alemania y Austria-Hungría y en contra de Rusia, Francia y Gran Bretaña dividió a los armenios en dos campos antagónicos. Fue la ocasión para el gobierno de los jóvenes turcos de inculpar a los armenios, bajo el manto de la guerra, de sedición y de ser aliados de los enemigos rusos. Lo anterior sirvió de pretexto para trasladarlos a lugares donde no fueran peligrosos para la seguridad del Estado —como el desierto de la provincia siria—; así inició una política de deportación y exterminio tendiente a eliminarlos como pueblo, es decir, se programó un genocidio.
El 24 de abril de 1915 dio inicio la deportación de entre 300 y 600 personas de la elite intelectual y política de Constantinopla (hoy Istanbul), con destino a Anatolia (la actual Turquía asiática) donde fueron asesinados. Posteriormente ocurriría la emasculación o eliminación de los hombres en edad de combatir (18-45 años) quienes, requisados para cumplir con el servicio militar, fueron obligados a trabajos forzados y aniquilados en puestos de retaguardia, fusilados o enterrados en trincheras construidas por ellos mismos (Morgenthau, 1919). La tercera etapa fue la deportación de ancianos, mujeres y niños mediante un plan con tiempos establecidos para cada ciudad de las provincias armenias, combinando marchas forzadas con privaciones de agua y alimento, pillajes, violaciones y masacres colectivas antes de llegar a sus futuras fosas comunes en los desiertos de Deir ez-Zor y Mesopotamia. Del millón y medio de víctimas —casi 70 por ciento de la población armenia del Imperio Otomano— la mitad murió de sed, hambre, enfermedades y cansancio por las marchas forzadas; otra mitad murió por vejaciones en los caminos, ahogadas en el caudaloso Éufrates o finalmente masacradas en el desierto. De los dos millones 100 mil armenios que aproximadamente habitaban en el Imperio Otomano, hubo cerca de 600 mil sobrevivientes quienes se convirtieron, en su mayoría, en refugiados.
El holocausto padecido, como toda experiencia trágica, produce emociones profundas y desgarradoras; es referido por los sobrevivientes armenios bajo formas que recuerdan la pasión de Cristo o historias de martirologio de los antiguos testigos cristianos (Tölölyan, 1987a: 93). La construcción de narrativas traumáticas post-genocidas hacen un uso extensivo del Gólgota y el millón y medio de víctimas son consideradas como mártires. La historia del genocidio armenio se articula en dos niveles: el nacional y el familiar.
El primero refiere la masacre de una nación y la pérdida de la patria; el segundo recuenta la historia de cómo los familiares murieron y establece un recuerdo nostálgico por el pueblo de origen. A partir de esta gesta martyrum se extraen los personajes que conformarán el mundo performativo armenio posterior al genocidio. A pesar de que prevalece una distinción entre mártir, confesor y víctima, la construcción y rememoración que hacen los armenios de su holocausto es articulada con base en la tradicional figura ejemplar del mártir. En el caso particular armenio, el mártir se sacrifica por una dualidad: la patria y la religión.
Para los armenios la santificación de héroes quienes dieron su vida por la patria-religión es un proceso que se remonta a su conversión al cristianismo (301 d.C)4. Tanto la primera como la segunda guerras en defensa del cristianismo ocurrieron en Armenia; la segunda fue un combate en la planicie de Avarair en 451 d.C. entre armenios y persas, conocida como Vartanantz; de aquélla batalla emergió un héroe casi mítico para la identidad armenia, el mártir-guerrero Vartán, desde entonces figura ejemplar y pieza clave en la literatura armenia medieval y romántica, cuya historia se repite en toda escuela de la diáspora armenia. Para el cristianismo del subyugado pueblo armenio la violencia y el martirio han sido una constante en su historia, y a este último recurre para la creación de sus personajes admirables.
El símbolo, modelo o paradigma del mártir está enraizado en la cultura armenia. Esa es la razón por la cual los armenios recurren a una interpretación y explicación del evento catastrófico genocida con base en esa figura ejemplar; sin embargo, durante el siglo XIX el mito del mártir-guerrero entró en un proceso de secularización hasta convertirse en una causa que tiene en lo patriótico-político su motivación más importante. En dicho proceso tuvieron una participación importante los guerrilleros-patriotas conocidos como fedayín, figura revolucionaria emanada principalmente del Tashnaksutiún (Federación Revolucionaria Armenia). Su nombre en persa designa a «aquél que se ha comprometido» o «aquél que es sacrificado»; es un hombre armado quien combate en contra del injusto régimen Otomano que mantiene subyugado al pueblo armenio. El fedayín dedica su vida al pueblo; quiere despertarlo con su acción patriótica y, sobre todo, con su disponibilidad para la muerte.
Entre los fedayines la causa armenia, como en el caso de Vartán, no es exclusivamente la defensa de Cristo sino también una resistencia al orden político opresor. La imitatio Christi constituye una invitación suprema y ejemplar que permanece en los grupos de fedayines. La tradición del martirio es utilizada por éstos para ofrecer una explicación a su sacrificio; pero también es reinterpretada para la construcción de nuevas figuras que asimismo se ofrendan y que serán usadas de manera política en aras de justicia en el futuro.
La política de la memoria de injusticia va transformándose conforme los escenarios y las nuevas generaciones cambian. Pero el martirio, como un estigma del pasado, es portado y transmitido por las generaciones venideras. La tradición del mártir-héroe es fuente de legitimidad. Su utilización permite apelar a una historia que ha sido idealizada y modificada su forma de representación, especialmente por la influencia del Siglo de las Luces; pero no así su forma y significación esenciales que permanecen intactos.
La ejemplaridad de esta figura simbólica encarna fenómenos colectivos de adhesión pasional o de incorporación identitaria que orienta prácticas y creencias posibilitadoras de emociones y acciones. Las comunidades (y/o sus dirigentes) hacen de estos paradigmas humanos ejemplos a seguir. Desde luego, en el caso de los mártires del genocidio no se pretende hacer de su muerte un ejemplo; al contrario, se trata de hacer imposible el retorno de situaciones traumáticas parecidas. Lo que resulta ejemplar para los armenios no es su agonizante muerte sino el legado de su fe que, como los santos, según la hagiografía cristiana, son más «admirables que imitables» (Albert, 2001: 18).
El esquema de valores articulador de la figura-arquetipo del mártir sí es un ejemplo a seguir, así como la fe y el sacrificio por los que tuvo que pasar por y para el «nosotros» (armenios) en contra del «ellos» (turcos), a semejanza de Cristo. Sin embargo, no es lo mismo ser un modelo construido en el siglo I que otro del Renacimiento o bien uno fabricado en el siglo XX.
Mientras la ejemplaridad de los primeros siglos de nuestra era se edificaba exclusivamente bajo modelos religiosos, los paradigmas de santidad o martirio de la época de la Reforma europea ya combinaban religiosidad con persecución política. Finalmente, en los más recientes siglos XIX y XX predomina una santificación de héroes de estirpe nacional para satisfacer proyectos de construcción de Estado-nación. Las figuras de santo, héroe o mártir han tenido una transformación que se origina en el modelo religioso y que llegan al secular pero nunca han dejado de tener una intención política. Y es que las capacidades movilizadoras del heroísmo y del martirio se sustentan en tradiciones muy arraigadas que permiten transitar sin dificultad de la esfera religiosa a la política secularizada.
La construcción de la ejemplaridad y su estrecha relación con formas de dominación y poder, como dice Balandier (1992), se hace y conserva al producir y organizar imágenes en cuadros ceremoniales. Las elites en busca de legitimidad y/o reconocimiento no sólo se apropian de la tradición sino que también la reinventan, moldeándola en función de sus intereses. De manera similar, las elites también hacen uso de la ejemplaridad y construyen formas ejemplares. Dichas figuras se encuentran en el pasado y las elites sólo necesitan echar mano de la historia para reincorporarlas a sus objetivos inmediatos (Giordano, 2001); o bien, encontrar en el presente figuras que respondan claramente con lo que colectivamente se ha considerado ejemplar en otro momento. La ejemplaridad depende no sólo de las elites contendientes en las arenas políticas disputando variados modelos ontológicos, sino que la utilización de modelos de ejemplaridad del pasado son utilizados de distinta manera por grupos culturales diversos.[…]
Carlos Antaramián Salas, «El mártir armenio: la construcción política de una figura ejemplar después del Genocidio (1915-1918)», Revista Liminar. Estudios sociales y humanísticos, año 6, vol. VI, núm. 2, 2008, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, pp. 83- 87.
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